¡Junta más leña que el viento es helado!
Déjalo silbar atolondrado que tendremos una Navidad en paz a su lado.
La congresista Sandra O’Brien Britland levantó la mirada y encontró a su marido, ex presidente de Estados Unidos, recitando una poesía en el vano de la puerta de su acogedor despacho de Drumdoe, la casa de campo de Bernardsville, Nueva Jersey.
Le sonrió con cariño. Incluso con el jersey de cuello vuelto, los tejanos y las botas destrozadas, se veía que Henry Parker Britland IV había nacido para ser un personaje. Unos toques grises en el pelo castaño oscuro y las arrugas de concentración en la frente eran casi los únicos signos de que Henry se acercaba a su cuadragésimo quinto cumpleaños.
—De modo que recitando a Tennyson —dijo ella mientras se retrepaba en el sofá donde había estado leyendo la interminable pila de documentos sobre legislación pendiente—. Deduzco que el «tío bueno del año» tiene algo entre manos.
—No es Tennyson, cariño, sino sir Walter Scott, y… cuidado, si vuelves a llamarme «tío bueno del año» te colgaré de los pulgares.
—Pero la revista People te ha nombrado «tío bueno» por quinto año consecutivo. Es todo un récord. Pronto tendrán que crear un premio al «tío bueno perpetuo» y retirarle de la lista de candidatos. —Al ver la expresión de burlona amenaza en el rostro de Henry, Sunday se apresuró a añadir—: De acuerdo, era una broma.
—Aquí tiene, señor presidente.
Sims, el mayordomo, apareció en la puerta con una sierra nueva y brillante sobre las palmas. La exhibió ante Henry con la misma solemnidad que si se tratara de las joyas de la corona.
—¿Qué demonios es esto? —exclamó Sunday.
—¿Qué crees, cariño? —Preguntó Henry mientras examinaba con cuidado la herramienta—. Bien hecho, Sims, creo que servirá perfectamente.
—¿Estás pensando en cortarme en dos? —preguntó Sunday.
—Orson Wells y Rita Hayworth tuvieron bastante éxito con esa escena. No, querida, tú y yo vamos a ir al bosque. Esta mañana, mientras daba un paseo a caballo, vi un abeto perfecto para nuestro primer árbol de Navidad. Está en el extremo norte de la finca, justo después del lago.
—¿Y vas a cortarlo solo? —Protestó Sunday—. Henry, creo que te estás tomando lo del «tío bueno» demasiado en serio…
Henry levantó la mano libre.
—Nada de discusiones. Hace un par de semanas me contaste que uno de los recuerdos más felices de tu niñez era acompañar a tu padre a comprar el árbol de Navidad y ayudarlo a llevarlo a casa y decorarlo. Este año, tú y yo empezaremos una nueva tradición.
Sunday se acomodó un rizo rubio detrás de la oreja.
—¿Hablas en serio?
—Absolutamente. Caminaremos por la nieve hasta nuestro bosque. Cortaré el árbol y juntos lo arrastraremos hasta aquí. —Henry sonrió, satisfecho de su plan—. Mañana es Nochebuena. Si traemos el árbol hoy y lo montamos, podemos empezar a decorarlo esta noche y terminarlo mañana. Sims sacará las cajas del almacén. Puedes elegir los adornos que más te gusten.
—Tenemos muchos, señora —intervino el mayordomo—. El año pasado, vinieron los decoradores de Lanning, como siempre, y prepararon unos adornos en azul y plateado. Muy bonito. Y el año anterior, tuvimos una Navidad blanca. Sí, fue un gran éxito.
—Lanning estará desesperado al ver que este año no lo llamas —comentó Sunday mientras dejaba los documentos y el bloc a un lado y se ponía de pie. Se acercó a Henry y lo cogió de la cintura—. No me engañes, lo haces por mí.
Henry le cogió la cara.
—Últimamente has tenido mucho trabajo. Creo que lo mejor es que organicemos juntos la clase de Navidad que necesitas. Todo el personal de la casa, salvo Sims, se marcha. Los agentes del servicio secreto también se irán a sus casas. Sólo estaremos nosotros dos, y Sims.
Sunday tragó con dificultad. Se le había hecho un nudo en la garganta. Hacía pocas semanas que habían tenido que operar de urgencia a su madre por una afección del corazón. Ahora se recuperaba en la finca de su marido, en las Bahamas, al cuidado de éste. Pero le había faltado poco… El miedo de perder a su madre la había conmocionado profundamente.
—Si a la señora le parece bien que me quede… —dijo Sims, con tono interrogativo, circunspecto, y, como siempre, con modales majestuosos.
—Sims, hace treinta años que vive en esta casa —respondió Sunday—. ¿Cómo no vamos a querer que se quede? —Señaló la sierra—. Pensaba que los leñadores usaban hachas.
—El hacha tendrás que llevarla tú —dijo Henry—. Abrígate que hace frío. Ponte el traje de esquí.
*****
Jacques asomó la cabeza detrás de un roble centenario para observar al hombre alto que estaba serrando un árbol. La mujer reía y al parecer trataba de ayudar mientras el otro hombre, que se parecía a grand-pére, se limitaba a mirar.
Jacques no quería que lo descubrieran porque lo mandarían otra vez con Lily, y Lily le daba miedo. En realidad, le tuvo miedo desde que había llegado para cuidarlo mientras maman y Richard estaban de viaje.
Maman y Richard se habían casado la semana anterior. A Jacques le caía muy bien su nuevo papá, hasta que Lily le dijo que maman y Richard habían telefoneado para decir que ya no lo querían y que se lo llevara. Después, subieron al coche de Lily y viajaron durante un largo rato. Jacques recordaba que estaba durmiendo cuando lo despertó un ruido muy fuerte, el coche dio un trompo y se salió de la carretera. La puerta de su lado se abrió de golpe y él se escapó.
¿Por qué maman, si ya no lo quería, no lo había mandado con grand-pére, que había regresado a París ese mismo día? Al marcharse, su abuelo le había dicho que le gustaría mucho ese lugar tan bonito llamado Darien, y que estaría muy contento en la nueva casa de Richard. Grand-pére le había prometido que el verano siguiente pasarían un mes juntos en la casa de campo de Aix-en-Provence y que, mientras tanto, le mandaría muchos mensajes por el ordenador.
Aunque pronto iba a cumplir seis años y maman siempre lo llamaba «mi pequeño hombrecito», todo eso le resultaba demasiado difícil de comprender. Lo único que sabía era que maman y Richard ya no lo querían y que él no quería estar con Lily. Ojalá pudiera hablar con grand-pére; a lo mejor, pensó, venía a buscarlo. Pero… ¿y si grand-pére le decía que debía quedarse con Lily? Lo mejor, decidió Jacques, era no hablar con nadie.
El árbol cayó con un ruido seco delante de él.
El hombre alto, la mujer y el otro hombre que se parecía un poco a grand-pére empezaron a aplaudir. Después cogieron el árbol y comenzaron a arrastrarlo.
Jacques los siguió sigilosamente.
—Un abeto espléndido, señor —comentó Sims—, pero creo que no está del todo centrado.
—Está mal puesto en la base —señaló Sunday—. En realidad está un poco torcido, por eso parece descentrado. —Estaba sentada en el suelo de la biblioteca, con las piernas cruzadas, mientras revisaba las cajas que contenían los adornos de Navidad—. Sin embargo —añadió—, considerando lo que os ha costado fijar ese árbol a la base, sugiero que lo dejéis como está.
—Es lo que pienso hacer —dijo Henry—. ¿Con qué color lo adornarás?
—Ninguno en especial —respondió Sunday—, una mezcla. Un árbol casero, con luces multicolores y guirnaldas doradas y plateadas. Ojalá tuvieras algunos adornos viejos de cuando eras niño.
—Tengo algo mejor que eso: tus adornos viejos —le dijo Henry—. Se los pedí a tu padre antes de que tu familia se fuera a Nassau.
—Voy a buscar la caja, señor —se ofreció Sims—. ¿Les apetece a los señores una copa de champán mientras decoran el árbol?
—Por mí, encantado —respondió Henry, y comenzó a frotarse las palmas encallecidas—. ¿Estás preparada para unas burbujas, querida?
Sunday no respondió. Tenía la vista fija más allá del abeto.
—Henry —dijo en voz baja—, no pienses que estoy loca, pero por un segundo me ha parecido ver el rostro de un niño tras el cristal de la ventana.
*****
Mientras salían del Paseo Merritt, de Connecticut, y tomaban la carretera que llevaba a Darien, Richard Dalton echó un rápido vistazo a la mujer con la que estaba casado desde hacía siete días.
—Te debo una luna de miel de verdad —le dijo en correcto francés.
Giselle Dubois Dalton lo cogió del brazo y respondió en un inglés con acento:
—Recuerda, Richard, que de ahora en adelante tienes que hablarme sólo en inglés. Y no te preocupes, ya tendremos una luna de miel de verdad. Sabes que no quería dejar a Jacques con una niñera desconocida más que unas horas. Es un niño tan tímido.
—Pero la mujer habla francés fluidamente, querida, y eso es importante. Además, tiene muy buenas recomendaciones de la agencia.
—Sí, pero… —La voz de Giselle tenía un tono de preocupación—. Todo ha sido muy precipitado, ¿no crees?
En efecto, había sido precipitado, se dijo Dalton. Giselle y él pensaban casarse en mayo, pero adelantaron la fecha porque a él le habían ofrecido la presidencia de All-Flav, la multinacional de refrescos. Hasta entonces era director de Collette, la principal competidora de la división francesa de All-Flav. Todos habían coincidido en que nadie de treinta y cuatro años rechazaría ese puesto, sobre todo si venía acompañado de una suculenta suma de dinero. Giselle y Dalton se habían casado la semana anterior, y, al cabo de unos días, habían llegado a la casa que la empresa había alquilado para ellos en Darien.
Les habían dicho que el ama de llaves, Lily, no podría incorporarse al trabajo hasta después de Navidad, pero el viernes por la tarde se había presentado inesperadamente. Por lo tanto, el sábado por la mañana, Louis, el padre de Giselle, los había convencido de que el fin de semana se fueran a Nueva York a pasar una corta luna de miel. «Yo estaré con Jacques hasta el lunes al mediodía, y después puede quedarse unas horas con Lily hasta que regreséis el lunes por la tarde, después de la comida de la empresa».
Pero el almuerzo de Navidad de la empresa había durado más de lo esperado, y ahora, a medida que se acercaban a la casa de Darien, Richard percibía que su mujer estaba cada vez más tensa.
Comprendía su preocupación. Había quedado viuda a los veinticuatro años, con un bebé, y había empezado a trabajar en el departamento de publicidad de Collette, donde hacía un año se habían conocido.
No había sido un noviazgo fácil; Giselle protegía a su hijo con uñas y dientes y temía que un padrastro, cualquier padrastro, no fuera bueno con él.
También pensaban vivir en París indefinidamente. Pero en cuestión de semanas habían tenido que cambiar los planes de boda y trasladarse. Sin embargo, Richard sabía que la mayor preocupación de Giselle era que el cambio —un nuevo padre, una nueva casa— fuese demasiado brusco para Jacques. Además, el niño apenas empezaba a aprender inglés.
—Hogar dulce hogar —dijo Richard alegremente mientras giraba en el sendero particular.
Antes de que él terminara de frenar, Giselle ya estaba abriendo la portezuela.
—¡La casa está a oscuras! —exclamó—. ¿Por qué Lily no ha encendido las luces?
Richard iba a comentar, con tono burlón, que evidentemente Lily era una francesa muy ahorrativa, pero decidió no hacerlo. La casa parecía desierta, lo cual no auguraba nada bueno. Aunque ya era de noche, no se veía una sola luz en ninguna ventana.
Alcanzó a Giselle en la puerta de entrada, mientras ella buscaba la llave en el bolso.
—Ya la tengo, querida —dijo él.
La puerta se abrió y dejó a la vista un recibidor en sombras.
—Jacques —llamó Giselle—. ¡Jacques!
Richard encendió la luz. En cuanto la habitación se iluminó, sobre la mesa del recibidor vio una nota que rezaba:
«N’appelez pas la pólice. Attendez nos instructions avant de rien faire».
No llamen a la policía. Esperen instrucciones.
*****
—Señorita LaMonte, ¿cómo está usted?
Abrió los ojos lentamente y vio a un solícito agente de policía que la miraba. De inmediato se preguntó qué había ocurrido. Entonces lo recordó todo vívidamente. Había reventado un neumático. Perdió el control del coche, que se salió de la carretera y cayó en la cuneta, y ella se golpeó la cabeza contra el volante.
El niño. Jacques. ¿Les había hablado de ella? ¿Qué debía decir? La meterían en la cárcel.
Sintió una mano sobre el hombro. Advirtió que al otro lado de la cama había un médico.
—Tranquila —dijo él con tono amable—. Está en la sala de urgencias del Hospital General Morrison. Se ha dado un buen golpe, pero, por lo demás, está usted bien. Hemos tratado de avisar a su familia, pero nadie responde.
¿Avisar a su familia? Aún tenía el porta-documentos que Pete había birlado, con el carnet de conducir, el seguro médico y las tarjetas de crédito de la auténtica Lily LaMonte.
A pesar de que le dolía terriblemente la cabeza, la capacidad para mentir de Betty Rouche reapareció instantáneamente.
—En realidad es una suerte. Voy a pasar la Navidad con mi familia y no desearía que se alarmasen.
¿Dónde debía decir que vivía su familia? ¿Dónde estaba el chico?
—¿Iba sola en el coche?
Confusa, creyó recordar que la portezuela del acompañante se había abierto. El niño debió de huir.
—Sí —murmuró.
—Han remolcado el coche hasta la gasolinera más cercana, pero me temo que necesita reparaciones importantes —le dijo el policía—. Es probable que haya quedado inservible.
Tenía que marcharse de allí. Betty miró al médico.
—Le diré a mi hermano que venga y se ocupe del coche. ¿Puedo irme?
—Yo diría que sí. Pero descanse y vaya a ver a su médico la semana próxima. —El doctor salió del cubículo con una sonrisa tranquilizadora.
—Necesito que me firme el informe del accidente —dijo el policía—. ¿Vendrán a buscarla?
—Sí, gracias. Telefonearé a mi hermano.
—Bueno, ha tenido suerte, podría haber sido peor. Un reventón y sin airbag… —El policía se detuvo a mitad de la frase.
Diez minutos más tarde, Betty iba en un taxi camino de una agencia de alquiler de coches, y al cabo de veinte minutos se dirigía hacia Nueva York. El plan era llevar al niño a casa de su primo Pete, en Somerville, pero ahora no pensaba ir ni loca.
Esperó hasta sentirse segura fuera de la ciudad y se detuvo en una gasolinera, desde donde llamaría por teléfono. Ahora que estaba a salvo tenía que desahogarse con su primo, que la había metido en aquello.
«Es pan comido —le había dicho—. Oportunidades así sólo se presentan una vez en la vida». Pete estaba empleado en una agencia inmobiliaria de Darien, la Buena Elección. Decía que trabajaba en las oficinas, pero Betty sabía que se dedicaba a hacer recados y cortar el césped de las casas en alquiler que la agencia administraba.
Tenía treinta y dos años, como ella, y lo habían criado unos vecinos. Con el correr de los años, juntos se habían metido en un montón de problemas. Aún se reían de cómo habían destrozado la escuela y habían culpado de ello a otros chicos.
Pero Betty debió darse cuenta de que a Pete ese plan absurdo le iba grande.
—Mira —le había dicho—, gracias a la agencia sé todo acerca de esa pareja con el niño. El tipo, Richard Dalton, acaba de depositar un cheque de seis millones de dólares; la bonificación por el traspaso, la llaman. También he trabajado en la casa en que van a vivir. Hace seis meses la alquiló otro ejecutivo. Y conozco a Lily LaMonte. Ya la han contratado otras veces y es la única que tiene los requisitos para este trabajo. Necesitan una niñera que sepa francés. Pues bien, da la casualidad que sé que por Navidad se va a Nuevo México. De modo que te harás pasar por ella. Tienes su estatura, su edad y sabes hablar francés. Cuando el matrimonio se vaya, te llevas al niño a mi casa de Somerville. Yo me ocuparé de recoger el rescate y todo eso. Será un trueque, y nos repartiremos un millón entre los dos.
—¿Y si llaman a la poli?
—No lo harán. Pero si lo hacen, ¿qué importa? Nadie te conoce. ¿Por qué dudas de mí? No le haremos daño al niño. Además, desde mi puesto puedo controlar lo que pasa. Parte de mi trabajo consiste en quitar la nieve de la casa. Y va a nevar. De manera que si la poli mete la nariz, me enteraré enseguida. Telefonearé a Dalton y le diré que mañana por la noche deje el dinero en el buzón y tendrá al niño en casa por Navidad. Si llaman a la poli, no volverán a saber de nosotros.
—Pero si llaman a la poli, ¿qué haremos con el niño?
—Lo mismo que si cobramos el dinero. Pase lo que pase, dejas al niño en una iglesia de Nueva York. Dios atenderá sus plegarias.
A Betty le sonaba a destrozar la escuela y quedarse tan frescos. Ni ella ni Pete harían daño al niño. Del mismo modo que nunca se les había ocurrido quemar la escuela. Jamás habrían hecho algo así.
Pete atendió el teléfono.
—Hace horas que tenías que estar en Somerville —dijo con voz áspera.
—Y habría llegado si te hubieras ocupado de que ese coche de mierda tuviera ruedas decentes —le soltó Betty.
—¿A qué te refieres?
Oyó que su prima alzaba la voz mientras le contaba lo sucedido.
—Cállate y escúchame —la interrumpió—. Se ha acabado el negocio. Olvídate del dinero. No más contacto con ellos. ¿Dónde está el niño?
—No lo sé. Desperté en el hospital. Al parecer el chico escapó antes de que la poli me encontrara.
—Si empieza a hablar lo relacionarán contigo. ¿Saben que has alquilado un coche?
—El taxista lo sabe.
—Muy bien. Deja el coche, desaparece y asegúrate de no llamar la atención. Recuerda que no hay nada que pueda relacionarnos con el niño desaparecido.
—Sí, claro —dijo Betty con amargura mientras colgaba bruscamente el auricular.
*****
—Señor, hasta el momento no se ha denunciado la desaparición de ningún niño —le dijo el policía a Henry—, pero lo llevaré a la comisaría; si nadie viene a recogerlo pronto, se lo llevará una asistenta social. No obstante, lo más probable es que ahora mismo sus padres estén buscándolo, muy preocupados.
Se encontraban reunidos en la biblioteca de Drumdoe, dominada por un árbol de Navidad alto, ligeramente torcido y todavía sin adornar, exactamente igual que cuando Sunday había divisado la cara de Jacques en la ventana. El niño había intentado escapar al darse cuenta de que lo habían visto, pero Henry salió corriendo justo a tiempo de cogerlo. Éste, al ver que sus amables preguntas obtenían el silencio por toda respuesta, llamó a la policía. Mientras tanto, su mujer le quitó la chaqueta al pequeño y le frotó las manitas heladas para que entraran en calor, tratando de ganarse la confianza con un torrente de palabras. Le rompía el corazón ver esa mirada de terror en los ojos verde azulados de la criatura.
El policía se agachó delante de Jacques.
—Debe de tener unos cinco o seis años, señor. Es la edad del hijo de mi hermana y es más o menos como él. —Miró a Jacques y sonrió—. Soy policía y voy a ayudarte a encontrar a tu mamá y a tu papá. Seguro que estarán buscándote por todas partes. Ahora vamos a ir en mi coche a un lugar por el que podrán pasar a recogerte, ¿de acuerdo?
Puso una mano sobre el hombro de Jacques y empezó a atraerlo hacía él. El niño, con una mueca de terror, retrocedió y se volvió hacia Sunday, de cuya falda se cogió como suplicando que lo protegiera.
—Está muerto de miedo —dijo Sunday mientras se arrodillaba a su lado y tomaba entre sus brazos el cuerpo tembloroso—. Agente, ¿por qué no lo deja aquí? Estoy segura de que pronto denunciarán su desaparición. Mientras esperamos, el niño nos ayudará a adornar el árbol.
¿Quieres? —le preguntó en voz baja. Sunday sintió que el niño se acurrucaba contra ella. Ante la falta de respuesta, añadió—: Quizá sea sordo.
—O mudo —intervino Henry—. Agente, creo que mi mujer tiene razón. Usted sabe que aquí estará bien. Le daremos de cenar, y, para entonces, seguro que ya sabrá quién es y dónde está su familia.
—Me temo que es imposible, señor. Debo llevarlo a comisaría. Tenemos que sacarle una foto y tener su descripción física exacta para enviarla por teletipo. Después, El Servicio de Atención al Menor decidirá si podemos dejarlo con usted hasta que lo reclamen.
*****
Maman le había enseñado hacía mucho tiempo que si alguna vez se perdía, tenía que buscar un «gendarme» y darle su nombre, dirección y número de teléfono. Jacques estaba seguro de que ese hombre era un gendarme, pero no podía decirle su nombre ni su dirección ni su número de teléfono. Maman y Richard lo habían regalado a Lily, y él no quería que ella viniera a buscarlo, no quería verla nunca más.
Esa señora le recordaba a maman. Tenía el mismo color de pelo y sonreía de la misma forma. Era muy buena. No como Lily, que no sonreía y le había puesto esa ropa tan incómoda y apretada que llevaba ahora. Jacques tenía hambre y estaba cansado. Y muy asustado. Quería estar otra vez en París, a salvo con maman y grand-pére.
Pronto llegaría la fête de Noël. El año anterior Richard había estado en su casa y le había regalado un tren. Jacques recordaba que juntos habían armado las vías, la estación, los puentes y las casitas que se alzaban al lado de las vías. Richard le había prometido que este año volverían a montarlo en la casa nueva. Pero le había mentido.
Jacques sintió que lo levantaban. Se lo llevarían de allí, lo devolverían a Lily. Aterrorizado, se tapó la cara.
Al cabo de dos horas, al ver que Lily no aparecía y que el gendarme volvía a llevarlo a la casa grande, sintió que el miedo empezaba a desaparecer. Sabía que Lily no estaba en esa casa. Allí se hallaría a salvo. Se le llenaron los ojos de lágrimas de alivio. El hombre que se parecía a grand-pére abrió la puerta, lo hizo pasar y lo condujo hasta la habitación del árbol de Navidad. El señor alto y la señora estaban allí.
—Han examinado al niño —explicó el policía a Henry y Sunday—. El doctor dice que está sano y que parece bien cuidado. Todavía no ha hablado y no ha querido comer, pero según el médico aún es muy pronto para saber si tiene algún problema físico o si, sencillamente, está asustado. Tenemos su foto y hemos enviado su descripción. Supongo que no tardarán mucho en reclamarlo, pero mientras tanto, el Servicio de Atención al Menor está de acuerdo en que se quede con ustedes.
Jacques no entendía lo que decía el gendarme, pero la señora que se parecía a maman se arrodilló y lo abrazó. Se notaba que era buena; con ella se sentía seguro, un poco como se sentía con maman cuando aún lo quería. El nudo que tenía en la garganta empezó a deshacerse poco a poco.
Sunday noto que el niño temblaba.
—Llora que te hará bien —murmuró mientras le acariciaba el suave pelo castaño.
*****
Richard Dalton observaba con impotencia a su mujer, que permanecía sentada mirando fijamente el teléfono. Era evidente que Giselle había quedado aturdida. Tenía las pupilas dilatadas y el rostro inexpresivo. A medida que pasaban las horas y seguían sin noticias del secuestro de Jacques, su instinto le decía que debían llamar a la policía. Pero nada más sugerirlo, Giselle se había puesto casi histérica.
—Non, non, non, no lo hagas, no lo hagas. Lo matarán. Debemos hacer lo que dicen. Debemos esperar instrucciones.
Tendría que haberse dado cuenta de que había algo anormal en la inesperada aparición de esa mujer, se dijo Richard con amargura. La agencia le había asegurado categóricamente que Lily LaMonte estaría fuera por Navidad y no podía empezar a trabajar hasta el veintisiete. Deberíamos haberlo comprobado, pensó. Habría sido muy fácil llamar a la agencia y confirmarlo. Pero ¿cómo sabía esa mujer que decía ser Lily LaMonte que debía venir a casa? Era evidente que todo estaba planeado y que secuestraría a Jacques a la primera oportunidad. Había sido el padre de Giselle quien los había convencido de que la contrataran y pasaran el fin de semana en Nueva York. Era irónico, porque si algo malo le pasaba a Jacques, el abuelo sería el primero en estar desesperado. No, no era culpa de su suegro, pensó Richard. Nosotros seguramente también lo habríamos dejado hoy con ella para ir al almuerzo de la empresa. Sacudió la cabeza. O quizá no. ¡Quién sabe! Ahora es demasiado tarde para hacerse esa clase de preguntas.
Pero tenía que hacer algo. La inactividad lo estaba volviendo loco. Seguro que era una cuestión de dinero y que les devolverían a Jacques al día siguiente.
Mañana. ¡En Nochebuena!, se dijo.
Suspiró. A lo mejor no sería tan rápido. No era ningún secreto que había recibido una bonificación por la firma del contrato. Era lógico pensar que el secuestrador estaba al corriente de que disponía de seis millones de dólares. Pero indudablemente cualquiera sabía que nadie podía sacar esa cantidad tan rápido. Lo máximo que le daba un cajero automático era unos pocos cientos de dólares.
El secuestrador o los secuestradores tenían que haber planeado retener a Jacques toda la noche. Si telefoneaban por la mañana, podría ir a sacar dinero al banco. Pero ¿cuánto pedirían? Si se trataba de millones, tardaría unos días en reunirlos. Ningún banco disponía de esa cantidad de efectivo en el acto. Y grandes reintegros implicaban preguntas.
Giselle estaba llorando. Las lágrimas se deslizaban silenciosamente por sus mejillas, mientras murmuraba el nombre de su hijo: «Jacques, Jacques…».
Es culpa mía, pensó Richard. Giselle y Jacques vinieron conmigo encantados y… mira lo que les he hecho. No podía seguir inactivo. Le había prometido al niño que montarían el tren para Navidad. Miró la sala en que se encontraban. Las cajas estaban en un rincón.
Se puso de pie, se acercó a las cajas y se agachó. Abrió las cajas, metió las manos y empezó a sacar tramos de vía. El año anterior, el día de Nochebuena, cuando el niño desenvolvió los paquetes brillantes en casa de grand-pére, Richard le había explicado que Papá Noel había traído el regalo temprano para que él pudiera ayudar a Jacques a armarlo. Una vez montadas las vías, los vagones, los puentes y las casas, le señaló el interruptor.
—Con eso se enciende —le explicó—. Pruébalo.
Jacques accionó el interruptor. Las luces de las casitas brillaron, sonó el silbato, bajaron las barreras y, mientras Richard movía cuidadosamente el regulador, la antigua locomotora Lionel con seis vagones resopló por un instante y se puso en marcha.
La expresión maravillada de Jacques fue indescriptible.
Bueno, Jacques, voy a montar este tren otra vez y tú volverás para ponerlo en marcha conmigo, pensó Richard.
El teléfono sonó. Richard se puso de pie de un salto y le quitó el auricular de las manos a Giselle antes de que ésta tuviera ocasión de responder.
—Soy Richard Dalton —dijo con tono de decisión.
—¿Cuánto dinero tienes en la casa? —preguntó una voz ronca y susurrante, evidentemente impostada.
Richard pensó deprisa.
—Unos dos mil dólares.
Pete Schuler había cambiado de idea. A lo mejor, después de todo, podía sacar algo.
—¿Has llamado a la policía?
—No, le juro que no.
—Muy bien. Deja el dinero ahora mismo en el buzón y cierra todas las persianas. No quiero que mires hacia fuera, ¿entendido?
—Sí, sí. Haremos lo que diga. ¿Jacques está bien? Quiero hablar con él.
—Hablarás con él pronto. Pon el dinero donde te he dicho y mañana por la noche el niño estará contigo decorando el árbol.
—Trátelo bien. Cuídelo, por favor.
—Lo haremos. Pero recuerda, si veo a la policía, el niño acabará en Sudamérica, adoptado. ¿De acuerdo?
No ha amenazado con matarlo, pensó Richard. Al menos no ha amenazado con matarlo. En ese momento la comunicación se cortó. Colgó el auricular y abrazó a Giselle.
—Mañana estará con nosotros —le dijo.
*****
La ventana del cuarto central del primer piso daba directamente al buzón que estaba junto al bordillo. Richard estableció allí su puesto de observación, entreabriendo las cortinas lo justo para poder espiar. El teléfono estaba a su lado. Sabía que Giselle no comprendería las instrucciones que le había dado el secuestrador. Era evidente que su mujer estaba al borde del colapso, pero Richard consiguió que se tendiera en la cama, junto a la ventana, y se tapara con una manta. Los últimos preparativos consistieron en poner a punto la cámara fotográfica para condiciones de luz mínimas.
Mientras vigilaba, cayó en la cuenta, con desesperación, de lo poco que podría averiguar de la persona que intentase recoger el dinero. En la calle no había farolas y el cielo estaba cubierto de nubarrones amenazadores. Tendría suerte si conseguía ver qué coche conducía el individuo. Debería llamar a la policía, pensó. Probablemente sea la única oportunidad que tengamos de seguir a la persona que venga a recoger el dinero.
Suspiró. Pero ¿y si el secuestrador advertía la presencia de la policía y algo salía mal? Nunca se lo perdonaría, y sabía que Giselle tampoco.
Se acordó de cuando tenía nueve años y su madre lo mandaba a tomar clases de piano. Una de las pocas canciones que había conseguido aprender sin equivocarse era Toda la noche. Visualizó a su madre sentada a su lado en la banqueta, entonando la canción mientras él la interpretaba al piano.
Duerme en paz, niño mío,
toda la noche.
Dios y los ángeles guardianes
velarán por ti,
toda la noche.
Que los ángeles guardianes cuiden a nuestro pequeño, rogó Richard en silencio mientras oía los sollozos quedos de Giselle.
El fragmento final de la canción cruzó por su mente: «Y yo velaré por ti, toda la noche».
*****
La cena era sencilla: ensalada, pan blanco, pasta con salsa de tomate y albahaca. El niño se sentó a la mesa del comedor pequeño con Henry y Sunday. Cogió la servilleta que había al lado del plato y se la puso sobre las piernas, pero no miró a Sims cuando le ofreció pan, ni tocó la comida.
—Tiene que tener hambre —dijo Henry—. Son casi las siete y media. —Probó un poco de pasta, miró a Jacques y sonrió—. Mmmm… deliciosa.
Jacques lo miró con seriedad y bajó la vista.
—¿Tal vez un bocadillo de mantequilla de cacahuete y mermelada? —Sugirió Sims—. A usted le gustaba mucho de pequeño, señor.
—No le hagamos caso durante un rato y veamos qué pasa —dijo Sunday—. Creo que está terriblemente asustado, pero… sí, seguro que tiene hambre. Si no empieza a comer dentro de un rato, cambiaremos el menú. Sims, si le damos un bocadillo de mantequilla de cacahuete y mermelada, creo que será mejor cambiar la leche por una coca cola. —Hizo girar la pasta con el tenedor—. Henry, ¿no te parece raro que la policía no haya recibido ninguna denuncia de un niño desaparecido? Quiero decir que si es de alguna casa de la zona, cualquier padre normal habría denunciado de inmediato la desaparición. Me pregunto cómo habrá llegado hasta aquí. ¿Crees que alguien lo ha dejado a propósito en nuestra casa?
—No creo —respondió Henry—. Si alguien planeó dejar al niño aquí, tendría que ser adivino para saber que mandamos a los hombres del servicio secreto a pasar la Navidad a sus casas. De otro modo, lo habrían visto e interrogado en la puerta. En mi opinión, lo más probable es que por alguna misteriosa razón todavía no lo han echado en falta.
Sunday miró a Jacques y apartó rápidamente la mirada.
—No lo mires —le dijo a Henry en voz baja—, pero cierto chiquillo está empezando a comer.
Durante el resto de la cena, Sunday y Henry conversaron haciendo caso omiso de Jacques, que dio cuenta de todo el plato de pasta, la ensalada y la coca cola.
Sunday notó que el niño miraba el pan, que estaba fuera de su alcance, y le acercó la cesta con ademán casual.
—Otra cosa —dijo—. Quería pan, pero como no podía pedirlo, no tendió la mano para cogerlo. Henry, este chico tiene muy buenos modales en la mesa.
*****
Después de cenar, regresaron a la biblioteca a terminar de decorar el árbol. Sunday le señaló a Jacques la última caja llena de adornos, y el niño empezó a pasárselos. Notó que los sacaba con mucho cuidado de las separaciones de cartón. Es algo que ya ha hecho, decidió. Más tarde, advirtió que al niño comenzaban a cerrársele los ojos.
—Creo que hay alguien que tiene que irse a la cama —dijo Sunday después de colgar el último adorno en el árbol—. La pregunta es, ¿dónde lo ponemos?
—Cariño, en esta casa hay por lo menos dieciséis habitaciones.
—Sí, pero ¿dónde dormías tú de pequeño?
—En el ala de los niños.
—¿Con la niñera cerca?
—Naturalmente.
—A eso me refiero.
Sims estaba apilando las cajas.
—Sims, creo que pondremos a nuestro pequeño amigo en el sofá de la sala de nuestro dormitorio —dijo Sunday—. De este modo, si dejamos la puerta del cuarto abierta, el niño podrá vernos y oírnos.
—Muy bien, señora. ¿Y qué le ponemos para dormir?
—Una de las camisetas de Henry.
*****
Esa misma noche, más tarde, a Sunday la despertó un ruido en la habitación contigua. Se levantó en un instante, cruzó el dormitorio y se detuvo en el vano de la puerta.
Jacques estaba de pie ante la ventana, con el rostro levantado hacia el cielo. Un débil zumbido atrajo la atención de Sunday; en aquel momento pasaba un avión. Debe de haberlo oído, pensó. Me pregunto qué significará para él.
Mientras lo observaba, el pequeño volvió al sofá, se tapó con las mantas y ocultó la cara en la almohada.
*****
El día de Nochebuena amaneció frío y despejado. Una capa de nieve fresca y brillante cubría los campos ya blancos. Henry, Sunday y Jacques salieron a dar un paseo matinal.
—Querida, sabes que no podemos quedarnos con él indefinidamente —dijo Henry.
Un ciervo pasó por el bosque y Jacques salió corriendo para verlo huir a toda prisa.
—Lo sé, Henry.
—Anoche tuviste razón respecto de que el niño durmiese cerca de nosotros. Creo que estoy empezando a ver cómo será nuestra vida cuando tengamos hijos. ¿Todos dormirán en el cuarto de al lado?
Sunday rió.
—No, pero tampoco estarán en otra ala de la casa. ¿Has terminado tu felicitación navideña para enviar por Internet?
—Sí. Este año nos ha escrito tanta gente de todo el mundo, que creo que es el momento apropiado de expresar a todos ellos nuestro agradecimiento y nuestros buenos deseos.
—Yo también. —En aquel momento la voz de Sunday cambió—. ¡Henry, mira!
Jacques había dejado bruscamente de correr y miraba al cielo con nostalgia.
Se oía el ruido de un avión a lo lejos.
—Otra pista, Henry —dijo Sunday en voz baja—. Creo que este niño ha viajado hace poco en avión.
*****
A Pete Schuler no lo consolaba la idea de tener dos mil trescientos treinta y tres dólares en el bolsillo, aunque el dinero que le había caído significara que podía tomarse el resto del invierno libre e ir a esquiar a alguna parte. Había varias preguntas qué seguían fastidiándolo.
¿Dónde estaba el crío? ¿Por qué no había aparecido? La tonta de su prima Betty lo había perdido en alguna parte de Nueva Jersey. ¿Cómo era posible que ningún ciudadano decente lo hubiera encontrado y llamado a la policía? ¿Y si había tenido un accidente? Las preguntas le daban vueltas en la cabeza, crispándole los nervios.
Betty estaba en Nueva York, en casa de una amiga, una pocilga del East Village. Pete marcó el número y atendió Betty, que con voz furiosa preguntó:
—¿Ha vuelto el niño a su casa?
—No. ¿Dónde demonios se te perdió?
—En Bernardsville; ése era el nombre del pueblo. ¿Crees que lo han atropellado o algo así?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Tú eres la que lo perdió. —Pete dudó, pensativo—. Estoy casi seguro de que los padres no han llamado a la policía. —No pensaba decirle a Betty lo del dinero—. Pero tenemos que enterarnos de lo que ha pasado, si han iniciado alguna clase de búsqueda. Coge un bus a Nueva Jersey, llama a la policía de Bernardsville desde una cabina y pregúntales si no les han entregado un niño de cinco años. ¿De acuerdo?
—¿Y para qué? ¿Qué crees que van a decirme? —preguntó Betty.
¿Por qué me he metido en esto?, pensó. Si le ha pasado algo a ese niño, acabaré en la cárcel el resto de mi vida.
—¡Haz lo que te digo ahora mismo! —exclamó Pete—. Pero ten cuidado. Si tienen al niño te harán un montón de preguntas.
*****
A las dos, Betty volvió a llamarlo.
—No estoy muy segura de si lo tienen o no —dijo—. Me han pedido que describiera al niño, y colgué enseguida.
—¡Qué estupidez! —la riñó Pete, y colgó el auricular.
Si los Dalton aún no habían llamado a la policía, lo harían pronto, sobre todo si seguían sin noticias de él. Condujo hasta una estación de servicio de Southport y se metió en una cabina telefónica. Él mismo debía hacer la próxima jugada.
Atendieron a la primera llamada.
—Richard Dalton al habla.
—Ha habido una demora —dijo Schuler con la misma voz impostada que había utilizado la vez anterior. Hablaba a través de un pañuelo, como había visto en las películas—. No tengan miedo. ¿De acuerdo? No pierdan la calma.
Richard Dalton oyó que la comunicación se cortaba. Algo había salido mal, pensó. Se dio cuenta de que quienquiera que se hubiera llevado el dinero, había venido a pie. Por eso no había visto a nadie. Había estado despierto toda la noche a la espera de que un coche pasara por la calle. Pero no había venido ningún coche. No obstante, por la mañana el dinero ya no estaba. De algún modo, la persona que se lo había llevado había pasado completamente inadvertida para él.
El teléfono volvió a sonar. Dalton atendió, se identificó y tapó el auricular.
—Es tu padre —dijo—. Quiere hablar con Jacques.
—Dile que Jacques y yo hemos salido a hacer las últimas compras de Navidad —murmuró Giselle. Su cara era una máscara de miedo y dolor. Su esposo casi no podía mirarla a los ojos.
—Louis, han salido de compras —dijo Richard—. Te llamaremos mañana.
Cuando colgó, Giselle gritó:
—Dile que Jacques y yo hemos salido a hacer compras de Navidad.
En aquel momento se desplomó y accidentalmente golpeó el interruptor del tren eléctrico. Las luces se encendieron, bajaron las barreras, la locomotora resopló y arrancó.
Dalton cruzó la habitación, apagó el interruptor y se agachó para acunar a su mujer entre los brazos.
*****
A las cinco de la tarde del día de Nochebuena, el comisario de policía de Bernardsville llamó por teléfono y pidió hablar con Henry.
—Señor presidente —dijo—, hemos distribuido folletos con la imagen del niño por toda la zona. La delegación del FBI y los cincuenta estados tienen su foto y descripción. Hemos pedido información al Centro Nacional de Niños Desaparecidos y Maltratados. Hasta ahora no hay ninguna novedad. Sin embargo, hoy hemos recibido una llamada extraña. Nos preguntaban si alguien nos había entregado un niño de cinco años. Esto empieza a parecer un caso de abandono. ¿Ha dicho algo el pequeño?
—Ni una palabra —respondió Henry.
—Entonces creo que lo mejor será que nos hagamos cargo de él. Tenemos que llevarlo al hospital, para que evalúen apropiadamente si tiene algún problema de habla o sencillamente está traumatizado.
—Por supuesto, comisario.
Sunday había enviado a Sims a la juguetería del pueblo y había vuelto cargado de regalos. La mayor parte de los paquetes seguían envueltos. Pero algunos ya estaban abiertos, incluyendo un juego de ladrillos de plástico con los que Jacques y Sunday construían una complicada torre. Henry explicó las novedades a su mujer, que lo escuchó consternada.
—Es Nochebuena, Henry. Este niño no puede despertar mañana en un hospital.
—Pero no podemos tenerlo indefinidamente, cariño.
—Diles que lo dejen aquí hasta el martes. Al menos que disfrute de la Navidad. Sé que aquí está a gusto. Y otra cosa, Sims le ha comprado ropa nueva. La que llevaba también lo era, pero le iba pequeña. En todo esto hay algo raro. No creo que sea un niño abandonado. Creo que su familia no sabe dónde buscarlo. Díselo a la policía.
*****
Jacques no tenía ni idea de qué decía esa señora buena que se parecía un poco a maman, pero lo que sí sabía era que le gustaba estar con ella, con el señor alto y con el hombre mayor que se parecía a grand-pére. A lo mejor, si se portaba bien, lo dejarían quedarse con ellos. Pero también quería estar en casa con maman y Richard. ¿Por qué lo habían echado? De repente, ya no pudo soportar tanta tristeza. Dejó el pequeño ladrillo que estaba a punto de colocar en la punta de la torre y se echó a llorar… unas lágrimas silenciosas, desesperadas y solitarias que ni la señora buena que lo acunaba entre sus brazos podía impedir que derramase.
Aquella noche no pudo cenar. Lo intentó de veras, pero la comida no le pasaba por la garganta. Después, cuando regresaron a la habitación del árbol de Navidad, no conseguía pensar en nada que no fuera el tren que Richard y él iban a montar juntos en la casa nueva de Darien.
Sunday sabía lo que Henry pensaba: que no estaban ayudando al pequeño. Se lo veía triste, tenía una pena intensa que ni todos los regalos del mundo podían aliviar. Quizá debían llevarlo a un hospital donde pudiera recibir ayuda profesional.
Tuvo la misma sensación de impotencia que durante la operación de su madre, mientras esperaba con su padre y Henry.
—¿Qué piensas, querida? —preguntó Henry en voz baja.
—Que sería mejor que dejáramos que los profesionales se ocuparan de él a partir de mañana. Estabas en lo cierto. No le hacemos ningún favor teniéndolo aquí.
—De acuerdo.
—No parece que sea Nochebuena —dijo ella con tristeza—. Un niño perdido… No puedo creer que nadie lo busque. ¿Te imaginas cómo nos sentiríamos nosotros si un hijito nuestro hubiera desaparecido?
Henry iba a responder, pero cerró la boca y ladeó la cabeza.
—Escucha, vienen los niños que cantan villancicos.
Se acercó a la ventana y la abrió. El aire frío de la noche entró en la habitación mientras los niños se encaminaban hacia la casa cantando.
Sunday empezó a tararear con ellos mientras oía las conmovedoras palabras de «noche de paz, noche de amor…» y aplaudió junto con Henry cuando acabaron.
En aquel momento, el jefe del grupo se acercó a la ventana y dijo:
—Señor presidente, hemos aprendido una canción especial para usted, porque una vez leímos que era su favorita cuando iba a la escuela. Si nos permite…
Dio la nota con un diapasón y el grupo empezó a cantar en voz baja:
Un flambeau, Jeannette Isabelle,
Un flambeau, courrons au berceau.
C’estJésus, bonnes gens áu harnean.
Le Christ est né…
Sunday oyó un sonido detrás. Cuando aparecieron los niños Jacques se había quedado acurrucado en la silla frente al sofá en que estaban sentados. Pero ahora, mientras lo observaba, se irguió, abrió completamente los ojos y empezó a mover los labios junto con los niños.
—Henry —susurró Sunday—, mira. ¿Ves lo mismo que yo?
Henry se volvió.
—¿A qué te refieres, cariño?
—¡Mira!
Henry miró fijamente a Jacques tratando de disimular su interés.
—Sabe la letra de la canción. —Se acercó al pequeño y lo levantó en brazos. Cuando los niños acabaron, les pidió—: Otra vez, por favor.
Volvieron a entonar la canción, pero esta vez los labios de Jacques no se movieron.
Cuando los niños se marcharon, Henry se volvió hacia Jacques y empezó a preguntarle en francés:
—Comment tapelles tu? Où habites tu?
Pero Jacques cerró los ojos.
Henry miró a Sunday y se encogió de hombros.
—No sé qué más hacer. Creo que entiende lo que le pregunto, y sin embargo no quiere contestar.
Sunday miró a Jacques, pensativa.
—Henry, seguro que notaste lo fascinado que se quedó nuestro amiguito esta tarde cuando pasó el avión.
—Tú me lo señalaste.
—Y lo mismo sucedió anoche. Henry, supón que este niño acaba de llegar de otro país. No es de extrañar que nadie haya denunciado su desaparición. Sims ha traído uno de los folletos con su foto y su descripción, ¿no?
—Sí.
—Vas a enviar un saludo navideño por Internet, ¿verdad?
—Sí, mi mensaje anual, a medianoche.
—Hazme un favor. —Sunday señaló a Jacques—. Este año pon también el folleto con su foto y su descripción, y pide a la gente de Francia y de otros países francófonos que miren la foto con atención.
Y de ahora en adelante, háblame en francés. Puede que no entienda mucho, pero quizá hagamos algún progreso.
*****
Eran las seis menos cuarto de la mañana en París cuando Louis de Coyes, café en mano, entró en su estudio y encendió el ordenador. Pasar la mañana de Navidad solo no era una perspectiva muy agradable. Más tarde, al menos almorzaría con amigos. La casa parecía vacía sin Jacques ni Giselle, pero Louis estaba muy satisfecho del nuevo marido de su hija. Richard Dalton era la clase de hombre que a cualquier padre le gustaría tener como yerno.
Y confiaba en que se visitaran menudo. También le habían prometido continuar con las lecciones de Internet que él había empezado a darle a Jacques. Algún día, y seguro que no faltaba mucho, él y su nieto podrían comunicarse regularmente por correo electrónico. En aquel momento era casi medianoche en la costa este de Estados Unidos, y Louis quería leer el mensaje navideño que Henry Parker Britland IV estaba a punto de mandar a sus amigos. Louis lo había conocido en una recepción en la embajada norteamericana en París y había quedado muy impresionado por su inteligencia y su simpatía.
Al cabo de cinco minutos, un incrédulo Louis de Coyes miraba la foto de su nieto, al que el ex presidente había descrito como un niño perdido.
Seis minutos más tarde, Richard Dalton, mientras intentaba inventar una excusa para explicar por qué Giselle no podía ponerse al teléfono, exclamaba:
—¡Dios mío, Louis! ¡Dios mío!
*****
A las dos de la madrugada sonó el timbre. Henry y Sunday esperaban a los padres de Jacques.
—Está arriba, durmiendo.
*****
Jacques tenía un sueño, pero esta vez era un sueño muy bonito. Maman lo besaba y murmuraba: «Mon petit, mon Jacques, mon Jacques, je t’aime, je t’aime».
Jacques sintió que lo levantaban envuelto en las mantas. Richard lo acunaba con fuerza mientras le decía: «Muchachito, nos vamos a casa».
En el sueño, Jacques hacía un largo viaje en coche y dormía en brazos de maman.
Cuando despertó, abrió los ojos lentamente y la tristeza volvió a apoderarse de él. Pero no estaba en el sofá de la casa grande, sino en su cama. ¿Cómo había llegado allí? ¿Maman y Richard habían ido a buscarlo porque lo querían?
—Maman! ¡Richard! —exclamó ansioso, mientras saltaba de la cama y corría por el pasillo.
—Estamos aquí, abajo —respondió maman.
En ese momento oyó otro ruido procedente de la planta baja. El traqueteo de su tren y el silbato de la máquina para que bajaran las barreras. Los impacientes pies de Jacques apenas tocaron los escalones mientras descendía por ellos a toda prisa.
*****
—Anoche no dormimos mucho que digamos —comentó Henry mientras regresaba con Sunday de la iglesia.
—No, no mucho —coincidió Sunday alegremente—. Henry, voy a echar de menos a ese chiquillo.
—Y yo. Pero espero que pronto tengamos uno o dos.
—Yo también. ¿No te parece increíble lo frágil que es la vida? Me refiero a esa llamada del mes pasado, anunciándonos lo de mi madre.
—Pero si está recuperándose perfectamente.
—Sí, pero podríamos haberla perdido. Y el pequeño Jacques… Supón que esa mujer no hubiera tenido el accidente justo en este pueblo. Dios sabe qué le habría hecho al niño de sentirse acorralada. Espero que la cojan pronto. La vida de todos pende de un hilo.
—Así es —coincidió Henry en voz baja—. Sin embargo, para algunos ese hilo se romperá muy rápido. No te preocupes, la policía encontrará sin problemas a la mujer y su cómplice. Aparentemente han sido muy torpes para borrar sus huellas.
Franquearon en coche las verjas de Drumdoe y avanzaron por el largo sendero que conducía a la casa. Henry detuvo el coche delante de la escalinata. Era evidente que Sims los aguardaba, porque la puerta se abrió en cuanto cruzaron el porche.
—El pequeño Jacques está al teléfono, señor. Su madre me ha dicho que ha estado toda la mañana jugando con su tren. Quiere darle las gracias por su bondad. —El mayordomo sonrió—. Y quiere desearle un joyeux Noel.
Mientras Henry se apresuraba a atender el teléfono, Sunday miró a Sims y, con una sonrisa, dijo:
—Su acento francés es casi tan espantoso como el mío.
FIN