El lunes por la noche, Kathleen estaba tumbada en la cama de una habitación individual en el ala de psiquiatría del centro médico Bergen Park. Había intentado levantarse varias veces, por lo que ahora unas holgadas ataduras en los brazos y en las piernas le impedían que volviera a intentarlo.
Además de su medicación habitual, le habían suministrado un sedante suave para serenarla, de modo que yacía tranquila en la cama mientras ideas y recuerdos contradictorios se le mezclaban en la cabeza.
Sonrió. Jonathan estaba allí. Se encontraban en Venecia, de luna de miel, paseando de la mano por la plaza San Marcos.
Jonathan estaba en el piso de arriba. ¿Por qué no bajaba a hablar con ella?
Tanto ruido… tanta sangre… Jonathan sangraba.
Kathleen cerró los ojos y se revolvió inquieta. No oyó abrirse la puerta de la habitación y no se fijó en la enfermera que se inclinaba sobre ella.
Kathleen estaba en lo alto de las escaleras cuando se abrió la puerta principal. ¿Quién era? Una sombra cruzó el vestíbulo. No le vio la cara…
¿Dónde estaba su pañuelo?
—Tanto ruido… tanta sangre —susurró.
—Kathleen, está soñando —dijo una voz tranquilizadora.
—La pistola —murmuró Kathleen—. Rory la dejó en el parterre. La vi. ¿Estaba sucia?
—Kathleen, no la entiendo. ¿Cómo dice, querida? —preguntó la enfermera.
—Vamos a almorzar al Cipriani —dijo Kathleen.
A continuación sonrió y se quedó dormida. Volvía a estar en Venecia con Jonathan.
La enfermera salió de puntillas de la habitación. Se le había pedido que anotara todo lo que dijera la paciente. Con atención, palabra por palabra, escribió en su informe: «Tanto ruido. Tanta sangre. Después dijo que iba a cenar al Cipriani».