El lunes por la tarde, después de la comparecencia de su madre en el juzgado, Mariah regresó a la casa de sus padres, subió a su habitación, se puso unos pantalones y una camiseta de algodón, se enroscó el pelo hacia arriba y se lo sujetó con una peineta. A continuación, durante un minuto largo, se miró en el espejo del baño. En el reflejo de su rostro se fijó en los ojos azul intenso, tan parecidos a los de su padre.
—Papá —susurró—, te prometo, te juro, que demostraré que mamá es inocente.
Inmediatamente cogió el ordenador portátil, se dirigió al piso de abajo y entró en el estudio de su padre. Agradecida por cierta sensación de calma después de la desesperación que había sufrido durante la vista en el juzgado, se sentó en la silla del comedor que reemplazaba la butaca de escritorio que la policía se había llevado la noche del asesinato.
La semana pasada no hice nada por mis clientes, pensó Mariah. Tengo que quitarme de encima algo de trabajo antes de empezar a pensar en cómo dejó las cosas papá en el ámbito económico. En realidad, fue un alivio encender el ordenador, leer los correos electrónicos y devolver las llamadas a algunos de los clientes cuyas inversiones supervisaba. Me sirve para recuperar la normalidad, pensó. Aunque nada en mi vida es normal, añadió en tono irónico.
Betty Pierce, que seguía ordenando las habitaciones del piso de arriba tras el registro policial, le llevó un sándwich y una taza de té.
—Mariah, puedo quedarme esta noche si quieres compañía —sugirió con cautela.
Mariah alzó la vista y vio la honda preocupación grabada en las arrugas del rostro de su ama de llaves de tantos años. También ha sido duro para ella, pensó.
—Oh, Betty, un millón de gracias, pero estaré bien sola. Esta noche cenaré con Lloyd y Lisa. Pero mañana por la noche quiero invitar al grupo de amigos de papá a cenar. A los cuatro de siempre. Los profesores Callahan, Michaelson y West, y al señor Pearson.
—Me parece una idea estupenda, Mariah —respondió Betty con efusividad, ahora sonriendo—. Su compañía te levantará el ánimo, y Dios sabe que lo necesitas. ¿Qué quieres que prepare?
—Tal vez salmón. A todos les gusta.
A las cuatro de la tarde, Mariah pensó que al final se había puesto al día con el trabajo de sus clientes. Dios mío, qué bien sienta volver a la rutina, se dijo. Es una auténtica vía de escape. Mientras trabajaba, se prohibió especular sobre cómo estaría su madre en el hospital psiquiátrico, que estaba a tan solo unos kilómetros de allí. Cuando se dispuso a hacer las llamadas telefónicas para organizar la cena, siguió apartando esa idea de su mente.
El primero a quien llamó fue a Greg; al oír su voz se preguntó por qué le había parecido natural telefonearlo a él primero. Agradecía de verdad haberlo visto el sábado por la noche. La admiración evidente que sentía por su padre y las historias entretenidas que le había contado sobre él le hicieron darse cuenta de que se había equivocado por completo al considerarlo anodino y frío. Recordó que su padre le había dicho una vez que, si bien Greg era un hombre tímido, también podía resultar muy interesante y divertido cuando estaba rodeado de gente con la que se sentía cómodo.
Cuando su secretaria le pasó la llamada, pareció sorprendido y contento de oír su voz.
—Mariah, llevo todo el día pensando en ti. Sé lo que ha pasado. Te hubiera llamado ayer por la noche después de ver las noticias, pero no quise molestarte. Mariah, el sábado por la noche te lo pregunté, y lo repito ahora: ¿puedo hacer algo para ayudarte?
—Puedes empezar por venir a cenar mañana por la noche —respondió Mariah, mientras lo imaginaba en su espaciosa oficina, impecablemente arreglado, el pelo castaño repeinado, como si acabara de cortárselo, los ojos de ese interesante tono gris verdoso—. Me gustaría que vinieran también Richard, Charles y Albert. Todos estabais muy unidos a papá. Será una especie de reunión en su honor.
—Claro que iré —respondió Greg de inmediato.
El profundo afecto en su tono de voz era inconfundible.
—Sobre las seis y media —añadió Mariah—. Hasta mañana. —A continuación colgó, consciente de que no quería alargar la llamada. Papá, pensó, me dijiste más de una vez que Greg sentía algo por mí y que podría ofrecerme muchas cosas si le diera una oportunidad…
A fin de no recrearse en esa idea, marcó el número de Albert West.
—El fin de semana estuve de acampada en tu zona —dijo el hombre—. Las montañas Ramapo son preciosas. No sé cuántos kilómetros debí de recorrer. —Su voz retumbante recordó a Mariah que su padre le había dicho que la combinación de esa voz grave y su constitución menuda le había valido el mote de el Bajo. Aceptó la invitación de inmediato y después añadió—: Mariah, necesito preguntártelo. ¿Te comentó tu padre que tal vez había encontrado un valioso pergamino antiguo?
—No, lo siento pero no —respondió Mariah en tono afligido—. Pero alguna vez me habló de la carta vaticana, y ahora sé que es posible que la encontrara entre los pergaminos que estaba estudiando. —Después agregó con tristeza—: Albert, ya sabes cómo estaban las cosas. Mi relación con mi padre se enfrió durante el último año por culpa de Lillian. Si nos hubiéramos llevado como antes, sé que habría sido la primera a quien se lo hubiera dicho.
—Tienes toda la razón, Mariah. Me gustará verte mañana. Tal vez podamos hablar más del tema.
El escueto «¿diga?» de Charles Michaelson le hizo esbozar una sonrisa. Charles siempre parece estar medio enfadado, pensó. Nunca llegó a perdonarle que fingiera salir con Lillian cuando lo invitaban a casa a fin de no levantar sospechas.
Le dijo que le encantaría ir a cenar y a continuación le formuló la misma pregunta que Albert sobre el pergamino.
Mariah repitió lo que le había dicho a Albert, y agregó:
—Charles, lo más natural sería que mi padre te hubiera enseñado lo que creía que era la carta vaticana. Nadie es más experto que tú en ese tema. ¿Llegaste a verla?
—No —respondió Michaelson en tono cortante, casi antes de que Mariah terminara de hacer la pregunta—. Me habló de ella solo una semana antes de morir y prometió enseñármela, pero por desgracia no llegó a hacerlo. Mariah, ¿la tienes tú o sabes dónde está?
—No, Charles, la respuesta a esa pregunta es no.
¿Por qué no te creo?, se dijo nada más colgar el auricular. Habría apostado a que papá habría acudido a ti primero. Frunció el entrecejo, intentando recordar por qué, años atrás, su padre le había dicho que estaba muy decepcionado con Charles. ¿De qué podía tratarse?, se preguntó.
La última llamada fue a Richard Callahan.
—Mariah, he estado pensando en ti. No puedo imaginar por lo que estáis pasando tú y tu madre. ¿Has podido visitarla?
—No, Richard, aún no. La están examinando. Rezo para que vuelva a casa el viernes.
—Eso espero, Mariah. Eso espero.
—Richard, ¿estás bien? Pareces triste, o preocupado, o algo así.
—Eres muy intuitiva. Mi padre me preguntó lo mismo anoche. Lo he pensado mucho y he tomado una decisión que llevaba aplazando demasiado tiempo. Nos vemos mañana por la noche. —A continuación añadió en voz baja—: Me muero de ganas de verte.
Richard ha decidido completar su formación como jesuita, pensó Mariah, y se preguntó por qué se sentía tan apenada. Nos aporta tantas cosas a todos, y lo veremos con mucha menos frecuencia cuando vuelva a la orden.
A las siete en punto, se puso una falda azul larga y una blusa blanca de seda, se retocó el maquillaje, se cepilló la melena, cruzó el césped hasta la casa de los Scott y llamó al timbre. Lisa abrió la puerta. Como siempre, tenía un aspecto elegante con su camisa multicolor y unos pantalones de sport, un cinturón plateado que le rodeaba las caderas y unas sandalias del mismo color con diez centímetros de tacón.
Lloyd estaba al teléfono. Saludó a Mariah con la mano mientras la joven seguía a Lisa hasta el salón, donde la mesa de centro estaba ocupada por un surtido de quesos y galletas saladas. Lisa sirvió una copa de vino para cada una.
—Creo que habla con la policía —susurró a Mariah—. Nos preguntan por el robo. Cielo santo, ¿no sería fantástico que pudiera recuperar algunas de mis joyas? Echo tanto de menos mis esmeraldas. Aún me culpo por no haberlas llevado a ese viaje.
Minutos más tarde, Lloyd se reunió con ellas y dijo:
—Vaya, qué interesante. La policía de Nueva York ha estado llamando a gente que pueda haber dejado su coche en el aparcamiento de la calle Cincuenta y dos Oeste, al lado del hotel Franklin. Nuestros nombres estaban en la lista de esa fiesta benéfica que se celebró en el hotel y a la que acudimos hace un par de meses. Un guarda del aparcamiento sospechó de otro empleado cuando lo vio colocar lo que resultó ser un localizador GPS en el coche de un cliente. El cliente vivía en Riverdale. La policía revisó su coche, encontró el localizador y les pidió, a él y a su mujer, que se fueran a los Hamptons y se quedaran allí unos días. Según dicen, el modus operandi de ese sinvergüenza consistía en vigilar las idas y venidas del coche, y si durante un tiempo estaba en otro sitio o no se utilizaba, se pasaba por la casa a reconocer el terreno y a comprobar que no hubiera nadie. La policía local mantuvo vigilada la casa de Riverdale. Pasaron solo tres noches hasta que ese tipo intentó entrar a robar en ella. Quieren que compruebe si hay un localizador en nuestro coche. Dicen que si está ahí, que no lo toque, porque intentarán obtener huellas dactilares.
Lloyd se dirigió a su garaje. A su vuelta, anunció:
—Tenemos un localizador en el Mercedes, ¡lo que significa que el tipo que lo colocó tiene que ser quien entró a robarnos!
—¡Mis esmeraldas! —exclamó Lisa sin aliento—. Quizá las recupere.
Lloyd no tuvo el valor de decirle a su esposa que, para entonces, algún perista ya habría arrancado las esmeraldas de su engaste y las habría vendido al primer comprador que se le hubiera presentado.