Con la mente ocupada en sus pensamientos, los detectives Simon Benet y Rita Rodriguez guardaron silencio durante los primeros quince minutos del trayecto en coche de regreso a New Jersey.
Cuando llegaron a West Side Highway, Rita observó con aire pensativo los barcos en el río Hudson, y recordó que tan solo unas semanas antes del 11-S se había reunido con su marido, Carlos, a las cinco en punto en una cafetería del muelle para tomar un cóctel y después cenar. Vieron algunos veleros de mástiles altos y Carlos y ella se recrearon en la calidez de la última hora de la tarde, la belleza de los barcos cercanos y la sensación de que Nueva York era una ciudad especial, de lo más especial.
Carlos trabajaba en el World Trade Center cuando tuvo lugar la tragedia. Fue un día de finales de verano como el de hoy cuando estuvimos aquí, pensó Rita. Y, de nuevo, se preguntó quién habría podido imaginar que sucedería tal desastre.
Jamás pensé que lo perdería, se dijo. Nunca.
De igual modo, una semana antes a esa misma hora, ¿quién podría haber previsto que el profesor Jonathan Lyons sería la víctima de un asesinato? Lo asesinaron el lunes, pensó. Me pregunto qué habría hecho el sábado anterior. Una cuidadora se ocupaba de su mujer en todo momento. ¿Haría una escapada a Nueva York para ver a su novia, Lillian Stewart?
Sería interesante seguir el rastro de los movimientos del profesor Lyons durante ese último fin de semana. ¿Y qué pasaba con el pergamino, la carta para José de Arimatea que tal vez hubiera sido escrita por Cristo? ¿De verdad la había encontrado el profesor? Tendría un valor incalculable. ¿Estaría alguien dispuesto a matar por ella?
Por supuesto, lo investigaremos, aunque no creo que guarde relación con el homicidio, pensó Rita. La pistola la disparó una esposa celosa y demente, que se llama Kathleen Lyons.
—Rita, me atrevería a aventurar que nuestro profesor se confesó, o tal vez debería decir que acudió al confesionario, y habló con el padre Aiden. —La voz segura de Simon Benet la sacó de su ensimismamiento—. Sé que he dado en el clavo al hacerle esa pregunta al buen sacerdote.
—¿Crees que Lyons tal vez pensaba dejar a su novia? —preguntó Rita con incredulidad.
—Puede que sí, puede que no. Ya has visto cómo se comporta su mujer. Tal vez solo le dijera: «Padre, no puedo soportarlo más. No sé si hago bien o mal, pero tengo que dejarlo». No sería el primero en hacer algo así.
—¿Y qué hay del pergamino? ¿Quién crees que lo tiene?
—Repasaremos los nombres que nos ha dado el padre Aiden. Los profesores y el otro tipo que se relacionaba con ellos, Greg Pearson. Y también quiero hablar con Lillian Stewart. Si ese valioso pergamino existe y lo tiene ella, ¿quién sabe hasta qué punto se comportará como una persona honrada? Puede que fuera a visitar la tumba del profesor Lyons, pero al cabo de dos minutos ya estaba en el coche con Richard Callahan.
Simon Benet adelantó a un conductor lento.
—Ahora mismo apuesto por Kathleen Lyons, y el próximo paso debe ser conseguir una orden de registro. Quiero examinar hasta el último centímetro de esa casa. Tengo la corazonada de que encontraremos algo más que relacione a Kathleen Lyons con el asesinato.
»Pero lo encontremos o no, recomendaré al fiscal que ordene su detención.