—Esto sí que es una buena noche —dijo el prestamista a Wally Gruber cuando este le llevó el botín del robo en casa de los Scott—. Desde luego, sabes elegir a tus víctimas.
Wally sonrió satisfecho. De cuarenta años y escasa estatura, con una calvicie incipiente, silueta corpulenta y una sonrisa encantadora con la que se ganaba a la gente, contaba con una larga lista de robos perfectos a sus espaldas. Solo lo habían atrapado una vez, y había pasado un año en la cárcel por ello. Ahora trabajaba como guarda en un aparcamiento de la calle Cincuenta y dos Oeste, en Manhattan.
Mi trabajo de día, solía decirse con ironía. Wally había descubierto una forma nueva y mucho más segura de cometer actividades delictivas sin atraer la atención de la policía.
El plan que había ideado consistía en colocar dispositivos localizadores debajo de los coches de las familias en cuyas casas podría interesarle robar y así seguir los movimientos de esos vehículos a través de su ordenador portátil.
Nunca lo hacía con los clientes habituales del aparcamiento, solo con los que dejaban el coche durante una sola noche. Solía basar su decisión para elegir a sus víctimas en las joyas que llevaba la mujer. A finales de julio colocó un localizador en el Mercedes-Benz de un hombre que iba vestido para una cena de etiqueta. La mujer, aunque debía de tener unos cincuenta años, era preciosa, pero lo que llamó la atención de Wally fueron sus esmeraldas. Pendientes largos de esmeraldas y diamantes, un collar a juego, una pulsera más que llamativa y un anillo de al menos siete quilates. Wally tuvo que hacer un esfuerzo para no recrearse en el conjunto.
Sorpresa, amigo, pensó cuando Lloyd Scott le dio una propina de cinco dólares al final de la noche. No sabes el regalo que acabas de hacerme.
La noche siguiente condujo hasta Mahwah, New Jersey, y pasó frente a la casa de los Scott. Estaba muy iluminada, tanto en su interior como por fuera, por lo que pudo leer el nombre del sistema de seguridad. Es bastante bueno, se dijo con admiración. Difícil de burlar para la mayoría de la gente, pero no para mí.
Durante la semana siguiente, el Mercedes realizó varios viajes de ida y vuelta a la ciudad. Wally fue paciente. A continuación, transcurrió una semana entera sin que el coche se desplazara. Wally volvió a la casa para echar un vistazo. Una habitación del piso de arriba y otra del inferior estaban iluminadas.
Lo habitual, pensó. Luces programadas, para hacer creer que hay alguien en casa. Así que el siguiente lunes por la noche dio el paso definitivo. Con matrículas robadas que colocó en su coche y una tarjeta de peaje que había tomado prestada de uno de los coches del aparcamiento, condujo hasta Mahwah y aparcó al final de calle donde era evidente que sus vecinos estaban celebrando una reunión. Seis o siete coches ocupaban la calle. Wally desactivó la alarma con facilidad y entró en la casa. Justo cuando acababa de vaciar la caja fuerte oyó un disparo. Corrió a la ventana y llegó justo a tiempo de ver a alguien que salía a toda prisa de la casa de al lado.
Lo observó mientras levantaba una mano y se bajaba una bufanda o un pañuelo en el preciso instante en que pasaba por debajo de una de las lámparas que iluminaban el camino adoquinado, en dirección a la calle. A continuación se volvió y desapareció calle abajo.
Wally vio claramente su rostro, y lo grabó en su mente. Tal vez algún día ese recuerdo le fuera útil.
Pensó que tal vez alguien más habría oído el disparo y habría telefoneado a la policía en ese momento. Así que agarró el botín y salió precipitadamente de la casa, pero sin olvidar cerrar la caja fuerte y volver a programar la alarma. Se subió a su coche y se alejó con el corazón acelerado. Sin embargo, cuando se encontró a salvo, de vuelta ya en Manhattan, se dio cuenta de que había pasado por alto un detalle muy importante. Había dejado el dispositivo localizador en el Mercedes Benz, que estaba aparcado en el garaje de la casa en la que acababa de robar.
¿Lo encontrarían? ¿Cuándo sucedería? Había sido cuidadoso, pero ¿era posible que hubiera dejado alguna huella dactilar? Sus huellas constaban en los archivos policiales… Era una idea inquietante. Wally no quería volver a la cárcel. Había leído con sumo interés las noticias relacionadas con el asesinato del doctor Jonathan Lyons y sabía que la policía creía que su mujer, enferma de alzheimer, era la culpable.
Yo sé que no fue así, se dijo Wally. Lo único que lo tranquilizaba en ese momento era pensar que si la policía conseguía seguir la pista del localizador hasta llegar a él, podría facilitarles la descripción del asesino a cambio de una condena más blanda por el robo de las joyas, o tal vez de la inmunidad.
Puede que tenga suerte. Quizá vuelvan a alguna fiesta elegante por la zona y aparquen de nuevo donde trabajo.
Si bien estaba preocupado, era consciente de que sería demasiado arriesgado intentar colarse en el garaje de esa casa para recuperar el localizador del Mercedes.