Treinta segundos después de que Lisa Scott irrumpiera en la casa gritando, Simon Benet llamó al departamento de policía de Mahwah para informar sobre el robo de las joyas.
—Ahora vuelvo —espetó Lloyd Scott, y corrió hasta su casa para esperar la llegada del coche patrulla junto a su mujer.
Mariah miró a un detective y después al otro.
—No puedo creer que hayan entrado a robar en casa de los Scott —dijo—. Es increíble. Justo antes de salir de viaje el mes pasado, Lloyd nos contó que había instalado un nuevo sistema de seguridad, con cámaras y sabe Dios qué más.
—Por desgracia, hoy en día hay pocos sistemas que un experto no sepa desactivar —respondió Benet—. ¿Sabía mucha gente que la señora Scott solía guardar joyas de gran valor en su casa?
—No lo sé. A nosotros sí nos los contó, pero desde luego todo el mundo sabe que se dedica a crear sus propios diseños y que siempre lleva joyas preciosas.
Mientras hablaba, Mariah se sintió como una espectadora de lo que estaba sucediendo en la habitación. Desvió la mirada de los detectives hacia la imagen de su padre, colgada encima del piano. Era un retrato maravilloso que capturaba la inteligencia de su expresión y el atisbo de una sonrisa que nunca andaba lejos de sus labios.
El sol se colaba por las ventanas de la pared trasera y creaba dibujos de luz sobre el diseño geométrico de la alfombra color crema. Como ausente, Mariah observó lo mucho que había tenido que trabajar Betty para devolver la limpieza y el orden al amplio salón después de que los investigadores hubieran buscado huellas dactilares. Le parecía increíble que la sala volviera a resultar tan agradable y acogedora, con el conjunto de sofás tapizados con un diseño floral y los sillones orejeros junto a la chimenea, con las mesas auxiliares que podían desplazarse tan fácilmente. Cuando los amigos de su padre iban a visitarlo, siempre acercaban las sillas al sofá para formar un semicírculo en el que tomaban café y una copa después de la cena.
Greg, Richard, Albert y Charles.
¿Cuántas veces se había sentado con ellos a lo largo de los años desde que su padre se jubiló y dejó la enseñanza? Algunas noches cocinaba Betty, pero otras era su padre quien tomaba el mando. Cocinar se había convertido en una afición, y no solo la disfrutaba, sino que se le daba bien de manera natural. Hace tres semanas, preparó una abundante ensalada verde, una pata de jamón ahumado, macarrones y pan de ajo, recordó. Fue la última vez que cenamos todos juntos…
La última vez. La última cena. El setenta cumpleaños de papá.
Tenía que hablar con los detectives sobre el pergamino que su padre tal vez hubiera descubierto.
Sobresaltada, se dio cuenta de que ambos la habían estado observando.
—Lo siento —se disculpó—. Me han preguntado por las joyas de Lisa.
—Por lo que nos ha dicho, no era ningún secreto que las tenía, y puede que algunas personas supieran además que las guardaba en casa. Aunque, sinceramente, señorita Lyons, eso no es lo que nos ocupa ahora. Hemos venido a hablar con usted y con su madre. Como el señor Scott se ha presentado como el representante de su madre, tal vez podamos sentarnos a hablar con usted.
—Sí, claro —respondió Mariah, tratando de mantener la voz firme. ¿Y si sacan el tema de la pistola?, se planteó. ¿Qué debería contarles si lo hacen? En un intento de ganar tiempo, agregó—: Por favor, dejen que primero vaya a ver a mi madre. Ahora tiene que tomar algunos medicamentos.
Sin esperar una respuesta, se dirigió al vestíbulo y vio a Kathleen, seguida por Delia, bajando por las escaleras. Con expresión decidida, Kathleen cruzó con rapidez el vestíbulo en dirección al estudio de su marido, abrió la puerta del armario empotrado y apartó a Delia de un empujón.
—¡Tú no puedes entrar aquí! —gritó.
—Mamá, por favor… —Su tono de súplica se oyó desde el salón.
Benet y Rodriguez se miraron.
—Quiero verlo —dijo Benet en voz baja. Juntos, entraron en el estudio. Kathleen Lyons estaba sentada en un extremo del armario, encorvada contra la pared. «Tanto ruido… tanta sangre», repetía con voz angustiada, una y otra vez.
—¿Intento que salga? —preguntó Delia a Mariah.
—No, es inútil —respondió Mariah—. Pero quédate aquí. Me sentaré a su lado un rato.
Delia asintió con la cabeza y se retiró al lugar que había ocupado la butaca de cuero de Jonathan. Al verla justo allí, a Mariah le asaltó el vívido recuerdo de su padre desplomado en la silla, con la sangre goteándole de la cabeza. La policía se había llevado la silla como una prueba del caso. ¿Me la devolverán?, se preguntó. ¿Quiero que me la devuelvan?
—Señorita Lyons —dijo Benet en voz baja—, nos urge hablar con usted.
—¿Ahora? —preguntó—. Ya ven cómo está mi madre. Me necesita a su lado.
—No la entretendremos demasiado —prometió—. Tal vez la cuidadora pueda ocuparse de ella mientras usted habla con nosotros.
Mariah desvió la mirada vacilante y la dirigió a su madre.
—Está bien. Delia, trae una silla del comedor. No entres en el armario, quédate aquí fuera. —Miró al detective Benet con gesto de disculpa—. Me da miedo dejarla sola. Si sufre un ataque de llanto, puede quedarse sin aire.
Rita Rodriguez percibió el temblor en la voz de Mariah y supo que la joven había leído el escepticismo en el rostro de Simon Benet. Como lo conocía bien, Rita estaba segura de que Simon creía que Kathleen Lyons estaba haciendo una escena delante de ellos.
Delia regresó cargada con la silla del comedor, la dejó justo delante del armario y se sentó.
Kathleen alzó la vista.
—Cierra la puerta —ordenó—. Cierra la puerta. No quiero más sangre encima.
—Mamá, no pasa nada —dijo Mariah en tono tranquilizador—. La dejaré abierta un poco para que te entre algo de luz. Volveré dentro de un par de minutos.
Mordiéndose los labios para evitar que le temblaran, guió a los detectives hasta el salón. Simon Benet fue directo.
—Señorita Lyons, sin duda este robo resulta muy inoportuno y comprendemos que el señor Scott esté sumamente afectado. También entendemos que representará a su madre y querrá tener ocasión de hablar con ella. Sin embargo, estamos en plena investigación de un homicidio y debemos proceder sin dilación. Permítame que sea claro: tenemos que hablar con usted y con su madre y que nos respondan a algunas preguntas cruciales.
Oyeron el timbre y, en esa ocasión, sin esperar respuesta, Lloyd Scott abrió la puerta y entró en la casa. Lívido, comentó:
—La policía de Mahwah está en nuestra casa. Dios mío, consiguieron entrar sin hacer saltar la alarma de la casa ni la de la caja fuerte. Creí que habíamos instalado un sistema infalible.
—Como le he dicho a la señorita Lyons, tales sistemas han dejado de existir —aclaró Benet—. Es evidente que ha sido obra de un profesional. —A continuación cambió el tono de voz—. Señor Scott, entendemos que esté preocupado con el robo, pero, como le estaba diciendo a la señorita Lyons, nos urge hablar con ella y con su madre.
—Mi madre no está en condiciones de hablar con ustedes —lo interrumpió Mariah—. Debería darse cuenta usted mismo. —Había alzado la voz, y ahora oía el llanto de su madre—. Les he dicho que hablaré con ustedes —recordó a Benet—, pero ¿podríamos hacerlo cuando ella se haya calmado un poco? Tengo que volver a su lado —agregó con gesto de impotencia, y se dirigió a toda prisa al estudio.
Simon Benet miró fijamente a Lloyd Scott.
—Señor Scott, quiero que sepa que ahora mismo tenemos motivos suficientes para detener a Kathleen Lyons por el asesinato de su marido. Se encontraba a solas en casa con él. Sujetaba la pistola, que tiene sus huellas dactilares. No hay señales de que se forzara la entrada ni de que se hayan llevado nada de la casa. Hasta ahora lo hemos aplazado porque queremos asegurarnos de que no le tendieron una trampa. Si no nos permite hablar con ella en el plazo de un par de días, no tendremos más remedio que detenerla.
—En mi casa tampoco hay indicios de que hayan forzado la entrada, pero alguien entró y huyó con joyas valoradas en tres millones de dólares —repuso Lloyd Scott.
—Pero en su casa no encontraron a nadie sosteniendo una pistola —respondió Benet.
Lloyd Scott pasó por alto el comentario y prosiguió:
—Como es evidente, ahora me necesitan en mi casa. Hablaré con Kathleen. Lo que está claro es que en este momento no está en condiciones de hablar con nadie, ni siquiera conmigo. Deme tiempo hasta mañana. Si permito que hable con usted, no lo hará hasta mañana por la tarde. Si decide detenerla, póngase en contacto conmigo. Yo mismo se la entregaré. Como puede observar, la mujer está muy enferma. —A continuación añadió—: También aconsejaré a Mariah que hable conmigo antes de responder a sus preguntas.
—Lo siento —dijo Benet en tono cortante—. Se trata de la investigación de un homicidio. Insistimos en hablar con Mariah en cuanto su madre se tranquilice. Usted no la representa.
—Señor Scott, acaba de oír que Mariah ha dicho que está dispuesta a hablar con nosotros —intervino Rodriguez con firmeza.
Las mejillas habitualmente rubicundas de Lloyd Scott empezaron a recuperarse de la palidez que las había teñido al enterarse del robo que había sufrido en su casa.
—De acuerdo. La decisión depende de Mariah, pero espero que tengan claro que no pueden hablar con Kathleen ahora ni en ningún otro momento sin mi permiso.
—Sí, lo entendemos. Pero si mañana intenta aplazarlo de nuevo y no la detenemos de inmediato, su clienta recibirá una citación para comparecer ante el gran jurado. Si decide acogerse a la quinta enmienda y se niega a testificar, que lo haga —dijo Benet—. Pero eso sería como confesar que cometió el asesinato, ¿no cree? —preguntó en tono sarcástico.
—Teniendo en cuenta su enfermedad, le aseguro que no tiene la menor idea de lo que significa acogerse a la quinta enmienda, y si lo hiciera, sería absurdo extraer de ello esa conclusión. —Lloyd Scott miró en dirección al estudio—. Tengo que volver junto a mi esposa. Cuando Mariah salga, les agradecería que le dijeran que la llamaré más tarde.
—Por supuesto. —Benet y Rodriguez esperaron oír que la puerta principal se cerraba tras el abogado, y a continuación Benet dijo con rotundidad—: Creo que la madre está haciendo una escena.
—Es difícil de saber —respondió Rita, meneando la cabeza—. Pero algo sí sé: Mariah Lyons está triste por la pérdida de su padre y también nerviosa. No creo que tenga nada que ver en el asunto. Apostaría diez contra uno a que está aterrorizada por la idea de que su madre pueda ser culpable y tratará de llevarnos en otras direcciones. Será interesante ver qué se le ocurre.
Transcurrieron veinte minutos hasta que Mariah volvió al salón.
—Mi madre se ha dormido en el armario —dijo en tono inexpresivo—. Todo esto resulta… —Sintió que se ahogaba y empezó de nuevo—. Todo esto resulta insoportable.
Hablaron durante más de una hora. Los detectives tenían experiencia y la interrogaron concienzudamente. Mariah no negó que estaba sumamente resentida con Lily, ni que su padre la había decepcionado.
Respondió con franqueza a todas sus preguntas acerca de la pistola. Diez años atrás, su madre había disfrutado yendo al campo de tiro con su padre, pero no había vuelto desde que se puso enferma. Se mostró sorprendida al descubrir que el arma no estaba ni un poco oxidada. Les dijo que si su padre había vuelto al campo de tiro desde entonces, no lo había mencionado.
—Sé que la guardaba en un cajón de su escritorio —admitió—, y sé qué deben de estar pensando. Pero ¿de verdad creen que si mi padre hubiera estado sentado a la mesa y mi madre hubiera bajado y tratado de abrir el cajón y sacar la pistola, él no se lo habría impedido? Por el amor de Dios, por lo que yo sé, esa pistola podría llevar años fuera de esta casa.
A continuación añadió:
—Justo ayer me enteré de que mi padre había tenido una premonición sobre su muerte y que había encontrado un antiguo pergamino de valor incalculable y estaba preocupado por culpa de uno de los expertos con quien había consultado el tema.
Mariah sintió un alivio enorme cuando los detectives por fin se marcharon. Se quedó mirando su coche mientras se alejaba de la entrada y se permitió sentir un atisbo de esperanza. Los detectives habían telefoneado al padre Aiden y ahora se dirigían a Nueva York para hablar con él sobre el pergamino que Jesucristo tal vez escribiera a José de Arimatea.