El profesor Richard Callahan solía cenar los domingos por la noche con sus padres en el apartamento de Park Avenue donde había crecido. Ambos eran cardiólogos, compartían consulta, y sus nombres aparecían con frecuencia en las listas de los mejores médicos del país.
Ambos tenían sesenta años, pero físicamente no podían ser más distintos.
Su madre, Jessica, era menuda y delgada, con una melena rubia hasta el mentón, que acostumbraba a sujetarse con las gafas que normalmente llevaba apoyadas en la cabeza.
Su padre, Sean, tenía una abundante mata de pelo rizado y entrecano, una barba cuidada y una constitución musculosa fruto de sus días como defensa estrella del equipo de fútbol Notre Dame, y de su entrenamiento diario.
Richard no se dio cuenta de lo callado que había estado hasta que su padre y él terminaron de ver el partido de los Mets contra los Phillies. Cuando su madre entró en la cocina para echar un vistazo a la cena, su padre se levantó, sirvió dos copas de jerez, bajó el volumen del televisor y dijo sin rodeos:
—Richard, es evidente que algo te preocupa. El partido ha sido emocionante hasta el último minuto. Aun así, te has quedado ahí sentado como un muermo. Dime, ¿qué te pasa?
Richard intentó sonreír.
—No, papá, no es que esté preocupado. He estado pensando mucho en el fondo fiduciario que el abuelo me abrió cuando nací. Desde hace cuatro años, cuando cumplí los treinta, tengo libertad para disponer del dinero como quiera.
—Así es, Richard. Es una lástima que no llegaras a conocer a tu abuelo. Eras un bebé cuando murió. Era uno de esos tipos que empezaron de la nada, pero con instinto para los negocios. Las acciones de nuevas compañías que compró por veinticinco mil dólares cuando tú naciste, ahora valen… ¿cuánto?, ¿unos dos millones y pico?
—2 350 022,85 dólares, según el último extracto.
—Ahí está. Nada mal para un inmigrante irlandés que llegó a este país con cinco libras en el bolsillo.
—Debió de ser todo un tipo. Siempre he lamentado no haberlo conocido.
—Richard, tengo la impresión de que estás pensando hacer algo con ese dinero.
—Es posible. Ya veré. Prefiero no hablar de ello todavía, pero te aseguro de que no es nada por lo que mamá o tú tengáis que preocuparos. —Richard echó un vistazo al televisor y se levantó de un salto cuando vio el anuncio del noticiario de las diez. «Kathleen Lyons ha sido detenida por el asesinato de su marido», decía el presentador. Una instantánea de Kathleen junto a Mariah y Lloyd Scott apareció en pantalla.
Richard estaba tan concentrado en el televisor que no advirtió que su padre, sumamente preocupado por la conversación, lo observaba con interés, intentando descubrir qué estaba sucediendo.