Richard Callahan enseñaba historia bíblica en el campus Rose Hill de la Universidad de Fordham, en el Bronx. Terminada la universidad, ingresó en una comunidad de jesuitas, pero permaneció solo un año, hasta que se dio cuenta de que no estaba preparado para comprometerse con la vida sacerdotal. A sus treinta y cuatro años, aún no había tomado una decisión definitiva sobre ese asunto.
Vivía en un apartamento próximo al campus. Criado en Park Avenue, sus padres, dos eminentes cardiólogos, le inculcaron la conveniencia de ir a trabajar a pie, pero ese no era el único motivo de su elección. El hermoso campus, con sus edificios góticos y caminos flanqueados por árboles, parecía enclavado en la campiña inglesa. Cuando cruzaba las puertas del recinto, le gustaba perderse entre la diversidad que le ofrecía el poblado vecindario y la abundancia de magníficos restaurantes italianos en la cercana Arthur Avenue.
Había previsto reunirse con unos amigos para cenar en uno de esos restaurantes, pero de camino a casa después del funeral había decidido cancelar la cita. La tristeza por la pérdida de su amigo y mentor Jonathan Lyons lo afectaría durante un tiempo. Sin embargo, la incógnita sobre quién le había quitado la vida ocupaba un lugar primordial en su mente. Sabía que si se demostraba que Kathleen, por culpa de su enfermedad, había cometido el asesinato, la encerrarían en un hospital psiquiátrico, probablemente durante el resto de su vida.
Sin embargo, si la declaraban inocente, ¿quiénes pensarían los detectives que tenían motivos para haber asesinado a Jonathan?
Lo primero que hizo Richard al entrar en su alegre apartamento de tres pisos fue quitarse la chaqueta, la corbata y la camisa de manga larga, y ponerse una camiseta. Luego se dirigió a la cocina y se sirvió una cerveza. Qué ganas de que llegue el frío, se dijo mientras estiraba las largas piernas y se reclinaba en la vieja butaca abatible de cuero sintético que conservaba pese a las objeciones de su madre. «Richard, aún no has hecho voto de pobreza —le había dicho—. Y puede que nunca lo hagas. No hace falta que vivas como un pobre». Richard sonrió con afecto al recordar la conversación, pero enseguida volvió a pensar en Jonathan Lyons.
Sabía que Jonathan había estado traduciendo unos pergaminos antiguos descubiertos en la caja fuerte de una iglesia que llevaba mucho tiempo cerrada.
¿Habría encontrado el pergamino de José de Arimatea entre ellos? Ojalá no hubiera estado fuera, se dijo Richard. Ojalá me hubiera dicho qué había encontrado exactamente. Era posible que lo hubiera descubierto por casualidad. Richard recordó entonces que, no hacía tantos años, se había descubierto una sinfonía de Beethoven en la estantería de una biblioteca de Pensilvania.
En algún rincón de su mente lo acechaba una idea persistente que se negó a aflorar mientras se preparaba un plato de pasta y una ensalada. Seguía allí cuando, más tarde, eligió una película de televisión y se acomodó para verla.
Continuaba rondándole por la cabeza cuando se fue a la cama, y siguió latente durante el sueño, a lo largo de la noche.
Fue a media mañana del sábado cuando por fin hizo aparición. Lily le había mentido cuando le dijo que no sabía nada del pergamino. Richard estaba seguro de ello. Por supuesto, Jonathan habría compartido el descubrimiento con ella. Era incluso posible que lo hubiera dejado en su casa.
De ser así, ahora que Jonathan estaba muerto, ¿buscaría Lily un comprador en secreto y se embolsaría la que podría ser una enorme cantidad de dinero?
Esa era una posibilidad que quería comentar con Mariah. Tal vez le iría bien salir a cenar esta noche, se dijo.
Sin embargo, cuando la telefoneó, descubrió que Greg se le había adelantado y que había quedado para cenar con él. Richard se sintió profundamente decepcionado.
¿Acaso la decisión que por fin había tomado llegaba demasiado tarde?