Lo primero que Mariah hizo el martes por la mañana fue telefonear al hospital. La enfermera que atendía la recepción de la unidad de psiquiatría la tranquilizó.
—Le dimos un sedante suave ayer por la noche y ha dormido bastante bien. Esta mañana ha tomado un desayuno ligero y parece muy serena.
—¿Pregunta por mí o por mi padre?
—En el informe se indica que ayer por la noche se despertó varias veces y dio la impresión de estar manteniendo una conversación con su padre. Al parecer, creía que estaban juntos en Venecia. Esta mañana ha estado repitiendo el nombre «Rory». —La enfermera vaciló—. ¿Es una familiar o una cuidadora?
—Su cuidadora —respondió Mariah, intuyendo que la enfermera le ocultaba información—. ¿Hay algo que no me haya dicho? —preguntó sin rodeos.
—Oh, no, claro que no.
Tal vez sí, tal vez no, pensó Mariah. Entonces, consciente de que si solicitaba visitar a su madre antes de la siguiente vista judicial recibiría una negativa rotunda, preguntó:
—¿La nota asustada? A veces, en casa, quiere esconderse en un armario.
—Por supuesto, está desconcertada, pero no diría que esté asustada.
Mariah tenía que contentarse con eso.
Pasó el resto de la mañana sentada frente al ordenador en el estudio, agradecida por poder adelantar tanto trabajo desde casa. Después se dirigió al piso superior, al dormitorio de su padre, y estuvo varias horas sacando su ropa de armarios y cajones, doblándola cuidadosamente y colocándola en cajas para llevarla a un centro de beneficencia.
Con escozor en los ojos por las lágrimas no vertidas, recordó que su madre no había sido capaz de vaciar el armario de su abuela hasta casi un año después de su muerte. No tiene sentido, se dijo Mariah. Hay mucha gente que necesita ropa. Papá querría que diéramos hasta la última de sus pertenencias de inmediato.
Mariah se quedó con la chaqueta con trenzas de punto irlandés que le había regalado por Navidad siete años atrás. Cuando llegaba el frío, se convertía en la prenda preferida de su padre para estar por casa. Lo primero que hacía al volver de la universidad era colgar la chaqueta del traje, quitarse la corbata y ponerse la chaqueta de lana. Solía llamarla su segunda piel.
En el baño de su padre, abrió el armario de los medicamentos y se deshizo de las pastillas para la hipertensión, las vitaminas y el aceite de pescado que tomaba religiosamente todas las mañanas. Se sorprendió al encontrar un bote medio vacío de Tylenol para la artritis. Nunca me dijo que tuviera artritis, pensó.
Un nuevo y doloroso recordatorio del distanciamiento entre ambos.
Mariah decidió conservar también su loción para después del afeitado. Cuando desenroscó el tapón y olió la sutil fragancia familiar, se sintió por un momento como si su padre estuviera allí con ella.
—Papá, ayúdame a saber lo que tengo que hacer —rogó en voz baja.
A continuación se preguntó si había recibido una respuesta. Esa noche debía invitar también al padre Aiden y a Alvirah y a Willy Meehan. Era el sacerdote a quien su padre había confiado que estaba seguro de que el pergamino era el que habían robado de la Biblioteca Vaticana y que uno de los expertos a quienes se lo había enseñado estaba interesado únicamente en su valor económico. Era Alvirah a quien Lillian había admitido que no había visto ni hablado con su padre durante los cinco días previos a su muerte. Por una coincidencia afortunada, Alvirah y Willy conocían al padre Aiden desde mucho antes de conocer a Mariah.
Mariah se dirigió al piso de abajo y los telefoneó para invitarlos.
—Siento avisarte con tan poco tiempo, Alvirah —se disculpó—, pero se te da bien juzgar a las personas. No me creo que mi padre no enseñara el pergamino al menos a alguno de sus amigos. Tú los has visto en cinco o seis ocasiones. Esta noche quiero sacar el tema y observar sus reacciones. Me gustaría saber tu opinión sobre lo que sucede. Y si el padre Aiden está dispuesto a repetir esta noche lo que mi padre le dijo, a cualquiera de ellos le costará insinuar que mi padre estaba equivocado acerca de la autenticidad del pergamino. Que Dios me perdone, y espero estar equivocada, pero empiezo a pensar que puede que Charles Michaelson esté implicado de algún modo. No olvidemos que Lily y él solían mostrarse muy cariñosos cuando venían a cenar. Y recuerdo claramente que una vez mi padre mencionó que Charles se había visto implicado en un problema legal, o ético, que supongo que fue un asunto muy serio.
—Será un placer —respondió Alvirah con entusiasmo—. Y deja que te ayude. Telefonearé al padre Aiden y si puede ir, pasaremos a recogerlo. Te llamaré dentro de cinco minutos. Por cierto, ¿a qué hora quieres que estemos allí?
—A las seis y media sería perfecto.
Cuatro minutos después, sonó el teléfono.
—Aiden puede ir. Nos vemos esta noche.
A última hora de la tarde, Mariah salió a dar un largo paseo e intentó despejar la mente para prepararse ante lo que pudiera suceder esa noche.
Las cuatro personas que con mayor probabilidad han visto el pergamino estarán sentadas a la mesa de mi padre, se dijo. Charles y Albert ya me han preguntado si lo he encontrado. La otra noche, durante la cena, Greg me dijo que papá le habló de él pero que no se lo enseñó. Richard es el único que no lo ha mencionado.
Bueno, de un modo u otro, esta noche saldrá el tema.
Mariah aceleró el paso y empezó a caminar deprisa para intentar librarse de la rigidez en las piernas. La ligera brisa se estaba volviendo más intensa. Se había recogido el pelo en un moño flojo y sintió que se le empezaba a deshacer sobre los hombros. Con una media sonrisa en el rostro, se acordó de que su padre le había dicho que con su melena larga y negra le recordaba a Bess, la hija del posadero del poema «El salteador de caminos».
Cuando regresó a la casa, Betty le dijo que nadie había telefoneado en su ausencia. Lo primero que hizo fue llamar al hospital y escuchar prácticamente la misma información que le habían dado por la mañana. Su madre estaba tranquila y no preguntaba por ella.
Era hora de vestirse. La caída de la temperatura hizo que una blusa de seda blanca de manga larga y unos anchos pantalones negros le parecieran una buena elección para esa noche. En un impulso, se soltó el pelo y recordó de nuevo la referencia que su padre había hecho a Bess, la hija del posadero.
Greg fue el primero en llegar. Al abrir la puerta, el hombre la abrazó de inmediato. Cuando la dejó en casa el sábado por la noche, le dio un beso en los labios, breve e indeciso. Ahora la abrazaba con fuerza mientras le acariciaba el pelo.
—Mariah, ¿no sé si realmente te haces una idea de lo mucho que me importas?
Cuando Mariah se apartó, él la soltó de inmediato. La joven le apoyó las manos en la cara con dulzura.
—Greg, eso significa mucho para mí. Es solo que, bueno… ya sabes todo lo que está pasando. Mi padre fue asesinado hace solo ocho días. Mi madre está ingresada en un hospital psiquiátrico. Soy hija única. Al menos hasta que esta pesadilla de la acusación contra mi madre esté resuelta, no puedo pensar en mi propia vida.
—Y no deberías —respondió—. Lo entiendo perfectamente. Pero tienes que saber que si necesitas algo, a cualquier hora del día o de la noche, solo tienes que pedírmelo. —Greg hizo una pausa, como si necesitara recuperar el aliento—. Mariah, lo diré una vez y no volveré a sacar el tema mientras estés pasando por esta situación. Te quiero y quiero ocuparme siempre de ti. Pero ahora ante todo quiero ayudarte. Si los psiquiatras que evalúan a tu madre en el hospital no hacen bien su trabajo, contrataré a los mejores especialistas del país. Sé que los médicos concluirían que padece un alzheimer en estado avanzado, que no puede ser procesada y que, con la supervisión adecuada, no supone un peligro para nadie, por lo que debería estar en casa.
Como ya era habitual, Albert y Charles llegaron juntos en el coche de Charles. Justo cuando Greg terminó de hablar, llamaron al timbre.
Mariah se alegró enormemente por la interrupción. Siempre había sabido que a Greg le gustaba, pero hasta entonces no había percibido con claridad la intensidad de sus sentimientos. Si bien apreciaba de corazón su ofrecimiento de ayudarla, su pasión añadía a la situación otro matiz de tensión que la molestaba y la asfixiaba al mismo tiempo. Durante los últimos días, había comenzado a darse cuenta, de manera inconsciente, de que a lo largo de los últimos años, la terrible preocupación por el agravamiento de la demencia que padecía su madre y después la angustia por la relación de su padre con Lillian la habían exprimido sentimentalmente.
Tengo veintiocho años, se dijo. Desde los veintidós he estado sufriendo por mamá, y después, durante el pasado año y medio, me he estado alejando de un padre al que adoraba. Me encantaría tener un hermano o una hermana con quien compartir todo esto, pero tengo una cosa clara. Debo conseguir que mamá vuelva a casa y encontrarle una buena cuidadora. Después me centraré en organizar mi vida.
Aunque esos pensamientos le inundaban la mente mientras saludaba a Albert y a Charles, de inmediato percibió la tensión que había entre ellos. Charles mostraba su habitual ceño fruncido, solo que en esa ocasión parecía más bien un gesto de pocos amigos. Albert, por lo general un hombre de trato amable, parecía preocupado. Mariah se apresuró a acompañarlos al salón, donde Betty había servido una bandeja de entrantes fríos y calientes. En el pasado, solían tomar un cóctel en el estudio de su padre antes de cenar. Mariah notó que comprendieron por qué no entrarían en la habitación esa noche.
Unos minutos después, volvió a sonar el timbre. En esa ocasión eran Alvirah, Willy y el padre Aiden.
—Me alegro tanto de que hayáis podido venir —dijo Mariah mientras los abrazaba a uno tras otro—. Entrad, solo falta Richard.
Transcurridos unos minutos, mientras charlaban animadamente, Mariah se dio cuenta de que Richard, siempre puntual, llegaba casi media hora tarde.
—Seguramente esté en un atasco —comentó a los otros—. Como todos sabemos, Richard siempre llega como un clavo.
Recordó que Richard le había dicho que acababa de tomar una decisión importante. Se preguntó si le explicaría de qué se trataba esa noche. Mariah no sabía cómo encajar el hecho de que Greg estuviera adoptando el papel de anfitrión. Era él quien hacía circular la bandeja del delicioso sushi que Betty había preparado, y quien rellenaba las copas con el exquisito merlot que tanto le gustaba a su padre.
Entonces volvió a sonar el timbre de la puerta principal. Betty abrió y, un momento después, Richard hizo entrada en el vestíbulo y se dirigió al salón. Sonreía.
—Lo siento, lo siento —se disculpó—. Estaba en una reunión que se ha alargado. Me alegro de veros a todos —agregó, mirando a Mariah.
—Richard, ¿qué te apetece? —preguntó Greg.
—No te preocupes, Greg —respondió mientras avanzaba hacia el bar—, me serviré yo mismo.
Al cabo de unos minutos, Betty apareció por la puerta e indicó a Mariah que la cena estaba lista.
Mariah había decidido que no sacaría el tema del pergamino hasta el postre. Quería crear una atmósfera de calidez e intimidad, y había dicho a un par de sus invitados que esa reunión pretendía ser una suerte de tributo a su padre. Sin embargo, también quería que se soltaran hasta el punto de, sin duda con la ayuda de Alvirah, poder hacerse una idea sobre quién sabía algo acerca del pergamino.
Cuando Betty empezó a retirar los platos de la mesa, las anécdotas sobre su padre habían creado un ambiente de nostalgia y buen humor. Mariah observó que Alvirah había conectado el micrófono de su broche de diamantes mientras Albert comentaba lo mucho que Jonathan disfrutaba en las excavaciones, sin que le importara jamás la falta de comodidades, pero en cambio detestaba la idea de ir de cámping si no había necesidad.
—Me preguntó qué demonios me resultaba agradable en el hecho de levantar una tienda y arriesgarme a recibir la visita de osos en plena noche. Le dije que desde que descubrí las montañas Ramapo, podía disfrutar del cámping y mantenerlo vigilado al mismo tiempo.
Fue en ese momento cuando Alvirah se rozó el broche que llevaba en el hombro, pero Albert no añadió nada más sobre el hecho de vigilar a Jonathan.
Lo habitual era que, después de los postres, tomaran el café en el salón. En esa ocasión Mariah pidió a Betty que lo sirviera en la mesa. No quería que el grupo estuviera separado cuando sacara el tema del pergamino.
Fue Greg quien, sin querer, le ofreció la oportunidad de mencionarlo de un modo que parecía espontáneo.
—Siempre me sorprendió la habilidad de Jonathan para leer una inscripción antigua y traducirla, o de descubrir la procedencia y la antigüedad de una pieza de cerámica con tan solo verla —comentó.
—Por eso mismo debemos encontrar el pergamino desaparecido del que os habló a todos —dijo Mariah—. Padre Aiden, mi padre le habló de ese pergamino. Por lo que sé, también lo mencionó a Albert, Charles y a Greg. Richard, ¿a ti te habló de él o te lo enseñó?
—Me dejó un mensaje en el contestador en el que me decía que se moría de ganas de hablar conmigo sobre un descubrimiento increíble, pero no llegué a verlo.
—¿Cuándo recibisteis cada uno esa llamada? —preguntó Alvirah con naturalidad.
—La semana pasada no, la anterior —respondió Greg sin demora.
—Hará unas dos semanas —dijo Charles pensativo.
—Ayer hizo dos semanas —coincidió Albert con firmeza.
—Sí, también fue entonces cuando dejó el mensaje en mi contestador —ofreció Richard.
—Sin embargo, ¿no os dijo a ninguno de qué se trataba ni os lo enseñó? —Mariah permitió que el escepticismo se filtrara a su voz.
—Me dejó un mensaje en el contestador de casa en el que me decía que creía haber encontrado el pergamino de Arimatea —aclaró Albert—. Estaba de excursión en las montañas Adirondack y volví la mañana siguiente a su muerte. Por supuesto, entonces ya me había enterado de la noticia.
—El pergamino no estaba en esta casa —comentó Mariah—. Creo que todos deberíais saber lo que mi padre dijo al padre Aiden.
Antes de que el padre Aiden dijera nada, Charles Michaelson sugirió:
—Por supuesto, cabe la posibilidad de que Jonathan se precipitara al concluir que era el pergamino de Arimatea y que, después de hacer esas llamadas, se diera cuenta de que había cometido un error y no quiso volver a telefonearnos. Todos sabemos que a ningún experto le gusta admitir que se ha equivocado.
El sacerdote había observado en silencio a los hombres sentados a la mesa.
—Charles —dijo—, Albert, Richard y tú sois especialistas en la Biblia. Greg, sé que te interesa mucho el estudio de ruinas y objetos antiguos —empezó a decir—. Jonathan vino a verme el miércoles de la semana anterior a su muerte. Fue muy claro sobre el tema. Me dijo que había encontrado la carta vaticana, nombre con el que también se conoce al pergamino de Arimatea. —Dirigió una mirada a Alvirah y a Willy—. Como os he explicado en el coche de camino aquí, se cree que se trata de una carta escrita por Cristo poco antes de su muerte. En ella daba las gracias a José de Arimatea por su amabilidad desde que Cristo era niño. San Pedro la llevó a Roma y siempre ha sido objeto de debate.
»Algunos expertos creen que José de Arimatea estaba en el templo de Jerusalén durante la Pascua cuando Cristo, entonces un niño de doce años, pasó allí tres días predicando. José estaba en el templo cuando sus padres fueron a buscarlo y le preguntaron por qué no había vuelto a casa. José lo oyó responder: «¿Es que no sabéis que debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?». En ese momento, José se convenció de que Jesús era el tan esperado Mesías.
El padre Aiden hizo una pausa, y a continuación agregó:
—Más adelante, ese mismo año, los espías de José le comunicaron que el hijo del rey Herodes, Arquelao, sabía que Jesús había nacido en Belén y que, por tanto, podía ser el rey de los judíos que los Reyes Magos habían estado buscando. Arquelao, temeroso de su poder, planeaba asesinarlo.
»José se apresuró a ir a Nazaret y convenció a María y a José para que le permitieran llevarse a Jesús a Egipto, donde estaría a salvo. Jesús estudió en el templo de Leontópolis durante un tiempo y a continuación estuvo yendo y viniendo de su casa en Nazaret a Leontópolis para seguir con sus estudios hasta que empezó su misión pública. Por supuesto, la presencia de cristianos coptos en esa área de Egipto apoya tal teoría.
El padre Aiden habló en tono enfático.
—Ese pergamino debe estar en la Biblioteca Vaticana. Lo robaron de allí hace más de quinientos años. Análisis científicos recientes sugieren que el Sudario de Turín es, realmente, la sábana con la que enterraron a Cristo. Pruebas similares podrían demostrar sin lugar a dudas que este pergamino es auténtico. Pensadlo: ¡una carta escrita por Cristo a uno de sus discípulos! Tiene un valor incalculable. Si Jonathan no os la enseñó a ninguno de vosotros, que erais sus amigos más íntimos y también expertos en el campo, y en cuyas opiniones confiaba, de todos modos seguro que seréis capaces de deducir a qué otro experto o expertos pudo haber consultado su autenticidad.
Antes de que respondieran, el insistente sonido del timbre los sobresaltó a todos. Mariah se puso en pie de un salto y corrió a la puerta. Cuando la abrió, vio a los detectives Benet y Rodriguez en el porche. Con el corazón acelerado, los invitó a pasar.
—¿Le pasa algo a mi madre? —preguntó, en un tono cada vez más elevado.
Sus invitados la habían seguido desde el salón.
—¿Está Rory Steiger en casa? —intervino Benet secamente.
Aliviada, Mariah descubrió que su presencia no guardaba relación con su madre, pero enseguida cayó en la cuenta de que Benet podría haber telefoneado para hacerle esa pregunta. No tenía por qué haberse desplazado hasta allí.
—No, no la necesitamos mientras mi madre esté en el hospital —respondió—. ¿Por qué lo pregunta?
—Hoy hemos ido a ver a la señora Steiger y no estaba en su casa. Al llegar allí, los vecinos de Rory nos han dicho que Rose Newton, una amiga con quien había quedado ayer por la noche, había llamado a su puerta esta mañana. Estaba preocupada porque tenían una cena de celebración, pero Rory no apareció. No respondía al móvil. A petición nuestra, el portero del edificio ha entrado en su apartamento mientras estábamos allí. No ha encontrado nada extraño. La señorita Newton dejó el número de teléfono a los vecinos de Rory, y ellos nos lo han dado a nosotros. Nos hemos puesto en contacto con ella. Aún no ha sabido nada de Rory. Está muy preocupada y cree que le ha sucedido algo malo.
No me han llamado por teléfono porque lo que querían es observar mi reacción cuando oyera que Rory ha desaparecido, pensó Mariah.
—Estoy de acuerdo —dijo Mariah lentamente—. Cuando llegaba tarde por culpa del tráfico, aunque solo fueran quince minutos, siempre llamaba para avisar de que estaba de camino y solía mostrarse muy disgustada por el retraso.
—Eso es lo que tenemos entendido —comentó Benet, y a continuación miró a las personas que ocupaban el vestíbulo.
Mariah se volvió y se los presentó.
—Sé que ya conoce al padre Aiden, detective Benet. —Señaló a Richard, Albert, Charles y Greg, de pie en un semicírculo—. Ellos son los amigos y colegas de mi padre.
El móvil de Richard sonó en ese momento. El hombre murmuró una disculpa, se retiró y hurgó en los bolsillos hasta encontrarlo. No se fijó en que Alvirah, justo detrás de él, también se separó del grupo. De inmediato conectó el micrófono de su broche en forma de sol y sintonizó el amplificador al máximo.
Cuando Richard por fin encontró y atendió la llamada, ya había saltado el contestador. Incluso sin el micrófono, Alvirah oyó la voz agitada y sombría de Lillian mientras Richard escuchaba el mensaje. «Richard, he decidido aceptar tu oferta de dos millones de dólares. Llámame».
Al sonoro «clic» que indicaba el final del mensaje siguió el ruido del teléfono de Richard al cerrarse de golpe.