El miércoles por la tarde, el ayudante del fiscal, Peter Jones, se encontraba en su oficina repleta de expedientes, tratando de asimilar la información que Benet y Rodriguez acababan de entregarle. Le pareció evidente que Rita estaba convencida de que se había realizado una detención errónea. Y era también evidente que Simon ya no estaba seguro de que Kathleen Lyons fuera la asesina.
Jones, un hombre de cuarenta y seis años, de facciones duras y atractivas y con veinte años de experiencia en la oficina del fiscal, esperaba ascender a lo más alto cuando su jefe se jubilara dentro de cinco meses. Su reputación como abogado litigante agresivo pero justo le daba razones para creer que era el candidato más firme. Sin embargo, ahora se sentía invadido por el miedo. Pensó en su madre de setenta y dos años, que empezaba a mostrar indicios de demencia. El hecho de imaginarla esposada y acusada de un delito que no había cometido hacía que se le formara un nudo en la garganta. El recuerdo de la aterrada y perpleja Kathleen Lyons, temblorosa frente al juez, le ardió en la mente.
Si hemos cometido un error, el escándalo será un festín para la prensa, pensó mientras el sudor le perlaba la frente. Publicarán su fotografía con aspecto desamparado una y otra vez. Ayer copó todas las portadas. Será mejor que me olvide del ascenso. Repasé todas las pruebas con lupa, se recordó con tristeza, y sigo pensando que es culpable. Por el amor de Dios, ¡estaba escondida en el armario, sujetando el arma y cubierta de sangre!
Sin embargo, que su cuidadora haya resultado ser una ex convicta y haya desaparecido, da un vuelco al asunto, reconoció para sí.
En ese momento sonó el timbre del teléfono de su oficina. Estaba a punto de decirle a su secretaria que no quería hablar con nadie cuando la mujer le dijo que quería hablar con él sobre el caso de Kathleen Lyons un tal Joshua Schultz, abogado de Manhattan.
—Dice que tiene información importante, Peter —anunció en tono de escepticismo—. ¿Quieres hablar con él?
¿Qué más puede haber de nuevo?, se preguntó.
—Pásame la llamada, Nancy —le pidió.
—Peter Jones, ayudante del fiscal —dijo en tono enérgico.
—En primer lugar, señor Jones, muchas gracias por atender mi llamada —respondió una voz suave con marcado acento neoyorquino—. Soy Joshua Schultz, abogado penalista de Manhattan.
—Sí, he oído hablar de usted —dijo Peter. Y por lo que he oído, no es nada del otro mundo, pensó.
—Señor Jones, me he puesto en contacto con usted por una información que me parece que tiene suma importancia en el caso de asesinato de Jonathan Lyons. Represento al acusado Wally Gruber, a quien se le imputa un delito de intento de robo en una residencia de Riverdale y otro de robo en Mahwah. Mi cliente está detenido en Rikers Island, y se ha presentado una denuncia contra él en New Jersey por el caso de Mahwah.
—Estoy al corriente del caso de Mahwah —respondió Peter Jones lacónicamente.
—He hablado con mi cliente y reconoce que poco puedo hacer por él en el caso de su jurisdicción. Se nos ha informado de que han encontrado sus huellas dactilares en el lugar. También se nos ha comunicado que la policía de Nueva York está llevando a cabo una investigación sobre otros robos en casas cuyos propietarios habían dejado sus vehículos en el aparcamiento de Manhattan en el que el señor Gruber trabajaba antes de ser detenido.
—Siga —respondió Peter, incapaz de deducir adónde quería ir a parar.
—Señor Jones, le hago saber que mi cliente me ha informado de que cuando estaba en el primer piso de la casa de Mahwah durante el robo, oyó un disparo procedente de la casa de al lado. Corrió a la ventana y vio a alguien que salía a toda prisa de la casa. No voy a revelarle todavía si se trata de un hombre o de una mujer, pero le aseguro que aunque llevaba la cara cubierta con un pañuelo, en un momento determinado se lo quitó, y mi cliente pudo verle la cara. El señor Gruber me ha dicho que hay una farola muy cerca del sendero que conduce a la calle, y que ilumina toda la zona.
Se produjo una larga pausa mientras Peter Jones asimilaba el hecho de que, sin duda, Schultz se estaba refiriendo al asesinato de Jonathan Lyons.
—¿Qué intenta decirme? —preguntó.
—Lo que intento decirle es que el señor Gruber ha visto la fotografía de Kathleen Lyons en el periódico, y está convencido de que ella no es la persona que huía de la casa. Está seguro de que podría sentarse con su experto en retratos robot y ayudarlo a trazar un esbozo muy preciso de la persona a la que vio. Por supuesto, a cambio de su colaboración espera una ayuda considerable por su parte para reducir las condenas de los casos de Nueva York y New Jersey.
Peter se sintió como si el mundo se hundiera bajo sus pies.
—Qué casualidad que el señor Gruber estuviera allí esa noche, y en ese preciso momento —comentó con sarcasmo—. Los propietarios de la casa contigua a la residencia de los Lyons estuvieron varias semanas fuera del país, por lo que el robo pudo cometerse en cualquier momento durante ese período.
—Pero, señor Jones, no se cometió, como usted dice, en ningún otro momento durante ese período. —Ahora el tono de Schultz era igualmente sarcástico—. Se cometió al mismo tiempo que asesinaban a Jonathan Lyons. Y podemos demostrárselo. El señor Gruber condujo su coche hasta New Jersey esa noche, pero utilizó matrículas robadas y una tarjeta de peaje también robada. Por petición mía, un primo suyo fue al depósito que el señor Gruber tiene alquilado y recuperó las matrículas y la tarjeta. Las tengo aquí. La tarjeta de peaje pertenece a un sedán Infiniti, propiedad de Owen Morley, un cliente asiduo del aparcamiento en el que trabajaba el señor Gruber. El señor Morley está en Europa este mes, pero la tarjeta le demostrará el cargo de esa noche. Estoy seguro de que si comprueba la cuenta asociada a esa tarjeta que utilizó, podrá corroborar la versión de mi cliente cuando afirma que pasó por el puente George Washington de New Jersey a Nueva York aproximadamente cuarenta y cinco minutos después de que Jonathan Lyons fuera asesinado.
Peter Jones hizo un esfuerzo para elegir las palabras con cuidado y sonar tranquilo.
—Señor Schultz, tiene que entender que la credibilidad de su cliente es, en el mejor de los casos, dudosa. Basándome en lo que acaba de decirme, sin embargo, creo que tengo la obligación moral de entrevistarme con él. Veremos adónde nos lleva. Es posible que el señor Gruber estuviera allí al mismo tiempo, pero ¿cómo sé que no se inventará una cara y nos dirá que esa es la persona a la que vio saliendo de la casa de los Lyons?
—Señor Jones, este es un caso fascinante, que seguía incluso desde antes que el señor Gruber contratara mis servicios. Me parece que si la señora Lyons no estuvo implicada, entonces esa arma debió de ser disparada por alguien cercano a la víctima. Por lo que he leído, no se apunta a la posibilidad de que pudiera haber sido obra de un desconocido. Es muy probable que con un retrato robot de calidad, el rostro resultaría reconocible a los familiares o amigos de la víctima.
—Como ya le he dicho —espetó Peter—, reconozco mi deber ético de seguir este hilo, pero desde luego no puedo prometerle nada por adelantado. Quiero hablar con el señor Gruber, y quiero ver esas matrículas. Comprobaremos que el cargo en la tarjeta de peaje aparezca en la cuenta del señor Morley. Si, después de eso, decidimos que se reúna con nuestro retratista, veremos qué nos ofrece el esbozo. Le doy mi palabra de que cualquier muestra de colaboración útil será puesta en conocimiento de sus jueces. En este momento, me niego a concretar nada más.
La voz de Schultz sonó airada y fría.
—No creo que el señor Gruber responda muy bien ante una propuesta tan vaga. Tal vez debiera pasar esta información al señor Scott, representante legal de Kathleen Lyons. Resulta irónico que él sea además la víctima de este robo, y supongo que tendría que aconsejar a la señora Lyons que se buscara otro abogado. Pero he leído que las familias mantienen una buena amistad, y estoy seguro de que cualquier información que ayude a exonerar a esa mujer inocente será bien recibida. Además, no dudo que el señor Scott se aseguraría de que la colaboración por parte de mi cliente llegara a oídos de los jueces del caso.
Peter notó que Schultz estaba a punto de colgar.
—Señor Schultz —dijo con énfasis—, los dos somos abogados penalistas con experiencia. Ni siquiera he visto al señor Gruber, pero sé que es un delincuente que busca su propio beneficio. Sería del todo irresponsable por mi parte hacer promesas más específicas en este momento, y lo sabe. Si la información que nos proporciona nos resulta de utilidad, le aseguro que los jueces de su caso estarán al corriente de su colaboración.
—No me basta, señor Jones —objetó Schultz—. Le propongo lo siguiente: esperaré dos días antes de ponerme en contacto con el señor Scott. Le sugiero que reflexione sobre mi oferta. Lo llamaré de nuevo el viernes por la tarde. Que pase usted un buen día.