El domingo por la noche, Lillian Stewart reflexionó aliviada sobre su decisión de no admitir a la policía que Jonathan le había dado el pergamino para que lo guardara. Ya se habían puesto en contacto con ella dos miembros del grupo que solía asistir a las cenas. Ambos le habían dicho sin rodeos que, con la mayor discreción, podían encontrarle un comprador… que pagaría por él una gran suma de dinero.
Su primera intención había sido comunicar a la policía que estaba en posesión del pergamino. Sabía que si se trataba en realidad de lo que Jonathan creía, debía devolverlo a la Biblioteca Vaticana. Sin embargo, después pensó en los cinco años que había dedicado a Jonathan, de los que solo le quedaba un profundo dolor. Tengo derecho a quedarme con lo que me den por él, pensó con amargura. Cuando lo venda, quiero el dinero en efectivo, decidió. Nada de transferencias bancarias. Si en mi cuenta aparecen de repente dos millones de dólares, el banco tendrá que notificarlo al gobierno. Guardaré el dinero en mi caja de seguridad y lo iré sacando poco a poco, así, si me investigan, no encontrarán nada que les llame la atención.
¿Cómo sería tener dos millones de dólares a mi disposición? Preferiría tener a Jonathan, pensó con tristeza, pero como no puede ser, haré las cosas a mi modo.
Lillian consultó el reloj. Eran las seis menos cinco. Se dirigió a la cocina, se sirvió una copa de vino y se la llevó a la sala. Se acurrucó en el sofá y encendió el televisor. Las noticias de las seis empezarían dentro de un par de minutos.
Si mamá estuviera viva, sé lo que opinaría de este asunto, se dijo. Mamá era lista. Papá era un fracasado. Tenía un nombre impresionante: Prescott Stewart. Supongo que, poniéndole un nombre así, la abuela creyó que llegaría a ser algo en la vida.
El padre de Lillian tenía veintiún años y su madre acababa de cumplir los dieciocho cuando se fugaron juntos. Su madre estaba desesperada por marcharse de su casa, pues su padre era un bebedor empedernido que maltrataba física y psicológicamente tanto a ella como a su madre.
Mamá huyó del fuego para caer en las brasas, pensó Lillian. Papá era un jugador compulsivo y jamás tuvieron un céntimo en el bolsillo, pero mamá siguió a su lado hasta que cumplí los dieciocho porque temía que pudiera luchar por mi custodia. Sé que si estuviera aquí me diría con firmeza que el pergamino debería volver a la Biblioteca Vaticana. El simple hecho de que considere quedármelo la habría enfurecido. Supongo que me parezco más a mi padre de lo que suponía.
No deja de ser curioso, pensó. La razón principal por la que Jonathan no estaba dispuesto a divorciarse de Kathleen era que, si lo hacía, sabía que Mariah no volvería a dirigirle la palabra. Mamá no volvería a hablarme si supiera lo que estoy haciendo, pero, por desgracia, no tengo que preocuparme por su reacción. La sigo echando muchísimo de menos.
El dolor de la tarde en que Jonathan la telefoneó para decirle que tenía que hablar con ella volvió a invadirla.
«Lily, me cuesta mucho decirte esto, pero tengo que dejar de verte».
Sus palabras sonaron como si hubiera estado llorando, pero utilizó un tono resuelto, pensó Lillian furiosa. Me quería tanto que me dejó, y después recibió un disparo pese a sus nobles intenciones de arreglar su relación con Mariah y dedicarse al cuidado de Kathleen.
Su mujer y él habían pasado cuarenta años felices juntos antes de que Kathleen enfermara. ¿Acaso no era suficiente para ella? En los últimos años, durante la mayor parte del tiempo, ni siquiera sabía quién era. ¿Por qué seguía Jonathan a su lado? ¿Es que no podía entender que a mí también me debía algo? Además, al final las cosas se habrían arreglado con Mariah, pues sabía lo mal que estaba su madre y por lo que estaba atravesando su padre. Debía ser honesta y darse cuenta de que ella no tenía por qué soportar el problema todos los minutos del día, como hacía su padre.
Las noticias de las seis estaban empezando. Lillian levantó la vista y descubrió que la noticia principal trataba la muerte de Jonathan. Los alrededores del juzgado estaban llenos de medios de comunicación. El reportero de la CBS desplazado al lugar dijo: «Me encuentro en las escaleras del juzgado del condado de Bergen, en Hackensack, New Jersey. Como se puede apreciar en las imágenes, tomadas hace tan solo una hora, Kathleen Lyons, de setenta años, acompañada por el destacado abogado defensor Lloyd Scott, y por su hija, Mariah Lyons, ha entrado al juzgado y se ha dirigido al segundo piso, donde se ha entregado en la oficina del fiscal del condado de Bergen. Después de casi una semana de investigación, ha sido acusada del asesinato de su marido, Jonathan Lyons, profesor jubilado de la Universidad de Nueva York, que fue hallado muerto en su casa de Mahwah la semana pasada. Hemos sabido que Kathleen Lyons, quien según algunas fuentes padece la enfermedad de alzheimer, fue encontrada acurrucada en el interior de un armario empotrado, con el arma del crimen entre las manos».
Las imágenes mostraban a Kathleen entrando lentamente en el juzgado, entre su abogado y su hija, cada uno sujetándola de un brazo. Por una vez, Rory, la cuidadora, no aparece en escena, pensó Lillian. Nunca me cayó bien. Cuando me miraba, siempre tenía esa expresión de «conozco tu secreto». Sin duda, ella es la culpable de todos los problemas. Jonathan me contó que había escondido las fotografías de nosotros dos en un libro falso de su estudio. ¿Cómo encontró Kathleen ese libro, con todos los que había en la biblioteca? Imagino lo que sucedió. La buena de Rory debió entrar a fisgar y cuando encontró las fotos se las enseñó a Kathleen. Es una lianta nata.
Cuando el reportaje terminó, el reportero comentó con entusiasmo que Lloyd Scott y Mariah Lyons estaban saliendo en ese momento de los juzgados. Mariah parece desconsolada, pensó Lillian. Bueno, pues ya somos dos. Mientras le apuntaban con los micrófonos a la cara, Lloyd Scott la apartaba con gesto protector. «Solo tengo unas palabras que decir —anunció lacónicamente—: Kathleen Lyons comparecerá en los tribunales mañana a las nueve, ante el juez Kenneth Brown. Se declarará inocente de los cargos que se le imputan. Será entonces cuando el juez fije la fianza». A continuación, rodeando a Mariah con un brazo, bajó las escaleras a toda prisa en dirección al coche que los esperaba.
Cuánto me gustaría estar en ese coche, pensó Lillian. ¿Qué hará Mariah ahora? ¿Llorar? ¿Gritar? Se sentirá como me sentí yo cuando Jonathan decidió que era prescindible en su vida. Me sentí como una mendiga que suplicara, llorando y gritando: «¿Y ya está? Y yo, ¿qué? Y yo, ¿qué?».
Pensó en el pergamino. Estaba guardado en su caja fuerte del banco, a tan solo dos manzanas de distancia. Había gente que lo codiciaba desesperadamente.
¿Cuánto pagarían por él si organizara una especie de subasta secreta?
Cuando Jonathan se lo enseñó tres semanas atrás, Lillian observó el respeto y la reverencia en el rostro del hombre. A continuación le preguntó si tenía una caja fuerte donde pudiera guardarlo hasta que realizara los trámites necesarios para devolverlo al Vaticano.
«Lily, es la carta más sencilla del mundo. Cristo sabía lo que iba a suceder. Sabía que José de Arimatea reclamaría su cuerpo después de la Crucifixión. Le da las gracias por la bondad que le demostró a lo largo de toda su vida.
»Por supuesto, el Vaticano querrá que sus propios especialistas autentiquen el pergamino. Me gustaría reunirme con ellos, entregársela personalmente y exponer mis razones por las que considero que es el documento que creo que es».
La última vez que nos vimos, Jonathan quería que nos encontráramos en el banco a la mañana siguiente para que recuperara el pergamino y se lo devolviera. Le di largas, pensó Lillian. Estaba desesperada y lo único que quería es que se diera cuenta de lo mucho que me echaría de menos. Le dije que se lo daría a la semana siguiente si seguía pensando lo mismo. Y entonces lo asesinaron.
Empezó un anuncio. Lillian apagó el televisor y miró el teléfono de prepago que Jonathan le había comprado. Estaba en la mesita de centro. Cuando se agotaban los minutos, volvía a recargarlo, pensó. Con él lo llamaba a su propio teléfono de prepago. Todo para demostrar que yo no existía.
Y ahora tengo tres, se dijo con humor sombrío.
El tercer teléfono de prepago se lo había dado uno de los hombres interesados en el pergamino. «No conviene dejar ningún rastro —le advirtió—. La poli buscará ese pergamino. Debes tener en cuenta que sospechan que lo tienes o que sabes dónde está. Si descubren demasiadas llamadas entre tú y yo, les llamará la atención».
Cada vez que lo tocaba, lo notaba frío en las manos.