—Es una llamada del Despacho Oval, señor presidente.
Henry Parker Britland IV suspiró. No resistas lo inevitable, pensó. Marvin Klein, su mano derecha desde hacía mucho tiempo, aún parecía incapaz de llamar a su sucesor, el actual presidente de Estados Unidos, de ninguna otra manera que «el Despacho Oval».
La llamada llegó mientras Henry estaba sentado a su escritorio de la biblioteca de Drumdoe, su casa de campo de Nueva Jersey. El sol de última hora de una tarde de invierno se filtraba por el ventanal de cristales emplomados y brillaba sobre el revestimiento satinado de la estancia de lujoso estilo gótico. Henry se había puesto a trabajar en sus memorias, pero de pronto fue consciente de que estaba distraído. Sunday, su mujer, con la que estaba casado hacía menos de un año, era miembro del Congreso y se encontraba en Washington, y Henry vio que estaría un poco perdido durante tres días, hasta que ella volviera.
Como siempre que pensaba en ella, lo embargaba la añoranza. Sunday… seguramente no había persona tan hermosa, inteligente, aguda y compasiva. Había veces que hasta creía que era producto de sus sueños. Su Sunday: la congresista esbelta y rubia a la que había cortejado impulsivamente en la última recepción que había ofrecido en la Casa Blanca, justo antes de terminar su segundo mandato. Con una sonrisa inconsciente, recordó la tranquila reacción de reproche de Sunday.
—Ejem. El Despacho Oval, señor presidente —insistió Klein, interrumpiendo con eficiencia sus ensueños.
Henry cogió el auricular.
—Señor presidente —dijo afectuosamente.
Podía imaginarse a Desmond Ogilvey —Des, para los amigos— sentado a su escritorio, con aspecto académico, una mata de pelo blanco, cuerpo delgado y recto, traje y corbata de sobrio azul marino.
Sabía que su ex vicepresidente nunca olvidaría que Henry lo había sacado hacía nueve años de la relativa oscuridad del cargo de senador por Wyoming, al elegirlo como compañero de candidatura. Inicialmente la decisión había sido rebatida por parte de la prensa, que la consideró una apuesta.
«Puede que para ustedes sea una apuesta —les había respondido Britland—, pero para mí es un hombre que ha cumplido diez mandatos en el Congreso y que es el responsable silencioso de algunas de las leyes más eficaces aprobadas en los últimos diez períodos legislativos. Tengo la firme convicción de que si los votantes me eligen, y me sucede algo durante mi mandato, iría a encontrarme con Dios sabiendo que dejo el país que amo en las mejores manos que he podido encontrar».
Henry, al darse cuenta de que el saludo inicial se había prolongado más que lo habitual, dijo:
—¿Des?
—Señor presidente —respondió Desmond Ogilvey, pero sin la acostumbrada jocosidad en su tono.
Henry se dio cuenta de que no era una llamada social y fue al grano.
—¿Qué pasa, Des?
Hubo una pausa.
—Se trata de Sunday, Henry, lo siento.
¡Sunday! Henry se quedó sin respiración. De repente sintió que su corazón dejaba de latir, que todo su cuerpo se quedaba paralizado, congelado.
—Henry, no sé cómo decírtelo. Es una situación terrible. Sunday ha desaparecido. Encontraron a los guardaespaldas del servicio secreto inconscientes en el coche, y también a la escolta del coche que los seguía. Aparentemente usaron algún tipo de anestésico para dormir e inmovilizar a los ocupantes de ambos coches. Cuando llegaron otros agentes, Sunday había desaparecido.
—¿Algún móvil aparente? —Henry volvía a respirar tratando de calmarse, consciente de que su voz era monocorde, de que Marvin lo miraba, de que apretaba el timbre para llamar a los hombres del servicio secreto que esperaban fuera.
—Creemos que sí. Recibimos una llamada en la centralita del Departamento del Tesoro. La persona afirmaba que tenía a Sunday, o al menos que sabía dónde estaba. Tú puedes confirmarnos la autenticidad de la llamada. ¿Sunday tiene un morado en la parte superior del brazo derecho, justo debajo del hombro?
Henry asintió.
—Sí —respondió con un susurro.
—Eso significa que es auténtica. Aparentemente ella no le había mencionado el moretón a nadie de su equipo, porque ninguno lo sabía.
—El sábado pasado se cayó del caballo mientras dábamos un paseo —dijo Henry, comparando el susto momentáneo que se había dado en aquel momento con la aprensión casi paralizadora que sentía ahora.
Tomó conciencia de que los cinco hombres del servicio secreto de guardia estaban en semicírculo alrededor de su escritorio. Le hizo una seña con la cabeza a Jack Collins, el jefe de los agentes, para indicarle que cogiera el supletorio de la mesilla contigua al sofá rojo de piel.
—Collins está en la línea, Des —dijo Henry—. Sunday está aprendiendo a montar. Cuando se hizo el moretón, hizo la broma de que si se lo contaba a alguien, los periódicos sensacionalistas me acusarían de violencia doméstica. —De pronto se dio cuenta de que divagaba. Tenía que centrarse—. Des, ¿cuánto dinero quieren? Lo sacaré ahora mismo sin hacer preguntas.
—Ojalá fuera cuestión de dinero. Desgraciadamente, nos han dicho que, si no dejamos a Claudus Jovunet en libertad antes de mañana por la noche, podemos empezar a dragar el Atlántico para buscar el cuerpo de Sunday.
Claudus Jovunet. Era un nombre que Henry Britland conocía muy bien. Un terrorista especialmente despiadado, ex mercenario, asesino a sueldo. Su último crimen, y el que finalmente había permitido que lo capturaran, había sido la explosión de una bomba en la compañía aeronáutica Uranus Oil, una tragedia que se había cobrado la vida de los veintidós ejecutivos más importantes de la empresa. Tras una carrera de quince años de terror, al fin Jovunet había sido llevado ante la justicia, y en aquel momento cumplía varias cadenas perpetuas consecutivas en la prisión federal de Marion, Ohio. Aunque Henry no había tenido un papel importante en la captura del asesino, estaba muy satisfecho de que se hubiese llevado a cabo durante su mandato.
—¿Cuáles son los términos del intercambio? —preguntó Henry, aunque, mientras lo hacía, sabía que cabía la posibilidad de que Des no permitiera que una organización terrorista presionara al gobierno.
—Las instrucciones son dejar a Jovunet en el nuevo avión supersónico. Como sabes, actualmente está en exhibición aquí en Washington, antes del vuelo inaugural. Han dicho que sólo pueden subir a bordo los dos pilotos. El resto de las instrucciones son un poco extrañas. Dijeron que debíamos llenar el depósito de combustible, pero que (y repito textualmente) podíamos saltarnos el caviar. —El presidente hizo una pausa—. Han dado (y otra vez los cito) su «palabra de honor» de que después del aterrizaje los pilotos comunicarían por radio el lugar donde estaría Sunday, otra vez cito, «sana y salva».
—Su «palabra de honor» —soltó Henry con amargura.
¡Oh… Sunday! ¡Sunday!
Echó una mirada a Jack Collins que le pronunciaba en silencio la palabra «armas».
—¿Qué tipo de armas piden, Des? —preguntó.
—Por extraño que parezca, ninguna. Ojalá pudiéramos confiar en esa gente…
—¿Podemos? —lo interrumpió Henry.
Des suspiró.
—No tenemos alternativa.
—¿Qué planes hay? —Henry contuvo el aliento, temeroso de la respuesta que podía oír.
—Henry, Jerry está aquí conmigo —dijo Des.
Se trataba de Jeremy Thomas, secretario del Tesoro.
—Des —lo interrumpió Henry—, ¿durante cuánto tiempo podemos alargarlo haciendo ver que les seguimos el juego?
—A las cinco tenemos que recibir otro mensaje en alguno de los departamentos. Creemos que podemos darles largas al menos hasta el jueves por la tarde. Por suerte esta mañana ha salido un artículo en el Washington Post sobre algunos ajustes mecánicos sin importancia que había que hacerle al nuevo avión antes del vuelo inaugural del viernes. —Hizo una pausa—. Y para tu tranquilidad, te garantizo que no vamos a oponernos al intercambio.
Henry se estremeció mientras se permitía inspirar hondo por primera vez en varios minutos.
Miró su reloj. Eran las cuatro de la tarde del miércoles. Con suerte, tendrían veinticuatro horas.
—Voy para allí, Des —le dijo.
Tom Wyman, el subjefe de los agentes, fue quien rompió el silencio que siguió al clic del teléfono.
—El helicóptero lo espera, señor, y el avión está listo para despegar inmediatamente.
*****
Durante varios segundos, Sunday se sintió tan confundida y desorientada que casi tuvo que recordarse su propio nombre. ¿Dónde estoy?, se preguntó mientras su mente despertaba poco a poco a la realidad de que algo iba terriblemente mal. Tuvo la inmediata sensación física de estar atada. Le dolían los brazos y las piernas, pero además tenía los miembros insensibles, había algo que le impedía moverse. Se retorció ligeramente, y le vino la imagen de sábanas y toallas agitándose rígidamente al viento helado del terrado del edificio de su abuela en Nueva Jersey. Cuerda de tender ropa, pensó. La cuerda dura y abrasiva que la tenía amarrada parecía una vieja cuerda de tender.
Se sentía atontada y extrañamente pesada, como si tuviera una roca encima. Se obligó a abrir los ojos, pero no vio nada. Jadeó cuando se dio cuenta de que algo le tapaba la cara y la cabeza, una tela áspera que hacía que le picara la cara y le daba calor.
Pero en el resto del cuerpo tenía frío, especialmente en las manos. Se retorció ligeramente y comprobó que no llevaba chaqueta y que le dolía el brazo derecho, donde le apretaba la cuerda, a la altura del moretón que se había hecho al caer de Appleby.
Hizo una valoración rápida de la situación: Muy bien, así que tengo un trozo de arpillera o lona en la cabeza, y estoy atada como un pavo de Navidad. Estoy en una habitación fría en alguna parte. ¿Pero dónde? ¿Y qué ha pasado? No recordaba nada. ¿Había tenido un accidente? ¿Estaba en un quirófano, atada a la mesa, despertándose en medio de una operación?
Entonces lo recordó: algo había sucedido en el coche.
¡Eso era! Algo le había pasado en el coche. ¿Pero qué?
Se obligó a recordar, a repasar todos los acontecimientos del día. La sesión de la Cámara se había levantado a las tres. Art y Leo, como siempre, la esperaban fuera, cerca de la guardarropía. No había vuelto a su despacho como solía porque tenía una recepción en la embajada francesa y debía pasar por su casa a cambiarse. Así que habían subido al coche y empezado a cruzar la ciudad. ¿Y después qué?
Trató de reprimir un gemido. Siempre se había enorgullecido de no ser una llorona. De forma irracional su mente se retrotrajo a cuando tenía nueve años y se había caído de una barra de gimnasia mientras se balanceaba. Había visto como el suelo se acercaba a ella antes de que la frente se estrellara contra el cemento. Aquel día no había llorado… y ahora tampoco lo haría. Aunque aquel día unos chicos la habían visto caerse y ahora estaba sola.
No, no cedas, se reprendió. Piensa, únicamente piensa. ¿En qué momento habían tenido el accidente? Volvió a trazar mentalmente los pasos que había dado. Art le había abierto la puerta para que subiera y esperó a que entrara. Después se sentó al lado de Leo, que era quien iba al volante. Ella saludó a Larry y Bill, que esperaban en el coche de detrás.
Había dejado de nevar, pero las calles aún estaban resbaladizas y traicioneras, y había visto un par de choques. A pesar de la hora estaba oscuro, y ella había encendido la luz del asiento trasero para leer las notas que había tomado durante la sesión de ese día. En aquel momento se oyó un ruido fuerte, como una explosión amortiguada. Sí, eso era, ¡una explosión!
Y ella había levantado la vista. Recordó que estaban delante del Kennedy Center, llegando casi a Watergate. La cara de Art. Recordó que se había vuelto para mirarla y que después había mirado por la luna trasera al coche que los seguía. ¡Acelera, Leo!, había gritado, pero enseguida su voz se apagó. Sunday no se acordaba si él había dejado de gritar o ella había dejado de escuchar, pero recordó que se sentía muy débil.
Sí, recordó haber tratado de incorporarse porque el coche disminuyó la velocidad hasta detenerse. En aquel momento se abrió la puerta del conductor. Era lo único que recordaba.
No obstante le bastó para comprender que no estaba en un hospital, porque no había habido ningún accidente. No, era evidente que todo había sido deliberado y la habían secuestrado.
Pero ¿quién lo había hecho y por qué?
No sabía dónde estaba, pero hacía frío y había mucha humedad. La tela en la cara la confundía.
Meneó la cabeza para quitársela un poco. Fuera cual fuese el producto que le habían dado para dormirla, empezaba a pasarse el efecto y tenía un dolor de cabeza terrible. Lo único que sabía era que estaba bien atada a lo que parecía una silla de madera. ¿Estaba sola? No lo sabía. Percibía que había alguien cerca, quizá vigilándola.
De pronto pensó en los agentes del servicio secreto, Art y Leo. ¿Estarían también con ella? Si no, ¿qué les había pasado? Tenía la certeza de que hubieran hecho cualquier cosa para protegerla. Dios mío, que no los hayan matado, rogó en silencio.
¡Henry! Tenía que estar frenético. ¿O acaso aún no sabía que ella había desaparecido? ¿Cuánto tiempo había pasado? Por lo que a ella se refería, desde el momento del secuestro podían haber pasado sólo unos minutos o varios días. ¿Y por qué lo habían hecho? ¿Qué podían sacar con su secuestro? Si se trataba de dinero, sabía que Henry pagaría lo que hiciera falta. Pero de alguna manera intuía que no era cuestión de dinero.
Se le cerró la garganta. Había alguien en la habitación. Oyó una respiración suave que se acercaba. Alguien se inclinaba sobre ella. Unos dedos gruesos le tocaron la cara sobre la tela gruesa que la cubría, le acariciaban el cuello y el pelo.
Una voz queda y ronca que tuvo que esforzarse por oír murmuró:
—Todos la están buscando. Sabía que lo harían: su marido, el presidente, el servicio secreto. Pero parecen ratoncitos ciegos. Sí, tres ratoncitos ciegos. Y no te encontrarán. Al menos hasta que suba la marea, y entonces ya no importará.
*****
Henry no habló en el vuelo a Washington. Estaba sentado solo en un compartimiento privado del avión, obligándose a pensar en lo que se sabía del secuestro de Sunday y en lo que se podía deducir a partir de eso. Tenía que tomar distancia del torbellino emocional interno y analizar la situación igual que había analizado muchas situaciones críticas durante su período en la Casa Blanca. Tenía que guiarse por la razón en lugar de dejarse llevar por las emociones. Tenía que ser como un cirujano: analítico y lúcido.
Pero en aquel momento, con una oleada de desesperación, recordó que un cirujano, salvo en caso de extrema urgencia, jamás operaría a su propia esposa por miedo a que las emociones alteraran su capacidad.
Le vinieron a la cabeza los versos de una poesía: «Estas manos mortales, a causa del amor, parecen música en tu garganta. Pero la música del alma es delicada, remota…». No tenía ni idea de quién era el fragmento, pero por alguna razón le pareció apropiado para aquel momento.
Pensó en Sunday, y en lo fácil que se quedaba dormida mientras él leía, a veces durante horas, en la cama. En ocasiones se adormecía mientras él le leía o criticaba en voz alta algo que le parecía especialmente desatinado de alguno de los montones de periódicos que leía al día.
Recordó que el sábado anterior por la noche, él había querido comentarle algo, pero se dio cuenta de que ella se había quedado dormida. Aun así, le acarició suavemente el cuello con la esperanza de que no estuviera completamente dormida y lo escuchara.
Sunday había suspirado, se apartó de él en sueños y apoyó la cabeza sobre sus manos. Estaba tan encantadora con el cabello revuelto, que Henry se quedó media hora mirándola hipnotizado.
A la mañana siguiente, desayunaron temprano antes de que ella cogiera el avión para volver a Washington. Henry recordó las bromas que le había hecho por haberle rechazado en sueños. Pero Sunday se rió y le dijo que dormía como un tronco porque tenía la conciencia muy tranquila. «¿Qué problema tienes? ¿Eh?», le preguntó con una sonrisa pícara.
Y él le respondió que la culpa era de ella, que estaba tan enamorado que cuando estaban juntos dormir le parecía una pérdida de tiempo. «No te preocupes, tenemos todo el tiempo del mundo», le dijo su mujer con una sonrisa.
Henry sacudió la cabeza impresionado por la ironía de esas palabras. Ay, Sunday, ¿volveré a verte?, pensó entregándose a un raro momento de debilidad emocional.
¡Basta!, se riñó. Si pierdes el tiempo no volverás a verla. Apretó el botón del apoyabrazos. Al cabo de unos segundos tenía a Marvin y Jack sentados delante.
Henry había intentado dejar a Marvin en Nueva Jersey, por si los secuestradores se ponían directamente en contacto con él, pero su ayudante le había suplicado que lo llevara y él había cedido. «Tengo que estar con usted, señor. Sims controlará el teléfono y estaremos en contacto permanente con él».
Sims, era el mayordomo de Drumdoe desde que Henry tenía diez años, es decir, desde hacía treinta y cuatro años. «Usted sabe, señor, que puede confiar en mí», había dicho Sims con su calma habitual, aunque con lágrimas en los ojos. Henry sabía el cariño que Sims sentía por Sunday.
Ahora se daba cuenta de que se alegraba de haber traído a Marvin consigo. Sabía enfrentarse a los problemas de esa forma analítica y lúcida que él tanto necesitaba en ese momento. Era esa característica la que había hecho que Henry, cuando lo eligieron senador, hacía casi quince años, promoviera a aquel joven que trabajaba como voluntario.
Klein, sin esperar a que le preguntaran nada, dijo:
—No ha habido más contactos, señor. El operador que atendió la llamada tuvo la agudeza de pasarla directamente a la cúpula, así que se ha podido mantener la noticia en secreto. Hasta ahora no ha habido filtraciones.
Jack Collins, el jefe de los agentes del servicio secreto destinados a Henry, parecía un defensa de un equipo de fútbol americano. Era un grandullón disciplinado, pero también tenía debilidad por Sunday. La ira e indignación que sentía se hicieron visibles cuando le dio el informe a Henry de lo que se sabía hasta el momento.
—Nadie ha visto el secuestro propiamente dicho, señor. Aparentemente, el coche de Sunday…, perdón, de la señora Britland, y el de la escolta tenían puesto un artefacto explosivo con algún tipo de gas nervioso. Es posible que lo hayan hecho detonar por control remoto, teniendo en cuenta lo rápido que entraron en escena los secuestradores.
»A pesar de la hora, parece que no ha habido testigos, pero debido a la nieve muchos comercios y oficinas han cerrado temprano, de modo que había muy poco tráfico.
—¿Cree que Sunday ha sufrido alguna herida por la explosión? —preguntó Henry.
—No; creen que le pasó lo mismo que a Art y Leo, los agentes que la acompañaban. Todos quedaron inconscientes por el gas, pero la explosión en sí fue de poca importancia. Los coches se detuvieron cuando el artefacto explotó, y al parecer el gas tumbó a todos inmediatamente. Cuando nuestros hombres volvieron en sí, lo único que recordaban era haberse mareado y perdido la conciencia.
—¿Pero cómo pudieron acercarse al coche para poner la bomba de gas? ¿No se guarda en un lugar seguro? —preguntó Henry.
—No lo sabemos con certeza, señor. No era un aparato muy sofisticado… En realidad se puede armar con un par de artículos comprados en cualquier tienda de productos eléctricos. El gas, por supuesto, es otra cosa. Todavía lo están analizando, así que no sabemos de dónde procede. Los artefactos se colocaron debajo de los coches con un sencillo imán en el aparcamiento vigilado del Capitolio.
—¿Y nadie vio nada? —repuso Henry.
—Hasta ahora no han aparecido testigos. Se sabe que forzaron el apartamento de un guardia y le robaron el uniforme. Puede que parte del problema sea que el coche de la señora Britland es tan corriente que no llama la atención; además, volvió a arrancar inmediatamente —dijo el agente—. Por lo tanto, todos los que pasaban por allí se concentraron en el coche de la escolta, con los dos agentes inconscientes.
Henry ya sabía que habían hallado el coche de Sunday, con los otros agentes inconscientes, cerca del Lincoln Memorial. Claro, se dijo con amargura, nadie va a mirar un coche que parece sacado de una agencia de vehículos de segunda mano baratos. Qué ironía. «Olvídate de las limusinas —le había dicho a su mujer—, llaman mucho la atención». Había hecho preparar para Sunday lo último en coches camuflados de «vehículo familiar».
Qué listo he sido con todas mis pretensiones y tonterías, pensó. Si Sunday hubiera ido en una limusina, habría llamado la atención ver el coche detenido a un lado de la calzada.
Aunque la verdad, y lo sabía, era que Sunday prefería un coche discreto. Jamás se habría presentado en casa de sus padres en una limusina. Henry se sobresaltó al darse cuenta de que, con su salida precipitada, había olvidado ponerse en contacto con los padres de Sunday. Tienen que saberlo, y debo ser yo quien se lo diga.
—Póngame con los padres de Sunday —le dijo a Klein.
Fue la llamada más difícil de su vida, pero cuando terminó de hablar con ambos comprendió de dónde había sacado Sunday su entereza.
El teléfono sonó e interrumpió bruscamente sus pensamientos. Henry le hizo un gesto a Marvin y atendió él mismo. Era Desmond Ogilvey y fue directo al grano.
—Henry, lo siento, pero los secuestradores de Sunday acaban de llamar a la CBS. Dan Rather acaba de pedir que se lo confirmemos. Tiene todos los detalles, por lo tanto sabe que es verdad. Le hemos pedido que de momento no difunda la noticia, y ha aceptado. Pero me ha advertido que si hay alguna filtración tendrá que difundirlo todo.
—Si los secuestradores han llamado a Dan Rather, entonces quieren publicidad —soltó Henry.
—No, al menos no fue eso lo que le dijeron a Rather. Le explicaron que estaban «poniendo a prueba la integridad de los medios de comunicación». Vete a saber a qué se refieren.
—¿Cuánto hace que han llamado?
—Menos de diez minutos. Te he llamado en cuanto colgué con Rather. ¿Dónde estás?
—A punto de aterrizar en el National.
—Bien, ven directamente aquí. Te estará esperando una escolta policial.
*****
Veinte minutos más tarde, acompañado de Marvin Klein y Jack Collins, Henry estaba en la puerta del Despacho Oval. Des Ogilvey estaba sentado a su escritorio, delante del escudo presidencial. El secretario del Tesoro, el fiscal general y los jefes del FBI y la CIA estaban sentados en semicírculo delante del presidente. Todos se pusieron de pie cuando entró Henry.
Eran las seis y veinte.
—Ha habido otra llamada, Henry —le dijo el presidente—. Al parecer, los secuestradores intentan jugar con nosotros. Han vuelto a llamar a Rather para decirle que quieren que difunda sus exigencias. Le han proporcionado pruebas de su sinceridad. —Apartó por un instante la mirada y volvió a mirar a Henry a los ojos—. Dejaron el monedero de Sunday y un rizo de su cabello en un sobre de plástico en el National, en el mostrador de Delta. —Desmond Ogilvey bajó la voz—. Henry, el pelo del sobre estaba empapado de agua de mar.
*****
Cuando Sunday sintió que le sacaban el pasamontañas, primero respiró hondo y después abrió los ojos esperando ver a su secuestrador. La habitación, sin embargo, estaba débilmente iluminada y casi no se veía nada. El individuo llevaba una túnica monástica con una capucha que dejaba en sombras buena parte de su cara.
Le quitó las cuerdas que la maniataban a la silla, después le aflojó la de los pies e hizo que se levantara. Sunday iba sin botas y el suelo de cemento estaba frío. El sujeto era unos diez centímetros más alto que ella, notó, o sea de metro ochenta de estatura. Tenía unos ojos gris oscuros, pequeños y hundidos, de expresión astuta y malévola, que daban más miedo aún porque parecían inteligentes. Sintió la fuerza de sus manos cuando le dio la vuelta y le dijo:
—Supongo que querrá ir al lavabo.
Mientras avanzaba a trompicones, se esforzó por calibrar mentalmente la situación. Era evidente que estaba en alguna clase de sótano. Hacía un frío terrible y tenía el típico olor a humedad de los sitios sin ventilación ni sol. El suelo era de cemento cuarteado y desparejo. Lo único que había, además de la silla, era un televisor portátil con una antena de cuernos encima.
El hombre la cogía con firmeza del brazo mientras cruzaban la oscura habitación. Sunday hizo una mueca de dolor al golpearse el pie con una protuberancia del cemento. El hombre la guió por un pasillo estrecho que daba a una escalera y se detuvieron en un cubículo que había detrás. La puerta estaba abierta y Sunday vio un inodoro y un lavabo.
—Puede cerrar la puerta, pero no intente nada —le advirtió—. Yo estaré fuera. Desde luego que ya la he registrado. Las mujeres a veces ocultan algún arma o gas anti-violación.
—Yo no llevo nada.
—Sí, lo sé —dijo él sin levantar la voz—. Quizá aún no se ha dado cuenta de que le he quitado las joyas. Debo decirle que me ha sorprendido bastante que, salvo una sólida alianza de bodas, el resto de lo que llevaba era bastante corriente. Cualquiera pensaría que un ex presidente tan rico sería más generoso con su joven y adorable esposa.
Sunday pensó en las joyas que habían pertenecido durante generaciones a la familia Britland y que ahora eran de ella.
—Ni a mi marido ni a mí nos gusta la ostentación ni el consumo llamativo —contestó, animada al comprobar que, a pesar de los miembros acalambrados y de la terrible preocupación por el calvario que debía estar pasando Henry, no había perdido su genio.
Una vez sola en el diminuto lavabo, se echó agua en la cara. Del grifo del agua caliente salía apenas un chorrito, pero mojarse el rostro la revivió. Una bombilla de no más de veinticinco vatios colgaba del techo, pero le bastó para ver en el espejo viejo y empañado lo pálida y despeinada que estaba. Había empezado a volverse cuando se notó algo diferente…
Miró su imagen durante unos instantes y se dio cuenta de que le habían cortado con torpeza un rizo de la sien izquierda y tenía un nítido trasquilón.
¿Por qué me habrán cortado el pelo?, se preguntó.
Sintió un escalofrío en la boca del estómago que no tenía nada que ver con la temperatura glacial del sótano. Había algo extraño en su carcelero. Parecía un robot programado para cumplir instrucciones precisas e inexorables. Un robot sí, pero auto-programado. No recibe órdenes de nadie, pensó. ¿Quién era y qué buscaba con esto?
Llamaron a la puerta.
—Le sugiero que se dé prisa, señora congresista. Está a punto de empezar un programa que le interesará.
Sunday abrió la puerta. El secuestrador la cogió por el brazo con un gesto casi galante.
—No quiero que se caiga —le dijo.
Mientras arrastraba los pies con torpeza le pareció percibir cierto olor a tocino frito. ¿Había alguien arriba? ¿Cuánta gente participaba en la operación? Cuando llegaron a la silla, la presión de las palmas sobre sus hombros le indicó que debía sentarse.
Con movimientos hábiles y rápidos volvió a atarla al respaldo de la silla, pero esta vez le dejó los brazos libres.
—Son las seis y media —dijo—. Debe de tener hambre. Pero primero tiene que ver el programa de Dan Rather. Espero por su bien, señora congresista, que Rather haya seguido nuestras instrucciones.
Empezaron las Noticias de la CBS con un Rather de rostro sombrío que abrió el programa con la noticia de portada: «La congresista Sandra O’Brien Britland de Nueva Jersey, conocida como Sunday, esposa del ex presidente Henry Parker Britland, ha sido secuestrada. Los secuestradores exigen que se ponga a disposición del asesino y terrorista internacional Claudus Jovunet el nuevo avión supersónico American STT para que pueda dirigirse a un sitio aún sin determinar. Las instrucciones estipulan que las únicas personas que pueden subir a bordo son los dos pilotos. De no cumplir con sus exigencias, los secuestradores arrojarán a la congresista al océano Atlántico. He hablado con el ex presidente Henry Britland, que en estos momentos se encuentra en el Despacho Oval con su sucesor, Desmond Ogilvey, y me ha asegurado que el gobierno aceptará los términos y colaborará para salvaguardar la vida de su esposa».
El carcelero de Sunday sonrió.
—Estoy seguro de que hablarán mucho más de usted. Voy a dejarla un rato para traerle la cena. Que disfrute del programa.
Sunday se concentró en el televisor.
«Vamos a conectar con la Casa Blanca —dijo Rather—, donde el ex presidente va a hacer un ruego personal a los secuestradores de su mujer».
Al cabo de unos segundos, Sunday miraba con impotencia el dolor y la pena en el rostro de su marido, pero el sonido pareció cambiar y tuvo que inclinarse para oír lo que decía.
En ese momento, una canción impedía oír claramente el apasionado ruego de Henry. Parecía haber dos voces: la de un hombre, y quizá la de una anciana. Sunday apenas distinguía las palabras: «… ratoncitos», oyó, y entonces comprendió: «Tres ratoncitos ciegos… mira cómo corren…».
Todos buscan a la esposa del granjero, continuó mentalmente.
Pero no era eso lo que estaba oyendo. Las voces, cada vez más altas y cercanas, llegaban de la escalera.
—… todos buscan a la esposa del presidente, pero el gran pez la ha ahogado para comérsela…
La canción se interrumpió bruscamente y oyó la voz de su secuestrador:
—Bonita canción, ¿no? Ahora vuelvo.
Al cabo de un instante, el sujeto estaba delante de ella con una pequeña bandeja en las manos.
—¿Tiene hambre? —preguntó amablemente—. Mi madre no es una gran cocinera, pero hace lo que puede.
*****
Henry Britland se apartó de la cámara reprimiendo las lágrimas. La bulliciosa sala de prensa estaba anormalmente silenciosa. La mirada de la gente reunida sólo reflejaba compasión.
Jack Collins miró con pena al ex presidente y pensó que si había una sola idea que compartían cuantos estaban en la habitación era que Henry Parker Britland IV podía ser uno de los hombres más agradables, inteligentes, ricos y carismáticos del mundo, pero que si perdía a Sunday nada de eso tendría sentido.
—Nunca he visto a un hombre tan enamorado de su esposa —oyó decir a un joven funcionario de la Casa Blanca a una mujer.
Tienes razón, tienes tanta razón, pensó Jack. Dios, ayúdalos a superar esto.
El presidente Ogilvey se había acercado a Henry.
—Vayamos a la sala de reuniones del gabinete —le dijo cogiéndolo del brazo.
Henry se secó con impaciencia las lágrimas que le asomaban a los ojos. Tengo que dominarme. Debo concentrarme, usar la cabeza para recuperar a Sunday. Si no, pasaré el resto de mi vida llorándola, pensó.
En la sala de reuniones, se sentaron alrededor de una larga mesa, tal como él y Des habían hecho en muchas ocasiones durante los ocho años en que Henry había ocupado el cargo. Estaba todo el gabinete ministerial, junto con el jefe del Estado Mayor y los directores de la CIA y el FBI.
—Les agradezco su presencia —dijo Henry—. Quiero que sepan que comprendo sus sentimientos y sé que ustedes comprenden los míos. Ahora bien, en cuanto al plan de acción, quisiera decir que estoy muy emocionado por la decisión del presidente de intercambiar a mi esposa por Jovunet, y también comprendo que debemos asegurarnos de que, en cuanto rescatemos a mi mujer, volveremos a capturarlo. Este gobierno no puede ceder a las exigencias de terroristas con rehenes.
Un asistente entró de puntillas discretamente y le susurró algo al presidente. Ogilvey levantó la mirada.
—Henry, el primer ministro británico está al teléfono. Ha expresado su pesar y ofrecido toda la ayuda que consideremos necesaria.
Henry asintió. Recordó por un instante la vez en que había estado en Londres con Sunday. Se habían hospedado en el Claridge. La reina los había invitado a cenar al palacio de Windsor. Él estaba tan orgulloso de Sunday… Era la mujer más hermosa y encantadora de todas las presentes y eran tan felices…
Henry se dio cuenta sobresaltado de que Des seguía hablándole.
—Henry, su majestad quiere hablar contigo. El primer ministro nos ha dicho que está muy preocupada y que le ha dicho que lo que su familia necesita es una chica como Sunday.
Henry cogió el teléfono que le ofrecían y, al cabo de un momento, oyó la voz familiar de la monarca de Gran Bretaña.
—Majestad… —empezó.
Otro ayudante le susurró al oído al presidente Ogilvey:
—Señor, hemos prometido a los presidentes de Egipto y Siria que les devolvería la llamada. Ambos insisten en que no conocen ninguna organización terrorista de sus respectivos países que pueda estar involucrada en el secuestro y ponen a nuestra disposición sus cuerpos de élite para colaborar en el rescate de la congresista. Hasta Saddam Hussein ha expresado su indignación y asegura que no sabe quién puede estar detrás de este incidente. Incluso ha prometido que si Jovunet aterriza en Irak y no se encuentra a Sunday sana y salva, se ocupará personalmente de que lo decapiten ahí mismo.
»Hemos tenido llamadas de muchos otros jefes de Estado —continuó el ayudante—. El presidente Rafsanjani ha dicho que, a pesar de las conclusiones que se puedan sacar acerca de “saltarse el caviar”, Irán no está involucrado en modo alguno en este desagraciado episodio. Hasta ahora, Jovunet parece un hombre de ningún país. Quienquiera que esté detrás de este asunto, aún tiene que darse a conocer e indicar su voluntad de darle asilo.
Ogilvey echó una mirada a Henry. Tenían que empezar de una vez; se les acababa el tiempo.
Henry estaba terminando la conversación con la reina.
—Estoy muy agradecido por su preocupación, majestad. Sí, le prometo que muy pronto Sunday y yo tendremos el honor de cenar con usted. —Le tendió el teléfono a un ayudante y miró a su sucesor—. Des, ya sé lo que tengo que hacer. Voy a ir a hablar con Jovunet. Después lo traeremos en avión de la cárcel de Marion. Él es la clave de todo esto. Quizá me dé alguna pista de quién está detrás.
—Me parece una idea muy sensata —dijo el director del FBI—. Según recuerdo, señor, su capacidad negociadora no tiene parangón. —En ese momento, al darse cuenta de que en esa sala las comparaciones eran odiosas, se tapó la boca y tosió.
*****
El beicon estaba casi hasta calcinado. La tostada, fría y dura, le recordó a Sunday las nada memorables habilidades culinarias de su abuela. La abuela siempre insistía en usar una vieja tostadora y esperaba hasta que empezaban a salir nubes de humo para darle la vuelta al pan. Entonces, cuando ese lado estaba lo suficientemente quemado, le rascaba la parte carbonizada en el fregadero y servía alegremente lo que quedaba.
Pero Sunday tenía hambre, y, por lamentable que fuera la comida, al menos llenaba. Por otro lado, el té era fuerte, como a ella le gustaba, y la cabeza se le empezó a despejar gracias a su ayuda. La sensación de irrealidad empezaba a desaparecer, y comenzaba a tomar conciencia de lo precaria que era su situación. No era una pesadilla ni una broma de mal gusto. El hombre vestido de monje, solo o con cómplices, se las había arreglado para acercarse a su coche, que pasaba casi todo el tiempo aparcado en una zona vigilada, para dejar fuera de combate a sus guardaespaldas, agentes del servicio secreto con mucha experiencia, y para secuestrarla. Él, o ellos, eran tan osados como listos.
Debió ocurrir poco después de las tres, pensó. Las noticias de Dan Rather son a las seis y media, así que ahora serían poco más de las siete, lo que significa que he recuperado la conciencia hace menos de una hora. ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí? ¿Cuánto hemos viajado para llegar aquí?
Después de juntar todas las piezas, Sunday decidió que estaría relativamente cerca de Washington. Dadas las condiciones del tiempo, el secuestrador seguramente había viajado lo imprescindible para llevársela y hacerla desaparecer de la ciudad.
¿Pero dónde estoy? ¿Y qué es este lugar? ¿Su casa? Quizá, decidió. ¿Cuánta gente habrá implicada en esta operación? Hasta ese momento sólo había visto al hombre vestido de monje, y escuchado la voz de alguien que parecía una mujer mayor. Pero eso no significaba que no hubiera otras personas. Era improbable, aunque posible, que hubiera llevado a cabo el secuestro sin ayuda. El sujeto, evidentemente, era fuerte y podía haberla sacado del coche solo y cargado hasta allí.
Y la pregunta más importante le daba vueltas por la mente aún confusa: ¿Qué van a hacer conmigo?
Bajó la mirada sobre la bandeja con la taza y el plato que aún tenía sobre las rodillas. Ojalá pudiera agacharse y dejarla en el suelo. El desagradable dolor en el hombro estaba empeorando, agravado sin duda por la presión de las cuerdas que la mantenían atada en un sótano frío y húmedo. Sin embargo, era evidente que tenía algo más que un moretón. Ojalá hubiera dejado que Henry la llevara a hacerle una radiografía al caerse de Appleby. Quizá, después de todo, tenía una pequeña fisura…
Vaya, ¿me he vuelto loca? Estoy aquí, preocupada por una pequeña fisura y… ¡a lo mejor me matan antes de que suelde! No me soltarán hasta que el terrorista Jovunet llegue allá donde vaya.
E incluso cuando él esté a salvo, ¿quién garantiza que me dejen en libertad?
—Señora congresista.
Sunday volvió la cabeza. El secuestrador estaba en el quicio de la puerta del pasillo. No lo he oído bajar la escalera, pensó. ¿Cuánto hace que me observa?
—Un poco de comida hace maravillas, ¿no? —dijo con cierta ironía—. Especialmente con la droga que tuve que darle. Tendrá un poco de dolor de cabeza, pero no se preocupe, enseguida se le pasará.
Se acercó a ella. Sunday, instintivamente, trató de apartarse cuando le puso las manos sobre los hombros. Se encogió cuando sintió que éstas se demoraban, que casi la acariciaban.
—Tiene un cabello muy bonito. Espero no tener que cortárselo mucho para convencer a ese marido suyo y a sus colegas de que voy muy en serio. Voy a sacarle la bandeja.
La levantó de las rodillas de Sunday y la dejó sobre el televisor.
—Ponga las manos detrás —le ordenó, y ella no pudo más que obedecer—. Voy a tratar de no atarla muy fuerte. Dígame si aún tiene las piernas dormidas. Sería una pena que tuviera que arrastrarla para dejarla en alguna parte cuando nuestro amigo esté a salvo.
—Espere un momento antes de atarme las manos —repuso Sunday—. Tiene mi chaqueta. Aquí debajo hace mucho frío. ¿Por qué no deja que me la ponga?
El hombre hizo caso omiso, como si no la hubiera oído, y siguió atándole los brazos detrás del respaldo. Las cuerdas se le hundieron en las muñecas mientras le apretaba una palma contra la otra. Sunday apretó los dientes al sentir una punzada de dolor en el hombro derecho.
Era evidente que, incluso con tan poca luz, había visto o sentido su reacción.
—No quiero hacerle daño innecesariamente —le dijo—. Le aflojaré un poco las cuerdas y estará bien. Sé que aquí hace bastante frío, así que voy a taparla con una manta.
En ese momento se agachó para recoger algo del suelo. Sunday volvió la cabeza y reprimió una protesta. Era el pasamontañas mugriento con que se había despertado. Aunque el hombre era extrañamente amable, ella no le creía. Había algo raro. Sunday tenía la sensación de que le aguardaba algo horrible. Casi gritó ante la idea de que le pusiera otra vez aquel pasamontañas sofocante, pero se contuvo. No le daría la satisfacción de oírla rogar.
En cambio, le preguntó con la voz más controlada que le salió:
—¿Para qué me lo pone? Aquí debajo no hay nada que ocultar. Además, tampoco es que vaya a hacerle señas a ningún transeúnte.
El secuestrador pareció encantado con el comentario. Sonrió con una especie de mueca deprimente que dejó a la vista unos dientes fuertes y desparejos.
—A lo mejor quiero desorientarla —bromeó—. Ya sabe que ése es el efecto de tener los ojos vendados.
La luz de la débil bombilla pelada brilló sobre las manos del hombre, y, justo antes de que éste le bajara el pasamontañas y ella se quedara a oscuras, Sunday vio el anillo que llevaba: un sello como muchos otros, salvo por un detalle: tenía un agujero pequeño en el centro, como si le faltara una piedra.
Con el pasamontañas puesto, aguantó la desesperada necesidad de respirar hondo y se obligó a hacerlo lentamente. Cuando era estudiante universitaria había hecho terapia para superar la ligera claustrofobia que había heredado de su padre.
Trató de recordar esas sesiones, pero, desgraciadamente, las lecciones ahora no le hacían ningún bien. No podía concentrarse en ellas. Lo único que le venía a la mente era el anillo.
Lo había visto antes. Pero ¿dónde?
*****
A las nueve y media de esa noche, Henry, acompañado de Jack Collins y flanqueado por los guardias, atravesó el largo y lóbrego pasillo que llevaba a la pequeña sala de visitas reservada para los delincuentes más peligrosos de la prisión de Marion.
Marion tenía fama de ser una de las cárceles federales más duras, y Henry tuvo la extraña sensación de que eran los gritos de las víctimas, más que los de los presos, los que traspasaban los gruesos muros.
Sunday es la víctima de Claudus Jovunet, pensó. Y yo también. Los guardias que iban delante de él se detuvieron ante una puerta de acero. Uno de ellos marcó una combinación y la abrió.
Jovunet estaba sentado a una mesa de metal a un lado de la habitación. Henry lo reconoció por las fotos que había visto en el periódico en el momento de su captura y por la entrevista que había concedido a Sesenta minutos, una diatriba de quince minutos de arrogantes autoalabanzas, afortunadamente equilibradas por el ingenio corrosivo de Lesly Stahl, que pinchaba los globos de Jovunet cada vez que éste intentaba lanzar alguno. Aunque llevaba el uniforme gris de la prisión, muy diferente del elegante atuendo de dandi al que se había aficionado cuando aún era libre, y cadenas en las manos, los pies y la cintura, Jovunet se las arreglaba para aparecer totalmente tranquilo y cómodo. También, de una manera extraña, parecía controlar perfectamente la situación.
Su cara de querubín tenía una incipiente papada; sus ojos azul celeste eran cálidos hasta el punto de parecer felices; y los labios finos de monaguillo eran rosados y estaban ligeramente curvados hacia arriba, en las comisuras, como entrenados por constantes sonrisas. Para Henry era una cara absolutamente repugnante.
En el avión a Ohio, Henry había leído un informe sobre los voluminosos antecedentes de Jovunet. Nadie sabía muy bien sus orígenes. Tenía cincuenta y seis años y afirmaba haber nacido en Yugoslavia. Hablaba fluidamente cinco idiomas; había empezado su carrera en la adolescencia, como traficante de armas en África; había sido asesino a sueldo en un montón de países y nadie se fiaba de él. Además, tenía la capacidad de cambiar de aspecto completamente. Había fotos que lo mostraban veinticinco kilos más gordo que otras; en algunas parecía un soldado o un granjero, mientras que en otras pasaba por aristócrata.
Lo único que no había podido ocultar con ninguno de sus personajes, era su debilidad por la ropa de diseño. Era toda una ironía que lo hubiesen cogido en un desfile de modas de Calvin Klein.
Ahora, mientras Henry se acercaba a él, Jovunet abrió los ojos de par en par.
—¡Señor presidente! —Exclamó haciendo una reverencia grandilocuente hasta donde se lo permitían los grilletes—. ¡Qué agradable sorpresa! Disculpe que no me levante, pero las presentes circunstancias no me permiten esa muestra de respeto.
—Cállese —dijo Henry sin alterarse, apretando los puños.
Quería borrarle esa sonrisa de un puñetazo, apretarle el cuello con las manos hasta que cantara dónde estaba Sunday.
Jovunet suspiró.
—Aquí estoy, dispuesto a ayudarlo. Muy bien, me rindo. ¿Qué quiere saber? Sé que ni la prensa más sensacionalista ha descubierto aún muchas de mis actividades pasadas. Es evidente que esto no es una visita de cortesía, por lo que deduzco que me necesita. Quizá pueda serle útil. Pero si lo ayudo, ¿qué obtendré a cambio?
—Exactamente lo que ha pedido. Un viaje sin impedimentos en nuestro nuevo avión supersónico. Estamos dispuestos a llegar a un acuerdo, pero usted debe aceptar nuestros términos para hacer el intercambio.
Una expresión de confusión se dibujó en el rostro de Jovunet.
—¿Está bromeando? —preguntó, y su semblante se tornó más reflexivo—. De acuerdo, señor presidente. ¿Cuáles son exactamente sus términos?
Henry sintió la sólida mano de Jack Collins apretarle el brazo con deliberada fuerza. Era la primera vez que hacía algo así. Me está diciendo que vaya despacio, pensó Henry, y tiene mucha razón.
—Soy piloto de pruebas y he volado en el avión supersónico. Yo, y únicamente yo, pilotaré el avión hasta su destino. No desembarcaré hasta que mi mujer esté a salvo en manos de nuestra gente. Si no la sueltan, el avión estallará con nosotros dos dentro. ¿Está claro?
Jovunet se sentó en silencio por un momento, aparentemente sopesando lo que acababa de oír.
—¡Ay… la fuerza del amor! —dijo al fin meneando la cabeza.
Henry lo miró y vio que sonreía ligeramente. Se dio cuenta, incrédulo, de que aquel hombre se reía de él. Y lo único que puedo hacer es quedarme aquí y rogar, como un pordiosero, que acepte, pensó. Vio, lleno de odio, que la cara de Jovunet brillaba por el sudor, pese a que la habitación estaba fresca.
¿Dónde tenían a Sunday?, se preguntó. ¿Estaba en una especie de celda como ésta? Hacía mucho frío. ¿Estaría abrigada?
Se obligó a concentrarse en el hombre que tenía delante. Jovunet, al menos, estaba considerando los términos de la oferta. Henry se daba cuenta porque fruncía los ojos.
—Hay otro punto importante —dijo lentamente. Henry esperó a que continuara—. Yo tampoco quisiera que a su mujer le pasara nada. No tengo el placer de conocerla, como ya sabe, pero como todo el mundo en este maravilloso país, he seguido el noviazgo y la boda de cuento de hadas. Por todo lo que he oído de ella, debo decir que es una persona admirable. Sin embargo, como usted ya sabe, dadas las circunstancias, una persona en mi situación tiene una gran responsabilidad. ¿Puedo preguntar a qué hora saldremos?
Henry sabía que todo dependía de que Jovunet le creyera.
—Esta tarde, antes de que secuestraran a mi mujer, el Washington Post informó que había que hacer algunos ajustes técnicos al avión antes del vuelo inaugural, fijado para el viernes por la mañana. Llevará todo el día de mañana terminarlos. En lugar del planeado vuelo inaugural, usted y yo despegaremos el viernes a las diez de la mañana.
Tovunet lo miró con indulgencia.
—Pienso en todas las cámaras, escuchas y artilugios vía satélite que instalarán mientras hacen esos ajustes técnicos —dijo suspirando—. En fin, no importa… —La sonrisa relajada desapareció—. Insisto en ser trasladado a la zona de Washington inmediatamente. Sé que tienen ustedes varias casas francas por la región, por lo tanto quiero que me lleven a una de ellas y no a una cárcel. Ya estoy harto de esta clase de lugares.
—Ése es precisamente el plan —dijo Henry con frialdad—. Usted trasmitirá un mensaje a sus cómplices para advertirles que no hagan daño a mi mujer y lo grabaremos en vídeo. Ellos también tienen que hacernos llegar un vídeo de mi esposa en el que veamos que está bien, como máximo mañana antes de las tres de la tarde.
Jovunet asintió distraído y miró con desdén el uniforme de la prisión.
—Hay un último detalle. Como sabe, prefiero la buena ropa. Puesto que todo mi selecto guardarropa ha desaparecido hace tiempo y el lugar al que voy digamos que no se caracteriza por sus tiendas de ropa de diseño, necesito un guardarropa completo. Tengo debilidad por Calvin Klein y Giorgio Armani. Quiero un guardarropa con sus últimas colecciones, y necesito la presencia de varios sastres que puedan hacer algunas reformas, según mis indicaciones, antes del viernes a media mañana. Haré que la oficina de guardia le suministre mis medidas. Mi nuevo guardarropa tiene que trasportarse en un baúl Vuitton con maletas a juego. —Se detuvo y miró a los ojos a Henry con un atisbo de sonrisa en los labios—. ¿Está claro? —Antes de que Henry atinara a responder, Jovunet volvió a sonreír, esta vez más ampliamente—. No creo que le sorprenda nada de esto. ¿Ha olvidado las circunstancias de mi última detención? Fue en el desfile de Calvin Klein. —Rió divertido—. Qué vergüenza, y ni siquiera era un buen desfile. ¡Toda esa ropa interior! A veces creo que el querido Calvin está un poco chiflado.
Henry sabía que debía marcharse. No podía seguir en la misma habitación que aquel hombre.
—Lo veré mañana en Washington —dijo.
Sentía el aliento de Jack Collins en el cuello mientras se marchaban. Tiene miedo de que lo mate, pensó. Y tiene razón. Mientras la puerta de acero se cerraba a sus espaldas, Henry oyó la última exigencia de Jovunet.
—Ah, señor presidente, y no se olvide del Dom Pérignon y el caviar. Mucho caviar. Aunque el avión sea supersónico, va a ser un viaje largo.
Esta vez Jack Collins tuvo que impedirle físicamente que volviera a la sala de visitas. Afortunadamente, la puerta se cerró y la imagen y la voz de Claudus Jovunet desaparecieron detrás.
—Señor presidente —exclamó Collins—, si algo sale mal, le juro que yo mismo lo cogeré antes de que tenga ocasión de volver a rastras aquí.
Sin embargo, Henry no lo escuchaba.
—¿Caviar? —dijo en voz alta—. Aquí está pasando algo que tiene que ver con el caviar. ¿Aún no sabemos en qué país piensa refugiarse?
*****
Sunday, durante la noche, despertó de un sueño inquieto por el súbito resplandor de una luz tan brillante que logró traspasar el grueso pasamontañas que le cubría la cabeza.
—Sólo vamos a hacerle una foto —dijo el secuestrador en voz baja—. Parece de lo más incómoda y desamparada. Perfecto. Estoy seguro de que a su marido se le romperá el corazón cuando tenga un testimonio visual del apuro en que está. —Le quitó el pasamontañas de la cabeza—. Una más y después puede volver a dormirse.
Sunday parpadeó esforzándose por eliminar las manchas blancas que la cegaron después del segundo destello del flash. Se dio cuenta de que en algún momento habían apagado la débil bombilla del techo y que ahora, cuando él volvió a encenderla, hasta esa tenue luz le causaba dolor en los ojos. La decisión de parecer estoicamente tranquila se fue al traste. Miró con odio a su secuestrador.
—Voy a decirle una cosa. Cuando salga de aquí, si es que salgo, asegúrese de ir en el avión con su amigo el asesino, porque si lo cogen, haré todo lo posible para que lo encierren en la cárcel más horrible e incómoda.
Otro destello cegador la obligó a parpadear.
—Lo siento. Esta última no la tenía planeada, pero me parece bien que su marido vea lo enfadada que está.
No, te equivocas, pensó Sunday. No estoy enfadada, sino completamente loca. Hacía poco, Henry había tenido ocasión de verla absolutamente furiosa mientras le daba un sermón de lo inhumano que era cazar zorros. Cuando se le subía la sangre irlandesa a la cabeza, como ella lo llamaba, era pura dinamita.
Si Henry ve esta última foto, sabrá que no estoy destrozada, se tranquilizó.
—Parece que su marido está removiendo cielo y tierra para garantizar su seguridad —dijo el secuestrador—. Todas las cadenas de radio y televisión están trasmitiendo la tranquilizadora noticia de que van a trasladar a Claudus Jovunet a la zona de Washington y que a las once de la mañana emitirán un vídeo de él. También han anunciado que han exigido una cinta de vídeo suya. Quieren asegurarse de que está usted bien.
El hombre estudió las fotos Polaroid.
—Muy bien. Estas fotos y un cassette grabado convencerán a su marido de que está sana y salva, aunque no en condiciones muy cómodas.
Volvió a bajarle el pasamontañas. Esta vez, aunque cerró los ojos debajo de la áspera superficie de la tela, se mantuvo completamente alerta. Estaba segura de que si quería volver a ver a Henry, tenía que hacer algo por sí misma. La invadía la extraña sensación de que el individuo estaba jugando al juego mortal del gato y el ratón con ella, y también con Henry. Parecía totalmente apolítico. No hacía ninguna de las habituales declaraciones de odio contra el gobierno por crímenes imaginarios, ni intento alguno de justificar sus acciones contra ella para poder liberar a Jovunet. Sí, era como el gato y el ratón, y a Sunday no le gustaba hacer de ratón.
¿Pero qué podía hacer? Atada y literalmente a oscuras, le quedaban pocas opciones. Quizá no podía hacer nada en términos físicos, pero su mente aún podía deambular libremente. Volvió a pensar en el anillo del hombre. Estaba segura de haberlo visto antes. Pero ¿dónde? ¿Y cuándo? ¿Había sido en la mano de ese hombre o en la de otra persona?
Empezó a recorrer su mente palmo a palmo para tratar de recordar quién era el hombre del anillo. ¿Alguien del Congreso? Ridículo. Además, la memoria parecía llevarla más lejos. ¿Algún repartidor? ¿Alguien del servicio de la casa de Nueva Jersey? No. Hace menos de un año que conozco a Henry, y todos los que están a su servicio trabajan para él desde siempre.
¿Quién era entonces?
Con el tiempo me acordare, se prometió.
Pero más vale que te des prisa, le advirtió una voz en su interior, porque el tiempo se acaba.
¿Saldré viva de aquí? —se preguntó—. ¿Volveré a ver a Henry? Durante un minuto sintió que la congoja se apoderaba de todo su ser. Deseó estar en Drumdoe con Henry. Había encontrado una receta nueva de pollo al ajillo en un libro de cocina provenzal y pensaba probarla ese fin de semana. El hecho de haberse pagado los estudios en Fordham trabajando en un restaurante le había enseñado a amar la cocina. Había estudiado gastronomía en el Instituto Culinario, y ahora, el viejo chef cordón bleu de Henry se tomaba al menos una noche del fin de semana libre, y ella se hacía cargo de los fogones.
Esa mañana, tenía que asistir a una reunión de una comisión del Congreso. Iban a discutir otra vez el proyecto de ley sobre las prestaciones sanitarias para los hijos de inmigrantes ilegales. Y a ella la enervaba que el hombre que encabezaba la campaña para que les retiraran las prestaciones siempre estuviera enseñando las fotos de sus nietos. Había pensado arremeter contra él con ese argumento.
Pero primero debía salir de allí, o al menos intentarlo. Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos, se dijo. Era la frase favorita de su padre.
¡Y Dios ayuda a quienes son cogidos con las manos en la masa! Eso era lo que solía pensar cuando trataba de salvar a mis defendidos. Inhaló profundamente.
¡Eso es!, se dijo animada. No vi ese anillo ni en Drumdoe ni en Washington. Fue antes, cuando era abogada de oficio. Lo llevaba uno de los chicos que defendí.
Pero ¿cuál? ¿Cuál de los cientos y cientos de acusados de los que se había ocupado en esos siete años llevaba un sello grueso con un agujero en el medio?
Mientras pensaba en todos los casos que había llevado, despertó completamente. Al pasar las últimas fichas mentales, sacudió la cabeza. Estaba segura de que nunca había defendido a su secuestrador, pero recordaba con certeza ese anillo. Aunque quizá no era exactamente el mismo anillo. ¿Sería la insignia de algún grupo terrorista? Jamás he tenido ningún caso de terrorismo, pensó y volvió a reflexionar en lo apolítico que parecía aquel individuo. Muy bien, si no es terrorista y nunca fue cliente mío, entonces ¿quién es?
*****
¿Dónde ha pasado Sunday la noche?, se preguntó Henry mientras entraba en la sala de reuniones del gabinete de la Casa Blanca a las once de la mañana siguiente. Pronto comprobó que los ánimos eran más sombríos que en la reunión del día anterior. Vio que además de Des Ogilvey, todo el gabinete ministerial, los directores de la CIA y el FBI, había otras dos personas: el jefe de la mayoría del Senado y el presidente del Congreso. Siempre buscando la oportunidad de salir en la foto, pensó. No los tenía en muy alta estima.
Había nevado suavemente durante la noche, y el pronóstico meteorológico anunciaba tormentas fuertes antes del fin de semana, probablemente el viernes. Dios, no permitas que nos entierre la nieve, rogó Henry. Cuanto más tiempo Sunday esté en sus manos, más probabilidades hay de que algo salga mal.
Volvió a pensar en el encuentro de la noche anterior con el odioso Jovunet. ¿Por qué esa contradicción con el caviar?, se preguntó una vez más. Era algo trivial, pero parecía importante. Henry venía directamente de la casa franca en la que Jovunet, rodeado de sastres, tomaba alegremente champán con caviar de Beluga. Sencillamente no tenía sentido que los secuestradores de Sunday se hubieran tomado la molestia de decirles que podían eliminar el caviar. A no ser, naturalmente, que hubiera algún significado oculto en el mensaje. Meneó la cabeza. A pesar de sus años de experiencia, estos juegos le resultaban nuevos. Era evidente que no había reglas y cualquier cosa era posible.
Henry se dio cuenta de que se había quedado de pie junto a su silla y que todo el mundo lo miraba expectante.
—Señor presidente —dijo—, lamento haberlo hecho esperar.
Desmond Ogilvey, ese monumento a la paciencia, el presidente que con más frecuencia comparaban con Calvin Coolidge El Tranquilo, dijo con energía:
—Henry, digo esto en presencia de quienes van a filtrarlo a la prensa sin demora… —Se interrumpió para mirar al presidente del Congreso.
—No lo dirá por mí, a menos que esté bromeando. Siempre he tenido el más alto respeto por el gobierno y por los hombres de Estado. Usted me ha enseñado en qué consiste la presidencia…
Sunday me ha enseñado en qué consiste la felicidad, pensó Henry.
Desmond Ogilvey cruzó las manos sobre la mesa de conferencias de esa manera en que a los humoristas del país les gustaba caricaturizarlo.
—Creo que todos estamos al corriente de la situación —empezó—. El avión supersónico está siendo equipado con el material más sofisticado de nuestro arsenal. El objetivo es que nos permita tener controlado a Jovunet para conocer cada uno de sus futuros movimientos. Si todo sale según el plan, el viernes, aunque Jovunet esté en la selva, sabremos en qué árbol e incluso en qué rama. La localización no será problema. —Ogilvey dio un golpe sobre la mesa con las manos cruzadas—. Sin embargo, tenemos un problema. A pesar de ciertas meteduras de pata importantes, como solía decir mi madre, afortunadamente nuestras dos agencias de super-sabuesos han vuelto a abrir los ojos. Todos nuestros agentes de inteligencia informan inequívocamente que no hay ningún país, incluyendo tanto a nuestros mejores aliados como a nuestros peores enemigos, que haya ofrecido refugio a Jovunet. De hecho, prácticamente todos han indicado que prefieren que estalle el avión antes de que pise su territorio. Por desgracia, la única conclusión que se puede sacar de ello es que, en este momento, en algún país se está gestando una revolución que espera derrocar a su actual gobierno y que puede representar una amenaza real para la paz internacional.
Henry escuchó al presidente con el corazón encogido. Era como si viese a Sunday tratando de nadar contra una corriente feroz y él fuera incapaz de salvarla.
—Por lo tanto —continuó Desmond Ogilvey—, debemos concluir que estamos ante una emergencia nacional, que un país cuyas señales de aviso han sido ignoradas está a punto de entrar en erupción. —Miró al director de la CIA, cosa que hizo palidecer al desafortunado dignatario, y a continuación a su predecesor—. No sé cómo decirlo —anunció—, pero parece que tu mujer, la querida congresista de Nueva Jersey, está en manos de un enemigo desconocido. Me temo que hasta que se muestren, no podemos hacer más que esperar.
Henry se puso de pie bruscamente.
—Des, tengo que ir a controlar la declaración que Jovunet está a punto de hacer ante las cámaras.
Se volvió para marcharse, pero un brazo tranquilizador lo retuvo momentáneamente.
—Henry —prometió Desmond Ogilvey—, vamos a rescatarla. Hemos puesto todos nuestros recursos en ello.
No, Des, pensó Henry, tenemos que jugar según las reglas de juego, pero mi instinto me dice que nos estamos equivocando completamente.
*****
El individuo empezaba a trastornarse. Sunday percibía el cambio sutil en los modales de su captor. Lo había oído gritar desde arriba a la mujer a la que se había referido como su «madre». ¿Era realmente su madre o se trataba de otra artimaña?
Como la ropa de monje, pensó; parece alquilada en una tienda de disfraces.
El ruido de arriba la había despertado y se preguntó qué hora sería. Habrán pasado unas horas desde que me hizo esas fotos. ¿Las habrá visto Henry? ¿Había visto la ira en su cara y se habría dado cuenta de que aún seguía luchando por su libertad, que no se rendía?
Se obligó a ignorar el terrible dolor que tenía en la parte superior del brazo y el hombro. Por qué no se le dormiría como las piernas, así no lo sentía. Circulación nula, pensó. Si Henry estuviera aquí, podría…
Sacudió la cabeza. No debía pensar en eso. La imagen de Henry cortando las cuerdas, levantándola, masajeándola suavemente para activar la circulación en los miembros torturados… era demasiado bonita y no podía darse ese lujo. Tenía que ser fuerte. Ésta era una pelea y no iba a rendirse sin resistencia.
En su revisión mental de todos los casos que había tenido como abogada de oficio, había llegado al cuarto año. De todos los casos importantes, se corrigió. En la revisión no incluía los casos de los chicos estúpidos que le pegaban a algún gorila en un bar de mala muerte.
«Por suerte tengo una memoria impresionante, se tranquilizó mientras sacudía la cabeza para aflojarse el pasamontañas, que se le había pegado a la frente. Mamá siempre decía que había salido a tía Kate. “Era muy observadora, no se le escapaba nada” —le había explicado su madre a Henry cuando lo ponía al corriente de la familia—, y entrometida.
»Nunca olvidaré cuando me preguntó si no tenía “noticias” para ella; evidentemente se refería a si estaba embarazada. Dios mío, creo que no hacía ni una semana que esperaba a Sunday y aún no tenía intenciones de decírselo a nadie. En general pienso que…».
Sunday terminó la frase por ella: «En general piensas que es más elegante que una mujer esté al menos de cuatro meses antes de anunciarlo al mundo. Quizá tía Kate tenga una mente sucia. He oído que son cosas que vienen de familia».
Pero yo soy como la vieja tía Kate: observadora, detallista, y ese anillo sin duda lo vi en un juicio.
Unos pasos en la escalera interrumpieron su ensimismamiento. Sunday sintió un temblor nervioso en todo el cuerpo. No sabía si era peor que su secuestrador se acercara a ella silenciosamente o anunciara su llegada con pisadas fuertes.
Seguramente ya había amanecido. Se dio cuenta de que tenía hambre. ¿Le iba a dar de comer? Había dicho algo acerca de grabar una cinta. ¿Cuándo iba a hacerlo?
Arrastró los pies sobre el suelo de cemento. Sunday sintió que le quitaba el pasamontañas. La figura con la túnica estaba inclinada sobre ella. Alargó la mano, giró la bombilla que colgaba del techo, y nuevamente la luz cegó a Sunday por unos instantes. Cuando recuperó la vista, miró otra vez a su carcelero esforzándose por captar sus facciones. Tenía la cara en sombras, pero ella siguió mirándolo mientras le exigía a su subconsciente que recordara si lo había visto antes. Ojos hundidos, estructura facial huesuda, probablemente de unos cincuenta años.
—Mi madre tendría que haberse esmerado un poco más —dijo enfadado—. Dejó toda la noche la leche fuera de la nevera y se ha cortado. Me temo que tendrá que arreglarse con cereal seco y café solo. Pero antes la ayudaré a ir al lavabo.
Rodeó la silla y empezó a desatarla.
«Mi madre tendría que haberse esmerado un poco más…».
Esa voz. Ese tono. Lo he oído. En algún momento me habló de esa manera, pensó Sunday. Me dijo que yo tendría que haberme esmerado un poco más.
Como una foto que se revela, el recuerdo apareció ante ella. Había sido en el juicio en el que defendía a Wallace Zapatillas Klint, uno más del desfile de perdedores a los que había representado en sus primeros años de profesión. Sunday había elegido trabajar en el turno de oficio porque era una ferviente defensora de que todo el mundo merecía las mismas oportunidades en un juicio, o sea, de que todo el mundo se merecía una defensa legal como correspondía. El caso Klint había sido uno de los que menos le había gustado. Aunque estaba acusado de asesinato, ella había logrado convencer al jurado de que lo declarara culpable de homicidio sin premeditación, lo que significaba que saldría de la cárcel al cabo de veinte años, cuando Klint tuviera unos sesenta.
El juicio no había sido muy largo, sospechaba que en parte porque el fiscal no tenía una acusación muy sólida. Recordaba que el hermano mayor de Klint había asistido al juicio algunos días. Volvió a mirar a su secuestrador. No es de extrañar que no lo haya reconocido. Por aquel entonces el hermano de Klint tenía barba y el pelo largo y grasiento, parecía un hippie entrado en años. Eso es, había estado metido en la contracultura. Lo recordaba porque, en su momento, había tenido ciertas dudas acerca de llamarlo a declarar como testigo, pero al final había decidido que sería perjudicial para la defensa de Zapatillas.
Sunday se obligó a retroceder al día en que había hablado con él. Ella había salido de la sala. El hermano la alcanzó en el vestíbulo mientras se dirigía a los ascensores y le puso la mano en el hombro. Recordó que el anillo que llevaba le había rozado el cuello y que ella le había retirado la mano con desagrado. En aquel momento había notado el agujero característico del anillo.
Le dijo que el veredicto era una sentencia de muerte para la madre, que no viviría lo suficiente para ver a Zapatillas de nuevo en casa. Fue entonces cuando me dijo que tendría que haberme esmerado un poco más.
En aquel momento no le había sonado a amenaza. En realidad, Sunday pensó que aquel tipo era un idiota. Me tendría que besar los pies por haber salvado a la basura de su hermano de la cámara de gas. Gracias a ella Zapatillas hacía ahora matrículas de coche del estado de Nueva Jersey.
Así que ese hombre era el hermano mayor. Y la mujer de arriba tenía que ser la anciana madre. Que no se dé cuenta de que sabes quién es, se aconsejó.
Pero tras unir las piezas del rompecabezas, se dio cuenta de que no tenía sentido. ¿Qué tiene que ver el hermano de Zapatillas Klint con el terrorismo internacional?, se preguntó. Su secuestro había sido de lo más profesional; en cambio el individuo que tenía delante parecía un chiflado solitario.
Por fin tenía los brazos desatados. Se los cruzó con ansiedad sobre el pecho y empezó a frotárselos.
El hombre le estaba desatando las piernas. Sunday, al ponerse de pie, trastabilló. Volvió a hurgar en su memoria. ¿Cómo se llamaba? Estaba en los papeles del juicio. Un nombre raro que empezaba con W. ¿Warfield…? ¿Woolsey…? ¿Wexler…? ¡Eso es!, recordó de repente.
Wexler Klint. Sunday esbozó una pequeña sonrisa de victoria.
—Venga, que la ayudo —dijo Wexler Klint cogiéndola por la cintura.
Trató de no reaccionar cuando sintió la mano en la cadera. Una vez más la llevó al lavabo y la acompañó de vuelta a la silla, donde repitió el ritual de atarla, dejándole los brazos libres hasta que hubiera acabado el pretendido desayuno: cereales secos y café solo.
Se quedó a su lado, mirándola impasible mientras ella comía. Cuando terminó, le quitó la bandeja con los platos y la cuchara y volvió a atarle las manos detrás. Al marcharse, encendió el televisor.
—La televisión hará que el tiempo pase más deprisa —dijo en voz baja—. Jovunet va a actuar a las once —sonrió—. Usted aún es noticia de portada, ¿sabe? Y sospecho que seguirá siendo el centro de atención durante un tiempo. Piense que a partir de ahora, y gracias a mí, ocupará un lugar en la historia.
Sunday no respondió. Estaba demasiado ocupada mirando a Henry correr hacia un helicóptero en el jardín de la Casa Blanca, mientras un locutor decía: «Se rumorea que el angustiado ex presidente se dirige al lugar donde los servicios secretos tienen a Claudus Jovunet. Nos han informado que ha habido un cambio de planes. En lugar de una cinta grabada, Jovunet hará su declaración en directo para asegurar a los que retienen a la congresista Britland que se está cumpliendo con todas sus exigencias».
Sunday vio que Henry llegaba al helicóptero, subía la escalerilla y se volvía hacía las cámaras antes de entrar en la cabina. «Rezad por ella», dijo cuando le acercaron un micrófono.
El secuestrador de Sunday suspiró.
—Qué pensamiento tan bonito. Pero no servirá para nada.
*****
—Señor Jovunet, debemos empezar a trasmitir —dijo Sydney Green, productora del gabinete de prensa de la Casa Blanca.
Estaban en Arlington, Virginia, en los alrededores de Washington. La maravillosa casa, típica del norte del país, en medio de hectáreas de tierra vallada, aparentemente era la vivienda de un potentado de Oriente Medio con tendencia a recluirse. Pero en realidad era una casa franca para desertores políticos de cierto rango.
La habitación, elegantemente amueblada, estaba llena de agentes de la CIA de rostro severo y técnicos de comunicación del gobierno. Las cámaras enfocaban una silla vacía.
Claudus Jovunet estaba en una alcoba cerca de la habitación principal. Despidió a la productora, que le hacía señas, con desdén.
—Enseguida voy. Como puede ver, estoy ocupado. —Dirigió la atención al sastre que le estaba arreglando la manga de un esmoquin—. Me fastidia que hasta un buen profesional como usted no haya visto que mi brazo izquierdo es un centímetro más largo que el derecho.
—Lo he notado, señor. Mi padre y mi abuelo también eran sastres. A pesar de los alfileres que sostenía entre los labios, el hombre arrodillado se las arregló para responderle en tono gélido.
Jovunet asintió aprobadoramente.
—A los hombres hay que convencerlos de su pericia. Sé que estoy en buenas manos. —Hizo una seña al camarero, que le sirvió una copa burbujeante de Dom Pérignon.
—Deje eso y vaya a sentarse, o yo personalmente voy a estrangularlo —dijo Henry Britland con una voz mortalmente tranquila.
Jovunet se encogió de hombros.
—Como quiera. —Dejó la copa sobre la mesa y le dijo al sastre—: Creo que por una cuestión de tiempo consideraremos que ésta es la última prueba de mi traje de etiqueta. Tardaremos unas pocas horas para probar el resto de los trajes y la ropa informal. Después examinaremos los complementos. Me alegra ver que ha traído varias corbatas Belois, son muy bonitas.
Levantó con delicadeza una de ellas de la mesa y la sostuvo ante Henry.
—Prácticamente pintadas a mano, pero muy sofisticadas. —Al ver la expresión de Henry volvió a dejarla donde estaba—. Sí, la entrevista.
*****
—Tenemos que grabar la cinta ahora. Diría que su marido está bastante preocupado, ¿no cree? —preguntó Wexler Klint.
Sunday se negó a seguir pensando en la expresión dolorida de Henry durante la declaración que hizo después de que un sonriente Claudus Jovunet confirmara que el gobierno de Estados Unidos le había prometido que lo trasladaría al sitio escogido en el nuevo avión supersónico, pilotado por el ex presidente. Lo dejarían desembarcar en cuanto se supiera que Sandra O’Brien Britland estaba a salvo. Cualquier paso en falso por parte de los secuestradores sería fatal para él.
A continuación, Henry hizo su declaración. «Quiero dejar bien claro que este viaje para liberar a Claudus Jovunet no se efectuará si no recibo una cinta de vídeo confirmando que mi mujer está viva, sana y salva. Para hacer este viaje, el vídeo debe llegar antes de las tres de esta tarde».
Klint apagó el televisor y se volvió hacia Sunday. Tenía un micrófono enchufado a una vieja grabadora. Puso el micrófono casi contra sus labios y sonrió.
—Dígale algo personal que convenza a su marido de que acaba de ver la declaración de él y de Jovunet. Después dígale que coopere, que cualquier intento de jugar sucio le costará a usted la vida. Piense en lo que quiere decir porque no repetiré la grabación.
Sunday ya había pensado mucho en lo que diría, pero antes de que supiera quién era su secuestrador. Aunque todavía no había descubierto a qué jugaba Klint, estaba segura de que no tenía intenciones de dejarla en libertad. Su mente funcionaba a una velocidad de vértigo. Respiró hondo. Si quieres volver a reunirte con Henry, será mejor que lo hagas bien, se dijo.
Empezó a sollozar.
—Creo que no puedo hacerlo —le dijo a Klint con voz de niña pequeña—. Echo mucho de menos a mi marido. No quiero estar aquí. Quiero estar con él.
La bombilla del techo proyectaba sombras oscuras en el lúgubre sótano, pero se dio cuenta de que la grabadora ya estaba en marcha. Suspiró con resignación.
—Muy bien, ha dicho que debo mencionar que lo he visto en televisión.
Volvió a sollozar. Ya tenía el tono de voz exacto que iba a usar: el de la niña llorona de su clase en Saint Al’s, que se echaba a llorar por lo menos tres veces al día.
—¡Claro que lo he visto! Y, Henry, sólo se me ocurre que siempre me prometiste que me defenderías. Por eso sé que no permitirás que me pase nada. Me vas a defender, ¿no? Quiero volver a casa. Henry, cuando te vi, me di cuenta de que llevabas los mismos mocasines negros que la primera vez que me enseñaste Drumdoe. ¿Te acuerdas, cariño? Ah, tantos recuerdos. Aún me siento tan cerca de ti. Te necesito tanto que… —Y se echó a llorar.
Meneó la cabeza y miró a Klint. Se las había arreglado para verter unas lágrimas.
—Bueno, ahora estoy mejor. ¿Está listo para empezar?
Klint le sonrió.
—No, en realidad ya he terminado. Ahora puede descansar, tardaré un rato. No se vaya a ninguna parte —dijo riendo mientras volvía a bajarle el pasamontañas.
—Me soltará cuando Jovunet haya aterrizado, ¿no? Sé que Henry y el gobierno cumplirán sus promesas. —Se mordió la lengua porque, estúpidamente, había usado su voz normal.
Sin embargo, Klint pareció no advertir el cambio. En lugar de responder directamente, canturreó:
—Tres ratoncitos ciegos; mirad como corren. —Le bajó el pasamontañas demorando los dedos en el cuello y le acercó la boca al oído—. ¿Sabe quiénes son los tres ratoncitos ciegos? —murmuró—. ¿No? Entonces se lo diré. El primero es su marido: el segundo todo el gobierno de Estados Unidos y el tercero… —hizo una pausa—, el tercero es Claudus Jovunet.
*****
De la casa franca de Arlington, Henry fue al nuevo centro de operaciones que acaba de establecerse en un salón de la Casa Blanca. El director de la CIA meneó la cabeza para indicarle a Henry que no había ninguna novedad. Hasta el momento, todos los esfuerzos para seguir el rastro de los artefactos utilizados para dejar fuera de combate a los coches y los agentes del servicio secreto habían sido infructuosos. Y aunque estaban casi seguros de que Sunday seguía en la zona, nadie había encontrado ninguna pista. Había poca gente en la calle por el mal tiempo, y nadie había visto nada sospechoso. Lo único que habían encontrado eran unas huellas en la nieve, cerca de donde se había detenido el coche de Sunday. Aunque no estaban seguros, suponían que eran del secuestrador. Se habían hecho moldes de éstas y en aquel momento estaban efectuando comprobaciones.
En la Casa Blanca, Henry se dirigió a la sala de reuniones del gabinete, seguido de Jack Collins y Marvin Klein, desde donde llamó por cuarta vez a la casa de dos pisos de Nueva Jersey de los padres de Sunday.
Al colgar dijo con voz apagada:
—La madre de Sunday, las tías, tíos y primos están en la iglesia. Su padre ha dicho que su pequeña es demasiado lista incluso para una banda terrorista, y se ha echado a llorar.
—Tiene que comer algo, señor —dijo Klein en voz baja mientras tocaba el timbre debajo de la mesa.
—Jovunet sin duda no ha perdido el apetito —comentó Collins con amargura—. Los muchachos me han dicho que ha tomado más champán y caviar que todos los desertores rusos que hemos tenido el placer de albergar. Hasta han tenido que pedir más. Y ahora me dicen que quiere que el chef de Le Lion d’Or le prepare personalmente la cena.
—Me pregunto por qué querrá atiborrarse justamente ahora —dijo Henry con irritación—. Estoy seguro que cuando llegue a su destino lo recibirán como a un héroe. —Hizo una pausa—. ¿Se sabe adónde quiere ir?
—No, aún no —respondió Klein—. Es posible que el Despacho Oval tenga razón… que en alguna parte esté a punto de producirse un golpe de Estado y que el gobierno nuevo lo acoja. Pero hasta ahora nadie se ha ofrecido a darle refugio. Pase lo que pase, lo mejor es que sea pronto. Se nos está acabando el tiempo.
Poco antes de las tres de la tarde, empezaron a llegar a la sala de reuniones los miembros del gabinete y los demás. El presidente Ogilvey y el secretario de Estado fueron los últimos en entrar.
—Nadie, absolutamente nadie, reivindicará esta acción para liberar a Jovunet —dijo el secretario con amargura.
El plazo de las tres de la tarde que había dado Henry llegó y pasó mientras los hombres esperaban en silencio.
A las tres y diez, el presentador de las noticias de la NBC, Tom Brokaw, llamó a la Casa Blanca y pidió hablar urgentemente con el ex presidente Britland.
—Pásemelo —dijo Henry. Los Brokaw solían cenar a menudo en Drumdoe.
Brokaw no perdió el tiempo con cortesías.
—Señor, hace unos minutos recibimos la llamada de un individuo que afirmó pertenecer al Comando de Defensa y Rescate de Jovunet. Al principio pensé que era una broma, pero por la información que recibí de nuestra oficina de Washington parece que es auténtica. Se encontró un pequeño paquete envuelto en papel marrón dirigido a usted, tal como se prometió, en el primer banco de la catedral de Saint Matthew. Todos sabemos que mucha gente trata de mezclarse en este tipo de situaciones trágicas, pero en este caso parece que no es así. Me han dicho que en el paquete, debajo de su nombre, hay un número de teléfono. Ahora se lo doy.
—Es el número de nuestra casa de Providence —dijo Henry—. Muy poca gente lo tiene; seguramente estaba en la agenda que Sunday lleva en su bolso. ¿Dónde está el paquete ahora?
—He dado instrucciones a los guardias de seguridad de que se lo lleven, por si es auténtico —dijo Brokaw—. Llegará a la Casa Blanca de un momento a otro.
—Tom, es usted un amigo de verdad. Gracias por no abrirlo —dijo Henry. Se quedó de pie y le pasó el teléfono a Marvin Klein, que estaba detrás de él.
—Señor Brokaw —dijo Klein—, el presidente Britland está en deuda con usted. Nos aseguraremos de mantenerlo informado del desarrollo de los acontecimientos de esta dramática situación.
Henry se había acercado a la puerta, donde esperaba impaciente la llegada del paquete. Al menos parecen ansiosos de demostrarnos que cooperan, se dijo esperanzado.
—Es un cassette, pero también hay una foto —dijo Collins mientras entraba en la habitación.
La expresión impasible le había resultado muy útil en las cumbres, pero ahora, mientras miraba la foto, le fallaba. Ver a Sunday cruelmente atada a una silla en un sótano oscuro y lúgubre era intolerable. Notó, con agonía, con qué fuerza tenía atados los brazos hacia atrás. El hombro tiene que dolerle terriblemente, pensó.
Pero cuando miró la cara, casi se alegró. Lo tranquilizó, naturalmente, el hecho de ver que estaba viva, pero había algo más, algo en la expresión que le daba esperanzas. Sunday tenía que estar terriblemente incómoda, pero por dentro no se rendía, no abandonaba. En aquella foto se la veía tan decidida como siempre.
Levantó la mirada.
—Quiero oír la cinta.
Se apoyó sobre la mesa con los ojos cerrados, y escuchó la voz sollozante de su mujer rogando que la defendiera.
—Quiero oírla otra vez —dijo cuando terminó.
Volvió a oírla dos veces más y luego miró a los hombres que lo rodeaban y que tenían los ojos empañados por las lágrimas.
—¿Se dan cuenta? —Preguntó con impaciencia—. Sunday está tratando de decirnos algo. Las cosas de las que habla son una indicación. Recuerdo muy bien la primera vez que fuimos a Drumdoe yo no llevaba mocasines negros; iba con zapatillas de tenis. Está tratando de enviarnos un mensaje.
—Pero Henry —intervino el presidente—, es evidente que está muy trastornada.
—Conozco a mi chica, Des, y esto es una actuación —dijo Henry con seguridad—. Puedes colgarla de los pulgares y no gimotearía así. —Hizo un ademán de frustración—. Pero no sé qué trata de decirnos. Tiene que haber alguna clave. Pero ¿qué? Por el amor de Dios, ¿qué trata de decirme?
¿Todavía era jueves por la noche o ya era viernes por la mañana? Sunday no lo sabía. Estaba dormitando cuando sintió que le desataban las manos.
—Estaba viendo la CNN —murmuró Wexler Klint—. Han hecho un reportaje importante sobre usted. No sabía que hubiera sido socorrista cuando estaba en el instituto. ¿Quién sabe? A lo mejor pronto le resulta útil. —Volvió a atarle las manos, pero esta vez por delante—. O quizá no. En fin, en todo caso ahora vamos a dar un paseo.
Mientras hablaba, le quitó el pasamontañas. Sunday sintió que la amordazaba. Sus quejas primero quedaron amortiguadas y luego silenciadas. El pasamontañas volvió a cubrirle la cara. A continuación sintió que el hombre cortaba las cuerdas que la tenían atada a la silla. Al hacerlo, el cuchillo le rascó la pierna derecha y sintió un cosquilleo de sangre tibia. Se frotó la pierna a propósito contra el travesaño de la silla. Kilroy estuvo aquí, pensó recordando las historias que contaba su padre sobre los soldados americanos de la Segunda Guerra Mundial que escribían ese mensaje en los frentes de batalla.
Una risa histérica le subió por la garganta. Estás perdiendo el juicio, cálmate, se dijo. Pero ¿qué iba a hacerle?, se preguntó. La puso de pie y después sintió que la acostaba sobre el áspero suelo de cemento. El olor a humedad era casi insoportable, incluso a través del tejido grueso del pasamontañas. Después la envolvió en algo, probablemente con la manta que le había dado antes. ¿Cuándo había sido?, se preguntó. ¿Hacía horas… días? A lo mejor lograba recordarlo, pero ahora se sentía completamente desorientada. Tenía que dominarse si quería sobrevivir a esa pesadilla.
De pronto sintió que volvía a levantarla y la llevaba en andas. Tenía razón: era un hombre muy fuerte. La llevaba en brazos como si no pesara nada. Sus pies rozaron la silla y después algo que parecía una pared. ¿La llevaba arriba?
Pero giró a la izquierda, no a la derecha. Lo oyó manipular un pestillo, y una ráfaga de aire helado se filtró por la delgada manta. Estaban fuera. Oyó el ruido de un motor en marcha.
—Me temo que el maletero no es muy cómodo —le dijo Klint—, pero no tenemos más remedio. Claro que las celdas de las cárceles tampoco lo son. Creo que con estas carreteras en tan mal estado tardaremos al menos cinco horas en llegar. Pero no se preocupe, tenemos tiempo de sobra para presenciar el espectáculo del aeropuerto Nacional.
Sunday tensó el cuerpo al sentir que la tiraba en el maletero. Klint la movió hasta acurrucarla dentro. Cuando trató de estirar las piernas, los pies toparon con una resistencia sólida. Sintió que le quitaba la manta que la envolvía y la tapaba con ella. El tejido del pasamontañas le tapaba los orificios de la nariz y el nudo de la mordaza le apretaba la nuca. El hombro enviaba frenéticas punzadas de dolor. No recordaba haber estado jamás en una situación peor.
Después, sintió que ponía cosas encima de ella. Por el ruido y la sensación, supuso que Klint estaba reacomodando los objetos del maletero para cubrirla lo máximo posible. Pero lo hacía cuidadosa y silenciosamente, como si temiera que lo oyeran. ¿Dónde estaban?, se preguntó Sunday. ¿Habría algún vecino mirando por la ventana? Oyó ladrar un perro. Dios mío, rogó, que alguien nos vea.
El maletero se cerró casi sin hacer ruido. Al cabo de un instante, un brusco bandazo le indicó que había comenzado la siguiente etapa del secuestro.
*****
—Señor, como sabe, las zapatillas de tenis que llevaba son de una marca de calzado de Milán muy exclusiva, que está fuera del alcance del ciudadano medio.
A las cinco de la mañana del viernes, Conrad White, el analista de la CIA para máximas prioridades, ponía a Henry Britland al corriente del trabajo que hacían para determinar el significado de la referencia claramente errónea de Sunday sobre los zapatos que usaba el día que la había llevado a Drumdoe. La irritación del ex presidente crecía a medida que escuchaba. White, de alguna manera, conseguía dar la impresión de que se trataba de una lección paso a paso para un alumno torpe: aquí está el problema, aquí las preguntas, aquí las posibles soluciones.
Lo que pasa es que estás completamente equivocado, pensó Henry con desdén. Parpadeó lentamente tratando de aliviar la molesta irritación en los ojos.
Conrad White lo notó.
—Si me permite una sugerencia, duerma aunque sólo sean unas horas antes de emprender lo que seguramente será un largo viaje. Le hará bien.
—No, no se lo permito —dijo Henry bruscamente mientras se volvía y miraba al hombre a los ojos—. Hable claro. Lo que trata de decirme es que yo no llevaba mocasines negros y que la marca de zapatillas de Milán es, evidentemente, italiana. Por lo tanto, piensa que la indicación de mi mujer es que busquemos a los secuestradores en Italia.
—O en algunas de las espantosas sectas que actualmente asolan a nuestros amigos italianos. Posible, o mejor dicho —se corrigió White—, probablemente la mafia. Tiene una larga historia de secuestros y asesinatos. Ah, lo siento, no quería decir…
Pero ya había perdido su audiencia. Henry se había vuelto hacia Jack Collins y Marvin Klein.
—Vamos al Salón Oriental —dijo bruscamente.
Encabezó la marcha por la escalera desde el centro de operaciones hasta el piso principal, giró a la izquierda y entró en el majestuoso salón, desde cuyas paredes lo miraban los retratos de George y Marta Washington. ¿Por qué había elegido ese lugar?, se preguntó mientras se sentaba en el que había sido su sillón favorito cuando era el principal morador de Pennsylvania Avenue 1600. Era evidente que algo instintivo lo había llevado allí.
¿Sería el recuerdo de la maravillosa fiesta que les habían ofrecido Des y Roberta a las pocas semanas de casarse?, se preguntó. El cóctel en ese salón, después la cena en el comedor principal, por último un breve concierto otra vez en el salón. Henry volvió a pensar en esa noche. Sunday llevaba un vestido de gala de satén azul claro y manga larga, y el collar de diamantes que su tatarabuelo le había comprado a un maharajá. Estaba especialmente bella.
Henry esbozó una sonrisa al recordar que la gente no había parado de repetir que era una lástima que no se hubieran conocido ocho años antes, puesto que Sunday habría sido una primera dama maravillosa.
El embajador británico nos lo dijo a los dos, se acordó. Después comentó algo más, Sunday le contestó algo y todos reímos.
Tienes que recordarlo, le murmuró una voz desde el subconsciente.
Henry se echó hacia adelante y cruzó las manos. Quizá White tuviera razón: probablemente estaba cansado. Tal vez era todo fruto de su imaginación. No, estoy seguro de que aquí hay algo, se dijo. Y es vital que recuerde esa conversación. Sé que tiene algo que ver con el mensaje que Sunday intentaba filtrar en la cinta, pensó con nuevas esperanzas. Por eso mi instinto me ha traído a este salón…
Se dio cuenta de que Collins y Klein estaban de pie a cierta distancia y les hizo señas de que se sentaran delante.
—Estaba dejando que mi mente vagara, una especie de libre asociación de ideas. Ahora les toca a ustedes —pidió.
Era un ejercicio que los tres solían hacer cuando trataban de resolver un problema.
Empezó Collins.
—Señor, algo huele a podrido en Dinamarca.
Henry sintió una renovada energía por sus venas. Sabía, por instinto, que el ejercicio los llevaría a alguna parte.
—Continúe.
—Los hombres de la CIA están perdiendo el tiempo; y lo más importante: también nos están haciendo perder el tiempo a nosotros. La mafia está hasta las orejas de problemas ahora que su código omerta no vale nada. Nunca se enfrentarían al gobierno de Estados Unidos secuestrando a la esposa de un ex presidente. Además, señor, no hay ningún grupo terrorista, ni nuevo ni viejo, que no esté dispuesto a demostrar hasta la muerte que no tiene nada que ver con el secuestro. Nadie ha oído hablar de ese Comando de Defensa y Rescate de Jovunet. Por otra parte, no encontramos ningún grupo terrorista que use la palabra «defensa» en su nombre.
Defensa… defensa…
Repentinamente lo recordó todo. Fue aquí, aquí mismo, pensó, cerca de los retratos de los Washington. Después de que el embajador británico le dijo a Sunday que era una lástima que no me hubiese conocido antes, ésta le respondió: «Por aquel entonces, creo que Henry no me habría hecho caso. Cuando lo eligieron presidente por primera vez, estaba en segundo año de la facultad de derecho. Al cabo de cuatro años, cuando lo reeligieron, era abogada del turno de oficio y me esforzaba por defender a mis pobres clientes, algunos de los cuales se lo merecían, y otros, me temo que no eran ciudadanos muy honestos que digamos…».
Entonces yo dije, recordó Henry, que, teniendo en cuenta las historias que me había contado, prometía defenderla de cualquier cliente descontento al que no hubiera podido salvar.
Se levantó entusiasmado y con el rostro encendido.
—¡Eso era lo que buscaba! —exclamó. Se volvió hacia sus sorprendidos compañeros—. Sunday intenta decirme que se trata de alguien que tuvo en algún caso como abogada de oficio.
*****
Sunday sabía que quedarse dormida en prácticamente cualquier circunstancia era un don envidiable. Sólo esperaba que esta vez no se volviera contra ella. El traqueteo del viaje le provocaba un dolor tan intenso en el hombro, que al cabo de una hora decidió utilizar los conocimientos de yoga adquiridos en unas clases que había tomado hacía años para obligarse a eliminar el dolor de su conciencia. Increíblemente, había conseguido dormirse.
Pero eso significaba que también había perdido la noción del tiempo. ¿Cuánto hacía que viajaban? ¿Y adonde iban? Klint había mencionado el aeropuerto Nacional, pero puesto que su instinto le decía que había estado todo el tiempo cerca de Washington, sabía que hacía rato que tenían que haber llegado. No; iban a otra parte, más lejos.
Aunque no veía, oía el agradable ruido de otros coches. Lo que significaba que al menos debían estar en una carretera más importante. ¿Serviría para algo que intentara golpear la tapa del maletero con los pies? No, a menos que se detuvieran a echar gasolina o algo por estilo. Pero si quería aprovechar una oportunidad de ese tipo, debía aguantar el dolor y quedarse completamente despierta y alerta.
Al poco rato, sintió que el coche disminuía la velocidad. Sunday se retorció tratando de colocarse para golpear la tapa del maletero. Pero se detuvieron un instante y sintió que el vehículo aceleraba otra vez.
Una cabina de peaje, pensó. Pero ¿en qué autopista? ¿En qué estado? ¿Adónde iban?
A cabo de una hora tuvo la respuesta. Cuando Klint abrió el maletero y la levantó, pese al tejido del pasamontañas y la manta, percibió el olor a mar.
«No sabía que hubiera sido socorrista cuando estaba en el instituto. ¿Quién sabe? A lo mejor pronto le resulta útil», le había dicho Klint. Ahora lo sabía: iba a ahogarla.
Mientras la sacaba del maletero, empezó a rezar en silencio: Perdóname, Señor, por haberme sentido defraudada. La mayoría de la gente no tiene la suerte de experimentar ni una hora de felicidad como la que yo he tenido con Henry. Cuida de él, por favor. Y cuida también de mamá y papá. Han sido muy buenos conmigo.
Sintió que Klint la sostenía con un brazo y oyó el tintineo de una llave. Una puerta chirrió al abrirse. Al cabo de un momento, la dejaba sobre una silla.
Las continuas punzadas de dolor en el hombro no habían disminuido, pero habían perdido virulencia. Ahora lo único que contaba era que habían aplazado la sentencia, por lo tanto cambió su oración: Señor, murmuró en su alma, permite que ese hombre renacentista con el que me he casado tenga la claridad para captar el mensaje que he intentado mandarle. Dile que «defender» significa «defensor del turno de oficio». Dile que cambie «mocasines» por «zapatillas». Y dale entonces la fuerza para que llegue a partir de allí a Zapatillas Klint y este hermano demente.
*****
Tardaron más de una hora —un tiempo precioso que no podían desperdiciar— para unir las claves que Sunday le había dado a Henry, pero con los recursos combinados de la CIA y el FBI para ayudar en la búsqueda, lograron determinar a cuál de sus desgraciados clientes se había referido con su cuidadosa, aunque frustrantemente oscura, combinación de palabras clave. El uso de la palabra «defender» los llevo a revisar a cuantos había defendido en el turno de oficio. Pero la referencia a los zapatos de Henry fue lo que les ocupó más tiempo. Al fin, por pura lógica inversa, el ex presidente pudo deducir que, cuando mencionaba los mocasines Gucci que él no llevaba aquel día, se refería a las zapatillas que sí llevaba. Fue este detalle de comprensión lo que les permitió descubrir de cuál de los clientes hablaba: Zapatillas Klint.
Nada más entrar en la habitación en la que Claudus Jovunet roncaba sonoramente, Henry empezó a gritar.
—¡Arriba, maldito asesino! ¡Ya estamos hartos de jugar! ¡Vas a hablar con nosotros y vas a hacerlo ahora mismo!
Jovunet abrió un ojo e instintivamente metió la mano debajo de la almohada.
—No busques que ahora no hay ningún arma —dijo Jack Collins con los dientes apretados—. Esa época ya ha pasado, gilipollas. —Arrancó a Jovunet de la cama y lo empujó contra la pared—. ¡Queremos respuestas! ¡Ahora mismo!
Jovunet parpadeó y se acomodó los faldones del pijama rayado Calvin Klein.
—Así que lo habéis adivinado —suspiró—. En fin, estoy seguro de que John Gotti habría hecho cualquier cosa para disfrutar de este maravilloso día.
Marvin Klein encendió la luz de arriba.
—Habla —le ordenó—. ¿Adónde pensabas ir con el avión supersónico?
Jovunet se frotó la barbilla, miró a cada uno de los tres hombres y se encogió de hombros.
—No lo sé.
Henry apartó a Collins.
—¿Quién secuestró a mi mujer? —preguntó. Jovunet se quedó mirándolo—. ¿Quién secuestró a mi mujer? —gritó.
Jovunet se dejó caer sobre el borde de la cama y se frotó la frente.
—Definitivamente el coñac fue un error —dijo—. Pero… bueno, jamás he podido resistirme a un Rémy Martin, Y anoche el camarero fue muy generoso con las copas. —Miró a Henry a los ojos y su expresión se tornó súbitamente alerta—. Sabe tan bien como yo que nadie se arriesgaría para sacarme de la cárcel. Durante los últimos treinta y cinco años no ha habido nación ni grupo político lo suficientemente insignificante para que yo no traicionara. No estoy especialmente orgulloso de ello. Pero, bueno, así me ganaba la vida. —Miró a los otros dos hombres y luego otra vez a Henry—. Señor presidente, si hubiéramos seguido adelante, se lo habría dicho, porque mañana, al subir a ese avión, no habría sabido qué decirle. No hay nadie en el mundo que quiera acogerme. Hay alguien que está jugando con usted a no sé qué juego, pero sí sé que desde aquí no tengo adonde ir, salvo otra vez a la cárcel. Soy consciente de que estaré mucho mejor como residente permanente de Marion, Ohio, que en cualquier otro lugar del mundo. Este día de libertad ha sido una maravilla… especialmente el caviar… ¡Muy bueno! Y me aproveché de la situación porque sabía que no duraría, que usted me descubriría, como efectivamente ha sucedido.
Henry se quedó mirándolo. No miente, pensó mientras se le encogía el corazón.
—De acuerdo, Jovunet, ¿qué significa para usted el nombre Zapatillas Klint?
—¿Zapatillas Klint? —Jovunet parecía confundido—. Absolutamente nada. ¿Por qué?
—Tenemos razones para creer que quizá esté implicado en el secuestro de mi mujer, y lo más probable es que el autor sea su hermano mayor, Wexler Klint. Zapatillas Klint cumple condena en la actualidad. Su hermano mayor nunca estuvo preso, pero pensamos que tal vez albergue cierto odio contra mi esposa.
Jovunet sacudió la cabeza.
—Siento desilusionarlos, caballeros. He conocido muchos personajes desagradables en mi vida, pero desgraciadamente el señor Zapatillas Klint y su hermano no están entre ellos.
*****
Un par de horas más tarde, mientras el sol de la mañana se esforzaba por penetrar las nubes oscuras que parecían decididas a no irse, la atmósfera en el centro de operaciones de Pennsylvania Avenue 1600 era eléctrica.
El presidente, vestido con su ropa favorita —camisa informal y tejanos— acababa de llegar de sus habitaciones privadas, dos pisos más arriba, y estaba junto a Henry, que había tomado una ducha alternando agua caliente y agua helada para que le despejara la mente. Uno de los agentes del servicio secreto había ido a la casa de Watergate del ex presidente a buscar unos pantalones, un jersey de cuello vuelto y ropa de aviador. Henry se había afeitado por primera vez en dos días. La ropa limpia y el afeitado eran concesiones que había hecho sólo porque no paraba de repetirse que ese día encontrarían a Sunday, y no quería ir muy desaliñado cuando volviera a verla.
Otro analista de la CIA se había unido al agente Conrad White, el que había soltado la teoría de la mafia para explicar el secuestro de Sunday. Los dos hombres discutían en voz baja sobre el modus operandi a seguir, cuando notaron que se acercaba el ex presidente.
White, que seguía defendiendo lo de la mafia, se volvió hacia Henry.
—Señor —dijo con ansiedad—, Zapatillas Klint siempre estuvo cerca de la mafia, formaba parte de una banda de poca monta que solía hacer trabajos para ellos. Creo firmemente que su hermano también debió trabajar para la mafia, pero es probable que lo consideraran un elemento poco fiable y peligroso. Su insistencia en que buscáramos el historial juvenil de Wexler ha sido muy valiosa. De joven estuvo metido en muchos líos. Parece que formó parte de la cultura hippie de finales de los sesenta y durante un tiempo tuvo algo que ver con los grupos underground más radicales, aunque tenemos la impresión de que no les caía muy bien porque no estaba ligado a ninguna universidad. Sin embargo, el último punto de su historial oficial es más revelador. Parece que alguien que afirmaba ser miembro del SDL, uno de los grupos universitarios más radicales, dejó una carta en el mostrador de Pan Am del aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey, amenazando con secuestrar a Hackensack, el alcalde de Nueva Jersey. Wexler Klint fue uno de los sospechosos, pero el caso nunca se resolvió.
»Después de eso, salvo por un par de infracciones de tráfico y de citaciones por alterar el orden, el nombre de Klint desaparece de los archivos policiales. No obstante, sabemos que tuvo muchos trabajos. Tiene un cociente intelectual casi de genio. Eso, junto al hecho de que en una oportunidad trabajó en una planta química que fabricaba desodorante y de mecánico de coches, nos hace pensar en…
—¿Por qué sigue con esto? —preguntó un Henry Britland visiblemente frustrado que subía la voz a un nivel peligroso—. Nada de todo eso importa. Ya sabemos a quién buscamos.
—Pero señor —interrumpió White—, tenemos que…
—Tienen que ayudarme a encontrar a mi esposa. Cuando lo hayan hecho, podrán analizar la situación todo lo que quieran. ¿Está claro? No quiero un perfil psicológico, sino un plan de acción. —Se quedó callado con la cara casi pegada a la del perplejo agente de la CIA—. Muy bien, ¿ya se han puesto de acuerdo en alguna estrategia?
—Comprendo perfectamente la difícil situación de la señora Britland y su frustración —respondió el analista que había estado en silencio durante la explicación de White—, pero me temo que lo único que podemos hacer es decirle, dentro de nuestras posibilidades, lo que creemos que piensa Klint y cómo puede reaccionar. —Hizo una seña a White—. Mi colega y yo creemos que debemos anunciar a los medios de comunicación que estamos buscando a Wexler Klint, y que el gobierno se compromete a darle un trato justo si se rinde y libera a su mujer sana y salva.
—¿Los dos están de acuerdo? —preguntó Henry.
Fue White el que volvió a hablar.
—Sí, salvo que yo creo que es evidente que hay un fuerte vínculo familiar entre los hermanos Klint y podría ser incentivo prometerle que si se entrega pacíficamente los dos hermanos podrán visitarse en sus respectivas prisiones.
La sugerencia quedó en el aire mientras Henry miraba fijamente al hombre.
Con una actitud que expresaba desagrado e incredulidad al mismo tiempo, los dejó y cruzó la habitación hacia donde estaba su sucesor hablando con otros.
—Des, debemos irnos. Tengo la terrible sensación de que no nos queda mucho tiempo. Hace horas que no tenemos noticias de ese maldito secuestrador. Quién sabe dónde estará Sunday ahora. —Se volvió hacia Marvin Klein—. Marv, ¿ya se sabe dónde vivía Klint?
—Todavía no, señor. Nuestra gente está apretando a Zapatillas en la cárcel de Trenton, pero no para de decir que no sabe dónde está su hermano y que no ha vuelto a saber de él desde el último día del juicio. Desgraciadamente, los hombres que lo interrogan creen que es muy probable que diga la verdad.
—Lo que sabemos —intervino Jack Collins— es que su familia ya no vive en Hoboken, donde vivía cuando lo condenaron. Fuimos al lugar. Parece que el barrio subió de categoría y los obligaron a largarse. Zapatillas nos dijo que su madre tiene una hermana enferma en la zona de Washington, que vive en una casa de propiedad, y cree que su madre se ha mudado allí. En cuanto a su hermano, dice que siempre había tenido planes pretenciosos para vengarse del gobierno por todos los engaños de los que, según él, había sido objeto y que pensaba hacer algo que lo haría ocupar un lugar en la historia.
Explicó que su madre siempre había estado un poco chiflada y que pensaba que su hermano también. —Collins meneó la cabeza—. Estamos investigando la pista de Washington para ver si logramos averiguar dónde vive la hermana.
—¡Señor! —Gritó alguien desde la otra punta de la habitación—. Hemos localizado la casa de la hermana. Aparentemente ha muerto hace poco, pero creemos que la madre de los hermanos Klint sigue allí, y probablemente también Wexler Klint.
—¡Vamos! —Exclamó Henry—. Apuesto a que allí encontraremos a Sunday.
*****
Al cabo de veinte minutos, un Henry Britland abatido estaba en el sótano de una casa destartalada de Georgetown. Tenía la chaqueta de Sunday en la mano. La silla donde la habían fotografiado aún tenía trozos de cuerda atados al travesaño y al respaldo. Vio que el agente que tomaba fotos del lugar de pronto se agachaba junto a la silla.
—¿Qué es eso? —preguntó Henry.
El agente vaciló.
—Me temo que es sangre, señor.
Muy afectado, imaginó lo que había pasado. El secuestrador le había hecho un tajo en la pierna mientras cortaba descuidadamente las cuerdas. Con el cuerpo tembloroso de rabia, se apartó. Lo mataré, prometió en silencio. Lo encontraré y lo mataré.
Jack Collins examinó la mancha de sangre.
—Señor, yo no me preocuparía mucho; por la poca sangre que hay, diría que es un corte superficial. Parece como si hubiera manchado la silla a propósito. —Se enderezó—. Señor, son las nueve. ¿Ha decidido qué quiere hacer?
Henry apretaba y aflojaba los puños sobre la chaqueta de Sunday que aún tenía rastros de uno de sus perfumes favoritos.
—Quiero hablar con la madre.
—No le dirá gran cosa, señor. Está asustada y confundida. Lo único que al parecer puede decir es que su hijo trajo una señorita a la casa, pero que no la dejaba bajar para que la conociera.
Henry encontró a la mujer sentada en un sofá desvencijado en la pequeña sala de la casa. Su cara tenía aire ausente y vagamente triste, y se mecía con suavidad mientras tarareaba una canción.
Se sentó a su lado y la cogió de la mano. Ricos y pobres, pensó, todos son iguales cuando pierden el juicio. Su abuela también había tenido Alzheimer.
Mientras recordaba cómo le hablaba a su abuela, cogió la frágil mano de la anciana y le dijo:
—Qué bonita canción está tarareando. Es Tres ratoncitos ciegos, ¿no?
—Todo el mundo está enfadado conmigo —respondió la mujer mirándolo.
—Nadie está enfadado con usted —dijo Henry con tono tranquilizador. Sintió en la mano que la mujer empezaba a relajarse.
—Eché a perder la leche. Mi hijo me dijo que cantara con él. Pero después se enfadó porque eché a perder la leche.
—Bueno, no es tan grave. No tenía que haberse enfadado —dijo Henry—. ¿Dónde está su hijo ahora?
—Dijo que iba a llevar a esa señorita a nadar.
Henry sintió que un miedo súbito le cerraba la garganta. El sobre con el mechón de Sunday empapado de agua de mar… claro, tenía que haberlo supuesto.
—¿Cuándo se la llevó a nadar? —consiguió preguntar al fin.
—Van a nadar cuando salga el avión. Yo también quería ir, pero me dijo que estaba muy lejos. ¿Está muy lejos Nueva Jersey? Yo soy de allí, ¿sabe?
—Nueva Jersey —repitió Henry—. ¿Sabe dónde?
—Sí, pero es muy lejos. —Se miró las manos—. ¿Long Branch también está lejos? Me gustaba mucho. Me gustaba más mi casa de allí que la que tuvimos en Hoboken. Estaba cerca del mar. Después de que salga el avión van a ir a nadar. —Cerró los ojos y empezó a tararear otra vez.
Henry se puso de pie y le palmeó la mano.
—Trátela bien —le ordenó al agente que estaba en la puerta—. Siéntese a su lado y háblele, y sobre todo escúchela.
*****
A las diez menos diez, desde una distancia prudencial, las cámaras de televisión trasmitían la procesión de un buen número de agentes del servicio secreto que escoltaban al ex presidente de Estados Unidos, Henry Parker Britland IV, al terrorista Claudus Jovunet que cruzaban la pista en dirección al nuevo avión supersónico.
Al llegar a la escalinata, los agentes se detuvieron y observaron a Britland y a Jovunet subir solos y cerrar la puerta detrás de ellos.
«Jovunet ha informado que no revelará el destino hasta que no le sirvan el almuerzo —informó el locutor de televisión Dan Rather—. El menú incluye ostras crudas, tortilla de caviar, chataeubriand con espárragos y un surtido de postres, acompañado de vinos añejos y oporto para terminar. El chef de Le Lion d’Or ha subido a bordo hace un rato para preparar la comida y descenderá de la nave cuando haya terminado el servicio. El ex presidente presentará el plan de vuelo antes de despegar.
»Nos han informado que no ha habido nuevos contactos con los secuestradores de la esposa del señor Britland, la congresista Sandra O’Brien Britland, pero nuestras fuentes indican que será liberada tras el aterrizaje en el destino aún por anunciar.
»Por lo tanto —continuó Rather—, sigue la incertidumbre. Por cortesía de un espectador, hemos recibido una película doméstica en la que se ve a la congresista Britland en un recital de danza cuando estaba en cuarto grado. Inmediatamente podrán verla en sus pantallas».
*****
¡Dios mío!, pensó Sunday al verse haciendo cabriolas en un escenario con un tutu verde y una varita mágica brillante. Tiene que ser una broma.
Todavía tenía la cabeza cubierta cuando Klint la había hecho entrar en lo que parecía otro sótano, aunque éste, si cabía, era aún más sórdido. Klint había llevado consigo el televisor y lo había enchufado a la misma toma de corriente en la que estaba colgada la bombilla.
La silla de metal a la que la había atado tenía bordes ásperos y oxidados, pero a Sunday ya no le preocupaba. Lo único que le importaba era saber que Henry había comprendido su mensaje. Estaba segura de que no era su marido el que había subido a bordo con ese traje de aviador. Probablemente se trataba del agente que a veces utilizaba como doble, por ejemplo, cuando querían que la gente pensara que había visto al presidente en un helicóptero rumbo a Camp David.
También se había dado cuenta de que todo eso del almuerzo era una táctica para ganar tiempo. ¿Pero sospechaba algo Wexler Klint? Echó una mirada disimulada hacia el rincón de la habitación en el que éste estaba despatarrado sobre un colchón mugriento, con la ropa de monje al lado. Se había puesto un traje de neopreno y no paraba de tironearse con impaciencia el apretado material.
Sunday reprimió el creciente pánico. Si Henry ha descifrado la clave, seguramente habrá revisado mis viejos archivos y habrá encontrado el nombre de Zapatillas, pensó Sunday tratando de calmarse. Estoy segura de que ahora mismo me está buscando. De lo contrario estaría en ese avión.
*****
A unos setenta kilómetros de allí, el helicóptero privado de Henry daba vueltas en círculo sobre Long Branch, Nueva Jersey. Montones de agentes pululaban por la costa, mientras otros llamaban al timbre de todas las casas que parecían vacías.
—Señor, si está aquí la encontraremos —dijo Marvin Klein por trigésima vez en menos de media hora.
—Pero si lo que dijo esa pobre mujer es cierto, ¿por qué no encontramos ningún documento en el que conste que hayan vivido aquí? No hay ninguna escritura a nombre de Klint ni en Long Branch ni en los alrededores —dijo Henry con tono de frustración—. Quizá todo haya sido producto de la imaginación de la mujer.
Se acaba el tiempo. Se acaba el tiempo, se repetía una y otra vez en su mente. No hay ni la menor prueba que indique que todo esto no es inútil. Klint puede tenerla en cualquier playa, a esta altura podría estar en Carolina del Norte. A lo mejor la casa no era de ellos y sólo habían sido inquilinos. O quizá usaban otro nombre, pero no tenemos tiempo de indagar todas las posibilidades.
—Póngame con la cárcel de Trenton —le dijo a Klein—. Quiero hablar otra vez con Zapatillas.
*****
Como el tiempo pasaba sin novedades, los presentadores se limitaban a repetir sin cesar lo mismo. La cámara seguía enfocando al avión supersónico estacionado en una pista lejana.
—Ya son casi las doce y el almuerzo estará a punto de terminar —informó Tom Brokaw a los espectadores—. En cualquier momento veremos al chef salir de la nave.
Lo que no dijo era que él, y otros muchos periodistas veteranos, habían empezado a sospechar que todo eso no era más que una maniobra de diversión para ganar tiempo.
—Si ese avión no despega antes de las doce y media, ya no estará aquí para despedirse de su marido —dijo enfadado Wexler Klint—. Me estoy cansando de todo esto y empiezo a pensar que están jugando conmigo. —Se puso de pie, fue hasta la puerta y miró fuera—. Se está nublando otra vez, y también hay mucho viento. Perfecto, porque hoy no habrá nadie en la playa.
Salió de la habitación y regresó con un viejo de despertador. Dio cuerda al ruidoso engranaje y puso las manecillas en hora. Después puso el despertador, colocó el reloj en el suelo, delante de la silla de Sunday, y sonrió.
—A las doce y media, los dos vamos a ir a nadar.
*****
Claudus Jovunet había terminado el caviar que se había llevado al avión. Naturalmente no había ningún chef a bordo, sino sólo el doble del ex presidente y un puñado de agentes federales, incluido el que se había hecho pasar por cocinero para los medios de comunicación. A pesar de todo, había disfrutado de las sobras del día anterior que se había traído.
—Ay, Dios, cómo adoro la buena vida —dijo con un suspiro.
Observó con nostalgia la cómoda cabina de la nave y su mirada se detuvo en el equipaje Vuitton en el que estaba guardado su querido guardarropa nuevo. Como era parte de la estratagema, los agentes habían accedido a su pedido de que le permitieran subirlo a bordo.
—¿Cree que cuando vuelva a Marion, como gesto de agradecimiento por mi cooperación, me dejarán quedarme con las corbatas Belois? —le preguntó al doble de Henry.
*****
—Señor presidente, si pudiera ayudarlo, lo haría —dijo Zapatillas Klint quejumbroso—. Lo digo porque estos guardias no son los tipos ideales para llevarse bien, ya me entiende. —Hizo una pausa—. Le diré todo lo que sé. Mi madre tuvo a Wex a los cuarenta y tres años, y a mí a los cuarenta y cinco. ¿Nuestro padre? Quién sabe. No lo conocí, y mi madre nunca hablaba de él. Creo que la abandonó poco después de que naciera yo.
—Ya conozco su historia —dijo Henry, ansioso por enterarse de cualquier detalle nuevo.
—Pero quiero contársela de nuevo… Claro que no fue culpa de mi madre. Wex y yo empezamos a frecuentar malas compañías, y mi madre hizo todo lo posible por evitarlo. Nos mandó a la escuela, y Wex en una época hasta iba con universitarios. Era muy inteligente, inteligente de verdad. Pero bueno, ¿qué se le va a hacer? ¿No le parece?
—Escuche, ¿su madre tuvo alguna vez una casa en Long Branch, Nueva Jersey? —Lo interrumpió Henry—. Es lo único que quiero saber.
—Mi madre tiene casi noventa años. Déjela tranquila. Ni siquiera sabe si estoy en la cárcel o en un desfile de carnaval. Está mal del coco. Y mi hermano también, sólo que en él no se puede decir que sea por la edad. Simplemente está chiflado.
—¡Basta! —Gritó Henry—. ¡No me importa! Lo único que quiero saber es si su hermano tiene alguna casa en Long Beach.
—Antes dijo Long Branch. ¿Habla de Long Beach o de Long Branch? En realidad solíamos ir a la isla de Long Beach. A Wex y a mi madre les gustaba mucho. He estado pensado y siempre decía que algún día la gente se enteraría de quién era él. Siempre estaba tramando algo que, según él, lo haría entrar en la historia. Una vez se metió en líos porque amenazó con secuestrar al alcalde Hackensack… Se había puesto el nombre de, escuche ésta: Evi Bueno. «Evidentemente Bueno» en corto. Qué apodo, ¿no? «E» punto, «V» punto, Bueno.
Henry había dejado de escuchar. ¡La isla de Long Beach! ¿Habrá tenido el mismo lapsus la señora Klint? Al menos ella tiene una buena excusa, pensó.
Long Beach estaba a sólo setenta kilómetros al sur, pero dado el poco tiempo que les quedaba, podrían haber sido mil.
Le pasó una nota a Marvin Klein. Simplemente decía: «Long Beach. Compruebe si figura E. V. Bueno».
Un minuto más tarde, toda la flota de helicópteros había puesto rumbo sur a toda máquina para cubrir la distancia entre Long Branch y Long Beach, Nueva Jersey. Eran las doce y veintiocho.
*****
Dan Rather estaba ante la cámara con la imagen de fondo del avión supersónico. Aún seguía en la pista y era evidente que alrededor no había actividad. Hojeó unos papeles que llevaba en la mano y miró a la derecha como si pidiera instrucciones. Se volvió hacia la cámara y dijo:
—Nos informan que el plan de vuelo ya ha sido presentado, pero que un inesperado problema en los motores está aplazando el despegue de la nave. El presidente Desmond Ogilvey está a punto de hacer un llamamiento personal a los secuestradores de la congresista Britland para solicitarles que sean pacientes, que el personal de tierra tratará de resolver el problema cuanto antes.
La televisión era el único punto de luz en aquel húmedo sótano de la costa de Nueva Jersey. La voz del presidente Ogilvey retumbó en las paredes de la habitación, pero no había nadie que lo escuchara.
*****
«T. S. Eliot escribió que el mundo no se acaba con un estallido sino con un llanto», pensó Sunday mientras la empujaban por la playa hacia el sombrío y gris océano Atlántico. ¡«Pero maldita sea, no pienso llorar»!
Tenía los brazos atados por delante y los pies con cuerda suficiente para poder cojear por la arena. Wexler Klint, completamente vestido con un traje de buzo, con máscara y tubo de oxígeno incluido, la rodeaba con sus brazos y la empujaba hacia la orilla.
Tiene que estar helada, pensó Sunday. Aunque tuviera una oportunidad, terminaría con hipotermia. ¿O es hidrotermia? Ay, Henry, pensaba que mi vida podía ser útil. Pensaba que podía hacer cosas por las personas necesitadas y después volver a casa contigo. Habría sido muy bonito. Lamento perdérmelo.
Habían llegado a la orilla y Sunday sintió la cuchillada helada de una ola en los pies.
Siempre me gustó el mar, desde pequeña, recordó pensando durante un instante en ella de niña, siempre yendo hacia el agua. Mamá siempre me decía que cuando estábamos en la playa tenía que tener ojos en la espalda para no perderme de vista. Adiós mamá, adiós papá.
El agua se arremolinaba y le llegaba a la cintura; la resaca la hacía perder pie. El ceñido traje de neopreno y el ruido del agua impidieron que Klint oyera el débil zumbido que llegaba del norte y aumentaba a cada segundo.
El plan de Wexler Klint era arrastrar a Sunday mar adentro, ahogarla lejos de la orilla y dejar el cuerpo para que la fuerte corriente no lo devolviera enseguida. Reaparecería en alguna parte al cabo de unos días, o de un mes, pero qué más daba. Estaría muerta y eso era lo único que importaba. Ni siquiera le importaba que lo cogieran. Habría dejado su marca para ocupar un lugar en la historia.
*****
—¡Señor, mire, a la izquierda!
Henry se precipitó al otro lado del helicóptero. Con los prismáticos vio una figura en el agua, a unos veinte metros de la orilla. Enfocó para ver mejor. La figura parecía empujar algo hacia abajo. Henry no lograba ver bien qué pasaba. A lo mejor era un pescador solitario que intentaba cobrar una pieza a cualquier precio. No podían perder el precioso tiempo con cualquier cosa.
Se estaban acercando. Enfocó una vez más y lo vio: una cabellera rubia flotaba en la agitada superficie del agua. ¡Sunday!, pensó. ¡Tiene que ser Sunday!
—¡Baje! —gritó. El helicóptero empezó a descender precipitadamente.
Sunday luchaba por sacar la cabeza del agua pero no podía porque Klint la empujaba con fuerza. Adiós, Henry, pensó.
En ese momento Klint oyó el ruido de los helicópteros que se acercaban. Cogió a Sunday frenéticamente por el cuello y la hundió bajo el agua. Aún tenía tiempo de acabar con ella. Aunque lo cogieran, tendría su lugar en la historia. Les demostraría a esos cabrones cómo los odiaba.
A esos cabrones de Washington.
Fue lo último que pensó Wexler Klint antes de volver en sí fuertemente custodiado al cabo de unos minutos.
*****
Henry se hundió como un bólido en el agua y al punto reapareció en la superficie. Tenía a Sunday en un brazo y con el otro, le arrancó a Klint la máscara y le apretó el cuello con una llave paralizadora. Ojalá se ahogue, pensó. Los helicópteros dejaron un escuadrón de agentes en el agua.
—Amor mío, amor mío —repetía Henry mientras nadaba en medio de las olas llevando a su mujer hacia la orilla.
—Henry, querido —murmuró Sunday temblorosa mientras se cogía al cuello de su marido—. No te atrevas a besarme hasta que me haya lavado los dientes.
Henry Parker Britland IV no le había dicho a nadie en toda su vida que se callara, pero en ese momento estaba peligrosamente cerca. También estaba peligrosamente al borde de las lágrimas cuando llegó a la costa y rodó sobre la arena con su amada Sunday entre sus brazos. Ignorando su petición, la besó en los labios y murmuró:
—Tranquila, querida.
La recompensa fue una risita de su mujer a través de los dientes que le castañeteaban.
La miró a los ojos. Está histérica, pensó.
—Todo ha acabado —le dijo con tono tranquilizador—. Has pasado unos días terribles. —Y añadió con incredulidad—: Dios mío, te estás riendo.
—No, no me río de ti —dijo ocultando la cara contra el cuello de Henry mientras una ola pasaba por encima de ellos—, sólo pensaba que vaya época del año para hacer de Burt Lancaster y Deborah Kerr.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Henry, perplejo.
—De aquí a la eternidad.