Lillian vivía en un edificio de apartamentos frente a Lincoln Center, en el West Side de Manhattan. Se había mudado allí tras su divorcio amistoso de Arthur Ambruster, a quien había conocido cuando ambos estudiaban en la Universidad de Georgetown, en Washington DC. Decidieron esperar a tener hijos hasta haber obtenido sus doctorados, el de ella en estudios ingleses y el de él en sociología. A continuación consiguieron un trabajo en Nueva York, en la Universidad de Columbia.
Los hijos nunca llegaron, y cuando tenían treinta y cinco años coincidieron en que sus intereses y sus actitudes vitales eran radicalmente opuestos. Ahora, quince años después, Arthur era padre de tres hijos y un participante activo en la política de Nueva York. La arqueología se había convertido en la vocación de Lillian, que, gustosamente, se apuntaba todos los veranos a alguna excavación. Cinco años atrás, a la edad de cuarenta y cinco, había ido a una excavación dirigida por el profesor Jonathan Lyons, y ese viaje había cambiado la vida de ambos para siempre.
Soy la razón por la que Kathleen mató a Jonathan, era el pensamiento que torturaba a Lillian por las noches desde la muerte de Jonathan. La semana pasada vino a verme y me dijo que no podía seguir viviendo así, porque el estado de Kathleen estaba empeorando y su relación con Mariah se había vuelto insoportablemente tensa.
El recuerdo de ese día era como una grabación que no dejaba de reproducirse en su cabeza durante la mañana del sábado. Aún veía el dolor en los ojos de Jonathan y oía el temblor en su voz. «Lilly, creo que sabes lo mucho que te quiero, y de verdad pensé que cuando Kathleen ya no fuera consciente de los hechos, podría ingresarla en una residencia y divorciarme de ella. Pero sé que no podré hacerlo. Y no puedo seguir estropeándote la vida. Solo tienes cincuenta años. Deberías conocer a alguien de tu edad. Si Kathleen vive diez años más, y yo también, tendré ochenta. ¿Qué vida llevarás conmigo entonces?».
A continuación, Jonathan añadió: «Hay gente que tiene premoniciones sobre su muerte inminente. Mi padre la tuvo. Dicen que Abraham Lincoln, la semana antes de que le dispararan, soñó que estaba metido en un ataúd en la Casa Blanca. Sé que puede sonar ridículo, pero tengo la premonición de que voy a morir pronto».
Lo convencí para que nos viéramos una vez más, recordó Lillian. Se tenían que encontrar el martes por la mañana. Pero Kathleen le disparó el lunes por la noche.
Oh, Dios, ¿qué voy a hacer?
Alvirah había aceptado almorzar con Lillian a la una. Me gusta mucho esa mujer, pensó. Sin embargo, ya sé lo que me dirá que debo hacer. En realidad, sé qué sería lo correcto.
Pero ¿lo haré? Tal vez sea demasiado pronto para tomar una decisión. Aún no pienso con claridad.
Nerviosa, paseó por el apartamento, hizo la cama, ordenó el baño y metió los platos del desayuno en el lavavajillas. El salón, agradable con sus muebles y alfombras en tono tierra, y las paredes decoradas con cuadros de yacimientos antiguos, siempre fue la habitación preferida de Jonathan. Lillian pensó en las noches en que volvían juntos a casa después de cenar y se tomaban una última copa. Lo recordó sentado, con las largas piernas estiradas sobre la banqueta de la amplia butaca de cuero que le había regalado por su cumpleaños. «Es tu pose típica de “sentirte a gusto en casa pero fuera de casa”», le había dicho Lillian.
—¿Cómo se puede querer tanto a alguien y después volverle la espalda? —le gritó con rabia a Jonathan cuando él decidió poner fin a su relación.
—Lo hago precisamente por amor —respondió—. Por amor a ti, a Kathleen y a Mariah.
Alvirah había sugerido que se encontraran en un restaurante relativamente nuevo que estaba a una manzana de su casa en Central Park South, pero enseguida cambió de opinión.
—Mejor en el Russian Tea Room —se corrigió.
Lilly sabía por qué Alvirah había cambiado de idea. El nombre del restaurante de Central Park South se llamaba Marea. Demasiado parecido a «Mariah», pensó.
Esa mañana, Lillian había salido a correr temprano por Central Park, después se duchó y se puso una bata para desayunar. Ahora se dirigió al armario y eligió unos pantalones blancos de verano y una chaqueta de sport azul, un conjunto que a Jonathan le gustaba en particular.
Como siempre, se puso unos zapatos de tacón. Jonathan había bromeado sobre ello. Hacía tan solo unas semanas, le contó que Mariah le había preguntado en tono sarcástico si también llevaba tacones a las excavaciones. Me puse como una furia y Jonathan se disculpó, recordó Lillian mientras se aplicaba colorete en las mejillas y se arreglaba el oscuro cabello corto que le enmarcaba el rostro.
Eran esa clase de comentarios que Mariah hacía continuamente los que acabaron por agotarle la paciencia, pensó Lillian, invadida por la amargura y el resentimiento.
El teléfono sonó cuando estaba a punto de salir.
—Lily, ¿por qué no vienes a casa y salimos a almorzar? —preguntó la voz—. Hoy debe de ser un día terrible para ti.
—Lo es. Pero he quedado con Alvirah Meehan. Ha vuelto de su viaje. Almorzaremos juntas.
Más que oírla, Lillian notó la pausa que se produjo a continuación.
—Espero que no se te ocurra comentar con ella según qué asuntos.
—Aún no lo he decidido —respondió.
—No lo hagas. ¿Me lo prometes? Porque si lo haces, se habrá terminado todo. Tienes que darte tiempo para pensar con calma y ser un poco práctica. No le debes nada a Jonathan. Y, además, si se descubre que te había abandonado y que tal vez tengas algo que él quería, podrías convertirte en la sospechosa número dos, después de su mujer. Confía en mí, el abogado de Kathleen podría declarar que fuiste a la casa porque sabías que la cuidadora se había marchado. Jonathan pudo dejarte la puerta abierta. Podrían decir que entraste con el rostro cubierto, que le disparaste, que colocaste la pistola en la mano de su esposa desequilibrada y después te marchaste. Crearía una duda razonable acerca de su esposa.
Lillian había descolgado el teléfono del salón. Se fijó en la butaca en la que Jonathan se había sentado tan a menudo y recordó las veces que se había acurrucado en ella junto a él. Miró la puerta y lo vio de nuevo, saliendo por ella mientras decía: «Lo siento. Lo siento mucho, Lily».
—Es totalmente ridículo —gritó airada al auricular—. Kathleen mató a Jonathan porque tenía celos de mí. La situación ya es lo bastante dolorosa como para que encima me metas esas ideas en la cabeza. Pero puedes estar seguro de una cosa: no pienso decir una palabra a Alvirah ni a nadie por ahora. Tengo mis propias razones. Te lo prometo.