El detective Simon Benet de la oficina del fiscal del condado de Bergen tenía el aspecto de un hombre que pasara mucho tiempo al aire libre. Tenía unos cuarenta y cinco años, el pelo algo ralo y de color rubio rojizo, y la tez rubicunda. La chaqueta de su traje siempre estaba arrugada, pues cuando no la utilizaba, la arrojaba al asiento trasero de su coche.
Su compañera, la detective Rita Rodriguez, era una mujer esbelta de origen hispano, de casi cuarenta años y el pelo castaño, corto y elegante. Siempre vestida de manera impecable, contrastaba notablemente con Benet. En realidad formaban un equipo de investigación de primera clase, al que se le había asignado el caso del asesinato de Jonathan Lyons.
Ellos fueron los primeros en llegar a la funeraria el viernes por la mañana. Tenían la teoría de que si el asesino era un forastero, seguramente aparecía por allí para observar a su víctima, así que estuvieron atentos para identificar a cualquier sospechoso en potencia. Habían examinado las fotografías de delincuentes peligrosos en libertad condicional y que se habían visto implicados en casos de robos en el barrio.
Cualquiera que haya pasado por un día así sabe de qué va esto, pensó Rodriguez. Llegaron flores en abundancia, pese a que en la necrológica se había solicitado que, en lugar de comprar flores, se hicieran donaciones al hospital local.
La funeraria comenzó a llenarse bastante antes de las nueve. Los detectives eran conscientes de que algunos de los presentes habían acudido movidos por una curiosidad malsana, y Rodriguez los distinguió al instante. Permanecían de pie junto al féretro durante más tiempo del estrictamente necesario y buscaban señales de violencia en el rostro del difunto. Sin embargo, la expresión de Jonathan Lyons era serena, y el maquillador de la funeraria había disimulado con éxito todo rastro de lesión.
Durante los tres últimos días, habían llamado a las puertas de los vecinos con la esperanza de que alguien hubiera oído el disparo o visto al criminal salir corriendo de la casa tras el asesinato. La investigación aún no había desvelado nada. Los vecinos de la casa contigua estaban de vacaciones y el resto no había oído ni observado nada inusual.
Mariah les había facilitado los nombres de las personas en las que su padre habría confiado si hubiera tenido algún problema.
—Richard Callahan, Charles Michaelson, Albert West y Greg Pearson acompañaron a papá en todas las excursiones de arqueología anuales durante al menos seis años —les había dicho—. Todos venían a casa a cenar aproximadamente una vez al mes. Richard es profesor de estudios bíblicos en la Universidad de Fordham. Charles y Albert también son profesores. Greg es un exitoso hombre de negocios. Es el propietario de una compañía relacionada con software informático. —A continuación, y sin disimular su disgusto, les había dado el nombre de Lillian Stewart, la amante de su padre.
Esas eran las personas a las que los detectives querían conocer y citar para una entrevista. Benet le había pedido a la cuidadora, Rory Steiger, que los señalara cuando llegaran.
A las nueve menos veinte, Mariah, su madre y Rory entraron en la funeraria. Si bien los detectives habían estado en su casa dos veces en los últimos días, Kathleen Lyons les dirigió una mirada ausente. Mariah los saludó con un gesto de la cabeza y se acercó al féretro para saludar a las visitas que pasaban junto a él.
Los detectives eligieron un lugar cercano desde el que verles las caras y fijarse en cómo se relacionaban con Mariah.
Rory acompañó a Kathleen a sentarse en una silla de la primera fila y a continuación volvió al lado de los detectives. Discreta con su vestido blanco y negro, y el cabello canoso recogido en un moño, permaneció de pie junto a ellos. Trató de disimular que le ponía nerviosa tener que ayudarlos. No podía dejar de pensar que el único motivo por el que había aceptado el trabajo hacía dos años era Joe Peck, el viudo de sesenta y cinco años que vivía en el mismo complejo de apartamentos que ella, en el Upper West Side de Manhattan.
Salía a cenar a menudo con Joe, un bombero jubilado que tenía una casa en Florida. Joe le había confesado lo solo que se sentía desde la muerte de su mujer, y Rory se había hecho ilusiones de que le pidiera matrimonio. Pero una noche él le dijo que si bien disfrutaba de esas citas esporádicas, había conocido a alguien con quien iba a irse a vivir en breve.
Esa noche, enfadada y desilusionada, Rory le contó a su mejor amiga, Rose, que aceptaría el trabajo que acababan de ofrecerle en New Jersey. «Está bien pagado. Además, tendré que estar allí metida de lunes a viernes, lo que me impedirá volver a casa corriendo del trabajo con la esperanza de recibir una llamada de Joe —había concluido Rory con resentimiento».
Nunca pensé que aceptar el trabajo conduciría a esto, pensó. A continuación vio a dos hombres que debían de rondar los setenta años.
—Por si les interesa —susurró a los detectives Benet y Rodriguez—, esos hombres son expertos en el campo del profesor Lyons. Venían a casa una vez al mes, más o menos, y sé que hablaban por teléfono con él muy a menudo. El más alto es el profesor Charles Michaelson. El otro es el doctor Albert West.
Un minuto después, tiró de la manga de Benet.
—Aquí están Callahan y Pearson —anunció—. La novia ha llegado con ellos.
Mariah abrió los ojos como platos cuando vio a la mujer. No creí que Lily del valle del Nilo se atreviera a aparecer, se dijo, mientras pensaba también, con disgusto, que Lillian Stewart era una mujer muy atractiva. De pelo castaño y grandes ojos marrones, vestía un traje ligero de hilo gris con el cuello blanco. Me pregunto en cuántas tiendas habrá rebuscado hasta encontrarlo, se dijo Mariah. Es justo el traje de luto perfecto para una amante.
Esa era exactamente la clase de broma que gastaba a su padre sobre ella, recordó con dolor. Como cuando le pregunté si se ponía esos tacones que tanto le gustan en las excavaciones arqueológicas, pensó. Ignorando a Stewart, Mariah extendió un brazo para estrechar la mano de Greg Pearson y Richard Callahan.
—No es el mejor día de nuestras vidas, ¿verdad? —preguntó Mariah.
El dolor que vio en los ojos de esos hombres le resultó reconfortante. Era consciente de hasta qué punto valoraban la amistad de su padre. Ambos de poco más de treinta años y entusiastas arqueólogos aficionados, no podían ser más diferentes. Richard era un hombre delgado de un metro noventa de estatura, con abundante pelo negro salpicado de canas y un sentido del humor muy agudo. Mariah sabía que había pasado un año en el seminario y que no descartaba regresar a él. Vivía cerca de la Universidad de Fordham, donde impartía clases.
Greg medía exactamente lo mismo que Mariah con tacones. Tenía el pelo castaño y lo llevaba muy corto. Los ojos, de un tono gris verdoso claro, eran el rasgo dominante de su rostro. Siempre mostraba una actitud deferente y discreta, y Mariah se preguntaba si era posible que, pese a su éxito empresarial, Greg fuera un hombre tímido. Tal vez esa fuera una de las razones por las que le gustaba la compañía de papá, pensó. Su padre cautivaba a todo el mundo con sus anécdotas.
Mariah había salido en un par de ocasiones con Greg pero, consciente de que no llegaría a interesarse por él en un sentido romántico, y temiendo que los sentimientos de él fueran por ese camino, le insinuó que había conocido a alguien y Greg nunca volvió a proponerle otra cita.
Los dos hombres se arrodillaron junto al féretro durante un instante.
—Se acabaron las largas veladas con el contador de historias —dijo Mariah cuando se levantaron.
—Es tan increíble —murmuró Lily.
A continuación, Albert West y Charles Michaelson se acercaron a ella.
—Mariah, lo siento mucho. No me lo puedo creer. Es todo tan insólito… —comentó Albert.
—Lo sé, lo sé —respondió Mariah mientras miraba a los cuatro hombres a quien tanto quería su padre—. ¿Ha hablado la policía con alguno de vosotros? Tuve que darles una lista de amigos íntimos y, por supuesto, todos estáis incluidos. —Acto seguido se volvió hacia Lily—. Y no hace falta decir que también di tu nombre.
¿Acaso he notado un cambio repentino en uno de ellos en este instante?, se preguntó Mariah. No podía estar segura porque en ese momento apareció el director de la funeraria y pidió que aquellos que desearan pasar junto al ataúd por última vez lo hicieran entonces, y que después se dirigieran a sus coches, pues había llegado la hora de ir a la iglesia.
Mariah esperó con su madre hasta que todos se hubieron marchado. Se sintió aliviada por el hecho de que Lily hubiera tenido la decencia de no tocar el cuerpo de su padre. Creo que le habría puesto la zancadilla si se hubiera decidido a inclinarse para besarlo, se dijo.
Su madre parecía del todo ajena a lo que estaba sucediendo. Cuando Mariah la condujo hasta el féretro, la mujer dirigió una mirada inexpresiva al rostro de su difunto marido y comentó:
—Me alegro de que se haya lavado la cara. Tanto ruido… tanta sangre.
Mariah dejó a su madre al cuidado de Rory y se volvió hacia el féretro. Papá, deberías haber vivido veinte años más, pensó. Alguien va a pagar muy caro haberte hecho esto.
Se inclinó y posó una mejilla sobre la suya, y acto seguido lamentó haberlo hecho. Esa carne fría y dura era la de un objeto, no la de su padre.
Mientras se erguía, susurró:
—Cuidaré bien de mamá, te lo prometo.