El domingo por la mañana Mariah asistió a misa y después se detuvo en la tumba de su padre. Habían comprado la parcela hacía diez años, en una bonita zona que en el pasado había sido el suelo de un seminario. La lápida tenía grabado el apellido de la familia, LYONS. Tengo que llamar para que pongan el nombre de papá, pensó mientras se fijaba en la tierra fresca sobre la zona en la que habían enterrado el ataúd de su padre.
Frases de la oración que había elegido para los recordatorios del funeral le volvieron a la mente. «Cuando la fiebre de la vida se extinga y nuestro trabajo esté hecho… concédenos Señor un alojamiento seguro, un santo descanso y paz al fin».
Espero que descanses en paz, papá, pensó Mariah mientras reprimía las lágrimas. Pero tengo que decirte que nos has dejado un problema bastante horrible. Sé que esos detectives creen que mamá te hizo esto, y yo no sé qué creer. Lo que sí sé es que si detienen a mamá y la ingresan en un hospital psiquiátrico, eso acabará con ella, y entonces os habré perdido a los dos.
Empezó a alejarse pero se volvió.
—Te quiero —susurró—. Debería haber intentado ser más comprensiva con lo de Lily. Sé que fue muy duro para ti.
Durante el trayecto de quince minutos en coche empezó a prepararse para lo que le esperaba ese día. Mientras desayunaban, su madre se había levantado de repente y había anunciado: «Voy a buscar a tu padre». Delia salió tras ella para impedirle que fuera al piso de arriba, pero Mariah negó con la cabeza. Sabía que su madre opondría resistencia si intentaran detenerla.
«Jonathan… Jonathan…».
Mientras buscaba a su marido de habitación en habitación, lo llamaba alternando los gritos y los susurros. A continuación bajó de nuevo. «Se ha escondido», anunció con gesto de sorpresa. «Pero estaba arriba, hace solo unos minutos».
Me alegro de que Alvirah y Willy vengan esta tarde, pensó Mariah. Mamá les tiene mucho cariño. Y siempre los reconoce de inmediato. Sin embargo, al torcer hacia la calle de sus padres, se inquietó al ver coches de la policía aparcados en la entrada de la casa. Convencida de que le había sucedido algo a su madre, aparcó el coche, corrió por el camino, abrió la puerta y entró en su casa, que estaba llena de voces.
Los detectives Benet y Rodriguez se encontraban en el salón. Tres de los cajones del antiguo mueble secreter estaban en el suelo mientras ellos registraban el cuarto cajón, que habían colocado sobre la mesa auxiliar. De arriba le llegó el ruido de pasos por el pasillo.
—¿Qué…? —empezó a decir.
Benet alzó la vista.
—El jefe está en el piso de arriba, si quiere hablar con él. Tenemos una orden de registro, señorita Lyons —dijo con decisión—. Aquí tiene una copia.
Mariah no prestó atención al documento.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó.
—En el estudio de su padre, con la cuidadora.
Mariah sintió las piernas pesadas mientras corría por el pasillo. Un hombre que debía formar parte del equipo de investigación estaba sentado al escritorio de su padre, revolviendo los cajones. Como había temido, su madre se había encerrado en el armario empotrado, apoyada contra la pared del fondo, con Delia a su lado. Tenía la cabeza gacha, pero cuando Mariah la llamó, alzó la vista.
Llevaba un pañuelo de seda alrededor del rostro, de modo que solo se le veían los ojos azules y la frente.
—No deja que se lo quite —aclaró Delia en tono de disculpa.
Mariah entró en el armario. Sintió que los ojos del detective la seguían.
—Mamá… Kathleen, hace demasiado calor para llevar ese pañuelo —dijo con suavidad—. ¿Por qué te lo has puesto?
Se arrodilló y ayudó a su madre a levantarse.
—Vamos, quítatelo.
La mujer permitió que le desatara el pañuelo y la hiciera salir del armario. Fue entonces cuando Mariah se dio cuenta de que los detectives Benet y Rodriguez la habían seguido al estudio, y por la expresión cínica del rostro de Benet, estuvo segura de que seguía creyendo que su madre estaba fingiendo.
—¿Hay algún motivo por el que no pueda salir de casa con mi madre y con Delia mientras ustedes realizan el registro? —preguntó a Benet con sequedad—. Los domingos por la mañana siempre solemos ir a almorzar a Esty Street, en Park Ridge.
—Por supuesto, vayan. Solo una pregunta: ¿estos esbozos los ha hecho su madre? Los hemos encontrado en su dormitorio. —Sostenía un cuaderno de bocetos.
—Sí, es uno de los pocos placeres que le quedan. En el pasado fue una pintora aficionada muy entusiasta.
—Entiendo.
Cuando llegaron al restaurante y el camarero empezó a retirar el servicio del cuarto comensal, la anciana lo detuvo.
—Mi marido también viene. No se lleve el plato.
El camarero miró a Mariah, seguro de que había reservado una mesa para tres.
—Déjelo, por favor —le pidió.
Durante la hora siguiente intentó consolarse con el hecho de que su madre se había comido uno de los huevos escalfados que había pedido, y que incluso había recordado que le encantaba tomar un Bloody Mary con el almuerzo de los domingos. Mariah le pidió uno, y mirando al camarero para que le leyera los labios, agregó: «Sin vodka».
El camarero, un hombre de unos sesenta años, asintió.
—Mi madre sigue igual —dijo en voz baja.
Mariah alargó deliberadamente la sobremesa mientras tomaban café, con la vana esperanza de que los detectives se hubieran marchado cuando regresaran a casa, después de que hubiese pasado ya una hora y media. Los coches patrulla de la entrada le hicieron ver que seguían allí, aunque al entrar en la casa se dio cuenta de que estaban a punto de marcharse. El detective Benet le entregó una lista de los objetos que se llevaban. Mariah le echó un vistazo. Papeles del escritorio de su padre. Una caja de documentos que contenía los pergaminos. Y el cuaderno de dibujo de su madre.
Mariah miró a Benet.
—¿Es necesario que se lo lleven? —preguntó, señalando el cuaderno—. Si lo busca, se disgustará mucho al no encontrarlo.
—Lo siento, señorita Lyons. Tenemos que hacerlo.
—Les advierto que entre los pergaminos puede haber algo de valor incalculable.
—Estamos al corriente de la carta de Cristo a José de Arimatea. Le aseguro que buscaremos a un experto para que los analice con gran cuidado.
A continuación, se marcharon.
—Vamos a dar un paseo, Kathleen —sugirió Delia—. Hace un día precioso.
Kathleen negó con la cabeza con obstinación.
—Bueno, pues entonces vayamos un rato al patio —propuso Delia.
—Mamá, ¿por qué no te sientas un rato fuera? Alvirah y Willy vendrán esta tarde y tengo que prepararlo todo para su visita.
—¿Alvirah y Willy? —Kathleen sonrió—. Iré a sentarme fuera a esperarlos.
Una vez a solas, Mariah empezó a ordenar el salón, donde los detectives no habían cerrado del todo los cajones del secreter y habían apartado el jarrón y las velas de la mesa auxiliar. Las sillas del comedor que habían arrastrado hasta el salón seguían allí. A continuación se dirigió al estudio de su padre. En el amplio escritorio antiguo del que se sentía tan orgulloso estaba desparramado el contenido de los cajones. Supongo que lo que han dejado no son pruebas, pensó furiosa. Tenía la impresión de que habían eliminado la esencia de su padre de la habitación. El intenso sol de la tarde revelaba las zonas desgastadas de la alfombra. Los libros, que su padre había mantenido siempre en orden meticuloso, estaban apilados al azar por los estantes. Las fotografías de su padre y su madre, y de ella con ellos, estaban boca abajo, como si hubieran supuesto una molestia para los ojos indiscretos del detective que había visto allí.
Ordenó el estudio y a continuación se dirigió al piso de arriba, donde era evidente que habían registrado todas las habitaciones. Eran las cinco cuando la casa quedó finalmente arreglada, y cuando por la ventana de su dormitorio vio el Buick de Willy y Alvirah aparcando en la entrada.
Mariah llegó a tiempo para abrirles la puerta antes de que subieran los escalones.
—Me alegro tanto de veros —dijo con entusiasmo, rodeada por el reconfortante abrazo de Alvirah.
—Siento mucho que justo esta semana estuviéramos fuera, Mariah —comentó Alvirah—. Me consumían los nervios de estar en medio del océano sin forma de venir a verte.
—Bueno, ahora estáis aquí y eso es lo que cuenta —respondió Mariah mientras entraban en la casa—. Mamá y Delia están en el patio. Las he oído hablar hace un momento, así que mi madre está despierta. Se ha quedado dormida en el sofá de fuera, lo que es bueno porque no ha dormido mucho desde que mi padre fue… —Mariah se interrumpió; sus labios eran incapaces de formar la palabra que había pensado decir: «Asesinado».
Willy se apresuró a llenar el silencio.
—Nadie consigue dormir bien cuando muere alguien de la familia —dijo con efusividad. Avanzó con rapidez y abrió la puerta corredera de cristal que daba al patio.
—Hola, Kathleen. Hola, Delia. ¿Tomando el sol, chicas?
La risa franca de Kathleen era garantía de que Willy entretendría a su madre durante al menos unos minutos.
—Alvirah, antes de que salgamos tengo que decirte algo. La policía ha estado aquí esta mañana con una orden de registro. Creo que han revuelto hasta el último papel de la casa. Se han llevado los pergaminos que mi padre estaba traduciendo. Les he advertido que uno de ellos podía tener un valor incalculable, ya que puede que sea una carta que Cristo escribió a José de Arimatea. Mi padre creyó descubrirla entre los otros pergaminos, y estaba seguro de que era auténtica.
Alvirah abrió los ojos como platos.
—Mariah, ¿hablas en serio?
—Sí. El padre Aiden me lo contó el viernes, en el funeral. Mi padre fue a verlo el miércoles antes de morir.
—¿Conocía Lillian Stewart la existencia de ese pergamino? —preguntó Alvirah.
—No lo sé. Supongo que le hablaría de él. Es posible que lo tenga ella.
Alvirah se frotó el hombro con la mano y puso en marcha el micrófono oculto. No puedo pasar por alto ni malinterpretar una sola palabra, pensó. Su cabeza ya era un torbellino.
Jonathan vio al padre Aiden el miércoles por la tarde. Supongamos que Jonathan le dijo que había decidido terminar su relación con Lillian. Lillian quedó con Jonathan el miércoles por la noche. ¿Fue directamente a verla? Y, de ser así, ¿qué le dijo? Según Lily, no volvieron a verse ni hablaron durante los cinco días posteriores.
¿Me mintió?, se preguntó Alvirah. Como comenté ayer con Willy, alguien debe de tener acceso a los registros de las llamadas telefónicas de Jonathan a Lillian y de ella a él entre el miércoles y el lunes por la noche. Si no se produjo ninguna, algo me dice que Jonathan le propuso que dejaran de verse…
Era demasiado pronto para informar de ello a Mariah. En lugar de eso, Alvirah propuso:
—Mariah, preparemos té y mientras tanto me pones al corriente de todo.
—«Todo» es que sé que los detectives creen que mi madre asesinó a mi padre. «Todo» es que no me extrañaría que la detuvieran —respondió Mariah tratando de mantener la voz firme.
Mientras hablaba, llamaron al timbre.
—Dios quiera que no sean esos detectives de nuevo —murmuró mientras se dirigía a la puerta.
Era Lloyd Scott. No se anduvo con rodeos.
—Mariah, acabo de recibir una llamada del detective Benet. Ahora mismo están cursando la orden de detención de tu madre. Me ha permitido que la lleve a la oficina del fiscal en Hackensack, para que se entregue libremente, pero tenemos que ir ahora mismo. Allí le tomaran las huellas y las fotografías, y después la meterán en una celda. Lo siento mucho.
—Pero no pueden encerrarla ahora —objetó Mariah—. Por Dios, Lloyd, ¿es que no se dan cuenta de cómo está?
—Supongo que, además de fijar la fianza, el juez ordenará un examen psiquiátrico antes de dejarla salir, para establecer las condiciones adecuadas de su fianza. Eso significa que esta noche o mañana ingresará en un hospital psiquiátrico. No volverá a casa, al menos durante un tiempo.
En el otro extremo de la casa, Willy, Kathleen y Delia entraban en el salón desde el patio.
—Tanto ruido… tanta sangre —dijo Kathleen a Willy, esta vez con voz cantarina y alegre.