New York Times, 8 de noviembre.
El ex presidente Henry Parker Britland IV ha comprado el yate Columbio, recuperándolo así para el patrimonio de la familia. El Columbio, construido para la familia Britland y botado en 1940, fue vendido en 1964 al difunto Hodgins Weatherby. Poco antes de la venta, la embarcación fue escenario de la misteriosa desaparición, todavía sin resolver, del primer ministro de Costa Barria, el señor García del Río.
El yate, durante las últimas tres décadas pasadas fuera de las manos de la familia Britland, adquirió fama de embrujado, en parte por la desaparición del señor Del Río y en parte por el comportamiento excéntrico y muchas veces polémico de su último propietario.
La embarcación, más grande y lujosa que el Sequoia, que fuera yate presidencial, fue el lugar favorito de recreo de los presidentes, desde Franklin Delano Roosevelt hasta Gerald Ford.
En la habitación eduardiana del hotel Plaza de Manhattan, Congor Reuthers, un hombre delgado y musculoso de alrededor de cincuenta años, obedeció tembloroso la orden de leer en voz alta el artículo del periódico y miró temeroso a su jefa.
Estaban sentados a la mesa de la ventana que daba al Central Park. Desde la silenciosa y elegante habitación se oía el ruido de los cascos de los caballos que tiraban de los carruajes que avanzaban por el sendero. Reuthers, mientras esperaba la reacción, recordó por un instante la primera cacería de zorros a la que había asistido. Por entonces era apenas un muchacho y se había preguntado que sentirían los zorros cuando caían en una trampa. Ahora lo sabía.
La reacción fue exactamente la esperada: su jefa dejó la taza de café lentamente sobre el plato.
Ni siquiera las lentes de contacto azules podían ocultar la intensa furia de los gélidos ojos negros. Angélica, como siempre, viajaba de incógnito. En aquel momento llevaba su disfraz de lady Roth-Jones, con las lentillas azules, una peluca rubia oscura de lo más formal, un traje de tweed y zapatos abotinados.
Reuthers, como ella seguía mirándolo fijamente, bajó la vista.
—Lo siento —murmuró, e inmediatamente deseó haberse mordido la lengua.
—Lo sientes —replicó ella sin levantar la voz—. Esperaba una reacción más apropiada. ¿Dónde estaba Carlos?
—Estaba allí, como usted ordenó.
—¿Entonces por qué no pujó por el yate en la subasta? No, pujar no, ¿por qué no lo compró?
—Tuvo miedo de que lo reconociera alguno de los hombres del servicio secreto. Nadie sabía que Britland asistiría. No estábamos preparados para competir. Carlos salió corriendo para que se encargara Roberto de pujar. Pero cuando Roberto consiguió pasar por seguridad, el presidente Britland ya había triplicado el precio de salida y, al cabo de un instante, el yate era suyo. Lo recaudado va a destinarse a obras de caridad, pero…
Su patrona lo miró en silencio durante un rato.
—¿Qué planes tiene Britland para el yate? —preguntó.
Esta vez Reuthers habría preferido tragarse la lengua a tener que responder.
—Dijo que lo llevaría inmediatamente a su embarcadero privado en Boca Ratón, Florida. Como tiene el título de arquitecto, dijo que él mismo pensaba rediseñar el interior y después regalar el yate al gobierno para que volviera a ser el sitio de recreo de los jefes de Estado que vinieran de visita. Aparentemente el regalo incluye una buena asignación para el mantenimiento.
—Ya sabemos lo que eso significa.
Reuthers asintió.
—Ya no necesito ni a Carlos ni a Roberto. —Los dedos que antes habían sostenido la delicada taza de café de porcelana se cerraron con fuerza sobre el borde de la mesa.
—Sí, claro… —Reuthers cerró la boca para reprimir la protesta.
—¿Claro? —se burló con un susurro ponzoñoso—. Cuidado con ir a ver a tus amigos. ¿Para qué me sirves? Tendrías que haber imaginado que Britland pensaba pujar para comprar el Columbio. —Unos ojos duros se clavaron en Reuthers con una frialdad que paralizaba el corazón—. ¡Desaparece de mi vista!
*****
—Henry, cariño, todavía no me lo puedo creer —suspiró Sunday apoyada contra la barandilla mientras se esforzaba por divisar la finca Belle Maris, la propiedad de los Britland en la costa de Florida. Estiró el cuello y se apartó la rubia cabellera agitada por la brisa que le tapaba los brillantes ojos azules.
—Amada mía, esposa mía, mi último descubrimiento, espejo del cielo, mi mejor don, mi siempre renovado placer —murmuró Henry Britland Parker IV levantando la vista de la tumbona en la que estudiaba los planos del Columbio… Desde que la habían secuestrado, esas dulces palabras de Milton aparecían con frecuencia en su mente—. ¿Por qué no lo crees? —le preguntó con cariño.
—Porque cuando tenía nueve años leí un libro sobre el Columbio, y traté de imaginarme la escena del presidente Roosevelt y Winston Churchill navegando por el Potomac. ¿Qué conversación habrán tenido? Y el presidente Truman solía tocar el piano para los invitados cuando Bess y él daban una fiesta. Y a los Kennedy y los Johnson también les encantaba. ¿Y sabías que el presidente Ford solía practicar su swing de golf en la cubierta de popa?
—Una vez golpeó al capitán —observó Henry—. De hecho, se hacía la broma de que la tripulación recibía paga de combate cuando el presidente sacaba los palos.
Sunday sonrió.
—Claro, debí suponer que sabías todo respecto al Columbio… Prácticamente te criaste aquí. —Se puso seria—. Y sé que nunca has olvidado la noche en que desapareció el primer ministro Del Río. Y lo comprendo. Todavía estamos viviendo las consecuencias de esa desaparición.
—Tenía doce años —dijo Henry con gravedad—, y fui el último que habló con él antes de que saliera a fumarse un cigarrillo a cubierta. Era el hombre más encantador que he conocido. Me preguntó si quería salir dar un paseo con él.
Sunday vio que los ojos de su marido se llenaban de tristeza, se acercó a la tumbona y se sentó en el borde.
Henry movió las piernas para que tuviera más sitio y la cogió de la mano.
—Como yo era el único Britland de mi generación, mi padre me incluía en todos los acontecimientos. Hasta fui con él a visitar al sha durante el apogeo de la monarquía de Persia.
Sunday nunca se cansaba de oír las historias de Henry sobre sus aventuras infantiles y juveniles. Eran muy diferentes de la experiencia que había tenido ella, criada en Jersey City e hija de un maquinista ferroviario.
Pero ahora, aunque quería saber qué había pasado cuando Henry visitó al sha, le interesaba más enterarse de lo que había sucedido en el Columbio.
—No sabía que eras la última persona que habló con el primer ministro Del Río —dijo en voz baja.
—La cena había sido de lo más agradable —explicó Henry—. El primer ministro había anunciado que la empresa de mi padre iba a construir puentes, túneles y carreteras en Costa Barria a mitad de precio; la otra mitad era un regalo personal de mi padre al país para que mejorara drásticamente la economía. Todo el mundo comprendió que el boom económico significaría que Del Río podría mantenerse en el poder y por lo tanto impedir que Costa Barria volviera a caer en manos de una dictadura.
—Del Río y sus colegas debían de estar muy contentos —dijo Sunday—. ¿Crees que se suicidó? —Al notar el ceño que ensombreció el rostro de su marido, añadió—: Henry, cariño, sé que para ti es muy doloroso hablar de todo esto, así que si no quieres, mándame a paseo.
Henry levantó la mirada.
—Querida, si te mandara a paseo tendrías que ir nadando hasta la orilla. Y aunque no lo hayas mencionado, sé que aún no has decidido qué votarás cuando se discuta en el Congreso si se reanuda la ayuda a Costa Barria.
—Sé que tú crees que es mejor seguir con el bloqueo —dijo Sunday poniéndose a la defensiva—, pero cuesta ignorar a una isla con ocho millones de habitantes, muchos de los cuales están en la misería y necesitan nuestra ayuda desesperadamente.
—Bobby Kennedy opinaba lo mismo respecto a la apertura de China.
—En 1968, ¿no? —preguntó Sunday.
—En junio de 1968, para ser exactos —respondió Henry—. Volviendo al primer ministro, era muy amigo de mi padre y nos visitaba con frecuencia. Y estoy orgulloso de que yo le cayera bien. Me tomé muy en serio aprender todo lo que podía sobre su país, incluidas situación política y economía, y él disfrutaba haciéndome preguntas. Ese último día habíamos estado nadando juntos en la piscina. Era una tarde muy bonita, pero Del Río parecía melancólico. Y después dijo algo muy extraño con un tono sombrío. Comentó que, por alguna razón, lo perseguían las últimas palabras de César.
—«Et tu, Brute?». ¿Por qué diría algo así?
—No lo sé. Desde luego vivía con la posibilidad de que lo asesinaran. Era algo constante. Pero en el Columbio, siempre se había sentido seguro. Sin embargo, sé que tenía depresiones, y, por lo que creo ahora, puede que esa noche estuviera alterado por la constante aprensión.
—Es posible —coincidió Sunday.
—Como he dicho, la cena fue de lo más agradable y terminó sobre las diez y cuarto. La señora Del Río se retiró pronto, pero el primer ministro se quedó conversando amablemente. Después, cuando me iba del comedor, se acercó y me invitó a dar un paseo por la cubierta. Le respondí que debía llamar a mi madre a las diez y media. Mi madre era anfitriona de su vieja amiga la reina Juliana de Holanda, que esa semana estaba de visita en Nueva York. Entonces, al mirarlo a la cara, me di cuenta de que a pesar de su máscara de amabilidad estaba profundamente afectado y me apresuré a decir que mi madre comprendería que yo aceptara la invitación y lo acompañara.
—Entonces no puedes culparte —insistió Sunday.
Henry clavó la mirada en el mar.
—Recuerdo que me palmeó el hombro y me dijo que no hiciera esperar a mi madre, que seguramente era lo mejor para los dos, porque necesitaba estar solo para pensar en algo urgente. Me abrazó y subrepticiamente se sacó un sobre del bolsillo y lo deslizó en el mío. Me pidió en voz baja que se lo guardara hasta que me lo pidiera.
»Entonces bajé a mi camarote y llamé a mi madre para contarle cómo había sido la velada. Más tarde, me despertaron los gritos de la señora Del Río. No sabía qué había pasado, pero fuera lo que fuese, supe que yo habría podido evitarlo.
—O quizá, por tratar de salvarlo, habrías corrido la misma suerte que Del Río —intervino Sunday—. Podrías haberte hundido detrás de él. ¿Crees que un chico de doce años, aunque fueras tú, habría podido cambiar los acontecimientos? Eres muy duro contigo.
Henry meneó la cabeza.
—Supongo que tienes razón. Sólo que no he parado de pensar en aquella noche: podía haber visto algo, pero en aquel momento no me di cuenta.
—Ah, vamos, Henry —protestó Sunday—. ¿Y qué hubieras hecho? ¿Cómo en las películas: «escapó por allí»?
—No —la contradijo Henry—. Lo que no comprendes, cariño, es que mi padre me había dicho que escribiera todas las impresiones de aquella noche, como he hecho con todos los otros acontecimientos significativos en los que he estado presente. Mi diario era una carpeta de anillas, así en el futuro podía sacar las hojas y agrupar los capítulos por temas, que es lo que estoy haciendo ahora para escribir mis memorias.
—Mi diario era una libreta de espiral —le dijo Sunday.
—Me gustaría leerlo.
—Ni lo sueñes. En fin, ¿qué me decías?
—Después de hablar con mi madre, y aunque estaba muy cansado, me obligué a escribir detalladamente todo lo que había pasado. Dejé el diario en mi escritorio con la carta del primer ministro encima. Esa noche, mientras dormía, desaparecieron las hojas y el sobre.
Sunday lo miró asombrada.
—¿Dices que un desconocido entró en el camarote mientras dormías y robó el sobre y las anotaciones de tu diario?
—Sí.
—Entonces, querido Henry, se me ocurren dos palabras: juego sucio.
*****
—Ya están aquí, Sims —anunció Marvin Klein de pie ante la ventana del salón de Belle Maris mientras observaba cómo levantaban el ancla del elegante yate.
Sims cruzó con paso majestuoso la habitación en la que arreglaba las flores sobre la mesa de centro.
—Así que han llegado —dijo con amabilidad—. Me alegro de que todo esté en orden para recibirlos. Dios mío, el Columbio, es un barco precioso, ¿no es cierto? He navegado en él varias veces, hasta que sucedió esa desgracia.
—¿Estaba a bordo del Columbio, esa noche? —exclamó Marvin.
—Sí, hacía menos de dos años que trabajaba para la familia. El señor Henry Parker Britland III tenía la amabilidad de pensar que me ocupaba bien de los pequeños detalles que contribuían al refinamiento del servicio y siempre me llevaba en el yate para las ocasiones especiales. El presidente aún era un niño, pero recuerdo que quedó terriblemente afectado por la desaparición del primer ministro. En efecto, después de aquello estuvo enfermo durante varios días. Trató, con su entusiasmo juvenil, de determinar lo que había pasado, pero su padre ordenó que no se hablara más del tema.
La mirada reflexiva de Sims se desvaneció y se permitió una sonrisa contenida mientras miraba a Henry y Sunday descender hacia la lancha.
—Me alegro de que los centollos rayen casi la perfección —le dijo a Klein—. Sé que al presidente le encantarán.
—Estoy seguro —coincidió Marvin—. Pero una pregunta, Sims. Dice que el tema de la desaparición del primer ministro quedó cerrado. Pero sin duda hubo una concienzuda investigación, ¿no?
—Por supuesto, sobre todo porque nunca se halló el cuerpo. Pero ¿qué podían decir los demás? Se habían tomado todas las medidas de seguridad. Como verá, el camarote principal está un poco más arriba que los otros y tiene una cubierta privada. Ese fin de semana, el señor Britland se lo había ofrecido al primer ministro. Los guardaespaldas del primer ministro estaban al pie de la escalera que llevaba al camarote. Desde luego que el yate había sido cuidadosamente registrado antes de zarpar, y todos los que iban a bordo, desde la tripulación hasta el servicio, estaban fuera de toda sospecha. También había cuatro miembros del equipo personal de seguridad del primer ministro.
—¿Su mujer también estaba a bordo?
—Sí, hacía poco que estaban casados y él nunca viajaba sin ella.
—Tengo entendido que ahora se ha convertido en una persona durísima —comentó Klein.
—Bastante. Sucedió a García del Río. El señor Henry Parker Britland III no esperaba que consiguiera el cargo, pero jugó con mucha habilidad la carta del cariño que el pueblo le tenía a su difunto marido y con el tiempo se afianzó en el poder. Logró aplastar a buena parte de la oposición diciendo que los enemigos de su marido lo habían llevado a la muerte. Ahora, por supuesto, es prácticamente una dictadora.
Marvin Klein se quedó pensativo.
—La conocí hace siete años, cuando el presidente Britland asistió a una reunión de mandatarios de Centroamérica. Por entonces tenía poco más de cincuenta años y seguía siendo una belleza. El presidente Britland la llamaba «madame Castro». Pero solía añadir que si su marido no hubiera muerto, la vida de esa mujer habría sido completamente diferente.
Sims suspiró.
—Es una de las razones por las cuales el presidente Britland siempre se ha sentido culpable. Estoy seguro de que cree que si hubiera acompañado esa noche al primer ministro a cubierta, de alguna manera habría podido impedir su muerte.
—No me extraña que Del Río tuviera sueños recurrentes en los que era asesinado.
—Muy propio de Lincoln, ¿verdad? —Comentó Sims—. Quizá se anticipó a sus enemigos y él mismo se quitó la vida, como cree el presidente. ¿Quién sabe? Ahora, si me disculpa, señor Klein, debo atender mis obligaciones. La lancha con el presidente y la señora Britland está a punto de llegar al embarcadero.
*****
Congor Reuthers se alojó en el hotel Boca Ratón. A los ojos de todo el mundo parecía un aficionado al golf de vacaciones. Llevaba una chaqueta de lino azul clara sobre unos tejanos blancos de impecable corte. Tenía los palos de golf en una bolsa lo suficientemente usada colgados sobre un portatrajes Boyd. Y como toque final, un estuche de piel al hombro que en lugar de una cámara de fotos contenía un ultrapotente teléfono móvil, el último grito en tecnología.
La bolsa de golf y los palos eran auténticos, pero en las manos de Reuthers eran meros artefactos para disfrazarse de turista. Los palos, en realidad, habían pertenecido a un empresario de Costa Barria que había cometido el error de criticar a la señora Del Río en público, y que había abandonado junto con prácticamente todas sus demás pertenencias, al huir de la isla.
De pronto Reuthers se dio cuenta de que el recepcionista le hablaba. ¿Qué le decía aquel tío?, se preguntó irritado. Algo sobre el golf.
—Sí, sí —respondió rápidamente—. Tengo muchas ganas de hacer un par de saques de golf. Me gusta mucho jugar.
Inconsciente de su metedura de pata, se volvió bruscamente y siguió al botones hasta la suite desde la que pensaba dirigir la operación que le habían encomendado: la búsqueda del Columbio.
*****
A las cuatro sonó el teléfono.
Era Lenny Wallace, también llamado Len Pagan, aunque su nombre auténtico era Lorenzo Esperanza, el topo que Reuthers se las había ingeniado para infiltrar en la tripulación del Columbio.
Reuthers, con satisfacción, recordó la cara infantil del hombre, rematada con una sonrisa angelical, una pelusa sobre el labio superior, pecas en la nariz y orejas grandes. Len se parecía mucho al joven Mickey Rooney en esa vieja película en la que hacía de Andy Hardy.
En realidad era un asesino de sangre fría.
—No va a ser fácil —dijo con un pronunciado acento.
Reuthers se mordió el labio mientras recordaba que ese sicario insolente era un favorito de la primer ministro Angélica del Río. También recordó que ella siempre castigaba el fracaso.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Porque la esposa del presidente Britland es una entrometida, está siempre metiendo las narices en todo. Y además está haciendo muchas preguntas sobre esa noche.
Reuthers sintió húmedas las manos.
—¿De qué tipo?
—Yo fingía que limpiaba algo en el comedor mientras ella y Britland estaban allí y los oí hablar de la cena con los Del Río; ella le preguntaba dónde estaban sentados los invitados aquella noche.
—Pero él tenía sólo doce años —protestó Reuthers—. ¿Cómo es posible que se acuerde, y qué nos importa?
—Ella comentó que nunca había oído hablar tanto de cansancio. Le dijo algo así como: «Tú estabas cansado, el primer ministro estaba cansado, tu padre estaba cansado. ¿Qué tomasteis de postre? ¿Valium?».
Reuthers cerró los ojos sin hacer caso del majestuoso crepúsculo que tenía delante. La peor pesadilla acababa de hacerse realidad. Se estaban acercando peligrosamente.
—Tienes que encontrar esos papeles —le ordenó.
—Mira, el barco está lleno de agentes del servicio secreto. Tendré sólo una oportunidad, así que más vale que la información que me has dado sea correcta. ¿Estás seguro de que escondiste los papeles en el camarote A?
—Matón insolente, claro que estoy seguro —soltó Reuthers.
El recuerdo de aquella noche le daba escalofríos. Después de registrar la chaqueta del primer ministro, me di cuenta de que el sobre no estaba. Sabía que el chico había sido el último en hablar con él. Seguro que se lo había dado. Tuve que buscar el camarote en medio de la oscuridad. El niño estaba en el camarote A. Con ese terrible sentido de la orientación que tengo, abrí la puerta equivocada. Qué suerte que no había nadie en el camarote B.
Reuthers todavía tenía sudores fríos cuando recordaba cómo había entrado de puntillas en el camarote del chico, rogando que el camarero no volviera, encontrara la luz del pasillo apagada y empezara a investigar. Después, con una linterna diminuta, se había acercado al escritorio para coger el sobre de García del Río. Por pura suerte había tropezado con el diario abierto. Al leerlo y ver el contenido, abrió la carpeta y se llevó las hojas.
Pero en aquel momento, oyó que giraban el pomo de la puerta y al niño que se movía en sueños. Se escondió deprisa en el armario. Al sentirse atrapado, buscó alguna posible salida, pero lo único que encontró fue una raja en la pared. Temeroso de que lo descubrieran y lo registraran, metió las hojas y el sobre en la abertura.
Desde el armario, oyó que alguien entraba, se acercaba a la cama y después se marchaba. Luego, cuando intentó recuperar los papeles, no pudo cogerlos. Y después, para colmo, la señora Del Río había dado la alarma. Apenas logré salir del camarote antes de que se despertara el chico, recordó. Gritaba como una loca. Se enteró de que al día siguiente habían instalado cajas fuertes en todos los camarotes, por eso había encontrado esa grieta en la pared del armario.
—Va a ser difícil —decía Len—. Los agentes de Britland son listos, tienen ojos en la espalda. El jefe casi me gritó por haber ido al comedor cuando estaban los Britland.
—¡No es mi problema! —Gritó Reuthers—. Te lo diré bien claro: si recuperas esos papeles y sales sin problemas, tendrás la eterna gratitud de una jefa poderosa. Si lo jodes, tu anciana madre y sus ocho hermanas serán despachadas al más allá.
—Quiero a mi madre y a mis tías —suplicó Len.
—Entonces te sugiero que recuperes esos papeles. Y no me importa lo que tengas que hacer. ¿De acuerdo? Había un agujero en la pared porque iban a instalar una caja fuerte al día siguiente. Es posible que aparezcan con la reforma del barco. Rompe el revestimiento del fondo del armario del camarote A. ¡Están allí! Me da igual cómo lo hagas, pero hazlo, y no cometas errores.
*****
—Henry, cuando le contaste a tu padre que habían desaparecido los papeles, ¿qué hizo? —preguntó Sunday mientras bebía un sorbo de champán en el salón acristalado del Columbio.
Se trataba de una habitación semicircular en la popa del barco, donde cabían cómodamente unas diez personas sentadas, y, como había explicado Henry, era el sitio predilecto de muchos dignatarios para conversar, leer o simplemente mirar el horizonte.
—Creo que con la espantosa historia de la desaparición del primer ministro a mi padre no le impresionó mucho mi relato de los papeles desaparecidos. García del Río tenía la costumbre de hacer dibujos en los menús o en los discursos impresos, y mi padre pensó que posiblemente me había pasado algo así para hacerme una broma.
—¿Y lo del diario?
—Me dijo que volviera a escribirlo cuando me sintiera mejor. Me había despertado con un fuerte dolor de cabeza, un resfriado, supongo, y alrededor de mí reinaba el caos. Helicópteros que daban vueltas buscando el cuerpo. Barcos, hombres rana de la marina, de todo.
—¿Crees que García del Río te dio algún dibujo en ese sobre?
—No, creo que no.
—¿Se buscaron los papeles desaparecidos?
—Para ser justos con mi padre, sí, se buscaron. Le dijo a Sims que registrara personalmente mi camarote para cerciorarse de que no me había equivocado y dejado el diario y el sobre en el escritorio. Pero no encontró nada.
—Y puesto que escribías en una carpeta de anillas, no podías demostrar que hubieran arrancado las hojas del diario.
—Exactamente. —Miró a su mujer. El cariño que le tenía era evidente en sus ojos. Le sonrió—. A propósito —dijo—, si tus electores te vieran ahora, no volverían a votarte. Pareces una niña de doce años.
Sunday llevaba una falda larga, floreada y cruzada, una camiseta blanca sin mangas y sandalias.
—En este momento —levantó una ceja— es posible que no parezca un miembro del Congreso —dijo con dignidad—, pero para tu información, todas estas preguntas no son fruto de una curiosidad ociosa e infantil, sino que sé que lo que sucedió esa noche te marcó profundamente. Pienso lo mismo que tú sobre la señora Del Río. Me gustaría ver en Costa Barría un gobierno justo, no una dictadura, pero el pueblo tardará en cansarse y tomar medidas contra ella, y, a menos que suceda algo espectacular, va a ganar estas elecciones sin problemas. El resultado está cantado.
—Sí, así es.
—Y me subleva pensar que alguien del grupo de García del Río haya entrado en tu habitación mientras dormías para robar la nota de suicidio, si es que era eso. No hay manera de saberlo, pero todo habría sido muy diferente.
—A mí me subleva aún más pensar que habría podido salvar al primer ministro si hubiera dado un paseo con él por la cubierta. Por eso compré el Columbio. Tiene una historia maravillosa y honrosa, salvo por ese incidente. Quiero borrar esa mancha.
Sims entró sigilosamente en la habitación con una bandeja de canapés de queso. Se la acercó a Sunday, que cogió uno y preguntó:
—Sims, usted ya ha estado en este yate, ¿no? .
—Sí, señora.
—¿Y qué tal lo encuentra?
Sims arrugó la frente.
—Muy bien cuidado, señora, pero si me permite la observación, me impresiona que no se haya cambiado nada. Me refiero a los muebles, las camas, la tapicería, las cortinas. Durante los treinta y dos años que el Columbio, estuvo en manos del señor Hodgins Weatherby, es evidente que lo trató como una reliquia.
Henry sonrió.
—Puedo explicarlo. Weatherby no era nada marinero. El mero hecho de que se balanceara sobre el agua, para él era una tortura. Pagó una fortuna para dragar el puerto y poder subir a bordo directamente desde el muelle. Además del personal de mantenimiento, sólo podían subir él y su médium. Siempre se sentaba aquí —Henry palmeó el brazo del sillón en el que estaba sentado—, y el médium allí —añadió señalando el de Sunday.
»No te lo he dicho, cariño, pero estás sentada en el sillón de sir Winston Churchill. Por lo que me contó mi padre, cuando Roosevelt le pidió el barco prestado para llevar a navegar a Churchill, sir Winston fue directo a ese sillón. El viejo Weatherby afirmaba que había mantenido conversaciones a través del médium con el primer ministro, con Roosevelt, con De Gaulle y con Eisenhower, por nombrar sólo unos pocos. Sin embargo, creo que no pudo cruzar ni una palabra con Stalin.
—Consideraba el barco una especie de glorieta exótica —dijo Sunday—. Ahora comprendo por qué la familia lo donó para esa subasta de caridad en cuanto él murió.
—Yo también. Pero, por supuesto, todo eso dio origen a la leyenda de que el barco está embrujado. Aparentemente, el médium era un mimo bastante bueno.
Llamaron a la puerta y entró Marvin Klein vacilante.
—Señor presidente, no quería interrumpirlo, pero lo llama el secretario de Estado.
—¿Tony? —Dijo Henry—. Seguro que pasa algo. —Cogió el teléfono que le tendía Klein, e hizo un gesto con la mano—. Sims, no se vaya, deme unos canapés de queso.
Tragó uno rápidamente, y atendió el teléfono efusivamente.
—Hola, Tony. Espero que Ranger te mantenga ocupado —Ranger era el nombre en clave que el servicio secreto usaba para referirse al jefe del ejecutivo.
El secretario de Estado Anthony Pryor había sido nombrado para el puesto más importante del gabinete por el sucesor de Henry, el presidente Desmond Ogilvey. A Pryor, amigo de Henry desde la época de Harvard, le encantaba dejar de lado su habitual solemnidad cuando hablaba con Henry.
—Estoy más ocupado que un zorro en un gallinero —dijo—, pero ya lo sabes. Verás, ahora que has vuelto a comprar el Columbio, queremos que nos ayudes con algo. Te van a llamar de parte de Miguel Alesso. Quiere verte y Ranger también quiere que lo veas.
—¿Alesso? El candidato a primer ministro de Costa Barria.
—Así es. Está en Miami de incógnito. Está seguro de que Angélica del Río tramó la muerte de su marido hace treinta y dos años y que sus agentes intentaron comprar el Columbio, en la subasta, pero que tú les ganaste.
—¿Y cómo lo sabe? —preguntó Henry en voz baja.
—Porque lo llamó la viuda de uno de los hombres que aparentemente no consiguió comprar el yate la semana pasada. Lo importante es que Ranger cree que eres la persona indicada para ver si la historia de Alesso es sólida. Si te parece una teoría sostenible, nos dirá mucho sobre cuál debe ser nuestra postura antes las próximas elecciones. Aunque hayan pasado treinta y dos años, a García del Río se le sigue considerando un santo en su país. No olvides que Angélica del Río, a cambio de garantizar los derechos humanos y la libertad de los disidentes, será invitada en visita oficial. Ranger no quiere quedar mal si alguien demuestra que fue ella la que urdió el asesinato de su marido.
—¿Quieres decir que Des cree que quizá se trate de una táctica para impedir que la primer ministro Del Río reciba nuestro apoyo justo antes de las elecciones?
—Exacto. Vaya problemas que a veces nos traen estos pequeños países, ¿no crees?
—Bueno, no más que los grandes —le recordó Henry—. Por supuesto que recibiré a Alesso. Mañana por la mañana, aquí en el Columbio.
—Estupendo. Nos ocuparemos de arreglarlo.
Henry le devolvió el teléfono a Marvin Klein y miró a Sunday.
—Querida —dijo—, es muy posible que, como siempre, tengas razón.
—¿Con respecto a qué?
—A la muerte de García del Río.
*****
Hacía mucho tiempo que Congor Reuthers había aprendido que hasta un hombre amenazado necesita comer. Era lunes. Lenny le había dicho que los Britland iban a volar a Washington el miércoles por la mañana, porque la congresista Sandra O’Brien Britland tenía que estar en el Congreso para el debate final sobre la ayuda a Costa Barria. Cuando los Britland dejaran el barco, se prescindiría de todos los miembros de refuerzo de la tripulación, incluido Lenny. Lo que significaba que se les acababa el tiempo. Lenny tenía que entrar en el camarote A al día siguiente.
Por lo tanto, y de momento, Reuthers no podía hacer nada más, salvo comer. Como le gustaba especialmente el ambiente del restaurante del hotel Boca Ratón, decidió cenar allí. Estaba seguro de que un par de martinis y una langosta lo animarían. Marcó el número del restaurante y reservó con tono imperativo una mesa junto a la ventana con vistas al canal.
AI llegar al restaurante y hablar con el maître, se indignó porque vio que no le daban la mesa que había elegido. Ante la disyuntiva de marcharse enfadado o aceptar el destino, dejó que su estómago tomara la decisión.
—Estoy seguro de que comprenderá por qué nos hemos visto obligados a modificar las reservas —explicó el maître con una sonrisa nerviosa mientras lo acompañaba a una mesa desde la cual no se veía más agua que la de la jarra—. Ya ve por qué hemos tenido que dejar algunas mesas libres —murmuró señalando las ventanas.
El corazón de Reuthers dio un vuelco. El ex presidente de Estados Unidos y su mujer, la pareja favorita de América, estaban sentados, bronceados y sonrientes, con unos cócteles.
Reuthers sacó del bolsillo la pitillera que ocultaba un micrófono diminuto y ultrasensible y la dejó abierta sobre la mesa, apuntando hacía los Britland. Como si se rascara la cabeza, se metió un pequeño audífono en el oído y fue recompensado con la voz de Henry Parker Britland:
—Me interesa hablar mañana con Alesso.
¡Alesso!, pensó Reuthers. ¿Para qué quiere hablar Britland con él?
Se puso la mano en el oído para que no le estorbara el murmullo de las voces de las mesas de alrededor, y se dio cuenta de que alguien le hablaba.
—Lo siento, señor, pero aquí no se puede fumar. —Levantó la vista y se encontró con el rostro ceñudo y desaprobador del jefe del comedor y se dio cuenta de que se había perdido algo que había dicho Sunday Britland sobre que Alesso traería pruebas de…
—No estoy fumando —replicó Reuthers. El hombre miró la pitillera abierta—. La saco sólo para probar mi fuerza de voluntad.
—Entonces, señor, con su permiso. —El jefe del comedor movió la pitillera y la ocultó entre el florero y la cesta de pan que un camarero acaba de dejar—. Usted la ve, pero ahora los demás no creerán que ésta es la zona de fumadores. Recuerde que quizá no sea usted el único que intenta resistir la tentación. Dios mío, ojalá a uno se le fueran las ganas de repente. ¿Ha probado calmar la necesidad de nicotina mascando chicle? Ayuda.
—Vete, imbécil. Britland te está mirando.
Reuthers saltó al oír esa voz conocida que le perforaba el tímpano con su enfado corrosivo.
—Puede reconocerte, imbécil.
Miró alrededor buscando enloquecidamente por el salón del restaurante. ¿Qué disfraz llevaría Angélica? Tenía que estar histérica de preocupación para presentarse en Florida en lugar de marcharse de Nueva York a Costa Barria. Divisó a una mujer sola de cabello canoso con un codo sobre la mesa y la vista fija en la copa de vino. Ahí estaba, Vilma la Solitaria, otro de los personajes de Angélica. Sus ojos recorrieron a continuación el resto del salón y se toparon con la mirada intensa del ex presidente. Se habían conocido hacía treinta y dos años. Reuthers también iba a bordo del yate en aquel fatídico viaje, aparentemente como miembro de la custodia personal de García del Río. Teóricamente, lo habían ejecutado junto con el resto del equipo por no haber cumplido con el deber de proteger al primer ministro.
¿Lo reconocería Britland después de tantos años?
Temeroso de arriesgarse a que lo reconociera, se puso de pie de golpe y le dio la espalda al ex presidente.
—Prefiero no cenar aquí —soltó y se marchó deprisa del restaurante.
Estaba en el ascensor cuando lo alcanzó el jefe del comedor.
—Se ha olvidado la pitillera, señor —dijo—. Siga adelante y no sucumba a la tentación. ¡Ánimo!
*****
El jefe del servicio secreto, el agente Jack Collins, se movió intranquilo. Estaba sentado a una mesa de distancia del ex presidente, y en aquel momento una voz interna le advertía del peligro.
Algo estaba pasando. Paseó la mirada inquieto por el restaurante y escrutó a cada uno de los comensales con la intensidad de una resonancia magnética. Eran personas obviamente pudientes: muchos matrimonios mayores, algunas familias con niños pequeños, todos bronceados, relajados y sonrientes. Un grupo de ejecutivos charlaba animadamente.
Probablemente habían ido a jugar a golf y luego cargarían los gastos a la empresa como una reunión de trabajo, pensó Collins agriamente.
Miró cómo un hombre de lo más rígido, que desprendía irritación por cada fibra de su cuerpo, salía del restaurante precipitadamente y casi tropezaba con cuatro sesentonas bien vestidas. Observó a las mujeres seguir al maître por el comedor y advirtió el disgusto que sintieron cuando las acompañó a una mesa del fondo rodeada de varias familias. Eso no les pasaría si fueran con un hombre, pensó.
Reparó en una mujer en la mesa pequeña de la ventana que miraba pensativa las aguas del canal. Canosa, de rostro arrugado, con gafas de sol corrientes y expresión angustiada. Parecía alguien que acababa de enviudar.
Los ojos de Collins siguieron de largo por la fila de mesas. Sencillamente no le gustaban las vibraciones que recibía. Algo no iba bien. Al cabo de una hora, cuando los Britland se levantaron para marcharse, se sintió aliviado.
Al pasar junto al escritorio de reservas, el ex presidente le hizo señas de que se acercara.
—Jack, un hombre se ha marchado bruscamente del restaurante sin comer —dijo—. ¿Lo ha visto? Su cara me sonaba. A ver si puede averiguar algo.
Collins asintió. Hizo señas a los cuatro agentes de que rodearan a los Britland mientras salían y él se detuvo en la mesa de reservas.
Una hora más tarde, cuando regresó a Belle Maris, ya había pedido que se pusiera bajo vigilancia las veinticuatro horas al huésped del hotel registrado con el nombre Norman Ballinger. La historia del jefe del comedor sobre la pitillera abierta y el comentario divertido del recepcionista del hotel sobre los planes de Ballinger de hacer un par de «saques» de golf… No era de extrañar que su instinto estuviera en alerta roja, pensó.
El teléfono sonó pocos segundos después de que entrara en la mansión.
—Has dado con algo, Jack —le informaron desde la jefatura—. Ballinger en realidad es Congor Reuthers, la mano derecha de Angélica del Río. Siempre está detrás del escenario político, pero se rumorea que es intermediario de la primer ministro.
—¿Qué hace en Boca Ratón? —preguntó Collins.
—Creemos que sabe que Alesso está allí y quiere seguirle la pista. Lo tendremos vigilado, pero mantente alerta. Reuthers no se ensucia las manos. Es posible que no esté solo.
Collins colgó el teléfono y deseó quitarse de encima la incómoda sensación de que Henry Parker Britland había cometido un error al comprar el Columbio.
*****
El martes por la mañana, Lenny Wallace tenía plena conciencia de que había aumentado la vigilancia en el Columbio.
A las siete de la mañana se había comunicado con Reuthers para informarle que Miguel Alesso, el jefe de la oposición que se presentaba a las elecciones de la semana siguiente, iba a almorzar con el ex presidente Britland en el yate.
—Tienes que recuperar esos papeles —le había soltado Reuthers—. La primer ministro está personalmente involucrada. Así que no puedes fallar.
Después le dio instrucciones de que buscara la forma de entrar en el comedor para escuchar lo que hablaban durante la comida.
Lenny hizo esfuerzos supremos para no decirle que sólo un imbécil creería que un marinero, como no fuera invisible, podía vagar a su antojo por un salón en el que se celebraba una reunión confidencial de alto nivel. En cambio, pensó en su madre y sus tías y prometió hacer todo lo que pudiera.
No obstante, señaló que siempre que el ex presidente estaba a bordo del Columbio, el jefe de su custodia, Jack Collins, también estaba allí, y parecía tener la capacidad de saber quiénes estaban a bordo e incluso a qué hora estornudaban.
—No olvides —le dijo Reuthers para terminar— que tu madre y sus hermanas están bajo arresto domiciliario… pero estoy seguro de que sólo será temporal. Haz lo que creas mejor.
A las doce en punto, Lenny estaba en la cubierta de la tripulación con los binoculares observando cómo una limusina se detenía en el embarcadero. Del coche bajaron dos hombres y dos mujeres y subieron a la lancha: los Britland y el jefe de la oposición de Costa Barria, Miguel Alesso.
En ese momento le cruzó por la cabeza una nueva posibilidad: Alesso era cada vez más popular.
Siempre que hacía una aparición, el pueblo se entusiasmaba. ¿Y si no encuentro los papeles? Podría desaparecer. Si por una increíble casualidad gana las elecciones, podría ponerme en contacto con él y contarle lo que me habían encargado que hiciera. Puedo decirle dónde están enterrados los cuerpos y quizá me recompense.
Pero no, era imposible. Cuando pasaran las elecciones, sería demasiado tarde para su madre y sus tías, esas mujeres maravillosas llamadas las Hermanas Abecedario. Su madre, la mayor, era Antonia; la siguiente, Blanca; la tercera, Conchita, y así hasta llegar a la última, lona.
Lorenzo Esperanza, también llamado Lenny Wallace, sintió el renovado impulso de cumplir con su deber mientras se secaba las lágrimas que le corrían por las mejillas.
*****
Todo en él desprende sinceridad, pensó Sunday. Henry y ella estaban sentados con Miguel Alesso en el salón. Henry le había sugerido a Alesso que se sentara en el sillón favorito de sir Winston.
—Creo que es un honor demasiado grande para mí —dijo Alesso con una sonrisa—. Aunque, en pequeña escala, quizá se podría comparar la precaria situación de mi país con la de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial.
Sunday sabía que Alesso tenía apenas treinta años, pero su aire de seriedad y madurez, el cabello oscuro lleno de canas y una expresión sensata, aunque triste, en sus ojos castaños, se combinaban para hacer que pareciera al menos diez años mayor.
Se inclinó hacia adelante con ademanes intensos.
—Angélica del Río planeó y llevó a cabo el asesinato de un hombre realmente excepcional —dijo apasionadamente—. El padre de la señora del Río, como usted sabe, señor, era comandante del ejército de Costa Barria. Ella se casó con el primer ministro por orden de su padre y estoy convencido de que tuvo intenciones de eliminarlo desde el principio. Por entonces era, y sigue siendo, una mujer muy bella y muy carismática. En fin, como dicen, la carne es débil… —Se encogió de hombros—. Ella cambió los guardaespaldas y los reemplazó por los matones que lo traicionaron, incluidos un primo lejano suyo, criado en Inglaterra, un tal Congor Reuthers.
»Por la información que tengo, la señora del Río drogó a su marido, así como a su padre y a usted, con un postre preparado especialmente por su chef personal. Cuando García del Río quedó inconsciente, los guardaespaldas, guiados por Reuthers, pusieron pesas en el cuerpo y lo tiraron por la borda. Seguramente se hundió en el fondo del mar.
»Los guardaespaldas esperaban una recompensa, y la recibieron. Cuando regresaron a Costa Barria con la doliente viuda, fueron ejecutados por abandono de la guardia… todos, salvo, naturalmente, Reuthers.
—Aun no comprendo por qué eligió esa noche y este barco —observó Henry.
Sunday estudió a su marido. Estaba sentado recto con la barbilla apoyada sobre la mano izquierda, con toda su atención puesta en Alesso.
Casi se podían oír los acordes del himno presidencial flotando en el aire.
—El padre de Angélica, el general, la había llamado para decirle que su marido estaba al tanto de que los guardaespaldas planeaban asesinarlo. También le informó que García del Río sabía que ella había desviado millones de dólares de las obras de caridad que presidía y que pensaba detenerla en cuanto regresaran a Costa Barria. No tenía alternativa. Tenía que actuar inmediatamente.
Tiene sentido, coincidió Sunday en silencio.
—El plan era que el padre de Angélica tomara el poder, pero sufrió un ataque al corazón a la semana siguiente y ella aprovechó la oportunidad de acceder al gobierno. Terminó el mandato de su marido, y después, capitalizando el cariño que el pueblo le tenía a García del Río, se hizo con el poder absoluto.
—¿Y qué pruebas hay de todo esto? —Preguntó Henry—. Usted ha hablado de pruebas, señor.
Alesso se encogió de hombros.
—Las pruebas están en el sobre que García del Río le entregó cuando usted tenía doce años.
—¿Y cómo sabe todo esto? —preguntó el ex presidente.
—Uno de los guardaespaldas trató de sobornar a un guardia de la prisión para que lo dejara escapar y no lo ejecutaran —respondió Alesso—. Le contó que habían asesinado a García del Río y que Reuthers había registrado el cuerpo en busca de un sobre antes de tirarlo por la borda. En el sobre había una declaración que pensaba hacer el primer ministro, en la que acusaba a su esposa. Ella la había visto pero no había tenido tiempo de sacársela de la chaqueta antes de la cena.
—¿Y por qué no se supo nada de todo esto? —preguntó Sunday.
Alesso parecía sorprendido por la pregunta.
—El guardia habría firmado su propia sentencia de muerte si admitía que sabía que el primer ministro había sido asesinado —dijo—. Pero a medida que fue envejeciendo, empezó a beber un poco más de la cuenta, como a veces pasa con los ancianos, y a hablar. Terminó hablando demasiado, porque desapareció.
—Ahora, después de todos estos años, al fin encajan las piezas —murmuró Henry.
—No, señor —lo corrigió Alesso—, las piezas no encajarán hasta que no se encuentren esos papeles, si es que aún existen. En este momento, les ruego a los dos que apoyen mi candidatura, y a usted, señora congresista, le pido por favor que vote en contra de la ayuda al pueblo de Costa Barria mientras Angélica del Río siga en el poder. Apoyarla es apoyar la opresión.
Sunday se sintió incapaz de sostener la intensa mirada de Alesso y apartó la vista, temerosa de que él viese la indecisión en sus ojos.
—Y a usted, señor —añadió Alesso dirigiéndose a Henry—, le imploro que solicite al jefe del ejecutivo de Estados Unidos que cancele los planes de invitar a Angélica del Río a una cena de Estado. El apoyo de su gran nación daría fuerzas a la tiranía.
Lenny sabía que no había forma de subir a la cubierta superior mientras se celebraba la reunión. Pero se había enterado que después del almuerzo los Britland regresarían a Belle Maris y pasarían la noche allí. Al día siguiente, cogerían el avión temprano hacia Washington. Lo que significaba que el omnipresente servicio secreto vigilaría la mansión, no el yate.
Lenny acababa el turno a las cinco de la tarde, y sabía que si no desembarcaba enseguida despertaría sospechas. Mientras barría la cubierta de madera de teca, se le ocurrió una idea. A nadie le sorprendería que se quedara en su litera si estaba enfermo.
Al cabo de una hora se presentó ante el sobrecargo. Tenía el rostro cubierto de sudor, los ojos semicerrados y se tambaleaba.
—Seguro que es algo que he comido —se quejó cogiéndose el estómago.
Diez minutos después estaba en su camarote de la cubierta de la tripulación, acostado en la litera, tratando de hacer acopio de valor para escabullirse hasta el camarote A. Pero debía esperar hasta más tarde, cuando disminuyeran las medidas de seguridad y lo amparara la oscuridad de la noche.
*****
Los acontecimientos que se avecinaban ya se anunciaban, pensó Henry esa noche mientras tomaba un café.
Sunday y él habían cenado en la terraza llena de flores de Belle Maris. Las llamas suaves y oscilantes de unas velas cilíndricas ascendían hacia la luna llena, que derramaba sobre el Columbio su luz fantasmagórica y majestuosa.
—Cariño, estás tan callado —observó Sunday mientras le hacía señas a Sims de que volviera a llenarle la taza de café.
—Con todo ese café, ni siquiera tú dormirás —la riñó con dulzura.
—Ya me conoces, Henry, yo duermo hasta de pie. Gracias a mi conciencia limpia. —Tomó un sorbo y chasqueó los labios—. Vaya, esto si que es un café. —Su expresión se tornó seria—. Henry, hasta ahora no te lo había preguntado: ¿crees la historia de Alesso?
—Sí, y por varias razones. Anoche en el restaurante vi a un hombre que me resultaba conocido. Como sabes, tenía razón. Ya lo había visto. Es la mano derecha de Angélica del Río, y esa noche, hace treinta y dos años, estaba en el Columbio. Cuando el primer ministro me pasó el sobre, ese individuo estaba cerca de nosotros. Cuando registraron el cuerpo de García del Río y no encontraron el sobre, lógicamente sospechó que lo tenía yo. Si sabe que Alesso acaba de revelar la verdad, removerá cielo y tierra para recuperar aquel sobre. Si pudiera desmontar el yate completamente, lo haría. Pero ha estado fuera de nuestras manos treinta y dos años… quién sabe si no lo encontró alguna criada en alguna parte y lo tiró.
—¿Vas a sugerirle a Des que cancele la visita de Estado de la señora Del Río? —preguntó Sunday.
—No es tan fácil cancelar una visita de Estado, salvo por razones muy graves. Si la señora Del Río gana las elecciones el martes próximo y firma el tratado de respetar los derechos humanos, las historias sobre ella que los oponentes derrotados hagan circular carecerán de valor. Sin pruebas, sencillamente no se pueden considerar creíbles. Y, por el momento, Alesso no tiene ninguna posibilidad de ganarle.
Sunday miró el Columbio a lo lejos.
—Henry, ¿sabes una cosa? Me gustaría pasar una noche más en el yate. Me encanta dormir allí. ¿Qué te parece?
—Supongo que yo también estoy incluido en el plan, ¿no? —sonrió—. Creo que a mí también me gustaría que me mecieran las olas, amor mío. Quién sabe, a lo mejor el Columbio nos revela el secreto. Sería maravilloso.
*****
A las nueve, antes de salir del camarote para buscar los papeles, Lenny arregló la litera para que pareciera que había alguien durmiendo.
Había visto muchos guardacostas alrededor del yate y recordó con regocijo que estaban allí para asegurarse de que nadie se acercara… ¡Pero él ya estaba a bordo!
Ahora que había llegado el momento de hacer el trabajo, estaba terriblemente nervioso. Lo peligroso era llegar hasta el camarote A, pero una vez dentro estaría a salvo. Esa noche no había ninguna razón para que alguien entrara a echar un vistazo.
La peor parte sería cortar un trozo del revestimiento de roble sin hacer ruido. Reuthers le había dicho que había metido el sobre y las hojas del diario en el agujero para la caja fuerte, así que como mucho se habrían caído al suelo. Allí las encontraría, detrás de los paneles de revestimiento.
Por lo tanto, lo más lógico era empezar por abajo, razonó. Si los papeles se habían quedado entre la pared y los paneles, era más fácil empezar a subir a partir de allí.
Con una sierra, un martillo pequeño y un taladro que había robado de la sala de herramientas, salió sigilosamente de la cubierta de la tripulación.
No había nadie en las dos primeras cubiertas. Evidentemente los guardias estaban en el embarcadero o en los barcos. En la cubierta superior, estuvo a punto de tropezar con uno de los agentes del servicio secreto apostado al pie de la escalera que llevaba al camarote de los Britland.
Un derroche de personal, pensó Lenny, puesto que el matrimonio iba a quedarse en la mansión. Pero el incidente le preocupó. ¿Seguro que iban a quedarse en la casa?, se preguntó.
Al cabo de tres angustiosos minutos, entró a hurtadillas en el camarote A. No se atrevió a encender la luz, pero afortunadamente la noche era clara y la luna llena iluminaba la habitación. Ese camarote era veinte veces más grande que el cubículo que le habían dado a él. Tenía una cama doble con cabecera, un escritorio empotrado, cajones empotrados, un sofá, sillas… todo lo necesario para que el ocupante estuviera cómodo incluso con mala mar.
El armario era profundo. Una vez dentro, Lenny cerró la puerta y se animó a encender la linterna. ¡Ahí estaba la caja fuerte, en la pared del fondo! Era redonda como un ojo de buey y tenía la puerta pintada como un mar en calma. La vieja combinación parecía una brújula y distrajo la atención de Lenny.
Pasó la mano sobre la caja fuerte mientras pensaba que no podía contener piedra más preciosa ni valiosa que lo que había oculto debajo.
Se sentó en el suelo y golpeó el panel de madera para calcular el espesor. Es grueso, se dijo. ¡Condenadamente grueso! ¿Cuántos árboles habrán hecho falta para construir este barco?, pensó mientras se preparaba para una larga noche de trabajo. Si hubiera tenido un hacha grande y una sierra eléctrica, y hubiera querido atraer a todos los guardias y a toda la tripulación, habría podido hacerlo rápido, pero no era el caso. Con cuidado, empezó a hacer un agujero con el taladro a pocos centímetros del suelo.
Cada quince minutos se detenía para descansar. Al cabo de unas dos horas, mientras se desperezaba, oyó un débil crujido. Apagó de un manotazo la linterna y entreabrió apenas la puerta. Los ojos se le salieron de las órbitas del susto.
En el silencioso camarote, de pie, de espaldas a él, la lámpara iluminaba la figura delgada en camisón de la congresista Sandra O’Brien Britland, que apartaba las mantas. Ante un incrédulo Lenny, la mujer se metió en la cama y apagó la luz.
*****
Henry, como siempre, tenía razón, pensó Sunday con un suspiro mientras trataba de conciliar el sueño. Su marido se había dormido enseguida en el camarote de la cubierta de arriba. Demasiado café, pensó. El cerebro le funcionaba a toda velocidad. Pero no era sólo por el café. Algo que le había contado Henry sobre la noche en que dormía en ese mismo camarote treinta y dos años atrás, le martilleaba el inconsciente. Pero ¿qué era?
Ojalá se encontraran esos papeles, pensó. Si Alesso tiene razón, una mujer mató a su marido en este mismo barco y quizá robó las pruebas de este mismo escritorio.
Era evidente que no podía dormir. Por lo general era Henry el que leía durante varias horas mientras ella dormía, pero esa noche se había quedado amodorrado en cuanto su cabeza tocó la almohada.
Pasaba tan raramente que Sunday se había ido de puntillas a la salita del camarote para no molestarlo con sus vueltas en la cama. Pero después se le ocurrió bajar al camarote A. Al fin y al cabo, ahí había tenido lugar el robo.
Henry le había contado algo importante sobre lo sucedido la noche de la desaparición de García del Río. Pero no lo recordaba. Seguramente, algo en apariencia «insignificante» que todos habían pasado por alto.
Por lo tanto, pensó que si iba al camarote, a lo mejor conseguía que afloraran algunos hechos escurridizos. Antes de salir de la suite de arriba, garabateó una nota para Henry y se la dejó sobre la almohada. Se preocupa demasiado por mí, había pensado mientras la dejaba resistiendo el impulso de arroparlo. Sólo conseguiría despertarlo y después no querría que ella se fuera.
Art, el agente del servicio secreto de guardia al pie de la escalera, se sorprendió al verla, pero asintió con la cabeza cuando ella le dijo dónde estaría.
Espero que no piense que Henry y yo nos hemos peleado. Sonrió ante la idea de que alguna vez pudieran discutir. Únicamente disentimos de vez en cuando sobre algunas cosas, eso es todo. Discusiones intelectuales, pero no peleas.
Abandonó la idea de dormir y volvió a encender la luz. Se incorporó, se apartó el pelo de la cara y se apoyó sobre una pila de almohadas. Sims había dicho que la decoración y los muebles del barco no habían cambiado. Se imaginó a Henry sentado a su escritorio escribiendo concienzudamente en su diario a pesar del cansancio que, como le había dicho, casi le impedía mantener los ojos abiertos.
Me pregunto si cuando uno está muy cansado, en vez de escribir con la conciencia, no escribirá directamente con el espíritu, reflexionó. En fin, esto no me lleva a ninguna parte. Será mejor que intente dormir de nuevo.
Volvió a apagar la luz ¡Qué silencio!
Henry me dijo que de esa noche, más que un recuerdo, tenía la sensación de que alguien había estado en el camarote de pie a su lado. Sabemos que su padre entró a verlo. Pero ¿habrá entrado alguien más? ¿Qué más me dijo que no puedo recordar? ¿Por qué tengo esta desagradable sensación?
El barco empezaba a moverse un poco más y un suave crujido rompió el silencio. A continuación se oyó otro crujido, esta vez más específico y más cerca. Sunday volvió instintivamente la cabeza hacia el armario.
Había oído un ruido, como si algo se deslizara por el suelo. Parecía venir del armario, como si hubiera alguien dentro. Estaba segura.
Estiró la mano cuidadosamente sobre la mesilla de noche en busca del botón que le brindaría ayuda, pero en ese momento se abrió la puerta que daba al pasillo, se encendió la luz, y vio el rostro preocupado de su marido.
Quienquiera que esté en el armario, evidentemente no me esperaba, pensó. Está buscando algo.
—¡Sunday! —Exclamó Henry—. ¿Por qué has…?
—Ay, cariño —lo interrumpió con una voz más grave que la habitual—, creo que será mejor que vuelva al otro camarote. Aquí tampoco puedo dormir.
—Te dije que no tomaras tanto café —la riñó Henry.
—Ya sé, cariño, siempre tienes razón. Por eso te eligieron presidente.
Sunday saltó de la cama, cogió la bata y casi empujó a Henry hacia la puerta, que cerró cuidadosamente a sus espaldas.
En el pasillo, le tapó la boca en el momento en que él empezaba a preguntarle qué demonios pasaba.
—He arrinconado a nuestro hombre —murmuró animadamente—. Está dentro del armario. Cuando entraste, acababa de darme cuenta. Te apuesto a que está buscando los papeles que desaparecieron esa noche. Seguro que sabe que están en alguna parte del armario. Vamos a dejar que los encuentre.
Una hora más tarde, Lenny seguía serrando un agujero cada vez más grande en el fondo del armario del camarote A. Reuthers debió de soñarlo, pensó cada vez más frustrado y a punto de la histeria. Esos papeles no están aquí. ¡No están!
Mamá y las tías. Tía Blanca, tía Conchita, tía Desdémona, tía Eugenia, tía Florinda, tía Georgina, tía Helena, tía lona…
Lágrimas de frustración empezaron a deslizarse por sus mejillas. Los papeles no estaban y le echarían la culpa a él. Tenía que buscar la manera de salvar el pellejo de todo el mundo, incluido el suyo, pero ahora debía regresar a su litera. Quizá alguien volvería a entrar en ese camarote.
Salió del armario, cerró la puerta en silencio, cruzó la habitación de puntillas y abrió la puerta que daba al pasillo. En aquel momento se quedó paralizado.
Jack Collins, el jefe de la custodia, lo miraba con ojos duros.
—Enséñanos el tesoro oculto —le ordenó mientras los otros agentes cogían a Lenny por los brazos.
Henry y Sunday, por insistencia de Collins, estaban en la otra punta del pasillo, separados de la acción por cuatro agentes corpulentos. Collins hizo una seña y uno de los agentes se apartó.
—Señor —dijo—, si desea…
Collins empujó a Lenny dentro del camarote.
—Es evidente que buscaba algo, señor —dijo señalando el panel roto del fondo del armario—. Es un marinero. Un fallo de seguridad deplorable.
—No se preocupe —interrumpió Henry—. ¿Ha encontrado los papeles?
—No tiene ningún papel, señor.
Lenny sabía que su única esperanza era hacer un trato, y rápido.
—Se lo diré todo —imploró—, pero usted debe impedir que le hagan daño a mi madre y mis tías.
—Podemos intentarlo —prometió Henry—. ¡Habla!
—Señor presidente, aquí tiene su bata —dijo Sims desde el vano de la puerta.
El mayordomo tenía un aspecto señorial incluso en bata, pensó Sunday. Sims llevaba un batín sobre el pijama, calcetines negros de seda y zapatos negros con cordones.
—Un minuto, Sims. —Henry miraba a Lenny a los ojos—. Habla, he dicho.
*****
—… por lo tanto, Reuthers sabe que usted va a desmontar el barco para renovarlo y que si encuentra el sobre y las hojas del diario, todo habrá acabado para Angélica del Río. El pueblo la linchará. Me dijo que los papeles tenían que estar detrás del armario, debajo de la caja fuerte, pero se ha equivocado. Se habrán evaporado, porque no están.
Sunday vio su propia desilusión reflejada en la cara de su marido.
—Su bata, señor —insistió Sims—. Póngasela que si no se morirá de frío. ¡Dios mío! —Se estremeció—. Déjà vu! Todo esto me recuerda esa horrible noche de hace treinta y dos años. Después de la desaparición del primer ministro, le traje su bata y lo acompañé al camarote de su padre…
—¡Espere un minuto! —Exclamó Sunday—. ¿Qué acaba de decir?
—Dije que le traje la bata al señor Henry, como lo llamaba en aquella época, y después…
—¡Era eso! —Dijo Sunday—. Le trajo la bata. ¿Por qué? ¿No estaba en su camarote?
Sims arrugó la frente, pensativo.
—Ah, sí, ahora me acuerdo. Resulta que le llevé un vaso de leche con galletas, señor, y comprobé si todo estaba en orden. Noté un ruido de lo más fastidioso; un grifo goteaba en el lavabo, así que aquella noche decidí que durmiera en el camarote B. —Volvió a arrugar la frente—. Sí, ahora lo recuerdo perfectamente. Le llevé el pijama al camarote B, abrí la cama y después le llevé el vaso de leche y las galletas. Como sabía que querría escribir en su diario, también lo trasladé junto con la pluma al camarote B.
—¡Claro! —Exclamó Henry—. La puerta estaba abierta, usted estaba aquí, y yo estaba tan atontado que ni me di cuenta de que me iba al camarote B.
Sunday se volvió hacia Jack Collins.
—Jack, llevemos un hacha al armario del camarote de al lado.
*****
Al cabo de quince minutos, el ex presidente de Estados Unidos levantó la vista de las páginas amarillentas que acababa de leer.
—Está todo aquí —dijo emocionado—. Jack, tráigame el teléfono especial. Tengo que hablar inmediatamente con el presidente Ogilvey.
Tres minutos más tarde, Henry le leía por teléfono a su sucesor en el Despacho Oval las últimas palabras escritas de García del Río.
«Con el corazón acongojado, ordenó la detención de mi esposa, la señora Angélica del Río, y de su padre, el generalísimo[3] José Imperate, por los cargos de traición y malversación.
»Me he enterado de que se piensa atentar contra mi vida el próximo martes. El informante no sabe si tendrá lugar durante mi traslado del palacio al Congreso, o más tarde, durante la cena privada que ofreceré a los dirigentes de mi partido. Es posible que el nuevo cocinero que ha contratado mi mujer intente envenenarnos a todos. Creo que mi mujer y su padre se han asegurado de que carezca de protección amañando pruebas falsas contra los hombres leales y honestos que se han ocupado de mi seguridad durante años. Los han reemplazado por sus propios esbirros, dirigidos por hombre que, según me he enterado, es un primo lejano de Angélica, un tal Congor Reuthers, criado en Inglaterra.
»Por otra parte, acuso a mi mujer de malversación de fondos. Ha desviado millones de dólares de las obras de caridad que preside, dinero donado para ayudar a los pobres de nuestro pueblo. Como prueba de esta acusación, adjunto la lista de los números de sus cuentas en Suiza».
—Esto es todo, Des —concluyó Henry—. Mi diario indica que cuando mi padre se levantó para hablar en la cena, García del Río cambió subrepticiamente su plato por el de su mujer. Supongo que aunque no esperaba que lo envenenaran aquella noche, se protegía por precaución. Después señaló que el postre que había preparado el chef personal de Angélica, y que ella había insistido en que la acompañara, tenía un sabor ligeramente medicinal. Creo que nos drogó a todos con un sedante para asegurarse de que nadie pudiera acudir a ayudar a García del Río. También indico que ella no tocó el postre, pero que su marido probó el de ella ante la insistencia de su mujer. —Henry suspiró—. Es evidente que aunque comió muy poco, lo dejó atontado. Y ahora, amigo, el balón está en tu campo.
Le devolvió el teléfono a Jack Collins y se volvió hacia su mujer.
—Todo ha acabado, cariño.
*****
—Es maravilloso, ¿no? —preguntó Sunday emocionada mientras, una semana más tarde, Henry y ella miraban a Alesso, el primer ministro de Costa Barria recién electo, saludar a la vitoreante multitud.
—Será un buen jefe de Estado —coincidió Henry— y hará realidad el sueño que tenía García del Río para su país: derechos humanos, democracia, una economía sólida, educación para todos.
Estaban en la biblioteca de Drumdoe, mirando el informe especial sobre las elecciones del informativo de las once.
Sunday cogió la mano de su marido.
—¿Ahora estás convencido de que no habrías podido impedir lo que pasó, incluso aunque hubieras dado ese paseo con García del Río por la cubierta?
—Sí, estoy convencido —coincidió él—. Pero agradezco que hubiera tenido el impulso de meter en el último momento ese sobre en mi bolsillo, si no, jamás hubiésemos sabido la verdad.
—Y por lo menos Angélica y su primo pagarán por sus crímenes —dijo Sunday—. No creo que a esa mujer le guste la vida en la cárcel.
—Seguro que no —sonrió Henry—. ¿Qué te parece si hacemos un último viaje en el Columbio, antes de renovarlo?
—Me encantaría —aceptó Sunday.
—Pero esta vez trata de quedarte conmigo en el camarote. No me gusta salir a buscar en medio de la noche.
—No me moveré. Una nunca sabe a quién puede encontrarse en un armario de ese yate, ¿no crees? —repuso Sunday con una sonrisa.