El resto del día transcurrió para Mariah de acuerdo con la tónica misericordiosa y previsible de cualquier funeral. Ya serena e incapaz de derramar más lágrimas, la joven había escuchado atentamente al viejo amigo de la familia, el padre Aiden O’Brien, fraile de san Francisco de Asís en Manhattan, que celebró la misa, ensalzó al difunto y dirigió las oraciones junto a la tumba en el cercano cementerio de Maryrest. A continuación se dirigieron al club de campo de Ridgewood, donde se dispuso un almuerzo para los que habían asistido a la misa y al entierro.
Había más de doscientas personas. El clima era sombrío, pero después de un par de Bloody Marys, todos se animaron y el ambiente adquirió un tono más festivo. A Mariah le alegró el hecho de que todas las historias que oía versaban sobre lo fantástico que había sido su padre. Brillante. Ingenioso. Atractivo. Encantador. Sí, sí, se dijo.
Cuando el almuerzo hubo terminado y Rory se marchó a casa con su madre, el padre Aiden aprovechó para hablar con Mariah a solas. En voz baja, aunque no había nadie alrededor, le preguntó:
—Mariah, ¿te confesó tu padre que tenía la premonición de que iba a morir?
La expresión de su rostro fue respuesta suficiente.
—Tu padre vino a verme el pasado miércoles. Me dijo que tenía un presentimiento. Le invité a tomar un café en el monasterio. Allí me contó un secreto. Como ya sabrás, estaba traduciendo unos pergaminos antiguos que se encontraban en la caja fuerte oculta de una iglesia que llevaba años cerrada y que ahora están a punto de derruir.
—Sí, lo sabía. Mencionó algo sobre lo bien conservados que estaban.
—Si tu padre estaba en lo cierto, uno de ellos tiene un valor extraordinario. Y no solo en términos de dinero —agregó.
Aturdida, Mariah miró fijamente al sacerdote de setenta y ocho años. Durante la misa había observado que la artritis le provocaba una cojera grave. El abundante cabello blanco acentuaba las arrugas profundas de su frente. Era imposible no percibir la preocupación en su voz.
—¿Le contó qué era lo que contenía el manuscrito? —preguntó Mariah.
El padre Aiden miró alrededor. La mayoría de los presentes estaban de pie, despidiéndose de sus amigos. Era evidente que pronto se acercarían a Mariah para expresarle sus condolencias una vez más, acompañadas de un apretón de manos y las inevitables palabras: «Llámanos para lo que necesites».
—Mariah —dijo en tono inquieto—, ¿te habló tu padre de una carta que se cree que Jesús escribió a José de Arimatea?
—Sí, varias veces a lo largo de los años. Me dijo que la guardaban en la Biblioteca Vaticana, pero que se sabía poco de ella porque varios papas, entre ellos Sixto IV, se negaban a creer que fuera auténtica. La robaron durante su pontificado en el siglo XV, supuestamente alguien que creía que el papa Sixto IV planeaba quemarla. —Sorprendida, preguntó—: Padre Aiden, ¿está diciendo que mi padre creía haber encontrado esa carta?
—Así es.
—Entonces debió de acudir a, por lo menos, un experto cuya opinión fuera irreprochable para que confirmara sus sospechas.
—Me dijo que es justamente lo que hizo.
—¿Le dio el nombre de la persona que vio la carta?
—No. Pero debieron de ser varias, porque me comentó que se arrepentía de haber acudido a una de ellas. Por supuesto, intentó devolver el pergamino a la Biblioteca Vaticana, pero esa persona le dijo que podrían conseguir una enorme cantidad de dinero de cualquier coleccionista privado.
Antes de que Lily se entrometiera en su vida, yo habría sido la primera persona a quien papá habría comentado su descubrimiento, pensó Mariah, y también me habría dicho con quién más pretendía compartir la información. Una nueva oleada de amargura y resentimiento la invadió de repente, mientras recorría las mesas con la mirada. Muchas de estas personas eran colegas de mi padre, se dijo. Es probable que papá comentara con alguno de ellos, como Charles y Albert, la existencia de ese antiguo pergamino. Si mamá no es responsable del asesinato, Dios así lo quiera, ¿es posible que su muerte no fuera el resultado de un robo al azar con el peor final posible? ¿Acaso alguien de los aquí presentes le quitó la vida?
Antes de que pudiera expresar con palabras sus pensamientos al padre Aiden, se fijó en que su madre volvía a entrar a toda prisa en el salón, seguida de Rory. La mujer se dirigió allí donde estaban sentados Mariah y el padre Aiden.
—¡No quiere marcharse sin ti! —exclamó Rory en tono enfadado e impaciente.
Kathleen Lyons sonrió al padre Aiden con expresión ausente.
—¿Ha oído ese ruido? —le preguntó—. ¿Y ha visto toda esa sangre? —A continuación, añadió—: La mujer que sale en las fotografías con Jonathan estaba hoy a su lado. Se llama Lily. ¿Por qué ha venido? ¿No le bastó ir con él a Venecia?