Willy estaba sentado cómodamente en su mullida butaca, los pies sobre la banqueta, viendo el partido de los Yankees contra los Red Sox. Iban por el final de la novena entrada. Estaban empatados. Willy, seguidor de toda la vida de los Yankees, contenía la respiración.
Oyó la llave en la cerradura y supo que Alvirah había vuelto de su almuerzo con Lillian Stewart.
—Willy, no sabes las ganas que tengo de hablar contigo.
Alvirah se sentó en el sofá e hizo que Willy quitase el sonido del televisor y se volviera para mirarla.
—Willy —dijo Alvirah en tono enérgico—. Por teléfono tuve la impresión de que Lillian quería pedirme consejo sobre algo, pero cuando la he visto hoy se ha mostrado de lo más evasiva. Le he preguntado cuándo fue la última vez que vio a Jonathan y me ha respondido que el miércoles por la noche. A él le dispararon cinco noches después, al lunes siguiente, y me ha sonado muy extraño.
—Así que has conectado el broche. —Willy sabía que cada vez que Alvirah se olía algo sospechoso, ponía en marcha automáticamente el dispositivo de grabación de su broche de oro en forma de sol.
—Sí, porque Mariah me comentó alguna vez que estaba segura de que Lily y su padre quedaban al menos dos o tres veces por semana, y que siempre se veían por lo menos una noche durante el fin de semana. Jonathan se quedaba en casa durante el día. La cuidadora de fin de semana es una mujer de toda confianza, y si Lily y Jonathan salían a cenar, él se quedaba en su apartamento a pasar la noche.
—Ajá.
—Pero yo me pregunto: ¿por qué no se iban a ver el fin de semana antes de que lo asesinaran? Algo huele mal. Es decir, ¿se habrían peleado? —continuó Alvirah—. En fin, como es normal, Lily me ha dicho lo mucho que lo echa de menos y cuánto lamenta que no ingresara a Kathleen en una residencia, aunque solo fuera para protegerla de sí misma, ya sabes.
»Después se le han humedecido los ojos y me ha comentado que Jonathan le hablaba de lo muy enamorados que habían estado Kathleen y él, y de la maravillosa vida que habían pasado juntos antes de que se le manifestara la enfermedad. Jonathan también le dijo que si Kathleen hubiera podido elegir, cosa que, por supuesto, era imposible, habría preferido morir a verse en ese estado.
—Yo también lo preferiría, cariño —dijo Willy—, y si algún día me ves guardando la llave en el frigorífico, mándame directamente a una buena residencia.
Se permitió una fugaz mirada al televisor, a tiempo de ver a un jugador de los Yankees conectar un globo y conseguir un out.
Alvirah, a quien no se le escapaba una, se fijó en la mirada de reojo.
—Oh, Willy, no importa. Sigue viendo el resto del partido.
—No, cariño, continúa pensando. Se nota que has dado con algo importante.
—¿Entiendes lo que quiero decir, Willy? —La voz de Alvirah se aceleraba con cada palabra—. ¿Y si Jonathan y Lily se hubiesen peleado?
—Alvirah, no estarás insinuando que Lillian Stewart asesinó a Jonathan, ¿verdad?
—No sé qué insinúo. Pero algo tengo claro: voy a llamar a Mariah ahora mismo y a preguntarle si podemos ir a visitarla mañana por la tarde. Necesito saber más sobre lo que ha estado sucediendo. —A continuación, Alvirah se levantó—. Voy a ponerme algo más cómodo. Tú termina de ver el partido.
Mientras se volvía en la butaca, Willy subió el volumen. Cuando miró la pantalla, los Yankees estaban en el centro del campo, saltando y abrazándose.
El comentarista gritaba, casi sin aliento: «¡Victoria de los Yankees! ¡Victoria de los Yankees! ¡Dos outs, final de la novena, dos strikes, y Derek Jeter consigue un home run!».
No puedo creerlo, pensó Willy con tristeza. Llevo tres horas viendo este partido y en el momento en que vuelvo la cabeza, Jeter envía una bola a la tribuna.