Los detectives llegarían para entrevistarla a las diez de la mañana del martes. El lunes por la noche, Lillian no pudo dormir. ¿Qué iba a decirles?
Había cometido una estupidez al comentar con Alvirah que no había hablado con Jonathan desde el miércoles anterior a su muerte. ¡Una absoluta estupidez!
¿Podría decirles que Alvirah había entendido mal sus palabras? ¿O tal vez que cuando quedaron para almorzar estaba tan afectada que se expresó mal, y que lo que en realidad quiso decir era que no había visto a Jonathan desde el miércoles, porque Kathleen estuvo muy agitada durante el fin de semana y Jonathan prefirió no salir de casa? ¿Podía recalcar que no se habían visto pero que habían hablado todos los días?
Eso tenía sentido, decidió.
Podía decirles que ella y Jonathan hablaban solo por móviles de prepago y que, después de que Kathleen lo asesinara, ella se había desecho del suyo.
Recordó la última noche que se vieron, cuando él le dio su móvil.
«No voy a necesitarlo más. Por favor, tíralo, y también deshazte del tuyo», le había pedido. Sin embargo, Lillian los había conservado. Aterrada, se preguntó si la policía pediría una orden de registro de su apartamento.
Estaba demasiado nerviosa para hacer otra cosa que no fuera beber café, así que se llevó la taza al baño, donde se duchó y se lavó la cabeza. Tardó solo unos minutos en secarse el pelo y recordó que Jonathan solía despeinarla juguetonamente cuando se sentaba en su regazo en la amplia butaca. «Pero si está perfecto», bromeaba cuando ella se quejaba.
Jonathan, Jonathan, Jonathan. Aún no puedo creer que no estés, se dijo mientras se aplicaba el maquillaje alrededor de los ojos, intentando disimular las ojeras. Todo mejorará cuando empiecen las clases, pensó. Necesito estar con gente. Necesito estar ocupada. Necesito volver a casa cansada.
Tengo que dejar de esperar que suene el teléfono.
La temperatura había caído por la noche y ahora estaban a unos agradables veintiún grados. Decidió ponerse un chándal y unas zapatillas deportivas para dar la impresión a los detectives de que tenía intención de salir en cuanto se marcharan.
Puntualmente, a las diez, sonó el timbre. Reconoció a las dos personas que estaban en la puerta; el tipo de aspecto desaliñado y con entradas, y la mujer con la tez de color aceituna a los que había visto con Rory en la funeraria, cerca de la entrada a la sala donde se había instalado el féretro de Jonathan.
Simon Benet y Rita Rodriguez se presentaron. Lillian los invitó a pasar y les ofreció café, que rechazaron, y a continuación los acompañó al salón. Lillian se sintió vulnerable y sola mientras se sentaba en el sofá y los detectives lo hacían en una silla de respaldo alto.
—Señorita Stewart, la semana pasada hablamos brevemente por teléfono y decidimos esperar a hablar con usted en persona porque era evidente que estaba muy afectada —empezó a decir Benet—. Creo que nos dijo que se encontraba aquí, en su apartamento, la noche que el profesor Lyons fue asesinado.
Lillian se tensó.
—Sí, así es.
—Entonces, ¿le prestó a alguien su coche? Según el guarda del aparcamiento de abajo, esa noche sacó su Lexus sobre las siete y media y volvió poco después de las diez.
Lillian sintió que se le formaba un nudo en la garganta. El detective Benet acababa de decir que cuando la telefonearon la semana anterior, estaba muy afectada, así que utilizaría eso como excusa. ¡Maldito guarda!
Pero se recordó que era Kathleen a quien habían detenido por el asesinato de Jonathan. Sin embargo, su tarjeta de peaje… No les costaría averiguar a qué hora pasó por el puente George Washington de vuelta a Nueva York.
Ten cuidado, ten cuidado, se advirtió. No hables de más como hiciste con Alvirah.
—Cuando hablé con ustedes estaba tan abrumada por el horror y el dolor que era incapaz de pensar con claridad. Estaba confusa. Me llamaron el miércoles, ¿no es así?
—Sí —confirmó Rodriguez.
—Cuando les dije que estaba en casa me refería a la noche anterior a su llamada. Fue el martes por la noche cuando estuve en casa.
—Entonces salió la noche del lunes —la presionó Benet.
—Sí. —Anticípate a ellos, pensó—. Verán, Jonathan estaba empezando a sospechar que Rory, la mujer que cuidaba a su esposa de lunes a viernes, la alteraba a propósito. Estaba convencido de que había fisgoneado en su estudio, había encontrado los libros huecos en los que guardaba las fotografías de nosotros dos y se las había enseñado a Kathleen.
—Por lo que sabemos, eso sucedió hace año y medio. ¿Por qué el profesor Lyons no la despidió entonces?
—Entonces no sospechaba de ella, pero hace unas semanas la encontró en su estudio con Kathleen, mientras su mujer registraba su escritorio. Rory dijo que no había podido impedírselo, pero Jonathan supo que mentía. Cuando se acercaba a la habitación, oyó que Rory le decía a Kathleen que tal vez encontrara más fotografías en los cajones.
Simon Benet la miraba con gesto impasible.
—De nuevo, ¿por qué no la despidió de inmediato?
—Primero quería hablar de ello con Mariah. Creo que en el pasado habían empleado a cuidadoras que no aseaban adecuadamente a Kathleen y que se confundían con la medicación. Temía que si la despedían acabarían pasando de nuevo por algo así.
Entonces, sintiéndose más segura, añadió:
—Jonathan estaba armándose de valor para decirle a Mariah que había llegado el momento de ingresar a su madre en una residencia para poder rehacer su vida conmigo.
Con los ojos muy abiertos, miró directamente a Simon Benet y después a Rita Rodriguez. Ambos permanecieron imperturbables. No muestran ni una pizca de comprensión, se dijo.
—¿Adónde fue ese lunes por la noche, señorita Stewart? —preguntó Benet.
—Estaba inquieta. Me apetecía salir a cenar. No quería estar con nadie. Conduje hasta un pequeño restaurante de New Jersey.
—¿En qué parte de New Jersey?
—En Montvale. —Lillian supo que no había forma de evitar la respuesta—. Jonathan y yo solíamos ir allí juntos. Se llama Aldo y Gianni.
—¿Qué hora era?
—Sobre las ocho. Pueden comprobarlo. Allí me conocen.
—Conozco el Aldo y Gianni. No está a más de veinte minutos de Mahwah. ¿Y fue hasta allí solo porque estaba inquieta? ¿O tenía previsto encontrarse con el profesor Lyons?
—No… Es decir, sí. —Cuidado, pensó Lillian, dejándose llevar por el pánico—. Teníamos un móvil de prepago cada uno para comunicarnos. Jonathan no quería que nuestras llamadas quedaran registradas en su teléfono móvil ni en el fijo. Supongo que deben de haber encontrado el suyo en algún sitio. Tenía previsto hacer una escapada para cenar conmigo después de que la cuidadora hubiera acostado a Kathleen, pero resultó que la mujer tenía que irse, de modo que no habría nadie en casa con su mujer y, por supuesto, no podía dejarla sola. Así que cené y volví a casa. Puedo enseñarles el resguardo del pago con tarjeta de crédito en el restaurante.
—¿A qué hora la telefoneó el profesor Lyons para decirle que no podría ir?
—Sobre las cinco y media, cuando llegó a casa y se enteró de que la cuidadora tenía que marcharse. Decidí salir a cenar de todos modos.
—¿Dónde está su móvil de prepago, señorita Stewart? —preguntó Rita en tono amable.
—Cuando supe que Jonathan había muerto, tiré el teléfono a la basura. No podía soportar oír de nuevo su voz. Cuando me llamaba y no le respondía, me dejaba un mensaje en el contestador. Supongo que han encontrado el suyo.
—Señorita Stewart, ¿cuál era su número de teléfono, y cuál el del profesor Lyons?
Asombrada por la pregunta, Lillian tuvo que pensar deprisa.
—No lo recuerdo. Jon los configuró de manera que nos llamábamos directamente. Solo los utilizábamos para hablar entre nosotros.
Ninguno de los detectives reaccionó de manera evidente a su respuesta. A continuación, Simon Benet hizo una pregunta inesperada.
—Señorita Stewart, hemos sabido que es posible que el profesor Lyons estuviera en posesión de un valioso pergamino antiguo. No lo encontramos entre sus pertenencias. ¿Sabe usted alguna cosa de él?
—¿Un valioso pergamino? Nunca me habló de él. Por supuesto, sé que Jonathan estaba revisando unos documentos que había encontrado en una iglesia, pero no me dijo que uno de ellos fuera valioso.
—Si hubiera encontrado algo de gran valor, ¿no le sorprende que no se lo enseñara, o que, por lo menos, no se lo comentara?
—Dicen que es posible que lo tuviera. ¿Significa eso que no están seguros de ello? Porque estoy convencida de que me lo habría contado.
—Entiendo —respondió Benet secamente—. Permítame que le haga otra pregunta. Al parecer, el profesor Lyons era un buen tirador. Él y su mujer solían ir a un campo de tiro, actividad que cesó cuando la demencia comenzó a manifestarse. ¿Fue alguna vez al campo de tiro con él?
Lillian sabía que no tenía sentido mentir.
—Jonathan empezó a llevarme a un campo de Westchester poco después de conocernos.
—¿Con qué frecuencia iban?
Pueden comprobar el registro, pensó Lillian.
—Una vez al mes, más o menos. —En su mente apareció la imagen del certificado de puntería que había recibido, así que antes de que preguntaran, aclaró—: Soy buena tiradora. —A continuación espetó—: No me gusta cómo me miran. Amaba a Jonathan. Le echaré de menos cada día de mi vida. No pienso responder a una sola pregunta más. Ni a una. Han detenido a su esposa demente por asesinato y han hecho bien. Jon le tenía miedo, ¿lo sabían?
Los detectives se levantaron.
—Tal vez quiera responder a esta pregunta, señorita Stewart. A usted no le gustaba ni confiaba en la cuidadora, Rory, ¿verdad?
—A eso sí responderé —dijo Lillian en tono indignado—. Era una víbora. Encontró las fotografías y ahí empezaron todos los problemas. La mujer y la hija de Jonathan jamás habrían sospechado que había algo entre nosotros de no haber sido por ella.
—Gracias, señorita Stewart.
Se marcharon. Temblorosa, Lillian intentó reproducir las palabras que les había dicho. ¿La habrían creído? Tal vez no. Necesito un abogado, pensó desesperada. No debería haber hablado con ellos sin un abogado.
En ese momento sonó el teléfono. Temerosa tanto ante la posibilidad de descolgar como de no hacerlo, al fin levantó el auricular. Era Richard, pero su tono de voz no era al que estaba acostumbrada.
—Lillian —dijo con decisión—, no he sido del todo honesto contigo y, desde luego, tú me has mentido descaradamente. Vi el pergamino. Jonathan me dijo que te lo había dado a ti para que lo guardaras en un lugar seguro. Y eso es lo que voy a decirle a la policía. Sé que ya has recibido ofertas, pero este es el precio de mi silencio. Te pagaré dos millones de dólares por él. Lo quiero y será mío. ¿Está claro?
Colgó sin esperar respuesta.