El padre Aiden O’Brien acompañó a los detectives Simon Benet y Rita Rodriguez a su despacho situado en el edificio conectado con la iglesia de san Francisco de Asís, en la calle Treinta y uno Oeste de Manhattan. Lo habían telefoneado para preguntarle si podían ir a hablar con él, y el hombre había accedido de buena gana, si bien empezó de inmediato a repasar mentalmente qué podía decirles y cuál sería la mejor manera de expresarlo.
Albergaba el terrible temor de que Kathleen hubiera apretado el gatillo y asesinado a Jonathan. Su personalidad había cambiado radicalmente en los últimos años, desde el momento en que se le manifestaron los primeros síntomas de demencia. Habían transcurrido varios años desde que notara por primera vez indicios de que a la mujer comenzaba a fallarle la cabeza. Había leído que menos de un uno por ciento de la población mostraba señales de demencia entre los sesenta y los setenta años.
El padre Aiden había conocido a Jonathan y a Kathleen cuando eran unos recién casados y él un joven sacerdote. Jonathan, con solo veintiséis años, ya había terminado el doctorado en historia bíblica y trabajaba en la Universidad de Nueva York. Kathleen poseía un máster de asistente social y trabajaba en el ayuntamiento. Vivían en un minúsculo apartamento de la calle Veintiocho Oeste y asistían a misa en san Francisco de Asís. Un día, al salir, se pusieron a charlar con el padre Aiden y al cabo de muy poco tiempo ya era un invitado habitual a cenar a su apartamento.
La amistad continuó después de que se mudaran a New Jersey, y fue él quien bautizó a Mariah cuando, con poco más de cuarenta años, Kathleen dio por fin a luz al bebé que tanto deseaban.
Durante más de cuarenta años disfrutaron de lo que yo llamaría un matrimonio perfecto, recordó el padre Aiden. Sin embargo, entendí los sentimientos de Jonathan cuando la enfermedad de Kathleen no hacía más que empeorar. Dios sabe que en mi propia parroquia veo a diario casos de hijos, maridos y mujeres que hacen frente a lo que implica cuidar de un enfermo de alzheimer, pensó.
«Intento no enfadarme con él, pero hay días en que tengo la sensación de que Sam me hace la misma pregunta, una y otra vez…».
«La dejé sola un minuto y cuando volví había metido en el fregadero toda la ropa que acababa de doblar, y había abierto el grifo…».
«Cinco minutos después de cenar, papá me dijo que se moría de hambre y empezó a sacar toda la comida del frigorífico y a lanzarla al suelo. Que Dios me perdone, padre, pero reconozco que lo empujé y se cayó. Pensé: “Por favor, Dios mío, que no se haya roto la cadera”. Pero entonces me miró y me dijo: “Siento causarte tantas molestias”. Tuvo un instante de lucidez absoluta. Él lloraba, y yo también…».
Tales pensamientos recorrían la mente del padre Aiden cuando se sentó a su mesa e invitó a Simon Benet y Rita Rodriguez a ocupar las dos sillas de las visitas.
Jonathan tenía una paciencia inquebrantable y era cariñoso con Kathleen hasta que conoció a Lillian, pensó el padre Aiden. Y ahora, ¿era posible que la cabeza perturbada de Kathleen la hubiera empujado a cometer un acto que jamás habría cometido si siguiera siendo la mujer a la que hacía tantos años que conocía?
—Padre, gracias por recibirnos cuando lo hemos avisado con tan poca antelación —empezó a decir Simon—. Como le expliqué por teléfono, somos detectives de homicidios de la oficina del fiscal del condado de Bergen, y se nos ha asignado la investigación del asesinato del profesor Jonathan Lyons.
—Comprendo —respondió el padre Aiden con amabilidad.
La clase de preguntas que esperaba llegaron a continuación. ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a los Lyons? ¿Con qué frecuencia los veía? ¿Estaba al corriente de la amistad del profesor Lyons con Lillian Stewart?
Entramos en terreno peligroso, se dijo el padre Aiden mientras hurgaba en el bolsillo de su sotana, sacaba un pañuelo, se quitaba las gafas, las limpiaba y volvía a guardárselo de nuevo antes de responder con detenimiento.
—He visto a la profesora Stewart en dos o tres ocasiones. De la última vez que la vi han pasado más de tres años, aunque desde el altar, durante la misa de ayer, la vi entrar tarde en la iglesia. No sé en qué momento se marchó.
—¿Alguna vez ha acudido a usted en busca de consejo, padre? —preguntó Rita Rodriguez.
—Muchas de las personas que buscan consejo lo hacen sabiendo que su intimidad queda preservada. Espero que no infiera nada en particular de mi respuesta si le digo que no considero apropiado responder a su pregunta.
Esta atractiva y joven detective de expresión deferente sabe que yo sería la última persona a la que Lillian acudiría en busca de consejo, pensó el padre Aiden. Es una pregunta trampa.
—Padre Aiden, sabemos que a la hija de Jonathan Lyons, Mariah, le afectó mucho que su padre tuviera una relación con Lillian Stewart. ¿Alguna vez ha hablado de eso con usted?
—De nuevo…
Simon lo interrumpió.
—Padre, hemos hablado con Mariah Lyons hace una hora. Nos ha comentado, de manera franca y espontánea, que se lamentó ante usted de Lillian Stewart y que sentía que la relación de su padre con esa mujer estaba agravando el estado de su madre.
—Entonces ya saben de lo que hablamos Mariah y yo —respondió el padre Aiden en voz baja.
—Padre, ayer le dijo a Mariah que su padre, Jonathan Lyons, lo había visitado hacía diez días, el miércoles, 15 de agosto, para ser precisos —prosiguió Simon.
—Sí, mientras tomábamos una taza de café en el monasterio, le expliqué que Jonathan Lyons creía haber descubierto un objeto de valor incalculable, conocido como «pergamino de José de Arimatea» o «carta vaticana».
—¿Vino Jonathan Lyons a verlo expresamente para hablarle del pergamino? —preguntó Rita.
—Jonathan, como ya les he dicho, era un viejo amigo —respondió el padre Aiden—. No habría sido extraño que, estando cerca, hubiera pasado a visitarme al monasterio. Ese miércoles por la tarde me dijo que estaba ocupado en la revisión de unos pergaminos antiguos descubiertos en una iglesia que llevaba tiempo cerrada y que estaba a punto de ser derruida. Encontraron una caja fuerte en la pared. En su interior había varios pergaminos antiguos y le pidieron que los tradujera. —El padre Aiden se reclinó en la silla—. Tal vez hayan oído hablar del Sudario de Turín.
Los detectives asintieron con la cabeza.
—Muchos creen que es la sábana en la que envolvieron el cuerpo de Jesús crucificado. Incluso nuestro papa actual, Benedicto, ha dicho que cree que pueda ser auténtico. ¿Alguna vez lo sabremos con certeza? Lo dudo, aunque las pruebas son muy convincentes. La carta vaticana o el pergamino de José de Arimatea tiene el mismo valor incalculable. Si es genuina, es la única carta escrita por Jesucristo.
—¿No fue José de Arimatea el hombre que pidió permiso a Poncio Pilatos para llevarse el cuerpo de Cristo y enterrarlo en su propia sepultura? —preguntó Rita Rodriguez.
—Sí. José fue durante mucho tiempo discípulo secreto de Cristo. Como recordarán de sus clases de catequesis, cuando Cristo tenía doce años acudió con Sus padres al templo de Jerusalén para la fiesta de la Pascua, pero cuando terminó no se marchó con el resto. Él se quedó en el templo y pasó tres días desconcertando a los sumos sacerdotes y a los ancianos con su conocimiento de las Escrituras.
»José de Arimatea era un anciano del templo en ese momento. Cuando oyó hablar a Jesucristo y después supo que había nacido en Belén, creyó que era el Mesías prometido.
Entusiasmado con el tema, el padre Aiden continuó.
—No sabemos nada de Cristo durante el período que va desde que tenía doce años y comentó las Escrituras con los sumos sacerdotes del Templo, hasta las bodas de Caná. Esos años de su vida son un misterio: los años perdidos. Sin embargo, muchos especialistas creen que pasó algunos de esos años estudiando en Egipto por mediación de José de Arimatea.
»La carta, si es auténtica, fue escrita por Cristo a José poco antes de ser crucificado. En ella le agradece la amabilidad y la protección que le ofreció cuando era pequeño.
»La autenticidad de la carta se ha discutido desde que el apóstol Pedro la llevó a Roma. Algunos papas creyeron que era auténtica, y otros no.
»Se encontraba en la Biblioteca del Vaticano, y corrió el rumor de que el papa Sixto IV planeaba destruirla para acabar con la controversia. Entonces desapareció.
»Ahora, más de quinientos años después, puede que haya aparecido entre esos pergaminos antiguos que Jonathan estaba estudiando.
—Una carta escrita por Cristo. Cuesta de imaginar —dijo Rita Rodriguez con incredulidad.
—¿Qué le contó el profesor Lyons sobre el pergamino? —preguntó Benet.
—Que creía que era auténtico, y que le preocupaba que a uno de los expertos a quien se lo había enseñado solo le interesaba su valor económico.
—¿Sabe dónde está ahora el pergamino, padre? —inquirió Benet.
—No. Jonathan no me dijo nada sobre dónde lo guardaba.
—Padre, nos ha dicho que tomaron café en el monasterio. Antes de eso, ¿se reunió con Jonathan Lyons en la iglesia? —preguntó Rodriguez.
—Quedamos en la iglesia. Al monasterio se entra por el atrio.
—¿Se confesó Jonathan Lyons con usted? —preguntó Rita, ahora en tono inocente.
—Si lo hizo, no se lo diría —respondió el padre Aiden con severidad—. Cosa que sospecho que ya sabe, detective Rodriguez. Me he fijado en que lleva un pequeño crucifijo. ¿Es católica practicante?
—No cumplo a la perfección pero sí, lo soy.
A continuación intervino Simon Benet.
—Padre, Jonathan Lyons mantenía desde hacía tiempo una relación con una mujer que no era su esposa. Si le hubiera confesado sus pecados, ¿le habría absuelto si supiera que tenía intención de continuar su aventura con Lillian Stewart? —Benet esbozó una sonrisa de disculpa—. Yo también soy católico.
—Creí haber dejado claro que si esperan cualquier referencia a Jonathan aparte de lo que me dijo sobre el pergamino, pierden el tiempo. Y eso incluye su especulación, detective Benet. Sin embargo, les diré algo: conozco a Kathleen Lyons desde que se casó, con poco más de veinte años. Y no creo que, por muy perturbada que esté, lamentablemente, haya sido capaz de asesinar al marido al que amaba.
Mientras pronunciaba esas palabras con rotundidad, el padre Aiden se dio cuenta de que, en lo hondo de su corazón, estaba convencido de ellas. Pese a sus temores iniciales, sabía que Kathleen no podía haber matado a Jonathan. A continuación miró a un detective, después al otro, y supo que sus esfuerzos por defender a Kathleen eran en vano.
Se preguntó qué pensarían si les contara que Jonathan había presentido su muerte inminente. Jonathan lo había comentado abiertamente, pero el hecho de mencionarlo conllevaba un peligro. Tal vez lo interpretaran como que Jonathan había llegado a temer los arranques cada vez más violentos de Kathleen. Lo último que el padre Aiden quería era complicarle más las cosas a la mujer.
Simon Benet no se disculpó por formular preguntas inapropiadas.
—Padre Aiden, ¿le dio Jonathan Lyons los nombres del experto o los expertos con los que consultó la autenticidad del pergamino de José de Arimatea?
—No, pero puedo asegurarles que me habló de «uno de los expertos», así que, evidentemente, se lo enseñó a más de una persona.
—¿Conoce a algún experto en la Biblia, padre Aiden? —preguntó Rita.
—Los tres a los que conozco mejor son los amigos de Jonathan, los profesores West, Michaelson y Callahan. Todos ellos son especialistas en la Biblia.
—¿Qué nos dice de Greg Pearson? Mariah Lyons comentó que su padre era buen amigo suyo y siempre lo invitaba a cenar —prosiguió Rita.
—Tal vez, como era su amigo, se lo enseñara a Greg, o le hablara de él, pero no creo que tuviera motivos para hacerle una consulta en calidad de experto.
—¿Por qué cree que no habló con su hija sobre su supuesto descubrimiento?
—No lo sé, pero, tristemente, la relación entre Mariah y su padre se resintió por culpa de la relación de Jonathan con Lillian Stewart.
—¿Consideraría a la profesora Lillian Stewart una experta en pergaminos antiguos?
—No puedo responder a esa pregunta. Sé que Lillian Stewart es profesora de inglés, pero desconozco si tiene los conocimientos suficientes para valorar pergaminos antiguos.
La conversación con los detectives duró aproximadamente una hora, y cuando se levantaron para marcharse, el padre Aiden tuvo la certeza de que volverían a hablar con él. Y cuando lo hagan, se dijo convencido, se centrarán en la relación con Lillian, y en la posibilidad de que Jonathan dejara en sus manos el valioso pergamino.
Cuando se hubieron marchado, cansado y aburrido, volvió a sentarse a su mesa. Antes de saber que Jonathan mantenía una relación con Lillian Stewart, había acudido en alguna ocasión a las cenas que el hombre organizaba para sus colegas. Le cayó bien Lily y siempre tuvo la impresión de que Charles Michaelson y ella eran pareja. Lily adoptaba una actitud de coqueteo cuando hablaba con Charles y solía referirse a las obras o películas que habían ido a ver juntos. No era más que una maniobra para disimular que Jonathan y ella mantenían una relación.
Y Jonathan les seguía el juego, pensó el padre Aiden con tristeza. No es de extrañar que Mariah se sienta traicionada.
¿Sería posible que Jonathan hubiera dejado la carta vaticana en el apartamento de Lily por seguridad?, se preguntó. Y de ser así, ¿admitiría ella que la tenía, teniendo en cuenta que Jonathan me había contado que se estaba planteando dejar la relación?
El padre Aiden se apoyó en los brazos de la silla mientras se incorporaba con dificultad.
La ironía terrible es que si Kathleen asesinó a Jonathan, lo hizo cuando él había decidido dedicar el resto de su vida a cuidarla y a recuperar su relación con Mariah, pensó abatido.
Los caminos de Dios son inescrutables, se dijo suspirando.