Lloyd y Lisa Scott, una pareja de alrededor de sesenta años, llevaban veinticinco años siendo los vecinos de al lado de Jonathan y Kathleen Lyons. Lloyd era un exitoso abogado criminalista y Lisa, modelo en su juventud, había convertido su pasión por las joyas en su profesión. Elaboraba sus propios diseños en cristal y piedras semipreciosas para una larga lista de clientes particulares. Algunos de sus diseños eran producto de su imaginación. Otros estaban inspirados en las hermosas gemas que había coleccionado en sus viajes por todo el mundo. Su colección personal había alcanzado un valor de más de tres millones de dólares.
Con su calvicie incipiente, su voluminoso contorno y sus ojos azul claro, Lloyd contrastaba con su hermosa mujer. Tras treinta años de dicha conyugal, algunas noches aún se despertaba preguntándose qué habría visto en él. Sentía un gran placer al poder costear la pasión que su mujer sentía por lo que él, en broma, llamaba «sus baratijas».
Habiéndose puesto de acuerdo en que era un incordio tener que hacer un viaje tras otro a la caja de seguridad del banco, en los últimos tiempos habían instalado una caja fuerte, supuestamente a prueba de robos, sujeta al suelo del armario del vestidor de Lisa, así como un sistema de alarma de última generación.
Los Scott poseían un apartamento en Manhattan en el que pasaban algunas noches cuando se desplazaban a Nueva York por trabajo o para acudir a algún acontecimiento social. Sin embargo, como la reputación y los ingresos de Lloyd no dejaban de crecer, ninguno de los dos tenía demasiado interés en abandonar la bonita casa de ladrillo y estuco de estilo tudor que Lloyd había heredado de su madre. Les gustaban sus vecinos y la zona. Desde el porche trasero, gozaban de vistas sobre las montañas Ramapo. Ambos eran viajeros entusiastas y preferían gastarse el dinero en alojamiento de primera clase por todo el mundo antes que en «una mansión hortera o una casita con vistas al océano en los Hamptons», como solía decir Lloyd.
Se encontraban en Japón cuando les llegó la noticia de la muerte de Jonathan y no volvieron a casa hasta la mañana del día siguiente al funeral. Conscientes de la enfermedad de Kathleen, ambos temieron que pudiera estar implicada en la tragedia.
En cuanto dejaron el equipaje en Mahwah ese sábado por la mañana, se apresuraron a llamar al timbre de al lado. Abrió la puerta una Mariah notablemente afligida que interrumpió el intento de expresarle su condolencia.
—Han venido dos detectives —anunció—. Ahora están hablando con mi madre. Me telefonearon anoche y me preguntaron si podían pasar a hablar con nosotras.
—No me gusta un pelo —espetó Lloyd.
—Es porque ella estaba a solas con mi padre esa noche… —A Mariah se le fue apagando la voz mientras intentaba mantener la compostura, pero de súbito, estalló—: Lloyd, no tiene sentido. Mi madre no se da cuenta de nada. Me ha preguntado por qué papá no ha bajado a desayunar esta mañana.
Lisa miró a su marido. Como había supuesto, su rostro estaba adoptando un gesto al que ella se refería como «sálvese quien pueda». Con el entrecejo ligeramente fruncido, la frente arrugada y los ojos entornados detrás de las gafas, dijo:
—Mariah, este es mi terreno. No quiero entrometerme, pero, entienda o no lo que está sucediendo, no debería estar respondiendo a preguntas de la policía sin asesoramiento legal. Déjame pasar y nos aseguraremos de protegerla.
Lisa sostuvo el rostro de Mariah entre las manos.
—Vendré a verte más tarde —le aseguró mientras se volvía para marcharse.
Era un día caluroso incluso para el mes de agosto. De vuelta en el interior de su casa, Lisa bajó la temperatura del aire acondicionado, se dirigió a la cocina y, de camino, echó un vistazo al salón. Estaba en perfecto orden, y la sensación de bienestar que seguía siempre a unas vacaciones la envolvió por completo. Por agradable que hubiera sido el viaje, y por mucho que lo hubieran disfrutado, siempre era estupendo volver a casa, se dijo.
Decidió no picar nada. Se había saltado el desayuno del avión, pero pensó que cuando Lloyd volviera podrían almorzar. Él también tendría hambre. Sin necesidad de comprobarlo, sabía que su ama de llaves, una mujer de confianza que llevaba veinticinco años con ellos, se habría ocupado de llenar el frigorífico. Resistiéndose de nuevo a la tentación de comer algo como una galleta salada con queso, volvió sobre sus pasos hasta el vestíbulo, cogió la bolsa de mano que contenía las joyas con las que había viajado y se dirigió al dormitorio principal, en el piso superior.
Dejó la bolsa en la cama, la abrió y sacó los saquitos de cuero que contenían las joyas. Al menos en esta ocasión hice caso a Lloyd y no me llevé tantas como otras veces, se dijo. Aunque me habría encantado lucir las esmeraldas en la cena con el capitán del barco.
En fin.
Extrajo de los saquitos los anillos, las pulseras, los pendientes y collares, los extendió sobre la colcha y los examinó con atención para comprobar que estaba todo lo que se había llevado.
A continuación colocó las joyas en la bandeja del tocador, la llevó al vestidor y abrió la puerta del armario. La caja fuerte de acero, oscura e imponente, estaba allí. Marcó la combinación para abrirla y tiró de la puerta.
Había diez hileras de cajones con diversos compartimientos forrados de terciopelo. Lisa abrió el primero, contuvo la respiración y, acto seguido, abrió el resto de los cajones, uno tras otro, con desesperación. En lugar de sus hermosas y valiosas joyas relucientes, solo contemplaba un desierto de terciopelo negro.
La caja estaba vacía.