Su refugio secreto se encontraba en un almacén de aspecto abandonado en el extremo este de la parte baja de Manhattan. Las ventanas elevadas del edificio estaban cubiertas con tablones. La puerta metálica de la parte delantera estaba cerrada con candado. Para entrar y salir, tenía que conducir hasta la parte de atrás y pasar por una vieja zona de carga y descarga hasta llegar a una puerta doble de metal oxidado que se abría a un garaje, y que a cualquiera le daría la impresión de que estaba combada e inservible. Sin embargo, cuando abría esa puerta con un control remoto que llevaba en el coche, podía acceder directamente a una enorme nave de aspecto tenebroso.
Había bajado del coche y estaba allí de pie, en medio de ese extenso espacio vacío y cubierto de polvo. Si, por algún terrible contratiempo, alguien lograra entrar en el almacén, no encontraría nada.
Avanzó hasta la pared del fondo y el sonido de sus zapatos resonó en el silencio. Se agachó, abrió la mugrienta tapa de una toma de corriente y pulsó un botón oculto. Un montacargas descendió lentamente desde el techo. Al llegar al suelo, entró en él y a continuación presionó otro botón. Mientras el montacargas se elevaba con lentitud, cerró los ojos durante unos segundos y se preparó para volver al pasado. Cuando se detuvo, respiró hondo, consciente de lo que le esperaba, y cruzó la puerta. Encendió la luz y se reunió de nuevo con sus tesoros, las antigüedades que había robado o comprado de manera clandestina.
La sala sin ventanas era tan amplia como la del piso inferior. Sin embargo, esa era la única similitud que guardaba con ella. En el centro del espacio había una alfombra maravillosa de figuras y diseños luminosos. Un sofá, sillas, lámparas y mesitas auxiliares formaban un reducido salón en mitad de un museo lleno de tesoros. Estatuas, cuadros, tapices y vitrinas llenas de piezas de cerámica, joyas y cubiertos ocupaban hasta el último centímetro de la sala.
De inmediato, empezó a sentir la calma que le producía envolverse de pasado. Se moría de ganas de quedarse un rato, pero no era posible. Ni siquiera podía visitar los dos pisos superiores.
Sin embargo, se permitió sentarse en el sofá durante unos minutos. Su mirada se dirigió de un objeto a otro de su colección, recreándose en la extraordinaria belleza que lo rodeaba.
No obstante, nada de eso importaba si no podía hacerse con el pergamino de José de Arimatea. Jonathan se lo había enseñado. Supo al instante que era auténtico. No había posibilidad de que fuera una falsificación. Una carta escrita hacía dos mil años por Cristo. En comparación, la Carta Magna, la Constitución y la Declaración de Independencia carecían de valor. Nada, nada podía ser ni sería jamás más valioso. Tenía que conseguirla.
Le llamaron al móvil. Era de prepago, por lo que no podían localizarlo a través de él. Solo daba el número a una persona, después se libraba de él y compraba uno nuevo cuando lo necesitaba.
—¿Por qué me llamas? —preguntó.
—Acabo de ver en las noticias que han detenido a Kathleen y la han acusado del asesinato de Jonathan. ¿No te hace ilusión?
—Es totalmente innecesario que te pongas en contacto conmigo para contarme algo que habría descubierto dentro de nada. —Habló con frialdad, pero también reconoció en su tono de voz una nota de inquietud. No podía confiar en ella. Y, aún peor, era evidente que la mujer se creía con un creciente poder sobre él.
Puso fin a la llamada. A continuación, durante unos largos minutos que no podía permitirse, consideró cuál sería la mejor manera de hacer frente a la situación.
Cuando lo hubo pensado, volvió a llamarla y le pidió reunirse de nuevo con ella.
Pronto.