—Cuidado con la cólera de un hombre paciente —observó con tristeza Henry Parker Britland IV mientras observaba la foto de su ex secretario de Estado.
Acababa de enterarse de que habían acusado a su amigo íntimo y aliado político del asesinato de su amante, Arabella Young.
—¿Crees entonces que ha sido el pobre Tommy? —preguntó Sandra O’Brien Britland con un suspiro mientras untaba mermelada casera sobre un panecillo recién horneado.
Aún era temprano y la pareja estaba cómodamente instalada en su enorme cama matrimonial de Drumdoe, la casa de campo que tenían en Bernardsville, Nueva Jersey. El Washington Post, el Wall Street Journal, el New York Times, el Times (de Londres), L’Osservatore Romano y el París Review, en diferentes fases de lectura, estaban desparramados; algunos sobre la ligera colcha floreada, otros en el suelo. Delante de cada uno de ellos había una bandeja con un desayuno completo y una rosa en un pequeño florero de plata.
—En realidad no —dijo Henry al cabo de un momento, meneando ligeramente la cabeza—. Me resulta imposible de creer. Tom siempre tuvo un sólido dominio de sí mismo. Por eso fue tan buen secretario de Estado. Pero desde que murió Constance, durante mi segundo mandato, no ha vuelto a ser el mismo. Y todo el mundo vio claramente que cuando conoció a Arabella, se enamoró de ella con locura. Naturalmente que lo que también empezó a notarse con claridad al cabo de un tiempo fue que había perdido parte de ese férreo autodominio… Nunca olvidaré la vez que tuvo ese patinazo y llamó a Arabella «cuchi cuchi» delante de lady Thatcher.
—Ojalá nos hubiéramos conocido en aquella época —dijo Sandra, compungida—. Por supuesto que no siempre estaba de acuerdo contigo, pero pensaba que eras un presidente excelente. Pero hace nueve años, cuando asumiste la presidencia por primera vez, estoy segura de que te habría parecido aburrida. ¿Qué podía tener de interesante una estudiante de derecho para el presidente de Estados Unidos? Quiero decir que, con suerte, me habrías encontrado atractiva, pero no me habrías tomado en serio. Al menos, como ya era congresista cuando me conociste, me consideraste con cierto respeto.
Henry se volvió y miró con afecto a su flamante esposa desde hacía ocho meses. Tenía despeinado el cabello color trigo de invierno. La expresión de sus ojos azules trasmitía simultáneamente inteligencia, simpatía, ingenio y humor; a veces, también asombro infantil. Henry le sonrió mientras recordaba la primera vez que se habían visto: él le había preguntado si todavía creía en Papá Noel.
La tarde anterior a la toma de posesión de su sucesor, Henry había ofrecido una recepción en la Casa Blanca para los nuevos miembros del Congreso.
—Creo en lo que representa Papá Noel, señor —había respondido Sandra—. ¿Y usted?
Más tarde, mientras los invitados se retiraban, la había invitado a una cena tranquila.
—Lo siento —había respondido ella—, pero he quedado con mis padres y no puedo fallarles.
Aquella noche, la última de Henry en la Casa Blanca, mientras cenaba solo, recordó a todas las mujeres que durante los últimos ocho años habían cambiado sus planes sin problemas en una fracción de segundo, y se dio cuenta de que, al fin, había encontrado a la mujer de sus sueños. Se casaron al cabo de seis semanas.
Al principio, el interés de la prensa parecía que no acabaría nunca. La boda del soltero más codiciado del país —el ex presidente de cuarenta y cuatro años— con la hermosa y joven congresista, doce años menor que él, desató un frenesí de noticias. Hacía años que no había una boda que animara tanto la imaginación colectiva.
El hecho de que el padre de Sandra fuera maquinista de los Ferrocarriles de Nueva Jersey, que ella hubiera hecho la carrera en el Saint Peters College y en la Fordham Law School trabajando, que hubiera pasado siete años como defensora de oficio, y luego, con una derrota inesperada, le hubiese ganado el escaño del Congreso al viejo representante de Nueva Jersey, la había convertido en un modelo para las mujeres y en la niña mimada de los medios de comunicación.
La situación de Henry, uno de los dos presidentes norteamericanos más populares del siglo XX, así como su enorme fortuna personal, junto al hecho de encabezar regularmente la lista de los hombres más apuestos del país, lo convertían asimismo en objeto de muchos reportajes y de la envidia de otros hombres que no hacían más que preguntarse por qué los dioses habían sido tan claramente magnánimos con él.
El día de la boda, un periódico sensacionalista había publicado el titular «Lord Henry Brinthrop se casa con Sunday, nuestra chica», en referencia a una novela radiofónica que había sido terriblemente popular y que cinco veces por semana, durante muchos años, hacía la pregunta: «¿Puede una chica de un pueblo minero del Oeste ser feliz casada con el lord más rico y guapo de Inglaterra, lord Henry Brinthrop?».
Inmediatamente todo el mundo empezó a llamar Sunday a Sandra, incluido su enamorado marido. Al principio el apodo le molestaba, pero se resignó cuando Henry señaló que para él tenía un doble significado; por un lado la consideraba un amor de «domingo[1]», en referencia a la letra de una de sus canciones favoritas. «Además —añadió— le va de maravilla. Tip O’Neill tenía un apodo perfecto para él; Sunday es igual de perfecto para ti».
Esa mañana, mientras observaba a su marido, Sunday pensó en los meses que habían pasado juntos, días en los cuales, hasta esa mañana, casi no habían tenido preocupaciones. Pero, ahora, al ver el auténtico desasosiego en los ojos de su marido, lo cogió de la mano.
—Estás preocupado por Tommy, lo sé. ¿Qué podemos hacer para ayudarlo?
—Me temo que no mucho. Para empezar voy a cerciorarme de que el abogado que ha contratado esté a la altura del caso, pero independientemente de quién sea, la perspectiva no es muy buena. Piensa en ello. Es un crimen especialmente despiadado, y cuando se contemplan las circunstancias cuesta creer que no haya sido Tom. La mataron de tres disparos con la pistola de Tommy, en la biblioteca de su casa, justo después de que él le hubiera dicho a alguna gente que estaba muy trastornado a causa de que ella hubiera roto con él.
Sunday cogió uno de los periódicos y examinó la foto de un sonriente Thomas Shipman cogiendo del hombro a la deslumbrante mujer de treinta años que lo había ayudado a secar las lágrimas por la muerte de su esposa.
—¿Qué edad tiene Tommy? —preguntó.
—No sé muy bien. Supongo que unos sesenta y cinco.
Ambos estudiaron la fotografía. Tommy era un hombre esbelto y delgado, de cabello gris poco espeso y cara de erudito. Como contrapartida, la mata de pelo cardado de Arabella Young enmarcaba un rostro atrevidamente guapo, y su cuerpo tenía el tipo de curvas que se ven en las portadas de Playboy.
—Vaya contraste. Jamás he visto dos personas tan diferentes —comentó Sunday.
—Probablemente dicen lo mismo de nosotros —dijo Henry, obligándose a sonreír.
—Vamos, Henry, cállate —replicó Sunday. Lo cogió de la mano y añadió—: Y no finjas que no estás preocupado. Por muy recién casados que seamos, te conozco demasiado bien para que me engañes.
—Tienes razón, estoy preocupado. Cuando pienso en todos esos años, no me imagino sentado en el Despacho Oval sin Tommy a mi lado. Antes de ser presidente, sólo había sido senador durante un mandato, y en muchos aspectos, todavía estaba muy verde. Gracias a él capeé esos primeros meses sin caer de bruces. Cuando ya tenía todo preparado para decirles un par de cosas a los soviéticos, Tommy, con su estilo tranquilo y cuidadoso, me demostró que sería un error plantear un enfrentamiento. La publicidad se las arregló para dar la impresión de que él sólo era la caja de resonancia de mi decisión. Tommy es un auténtico hombre de Estado, más aún, un verdadero caballero allí donde los haya. Es honesto, hábil y leal.
—Pero ¿no sabía que la gente se burlaba de su relación con Arabella y de que estaba colado por ella? Por lo tanto, cuando al fin ella decidió dejarlo, perdió el juicio —observó Sunday—. Así es como lo ves tú, ¿no?
—Quizá —suspiró Henry—. ¿Locura temporal? Es posible. —Levantó su bandeja y la puso sobre la mesilla—. Sin embargo, a mí nunca me ha fallado, y yo no pienso fallarle a él. Le han permitido depositar una fianza. Iré a verlo.
Sunday apartó también su bandeja y a duras penas logró coger la taza de café medio vacía para que no se derramara sobre la colcha.
—Yo también voy —dijo—. Dame diez minutos para que tome un jacuzzi y enseguida estoy lista.
Henry miró las largas piernas de su mujer mientras ésta salía de la cama.
—Un jacuzzi. ¡Buena idea! —dijo con entusiasmo—. Yo también voy.
Thomas Acker Shipman había tratado de ignorar la legión de periodistas apostados fuera de su casa, cerca del sendero de entrada. Cuando llegó a su casa en compañía del abogado, sencillamente miró al frente y se abrió paso a empujones desde el coche hasta la puerta, tratando desesperadamente de no oír el bombardeo de preguntas que le lanzaban a medida que avanzaba. Sin embargo, al entrar, los acontecimientos del día al fin hicieron mella en él, y se derrumbó.
—Creo que un whisky me vendrá bien —dijo en voz baja.
Su abogado, Leonard Hart, lo miró compasivamente.
—Diría que se lo merece, pero primero quisiera tranquilizarlo asegurándole que, si insiste, intentaremos llegar a un acuerdo con el fiscal. Pero me veo obligado una vez más a sugerirle que podríamos preparar una defensa muy sólida por enajenación, y me gustaría que accediese a ir a juicio. La situación es tan clara que cualquier jurado la entendería: primero pasó por la agonía de perder a una amada esposa, y luego se enamoró de una joven atractiva que en un principio aceptó muchos regalos suyos y después lo rechazó. Es una historia muy típica, y confío en que la comprenderán si la acompañamos de una petición de enajenación mental transitoria.
Hart, a medida que hablaba, lo hacía con una voz cada vez más apasionada, como si se dirigiera a un jurado.
—Usted le pidió que viniera para hablar, pero ella se burló y empezaron a discutir. De repente perdió la cabeza y con una furia ciega, tan intensa que ni siquiera recuerda los detalles, le disparó. Por lo general guardaba el arma bajo llave, pero esa noche la había sacado porque estaba tan trastornado que hasta había pensado en suicidarse.
El abogado hizo una pausa en su alegato, y en ese momento el ex secretario de Estado lo miró con expresión de desconcierto.
—¿Así es en realidad como lo ve? —preguntó.
Hart pareció sorprenderse por la pregunta.
—Pues… sí, absolutamente —respondió—. Hay algunos detalles que aún tenemos que resolver, ciertos puntos que no tengo muy claros. Por ejemplo, tendrá que explicar cómo pudo dejar a la señora Young sangrando en el suelo e irse tranquilamente a la cama, donde se quedó dormido tan profundamente que ni siquiera oyó los gritos de la mujer de la limpieza cuando descubrió el cuerpo a la mañana siguiente. Aunque, basándome en lo que sé, en el juicio sostendríamos que se encontraba en estado de shock.
—¿Ah, sí? —preguntó Shipman fatigado—. Pero no estaba en estado de shock. En realidad, después de tomar esa copa me pareció empezar a flotar. Apenas recuerdo lo que nos dijimos Arabella y yo, y eso por no mencionar el hecho de haberle disparado.
La preocupación contrajo el rostro del abogado.
—Tom, me gustaría pedirle que no hiciera declaraciones de esa clase a nadie. ¿Me lo promete? Y puedo sugerirle que en el futuro inmediato tenga cuidado con el whisky; es evidente que no le sienta bien.
Thomas Shipman se quedó detrás de las cortinas mirando por la ventana como su voluminoso abogado intentaba rechazar la carga de los periodistas. Parecía como si hubieran soltado los leones sobre un solitario cristiano, pensó, sólo que en este caso no iban por la sangre del abogado Hart sino por la suya, y, desgraciadamente, él no tenía debilidad por el martirio.
Por suerte, había conseguido localizar a su asistenta, Lillian West, a tiempo para decirle que se quedara en su casa. La noche anterior, cuando lo habían acusado formalmente, supo que las cámaras de televisión estarían alrededor de su vivienda para presenciar y registrar cada detalle: la salida con las esposas puestas, la comparecencia ante el juez, las huellas dactilares, la declaración de inocencia, y por último el regreso nada triunfal a su casa por la mañana. Bastaba con que él hubiera tenido que aguantar el acoso de la prensa, no quería que su asistenta pasara por lo mismo.
Aunque echaba de menos tener a alguien. La casa parecía demasiado silenciosa y vacía. Su mente, sumida en los recuerdos, se retrotrajo al día en que Constance y él la habían comprado, hacía unos treinta años. Habían ido en coche desde Manhattan para almorzar en el Bird and Bottle, cerca de Bear Mountain, y después habían regresado tranquilamente a la ciudad. En el camino, impulsivamente, decidieron dar una vuelta por las calles del bonito barrio residencial de Tarrytown, y en aquel momento vieron el cartel de «en venta» delante de esa casa de principios de siglo que daba al río Hudson y a los acantilados.
«Y durante los siguientes veintiocho años, dos meses y diez días vivimos felices para siempre. Ay, Constance, ojalá nos quedaran veintiocho años más», se dijo en voz baja mientras se dirigía a la cocina, después de haber decidido que, en lugar de un whisky, necesitaba un café.
Esa casa había sido un lugar especial para ellos. Incluso durante el período en que era secretario de Estado y estaba de viaje gran parte del tiempo, se las arreglaban para pasar, de vez en cuando, los fines de semana allí; siempre era una especie de tónico reconstituyente para el espíritu. Pero una mañana, hacía dos años, Constance le había dicho: «Tom, no me siento muy bien». Al cabo de un momento se había marchado para siempre.
Trabajar veinte horas al día lo había ayudado a anestesiar un poco su dolor. Gracias a Dios que tenía el trabajo para distraerme, pensó sonriendo con amargura mientras recordaba el apodo que le había puesto la prensa: el Secretario Volador. Pero no sólo me mantuvo ocupado; Henry y yo hicimos cosas buenas. Dejamos Washington y el país mejor de lo que había estado en muchos años.
Al llegar a la cocina, midió cuidadosamente el café para cuatro tazas y después hizo otro tanto con el agua. Vaya, sé cuidarme, pensó. Lástima que no lo haya hecho un poco más después de la muerte de Constance. Pero entonces entró en escena Arabella, tan dispuesta a consolar, tan atractiva. Y ahora, tan muerta.
Pensó en lo ocurrido hacía dos noches. ¿Qué se habían dicho en la biblioteca? Recordaba vagamente haberse enfadado. Pero ¿podía haberse enfadado tanto como para cometer un acto de semejante violencia? ¿Y era posible que la hubiese dejado desangrarse en el suelo mientras se iba a dormir a trompicones? Sacudió la cabeza. No tenía sentido.
Sonó el teléfono, pero Shipman se limitó a mirarlo. Cuando dejó de sonar, levantó el auricular y lo dejó descolgado sobre la mesa.
Se sirvió una taza de café y con unos dedos ligeramente temblorosos la llevó a la sala. En otras circunstancias se habría sentado en el sillón de piel de la biblioteca, pero aquel día no. Ahora se preguntaba si alguna vez podría volver a entrar a esa habitación.
En el momento en que se instalaba, oyó que gritaban fuera. Sabía que los periodistas aún estaban en la calle, pero no se imaginó el motivo de semejante alboroto. Sin embargo, antes de que abriera un poco las cortinas para ver qué pasaba, ya había adivinado la causa del furor.
El ex presidente de Estados Unidos acababa de llegar para ofrecerle su amistad y consuelo.
*****
El personal de los servicios secretos intentó con valentía abrir paso para que los Britland avanzaran a empujones entre la multitud de reporteros y cámaras. Henry, cogiendo a su mujer del hombro protectoramente, se detuvo e indicó que estaba dispuesto a hacer una breve declaración.
—En este maravilloso país, un hombre sigue siendo inocente hasta que se demuestre lo contrario. Thomas Shipman ha sido un excelente secretario de Estado, y es un gran amigo. Sunday yo hemos venido en señal de amistad.
Después de sus palabras, el ex presidente se volvió y siguió hacia el porche haciendo caso omiso del bombardeo de preguntas que le lanzaban los reporteros. Al llegar al último peldaño de la escalinata, Thomas Shipman abrió la puerta y los visitantes entraron sin más incidentes.
Tom, después de cerrar la puerta detrás de los Britland y sentir el abrazo firme y tranquilizador de su amigo, rompió a sollozar.
Sunday, al intuir que los dos hombres necesitaban hablar en privado, se dirigió a la cocina e insistió, a pesar de las protestas de Shipman, en preparar el almuerzo para los tres. El ex secretario de Estado no paraba de decir que podía llamar a la asistenta, pero Sunday se obstinó en que la dejara ocuparse a ella.
—Te sentirás mucho mejor cuando tengas algo en el estómago, Tom —dijo—. Id a hablar de vuestras cosas y después comeremos. Estoy segura de que hay todo lo necesario para hacer una tortilla. Estará lista en unos minutos.
Shipman, de hecho, recuperó la compostura enseguida. De algún modo, la mera presencia de Henry Britland en su casa le daba la sensación, al menos de momento, de que podría enfrentarse a todo.
Al cabo de un rato ambos entraron en la cocina y se encontraron a Sunday preparando la tortilla. Sus movimientos rápidos y seguros sobre la tabla de picar le trajeron a Tom un recuerdo reciente: la imagen de alguien en Palm Beach que preparaba una ensalada mientras él soñaba con el futuro, un futuro que ahora no sería posible.
Al mirar por la ventana, de pronto se dio cuenta de que la persiana estaba abierta y que si alguien lograba escabullirse hasta el fondo de la casa, tendría una oportunidad perfecta de tomar una cándida foto de los tres. Cruzó la habitación rápidamente y la bajó.
Se volvió hacia Henry y Sunday y les sonrió con tristeza.
—Qué curioso, hace poco me convencieron de poner un dispositivo electrónico en las persianas de todas las otras habitaciones para cerrarlas automáticamente a una hora determinada o simplemente apretando un botón. Pero nunca pensé que fuera a necesitarlo en la cocina. Prácticamente no sé cocinar, y Arabella no era exactamente un modelo de habilidad doméstica. —Meneó la cabeza—. En fin, ahora ya no importa. Además, nunca me gustó ese maldito aparato. En realidad, las persianas de la biblioteca ni siquiera van bien. Cada vez que se aprieta el botón, tanto para abrirlas como para cerrarlas, hacen un ruido espantoso, como si alguien disparara un arma. Caramba, qué apropiado, ¿no?, puesto que efectivamente se disparó un arma allí hace menos de cuarenta y ocho horas. ¿Has oído alguna vez eso de que los acontecimientos que se avecinaban ya se anunciaban? En fin…
Se dio la vuelta por un instante, y la habitación quedó en un silencio interrumpido sólo por el ruido que hacía Sunday batiendo los huevos. Shipman se acercó a la mesa de la cocina y se sentó delante de Henry. Recordó todas las veces que se habían sentado el uno frente al otro en el Despacho Oval, levantó la vista y lo miró.
—Verá, señor presidente, yo…
—Tommy, por favor, soy yo, Henry.
—De acuerdo, Henry. Estaba pensando que los dos somos abogados, y…
—Y no olvides que Sunday también —le recordó Henry—. Antes de que se presentara a su actual cargo, trabajó mucho tiempo de defensora de oficio.
Shipman esbozó una tenue sonrisa.
—Entonces sugiero que sea la experta de la casa. —Se volvió hacia ella—. Sunday, ¿alguna vez has tenido que preparar una defensa para un cliente borracho como una cuba en el momento del crimen y que no sólo hubiera disparado tres veces contra su… eh… amiga, sino que además la dejara desangrarse hasta la muerte en el suelo mientras se iba a dormir la mona arriba?
Sunday respondió sin apartar la vista de la cocina.
—Bueno, quizá no fueran exactamente las mismas circunstancias, pero he defendido a mucha gente drogada en el momento del crimen que ni recordaba haberlo cometido. Aunque, en todos los casos, había testigos que declararon bajo juramento contra ellos. Algo muy duro.
—Y por supuesto los encontraron culpables, ¿no? —preguntó Shipman.
Sunday se detuvo y lo miró.
—Cayó sobre ellos todo el peso de la ley —admitió.
—Exactamente. Mi abogado, Len Hart, es un individuo bueno y capaz, y quiere que me declare culpable alegando enajenación… transitoria, desde luego. Pero, tal como lo veo, mi única posibilidad es llegar a un acuerdo con el fiscal para que, a cambio de una declaración de culpabilidad, el estado no pida la pena de muerte.
Henry y Sunday miraron a su amigo, que hablaba con la vista fija en algún punto lejano.
—Está claro —continuó— que le he quitado la vida a una mujer joven que podría haber disfrutado de cincuenta años más en este planeta. Si voy a la cárcel, es probable que no dure más de cinco o diez años. El encierro, sin embargo, dure lo que dure, quizá me ayude a expiar esta horrible culpa antes de que sea llamado ante el Señor.
Los tres se quedaron en silencio mientras Sunday terminaba de preparar la comida: mezclar la ensalada, echar los huevos batidos en la sartén, añadir tomates picados, cebolletas y jamón, plegar la tortilla y darle la vuelta. La tostada saltó de la tostadora en el momento en que ponía la primera tortilla en el plato tibio y se la servía a Shipman.
—Come —le ordenó.
Al cabo de veinte minutos, cuando Tom Shipman se terminó la ensalada con un trocito de tostada y se quedó mirando el plato vacío, comentó:
—Esto es el colmo, Henry, encima de un chef francés a tu servicio, además tienes la suerte de una esposa experta en la cocina.
—Gracias, amable señor —dijo Sunday con ironía—, pero la verdad es que todos mis talentos culinarios los adquirí durante la época en que preparaba platos combinados para pagarme los estudios de derecho en Fordham.
Shipman sonrió mientras miraba distraído el plato vacío que tenía delante.
—Es un talento digno de admiración, que Arabella, por cierto, no poseía. —Meneó la cabeza lentamente—. Me cuesta creer que haya sido tan tonto.
Sunday lo cogió de la mano.
—Tommy —le dijo en voz baja—, tiene que haber circunstancias atenuantes a tu favor. Has dedicado muchos años al servicio público, y has colaborado con muchos proyectos de caridad. El tribunal buscará todo lo que resulte útil para suavizar la sentencia, suponiendo que se dicte alguna. Henry y yo estamos aquí para ayudarte en lo que haga falta, y estaremos a tu lado pase lo que pase.
Henry Britland apoyó la mano con firmeza sobre el hombro de Shipman.
—Así es, amigo, estamos aquí para ayudarte. Pide y trataremos de proporcionártelo. Pero antes que nada, debemos saber qué sucedió realmente. Por lo que sabíamos, Arabella había roto contigo, así que ¿para qué vino esa noche?
Shipman tardó en responder.
—No sé, pasó por aquí —dijo evasivamente.
—Así pues, ¿no la esperabas? —preguntó Sunday con rapidez.
—Eh… no, no —dudó—. No la esperaba.
Henry se inclinó hacia adelante.
—De acuerdo, Tom, pero como decía Will Rogers: «Lo único que sé es lo que leo en los periódicos». Según la prensa, aquel día llamaste a Arabella y le pediste que pasara por aquí para hablar con ella, y llegó sobre las nueve.
—Sí, así es —respondió lacónicamente.
Henry y Sunday cruzaron miradas de preocupación. Era evidente que había algo que Tom no les contaba.
—¿Y qué hay del arma? —Preguntó Henry—. La verdad es que me sorprendió saber que tenías una pistola, y especialmente que la tuvieras registrada a tu nombre. Apoyabas con tanta firmeza el proyecto de ley Brady y quienes defendían la tenencia libre de armas te consideraban un enemigo. ¿Dónde la guardabas?
—Francamente, había olvidado que la tenía —dijo Shipman con tono apagado—. La compré cuando nos mudamos aquí, y la tuve durante años al fondo de la caja fuerte. El otro día la vi por casualidad, justo después de escuchar que la policía de la ciudad estaba haciendo una campaña para cambiar armas por juguetes. Así que la saqué de la caja fuerte y la dejé sobre la mesa de la biblioteca, con las balas al lado. Pensaba entregarla en la comisaría al día siguiente. Bueno, en todo caso ya la tienen ellos, aunque no de la forma que yo pensaba.
Sunday sabía que Henry pensaba lo mismo que ella. La situación era cada vez más preocupante: Tom no sólo había disparado contra Arabella, sino que además había cargado el arma después de la llegada de ésta.
—Tom, ¿qué hiciste antes de que llegara Arabella? —preguntó Henry.
El matrimonio observó cómo Shipman pensaba la pregunta antes de responder.
—Estuve en la asamblea anual de accionistas de American Micro. Había sido un día agotador, agravado por el hecho de que estaba terriblemente resfriado. Mi asistenta, Lillian West, tenía la cena preparada para mí a las siete y media. Comí muy poco y me fui directamente arriba porque no me sentía bien. En realidad tenía escalofríos, así que tomé una ducha caliente y me metí en la cama. Como no había dormido muy bien las noches anteriores, tomé una pastilla para dormir. Desperté, de un sueño muy profundo debo decir, porque Lillian llamó a la puerta para decirme que Arabella estaba abajo y quería verme.
—¿Y bajaste?
—Sí. Recuerdo que Lillian se estaba yendo en el momento en que bajé, y que Arabella ya estaba en la biblioteca.
—¿Te alegró verla?
Shipman hizo una pausa antes de responder.
—No, la verdad es que no. Todavía estaba un poco aturdido por la pastilla y casi no podía tener los ojos abiertos. Además, estaba enfadado de que se presentara sin avisar después de haber ignorado mis llamadas telefónicas. Como recordarás, hay un bar en la biblioteca. Pues bien, Arabella ya se había instalado y estaba preparando dos martinis.
—Tom, ¿cómo se te ocurrió beber un martini con la pastilla para dormir? —preguntó Henry.
—Porque soy tonto —soltó Shipman—. Y porque estaba tan harto de su risa chillona y de su voz irritante que pensé que me volvería loco si no las amortiguaba un poco.
Henry y Sunday miraron a su amigo.
—Pero pensaba que estabas loco por ella —dijo Henry.
—Sí, al principio, pero al final fui yo el que rompió —respondió Shipman—. Pero como soy un caballero, pensé que lo correcto era decirle a los demás que había sido ella. Sin duda, teniendo en cuenta la diferencia de edad, era lo que cualquiera hubiera esperado. La verdad es que al fin, y transitoriamente por lo visto, había recuperado el sano juicio.
—¿Entonces para qué la llamabas? —Preguntó Sunday—. No lo comprendo.
—Porque había empezado a llamarme en medio de la noche, a veces sin parar hora tras hora. Por lo general colgaba al oír mi voz, pero yo sabía que era ella. Así que la llamé para decirle que las cosas no podían seguir así, pero de ninguna manera la invité a casa.
—Tom, ¿por qué no has dicho nada de esto a la policía? Por lo que he oído y leído, todo el mundo piensa que fue un crimen pasional.
Tom Shipman meneó la cabeza con tristeza.
—Porque creo que probablemente después de todo haya sido un crimen pasional. Esa última noche, Arabella me dijo que se iba a poner en contacto con la prensa sensacionalista y les iba a vender la historia de las fiestas locas en las que tú y yo supuestamente participábamos durante nuestro mandato.
—Pero eso es ridículo —dijo Henry indignado.
—Chantaje —añadió Sunday en voz baja.
—Exactamente. ¿Crees que contar esa historia me serviría para defenderme? —preguntó Shipman. Sacudió la cabeza—. No, aunque no sea verdad, al menos hay cierta dignidad en recibir un castigo por matar a una mujer a la que amaba tanto que no quería perder. Dignidad para ella, y quizá también para mí, aunque sea un poco.
*****
Sunday insistió en recoger la mesa y limpiar la cocina mientras Henry acompañaba a Tommy arriba para que descansara.
—Tommy, me gustaría que alguien estuviera aquí contigo en estos momentos —dijo el ex presidente—. No quiero dejarte solo.
—No te preocupes, Henry, estoy bien. Además, después de tu visita ya no me siento solo.
A pesar de la afirmación de su amigo, Henry sabía que se preocuparía, como empezó a hacer casi inmediatamente después de que Shipman entrara en el cuarto de baño. Constance y Tommy no habían tenido hijos, y muchos amigos íntimos se habían retirado y trasladado, la mayoría a Florida. La llamada del teléfono móvil que siempre llevaba encima interrumpió sus pensamientos.
Era Jack Collins, el jefe del equipo del servicio secreto que le habían asignado.
—Lamento molestarlo, señor presidente, pero hay un vecino ansioso por trasmitirle un mensaje al señor Shipman. Dice que una buena amiga de éste, una tal condesa Condazzi que vive en Palm Beach, ha intentado ponerse en contacto con él, pero el señor Shipman no atiende el teléfono, y aparentemente tiene desconectado el contestador, así que no ha podido dejarle el mensaje. Por lo que he comprendido, está muy preocupada e insiste en que se comunique al señor Shipman que está esperando su llamada.
—Gracias, Jack. Le daré el mensaje al secretario Shipman. Sunday y yo nos marcharemos dentro de unos minutos.
—De acuerdo, señor. Estaremos preparados.
La condesa Condazzi, pensó Henry, qué interesante. ¿Quién será?
Sintió aún más curiosidad, cuando, al informar a su amigo de la llamada, los ojos de Thomas Acker Shipman se iluminaron y sus labios dibujaron una sonrisa.
—¿Así que ha llamado Betsy? —dijo—. Qué amable.
Pero su mirada se apagó y la sonrisa se desvaneció casi con la misma velocidad con que habían aparecido.
—Quizá podrías trasmitirle a mi vecino que no atenderé llamadas de nadie —dijo—. En esta coyuntura, creo que no vale la pena hablar con nadie más que con mi abogado.
Al cabo de unos minutos, mientras Henry y Sunday se abrían paso entre la marea de periodistas, un Lexus entró por el camino y pasó junto a ellos. El matrimonio vio a una mujer que salía del coche y, aprovechando el alboroto que la salida de ellos había creado, entraba en la casa con su propia llave sin que la molestaran.
—Ha de ser la asistenta —dijo Sunday, que había notado que se trataba de una mujer de unos cincuenta años, vestida con ropa sencilla y con unas trenzas recogidas en un moño—. Además, ¿qué otra persona va a tener la llave? Bueno, al menos Tom no va a estar solo.
—Debe pagarle muy bien —observó Henry—. Es un coche caro.
Durante el viaje de regreso, le contó a Sunday lo de la misteriosa llamada de la condesa de Palm Beach. Ella no hizo comentarios, pero por la forma en que ladeó la cabeza y arrugó la frente, Henry se dio cuenta de que estaba preocupada y sumida en sus pensamientos.
El coche en que iban era un Chevrolet indescriptible de ocho años de antigüedad, uno de los vehículos de segunda mano de Henry, especialmente equipados y útiles para cuando querían pasar desapercibidos. Como siempre, iban acompañados de dos agentes del servicio secreto; uno al volante y el otro como guardia armado.
Un cristal grueso separaba el asiento delantero del trasero, para que Henry y Sunday pudieran hablar con privacidad.
—Henry —dijo Sunday rompiendo lo que para ella era un prolongado silencio—, hay algo raro en este caso. Ya lo percibía por los artículos de los periódicos, pero ahora, después de hablar con Tommy, estoy segura.
—Desde luego —coincidió Henry—. Al principio pensé que los detalles del crimen serían tan espantosos, que él no quería admitirlos. —Sacudió la cabeza—. Pero ahora me doy cuenta de que no es una cuestión de no querer saberlo, sino que de verdad no sabe qué pasó. ¡Y es algo muy raro en él! —exclamó—. Cualquiera que fuese la provocación, amenaza, chantaje o lo que sea, no puedo creer que Tommy perdiera el control hasta el punto de matar a esa mujer, por más que mezclara pastillas para dormir con martinis. El hecho de haberlo visto, me ha hecho pensar en lo anormal que es todo esto. Tú no lo conocías en aquella época, Sunday, pero cuando Constance murió, la compostura de Tommy fue notable, y créeme, sentía devoción por ella. Sufría, por supuesto, pero no perdió la calma. —Henry volvió a sacudir la cabeza—. No, Tommy no es el tipo de hombre que pierde los estribos, por mucho que lo provoquen.
—Sí, puede que su compostura haya sido notable cuando murió la esposa, pero caer rendido a los pies de Arabella Young cuando el cadáver de Connie aún estaba caliente, dice algo sobre él, ¿no crees?
—Sí, ¿pero qué? ¿Reacción o negación?
—Exactamente —respondió Sunday—. A veces la gente se enamora casi inmediatamente después de una gran pérdida y funciona, pero por lo general no suele ser así.
—Es probable que tengas razón. El hecho de que Tommy no se casara con Arabella, incluso después de haberle dado un anillo de pedida… ¿cuándo?, ¿hace dos años?, me indica que sabía casi desde el principio que era un error.
—Bueno, todo eso sucedió antes de que yo entrara en escena —murmuró Sunday—, pero estaba al corriente gracias a la prensa sensacionalista que no paraba de hablar de lo enamorado que estaba el formal secretario de Estado de la despampanante relaciones públicas a la que doblaba en edad. Recuerdo que vi dos fotos, una junto a la otra. La primera lo mostraba haciéndole arrumacos en público a Arabella y la segunda, en el entierro de su esposa, en un momento en el que obviamente había perdido la compostura. Nadie tan afectado por el dolor podía estar tan feliz apenas un par de meses más tarde. Además, la forma en que vestía esa mujer… simplemente no parecía el tipo de mujer de Tommy. —Sunday, más que ver, intuyó que su marido levantaba una ceja—. Ah, vamos. Ya sé que devoras los periódicos sensacionalistas cuando yo los termino. Dime la verdad. ¿Qué pensabas de Arabella?
—Pensaba en ella lo menos posible.
—No has respondido a la pregunta.
—Siempre intento no hablar mal de los muertos. Pero, si quieres saberlo, me parecía escandalosa, vulgar y repelente. Poseía una mente bastante astuta, pero hablaba tan rápido y tanto que el cerebro no tenía tiempo de llegar a su boca. Y cuando se reía, pensaba que estallarían los cristales de la araña.
—Bueno, sin duda se ajusta a lo que he leído sobre ella —comentó Sunday. Se quedó en silencio y se volvió hacia su marido—. Henry, si Arabella se rebajaba a hacerle chantaje a Tommy, ¿crees posible que lo hubiese intentado con otros? ¿Es posible que entre la pastilla de dormir y el martini Tommy perdiera la conciencia y llegara alguien sin que él lo supiera? ¿Alguien que la hubiese seguido y de pronto viera la oportunidad de deshacerse de ella y dejar que el pobre Tommy cargara con la culpa?
—¿Y que llevara a Tommy arriba y lo metiera en la cama? —Henry volvió a enarcar la ceja.
Ambos guardaron silencio mientras el coche giraba por el paseo Garden State. Sunday miró por la ventanilla: el sol de última hora de la tarde hacía brillar las hojas doradas y rojizas de los árboles.
—Me encanta el otoño —dijo pensativa—. Y me apena pensar que Tommy, en el otoño de su vida, tenga que pasar por todo este suplicio. —Hizo una pausa—. Muy bien, pensemos en otra posibilidad. Tú conoces bien a Tommy. Supón que estuviera enfadado, furioso incluso, pero también tan atontado que no pudiese pensar. Ponte en esa situación; ¿tú qué hubieras hecho?
—Lo mismo que Tommy y yo hacíamos cuando estábamos en esas condiciones en una cumbre de jefes de Gobierno. Cuando nos dábamos cuenta de que el cansancio o el enfado, o ambas cosas, nos impedían pensar, nos íbamos a la cama.
Sunday le apretó la mano.
—Eso es exactamente lo que pienso. Supón que Tommy consiguiera subir la escalera a trompicones por sus propios medios, y dejara a Arabella. Y supón que otra persona la hubiera seguido, alguien que supiera lo que estaba haciendo allí. Tenemos que averiguar con quién tuvo relaciones Arabella antes de conocerlo. También deberíamos hablar con la asistenta de Tommy, que se marchó poco después de su llegada, porque a lo mejor vio algún coche aparcado, y con la condesa de Palm Beach que llamó, la que quería hablar urgentemente con Tommy. Tenemos que ponernos en contacto con ella; probablemente no sirva de mucho, pero nunca se sabe, a lo mejor puede decirnos algo.
—De acuerdo —dijo Henry con admiración—. Como siempre, funcionamos en la misma frecuencia, sólo que tú vas un poco más rápido que yo. En realidad ni se me había ocurrido hablar con la condesa. —Le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí—. Ven aquí. ¿Sabes que no te beso desde las once y diez de la mañana?
Sunday le acarició los labios con la yema del índice.
—¿Así que no sólo te atrae mi agudeza mental?
—Ajá, te has dado cuenta. —Henry le besó el dedo, le cogió la mano y la apartó, quitando todo obstáculo entre sus labios y los de ella.
Sunday se echó hacia atrás.
—Una cosa más, Henry. Antes de que empecemos a ayudar a Tommy debes asegurarte de que no llegue a un acuerdo con el fiscal.
—¿Y cómo voy a hacerlo?
—Por decreto, naturalmente.
—Pero ya no soy presidente, querida.
—A los ojos de Tommy, sigues siéndolo.
—De acuerdo, lo intentaré. Y ahora otro decreto del ejecutivo: para de hablar.
En el asiento delantero, los agentes echaron una mirada al retrovisor y se sonrieron.
*****
A la mañana siguiente, Henry estaba en pie al amanecer para hacer un recorrido por la finca de ochocientas hectáreas con el administrador. Regresó a las ocho y media y desayunó con Sunday en la salita que daba al jardín inglés de la parte trasera de la casa. La habitación en sí estaba decorada para complementar las vistas, con grabados de plantas sobre un fondo de lino belga a rayas. La estancia parecía constantemente llena de flores, y, como Sunday con frecuencia observaba, era muy diferente del apartamento de Jersey City en que se había criado y donde aún vivían sus padres.
—No olvides que las sesiones del Congreso empiezan la semana próxima —dijo Sunday mientras tomaba la segunda taza de café—. Si quiero ayudar a Tommy, tengo que empezar ahora mismo. Así que lo mejor es que averigüe todo lo que pueda sobre Arabella. ¿Ya ha terminado Marvin el informe completo que le pedimos?
Se refería a Marvin Klein, el hombre que se ocupaba de dirigir la oficina de Henry, instalada en las viejas caballerizas de la finca. Poseía un ingenioso sentido del humor y se llamaba a sí mismo jefe de personal a favor de un gobierno en el exilio, en referencia al hecho de que, tras el segundo mandato de Henry Britland, había habido una corriente de opinión que instaba a que se modificara la restricción que impedía que el presidente de Estados Unidos ocupara el cargo más de dos períodos.
En aquel momento, una encuesta demostró que el ochenta por ciento del electorado estaba a favor de una enmienda que modificara la restricción de modo que se pudiera ocupar el cargo más de «dos mandatos consecutivos». Era obvio que la mayoría del pueblo estadounidense quería que Henry Parker Britland IV volviera a la residencia de Pennsylvania Avenue 1600.
—Aquí lo tengo —dijo Henry—. Acabo de leerlo. Parece como si la difunta Arabella hubiese conseguido ocultar buena parte de su pasado. Lo más jugoso que algunas de las fuentes de Marvin han descubierto es que estuvo casada anteriormente, un matrimonio que acabó en un divorcio con el que dejó limpio a su marido, y que un antiguo novio, Alfred Barker, una relación que acaba y retoma sin cesar, estuvo en la cárcel por sobornar atletas.
—¡Vaya! ¿Y está en libertad?
—No sólo está libre, querida, sino que cenó con Arabella la noche de su muerte.
Sunday se quedó boquiabierta.
—Cariño, ¿cómo demonios lo ha averiguado Marvin?
—¿Cómo hace Marvin para descubrir cualquier cosa? Lo único que sé es que tiene sus fuentes. Y hay más, parece que Alfred Barker vive en Yonkers, que, como sabes, no está lejos de Tarrytown. El ex marido, en cambio, se ha vuelto a casar y no vive en la región.
—¿Marvin averiguó todo esto de un día para otro? —preguntó Sunday con los ojos brillantes de animación.
Henry asintió con la cabeza, mientras Sims, el mayordomo, volvía a llenarle la taza de café.
—Gracias, Sims. Y no sólo eso —continuó—, también se ha enterado de que, aparentemente, Alfred Barker todavía sentía mucho cariño por Arabella, por muy raro que parezca. Y últimamente había alardeado delante de sus amigos de que Arabella, ahora que había plantado al viejo, volvería con él.
—¿Y qué hace Barker ahora?
—Bueno, teóricamente tiene una tienda de artículos de fontanería, pero las fuentes de Marvin indican que en realidad es la tapadera de un negocio de lotería clandestina, que al parecer organiza por su cuenta. Mi información favorita, sin embargo, es que nuestro señor Barker es famoso por su carácter violento cuando lo traicionan.
Sunday arrugó la cara como solía hacer siempre que pensaba algo detenidamente.
—Mmmm. Veamos. Cenó con Arabella justo antes de que ella entrara en casa de Tommy. Detesta que lo traicionen, lo que seguramente también significa que es muy celoso, y además tiene mal carácter. —Miró a su marido—. ¿Estás pensando lo mismo que yo?
—Exactamente.
—¡Sabía que esto era un crimen pasional! —exclamó Sunday entusiasmada—. Sólo que parece que la pasión no provenía de Tommy. Hoy voy a ir a ver a Barker y a la asistenta de Tommy. ¿Cómo se llama?
—Dora, creo —respondió Henry—. No, no —se corrigió—, ésa era la asistenta que trabajó para ellos durante años, una mujer maravillosa. Creo que Tommy dijo que se retiró poco después de la muerte de Constance. Si mal no recuerdo, la que tiene ahora, la que vimos ayer, se llama Lillian West.
—Eso es. La mujer de las trenzas y el Lexus —dijo Sunday—. Muy bien, yo me ocupo de Barker y la asistenta. ¿Y tú que vas a hacer?
—Iré en avión a Palm Beach para ver a la condesa Condazzi, pero estaré de regreso a la hora de la cena. Y tú, querida, prométeme que tendrás cuidado. Recuerda que ese Alfred Barker es un personaje de mal carácter. No quiero que te escapes de los chicos del servicio secreto.
—De acuerdo.
—Lo digo en serio, Sunday —advirtió Henry en voz baja y con el tono serio que usaba tan eficazmente para hacer temblar a los miembros de su gabinete.
—Vaya, qué hombre[2] tan duro —sonrió Sunday—. De acuerdo, te lo prometo. No me despegaré de ellos. Buen viaje.
Lo besó en la coronilla y salió de la sala tarareando el Himno al presidente.
*****
Unas cuatro horas más tarde, después de haber pilotado su jet privado hasta el aeropuerto de Palm Beach Oeste, Henry llegó a la mansión de estilo colonial en la que vivía la condesa Condazzi.
—Esperen fuera —ordenó a la escolta.
La condesa tenía más de sesenta años; era una mujer menuda, de facciones exquisitas y serenos ojos grises. Recibió a Henry con simpatía y amabilidad y fue directa al grano.
—Me alegró mucho recibir su llamada, señor presidente —dijo—. He leído las noticias sobre la terrible situación de Tommy y estaba ansiosa por hablar con él. Sé cuánto ha de estar sufriendo, pero no me ha devuelto las llamadas. Verá, sé que Tommy es incapaz de haber cometido ese crimen. Somos amigos de la infancia; fuimos juntos a la escuela y el instituto, y en todos esos años jamás lo vi perder el control ni un momento. Incluso cuando los demás se insolentaban o alborotaban, como solía pasar en los bailes del colegio, o cuando bebía, Tommy siempre era un caballero. Se ocupaba de mí, y cuando terminaba la fiesta me acompañaba a casa. No, Tommy no ha sido.
—Opino exactamente lo mismo —coincidió Henry—. ¿Así que se criaron juntos?
—Vivíamos uno enfrente del otro, en Rye. Durante los primeros años de universidad salimos juntos, pero después él conoció a Constance y yo a Eduardo Condazzi, un español. Me casé, y al cabo de unos años, cuando murió el hermano mayor de Eduardo y mi marido heredó el título y los viñedos de la familia, nos trasladamos a España. Eduardo falleció hace tres años. Mi hijo es el actual conde y vive en España, pero yo pensé que había llegado la hora de volver a casa. Al fin, después de tantos años, me encontré con Tommy un fin de semana que había venido para jugar a golf con unos amigos. Fue maravilloso volver a verlo. Parecía como si no hubiesen pasado los años.
Y el amor volvió a despertar, pensó Henry.
—Condesa.
—Betsy —lo corrigió ella.
—Muy bien, Betsy; seré directo. ¿Tommy y usted retomaron la relación allí donde la dejaron hace años?
—Pues… sí y no —respondió Betsy—. Le dejé claro que estaba muy contenta de volver a verlo y creo que él sentía lo mismo. Pero verá usted, creo que Tommy nunca se permitió sufrir por la pérdida de Constance. En realidad, hablamos mucho del tema. Para mí era evidente que su relación con Arabella Young era una forma de escapar al proceso de dolor. Le aconsejé dejar a Arabella y después darse un período de duelo, algo así como seis meses, un año. Le dije que una vez hecho el proceso me llamara y me llevara a bailar.
Henry estudió el rostro de Betsy Condazzi, su sonrisa nostálgica, los ojos llenos de recuerdos.
—¿Y él estuvo de acuerdo? —preguntó Henry.
—No del todo. Me dijo que iba a vender su casa y trasladarse aquí con carácter permanente —sonrió—, y que iba a estar preparado para llevarme a bailar mucho antes de que pasaran seis meses.
Henry hizo una pausa antes de la siguiente pregunta.
—Si Arabella Young hubiera vendido a algún periódico sensacionalista la historia de que durante mi administración, y antes de la muerte de su mujer, él y yo organizábamos orgías desenfrenadas en la Casa Blanca, ¿cuál habría sido su reacción?
—Pues no me lo habría creído —respondió con sencillez—. Y Tommy me conoce lo suficiente para saber que podía contar con mi apoyo.
En el vuelo de regreso al aeropuerto de Newark, Henry dejó el mando al piloto y se dedicó a pensar. Cada vez veía más claro que alguien estaba tendiéndole una trampa a Tommy. Era evidente que sabía que el futuro le prometía una segunda oportunidad de ser feliz y que no necesitaba matar para salvaguardar esa oportunidad. No, no tenía sentido que hubiera matado a Arabella Young. Pero ¿cómo iban a demostrarlo? Se preguntó si Sunday habría tenido más suerte en descubrir el posible móvil del asesinato de Arabella.
*****
Alfred Barker no era un hombre que inspirara instintiva simpatía, pensó Sunday mientras se sentaba delante de él en la oficina de su tienda de fontanería.
Era un hombre de cuarenta y tantos años, de pecho ancho y párpados pesados, con la cara hinchada y el pelo entrecano que se peinaba con la raya casi sobre la oreja en un evidente esfuerzo por ocultar una avanzada calvicie. La camisa abierta, sin embargo, dejaba a la vista una espesa mata de vello. El único otro rasgo característico que notó fue una cicatriz irregular en el dorso de la mano derecha.
Sunday tuvo una fugaz sensación de gratitud mientras pensaba en el cuerpo esbelto y musculoso de Henry, en su aspecto agradable, incluida su famosa mandíbula de «terquedad» y los ojos castaños claros que podían comunicar o, si era necesario, ocultar emociones. Y aunque por lo general le irritaba la omnipresencia de los hombres del servició secreto —después de todo nunca había sido primera dama; ¿para qué los necesitaba?—, en aquel momento, encerrada en esa diminuta habitación con aquel individuo hostil, se alegraba de saber que estaban fuera, junto a la puerta entreabierta.
Se había presentado como Sandra O’Brien, y era evidente que Alfred Barker no tenía idea de que el apellido de casada era Britland.
—¿Y por qué quiere hablar conmigo sobre Arabella? —le preguntó mientras encendía un cigarro.
—Antes que nada quisiera decirle que siento mucho su muerte —dijo Sunday con sinceridad—. Sé que usted y ella estaban muy unidos. Pero verá, conozco al señor Shipman… —Se calló antes de seguir con la explicación—. Mi marido trabajó con él. Y parece que las versiones sobre quién rompió la relación son contradictorias.
—¿Y eso qué importa? Arabella estaba harta de ese viejo asqueroso. Siempre me quiso a mí.
—Pero era la prometida de Thomas Shipman —objetó Sunday.
—Sí, pero yo sabía que eso no duraría. Lo único que él tenía era pasta. Mire, Arabella se casó a los dieciocho con un imbécil, era tan gilipollas que tenía que repetirse su nombre todas las mañanas. Pero Arabella era lista. Puede que el tipo fuera un estúpido, pero valía la pena aguantarlo porque la familia estaba forrada. Así que lo soportó tres o cuatro años, consiguió que le pagara una educación universitaria, se arregló los dientes, en fin… Esperó a que se muriera un tío muy rico del marido, logró que él pusiera el dinero a nombre de los dos y lo abandonó. Con el divorcio lo desplumó.
Alfred Barker volvió a encender el cigarro, exhaló el humo sonoramente y se reclinó sobre la silla.
Era un bombón de los más astutos. Una maravilla.
—¿En esa época empezó a salir con usted? —lo pinchó Sunday.
—Así es. Pero después tuve un pequeño malentendido con el gobierno y terminé encerrado por un tiempo. Ella encontró trabajo en una empresa de relaciones públicas muy fina, y no dejó escapar la oportunidad cuando consiguió un traslado a la sucursal de Washington. —Barker chupó el cigarro y exhaló el humo ruidosamente—. No, Arabella no era una persona a quien tener atada, y no es que yo lo quisiera. El año pasado, cuando me soltaron, me llamaba todo el tiempo para hablarme del gilipollas de Shipman. Pero para ella era un buen montaje; el tipo le regalaba joyas y ella no paraba de conocer gente importante —Baker se inclinó sobre el escritorio y dijo en tono confidencial—, incluido el presidente de Estados. Unidos, Henry Parker Britland IV. —Se calló y volvió a reclinarse en la silla. Miró a Sunday acusadoramente—. ¿Cuánta gente en este país se sienta a la mesa del presidente y hace bromas con él? ¿Usted, por ejemplo? —la desafió.
—No, con el presidente no —dijo Sunday con franqueza, recordando la primera noche en la Casa Blanca en que había rechazado la invitación a cenar de Henry.
—¿Comprende lo que quiero decir? —alardeó triunfalmente Barker.
—Bueno, es evidente que Thomas Shipman, como secretario de Estado, podía ofrecerle a Arabella excelentes contactos. Pero según el señor Shipman, fue él quien la dejó, no ella.
—Vale. ¿Y qué?
—¿Para qué iba a matarla entonces?
La cara de Barker se ensombreció mientras daba un puñetazo sobre el escritorio.
—Le advertí a Arabella que no lo amenazara con ese numerito de los periódicos. Le dije que esta vez estaba tratando con otra gente. Pero como ya le había funcionado antes, no me hizo caso.
—¡Ya lo había hecho! —Exclamó Sunday mientras recordaba que eso era exactamente lo que le había sugerido a Henry—. ¿A quién más trató de chantajear?
—Bah, a un tipo con el que trabajaba. No sé cómo se llama. Un don nadie. Pero jamás es buena idea meterse con alguien con los enchufes de Shipman. ¿Recuerda lo que le hizo a Castro?
—¿Le explicó algo sobre el chantaje que iba a hacerle?
—No mucho, y me lo contó sólo a mí. Yo no paraba de decirle que no lo hiciera, pero ella pensaba que valía la pena, que se ganaría una pasta. —Unas lágrimas inverosímiles empañaron los ojos de Alfred Barker—. A mí me gustaba, pero era muy terca. Sencillamente no quería escuchar. —Hizo una pausa, aparentemente sumido en sus reflexiones—. Le avisé, incluso le enseñé esa cita famosa.
Sunday echó la cabeza atrás como reacción involuntaria a la asombrosa declaración de Barker.
—Me gustan las citas —continuó—. Las leo para reírme o para aprender, o lo que sea, no sé si me entiende.
Sunday asintió.
—A mi marido también le gustan mucho las citas. Dice que hay mucha sensatez en ellas.
—¡Sí, a eso me refería! ¿Qué hace su marido?
—En este momento no tiene trabajo —respondió Sunday mirándose las manos.
—Eso es muy duro. ¿Sabe algo de fontanería?
—No mucho.
—¿Y de números?
Sunday meneó la cabeza con tristeza.
—No; se queda en casa y lee mucho, libros de citas y cosas así —dijo tratando de que la conversación volviera a su cauce.
—Sí, la que le leí a Arabella le iba perfectamente bien. Era una bocazas, una auténtica bocazas. Encontré esa cita y se la enseñé. Siempre le dije que su boca le traería problemas, y vaya si se los trajo.
Barker revolvió el cajón superior del escritorio y sacó un papel ajado.
—Aquí está. Léala.
Le pasó una hoja que evidentemente había arrancado de un libro de citas. En la página había una entrada marcada con círculo rojo:
Debajo de esta lápida pesada como una roca,
yace Arabella Young,
que un 24 de mayo
cerró la boca.
—Está sacado de una vieja tumba inglesa. ¡Qué le parece! Si no fuera por la fecha, la coincidencia sería exacta. —Barker suspiró pesadamente y volvió a reclinarse en la silla—. Sí, la voy a echar de menos. Era muy divertida.
—Cenó con ella la noche de su muerte, ¿verdad?
—Sí.
—¿La dejó en casa de Shipman?
—No; le dije que lo pensara un poco, pero no quiso escucharme, así que la puse en un taxi. Pensaba pedirle el coche a él para volver a casa. —Barker sacudió la cabeza—. Sólo que no pensaba devolvérselo. Estaba segura de que él le daría cualquier cosa con tal de que no hablara con la prensa sensacionalista. —Hizo una pausa—. Pero en cambio, mire lo que le hizo. —Barker se puso de pie con la cara congestionada de ira—. ¡Ojalá lo frían en la silla eléctrica!
Sunday también se puso de pie.
—La pena de muerte en el estado de Nueva York se ejecuta con una inyección letal, pero comprendo lo que quiere decir. Dígame, señor Barker, ¿qué hizo después de dejar a Arabella en el taxi?
—Sabe una cosa, estaba esperando que me lo preguntaran, pero la bofia ni se molestó en venir a hablar conmigo. Desde el principio supieron que tenían al asesino de Arabella. Pues bien, después de dejarla en el taxi, fui a casa de mi madre y la llevé al cine. Lo hago una vez por mes. Llegué a eso de las nueve menos cuarto. Aproximadamente a las nueve menos dos estaba en la cola del cine. El taquillero me conoce. El chico que vende palomitas me conoce. La mujer que estaba sentada a mi lado es la mejor amiga de mi madre, y sabe que estuve allí durante toda la película. Así que no maté a Arabella… ¡Pero sé muy bien quién lo hizo!
Barker dio otro puñetazo sobre el escritorio y una botella de refresco cayó al suelo.
—¿Así que va a ayudar a Shipman…? Pues será a decorar su celda.
Los guardaespaldas de Sunday entraron y miraron fijamente a Barker.
—Yo no golpearía el escritorio en presencia de una dama —recomendó fríamente uno de ellos.
Por primera vez, desde que ella había entrado en la oficina, Alfred Barker se quedó sin palabras.
*****
A Thomas Acker Shipman no le alegró recibir la llamada de Marvin Klein, el ayudante de Henry Britland, que le dijo que el presidente le solicitaba que demorara el proceso de acuerdo con el fiscal. ¿Para qué?, se preguntó Shipman, fastidiado por no poder seguir adelante. Inevitablemente iría a la cárcel, lo único que quería era acabar cuanto antes. Además, la casa ya empezaba a parecer una prisión. Una vez llegara a un acuerdo con el fiscal, seguiría siendo objeto de interés de la prensa durante un tiempo, después lo abandonarían por otro pobre desgraciado. Un hombre de sesenta y cinco años que tiene que pasarse diez o quince encerrado no era un tema para estar en el candelero mucho tiempo.
Lo único que los entusiasmaba, pensó mientras volvía a mirar a la masa de reporteros que todavía revoloteaban por los alrededores de su casa, era la especulación de si iría o no a juicio. Cuando eso estuviera resuelto y quedara claro que aceptaba el castigo sin rechistar, perderían interés.
La asistenta, Lillian West, había llegado esa mañana temprano, a las ocho. Shipman había puesto la cadena en la puerta con esperanzas de que no entrara, pero aparentemente eso no había hecho más que darle nuevos ánimos para entrar a toda costa. Cuando metió la llave en la cerradura y vio que no podía abrir, empezó a pulsar el timbre con determinación y a llamarlo hasta que él la dejó entrar.
—Alguien tiene que cuidarlo, le guste o no —le había dicho el día anterior como respuesta a su objeción de que no quería que los periodistas invadieran la vida privada de ella y que, además, en realidad prefería estar solo.
Por lo tanto, había empezado con sus tareas domésticas habituales: limpiar habitaciones que él no volvería a utilizar y hacer comidas para las que no tenía apetito. Shipman la observó moverse por la casa. Lillian era una mujer guapa, excelente ama de casa y una cocinera de primera, pero su carácter mandón le hacía recordar con añoranza a Dora, el ama de llaves que había estado con Connie y él casi veinte años. Qué importaba que a veces se le quemara el beicon; siempre había sido un elemento agradable en el hogar.
Además, Dora era de la vieja escuela, a diferencia de Lillian que evidentemente creía en la igualdad entre patronos y empleados. A pesar de todo, Shipman se dio cuenta de que durante el breve período que estaría en la casa antes de ir a la cárcel no le importaba soportar la actitud autoritaria de Lillian. Se conformaría y trataría de disfrutar de las comodidades que ella le ofrecía: deliciosas comidas y vino servido como correspondía.
Tras admitir que no podía aislarse completamente del mundo exterior y que en realidad su abogado debía poder localizarlo, había vuelto a conectar el contestador automático y atender llamadas, aunque filtraba las que no eran necesarias. Sin embargo, cuando oyó la voz de Sunday, la atendió con satisfacción.
—Tommy, estoy en Yonkers y voy hacia tu casa —le explicó—. Quiero hablar con tu asistenta. Si no está allí, dime dónde puedo encontrarla.
—Lillian está aquí.
—Perfecto. No dejes que se marche hasta que pueda hablar con ella. Llegaré más o menos dentro de una hora.
—No sé qué puede decirte que no le haya dicho ya a la policía.
—Tommy, acabo de hablar con un novio de Arabella. Sabía que ella planeaba extorsionarte, y, por lo que ha dicho, ya había ejecutado esa proeza al menos con otra persona. Tenemos que descubrir quién era. Es posible que aquella noche alguien la siguiese hasta tu casa, y pensamos que Lillian, al marcharse, quizá vio algo, un coche tal vez, que no le pareció importante pero que ahora puede serlo. En realidad la policía no investigó a otros posibles sospechosos, y, puesto que Henry y yo estamos convencidos de que no lo has hecho tú, vamos a husmear por ellos. ¡Así que arriba ese ánimo! Todavía no está todo perdido.
Shipman colgó y, al volverse, vio a Lillian West de pie en el vano de la puerta de su estudio. Era evidente que había estado escuchando, pero aun así Shipman le sonrió con amabilidad.
—La señora Britland viene hacia aquí para hablar con usted —le dijo—. Ella y el presidente creen que, después de todo, es posible que no haya sido yo el responsable de la muerte de Arabella, y están haciendo ciertas labores detectivescas por su cuenta. Tienen una teoría que puede resultar muy útil para mí, y de eso quiere hablar con usted.
—Me parece perfecto —dijo Lillian West con voz seca y fría—. Tengo muchas ganas de hablar con ella.
A continuación, Sunday habló con Henry, que iba en el avión. Intercambiaron información sobre lo que habían averiguado por medio de Alfred Barker y la condesa. Después de que Sunday le revelara lo de la costumbre de Arabella de chantajear a los hombres con los que mantenía relaciones, añadió con tono de prudencia:
—El único problema con todo esto es que, independientemente de quién quisiera matar a Arabella, va a ser difícil probar que esa persona entró en casa de Tommy sin que lo vieran, cargó el arma que por casualidad estaba allí, y apretó el gatillo.
—Quizá sea difícil, pero no imposible —dijo Henry para transmitir tranquilidad—. Haré que Marvin se ponga ahora mismo a averiguar cuáles fueron los últimos trabajos de Arabella; a lo mejor descubre con quién mantenía relaciones.
Después de despedirse de Sunday, Henry se echó hacia atrás para pensar en lo que acababa de enterarse sobre el pasado de Arabella. Sentía una gran intranquilidad, pero no conseguía saber por qué. Tenía la premonición, cada vez más fuerte, de que algo no iba bien, pero no sabía qué.
Se reclinó sobre el asiento giratorio, su lugar favorito en el avión además de la cabina del piloto. Era algo que Sunday había dicho, decidió, ¿pero qué? Repasó la conversación casi palabra por palabra. Claro, se dijo cuando llegó a esa parte de la conversación. Era la observación de Sunday sobre la dificultad de probar que un desconocido había entrado en casa de Tommy, cargado la pistola y apretado el gatillo.
¡Era eso! No tenía por qué ser alguien de fuera. Había una persona que podía haberlo hecho, y que sabía que Tommy estaba enfermo y extremadamente cansado, que sabía que Arabella estaba allí, que en realidad la había hecho pasar: ¡la asistenta!
Era relativamente nueva. Cabía la posibilidad de que Tommy no hubiera examinado demasiado sus antecedentes y probablemente no sabía mucho de ella.
Sin pérdida de tiempo llamó a la condesa Condazzi. ¡Ojalá esté en casa!, rogó en silencio. Cuando su voz, conocida ahora, respondió, fue directo al grano.
—Betsy, ¿Tommy le dijo algo alguna vez sobre la nueva asistenta?
La condesa dudó un momento antes de contestar.
—Sí, pero sólo en broma.
—¿A qué se refiere?
—Ah, ya sabe. Hay muchas mujeres de entre cincuenta y sesenta años que están sin pareja, pero muy pocos hombres. Hablé con Tommy la mañana del día en que mataron a esa pobre chica, le dije que tenía un montón de amigas viudas o divorciadas que se pondrían celosas por su interés en mí, y que si venía a Palm Beach sería el centro de atención. Me respondió que intentaría mantenerse alejado de las mujeres solas, salvo de mí, y que acababa de tener una experiencia de lo más desagradable al respecto. —Hizo una pausa antes de continuar—. Parece que esa mañana le había dicho a la asistenta que había puesto la casa en venta e iba a trasladarse a Palm Beach. Le contó que había acabado con Arabella porque otra persona empezaba a ser importante en su vida. Más tarde, al pensar en la conversación y la reacción de la mujer, se dio cuenta de que quizá a la asistenta se le había ocurrido la absurda idea de que era ella. Así que se tomó la molestia de informarle que, una vez vendiera la casa, naturalmente ya no necesitaría sus servicios. Me explicó que al principio pareció sorprendida, pero después se volvió fría y distante. —La condesa volvió a interrumpirse y suspiró—. Dios mío, ¿no me diga que cree que ella tiene algo que ver con todo esto que le está pasando a Tommy?
—Me temo que empiezo a pensarlo, Betsy —respondió Henry—. Escuche, volveré a llamarla. Ahora tengo que ponerme en contacto con un ayudante mío.
Cortó la comunicación y llamó rápidamente a Marvin Klein.
—Marvin, tengo un presentimiento acerca de la asistenta del secretario Shipman, una tal Lillian West. Averigua inmediatamente todo lo que puedas sobre ella.
A Marvin Klein no le gustaba infringir la ley entrando en las bases de datos de algunos ordenadores privados, pero sabía que cuando su jefe le decía «inmediatamente», el asunto era urgente. Tardó sólo unos minutos en elaborar un dossier de Lillian West, de cincuenta y seis años de edad, que incluía un amplio historial de infracciones de tráfico, y, lo más importante, sus antecedentes laborales. Marvin frunció el ceño al empezar a leer. Era graduada universitaria, tenía un master y había dado clases de economía doméstica en muchos centros de enseñanza superior, el último de los cuales era el Wren College de New Hampshire. Había dejado la enseñanza hacía seis años y se había puesto a trabajar de asistenta.
Desde entonces había tenido cinco empleos diferentes. Sus referencias —que incluían puntualidad, capacidad de trabajo y habilidad como cocinera— eran buenas pero no entusiastas. Marvin decidió comprobarlas por sí mismo.
Al cabo de menos de media hora, hablaba por teléfono con el ex presidente, que todavía volaba desde Florida.
—Señor, los informes indican que Lillian West, aunque trabajó como profesora de varios centros de enseñanza, tiene un historial de relaciones conflictivas con sus superiores. Hace seis años dejó su último empleo docente y empezó a trabajar en la casa de un viudo de Vermont, que murió al cabo de diez meses, aparentemente de un infarto. Después trabajó para un ejecutivo divorciado que desgraciadamente también murió antes del año. Antes de entrar en la casa del secretario Shipman, su patrono era un millonario de ochenta años que la echó, pero a pesar de todo le dio buenas referencias. Hablé con él. Dijo que era una excelente ama de casa y cocinera, y también un poco altanera, que no respondía a los cánones tradicionales en cuanto a la relación entre patrono y asistenta. De hecho, me explicó que cuando se dio cuenta de que a ella se le había metido en la cabeza casarse con él, decidió echarla, y la puso de patitas en la calle poco después.
—¿Ha dicho ese hombre si tuvo alguna vez problemas de salud? —preguntó Henry en voz baja mientras pensaba en la posibilidad que le sugería la conflictiva historia de Lillian West.
—Se lo he preguntado, señor. Dice que ahora goza de muy buena salud, pero que durante las últimas semanas de trabajo de la señora West, especialmente después de que le comunicara su despido, experimentó una fatiga extrema, seguida por una enfermedad sin diagnosticar que derivó en neumonía.
Tommy también había hablado de un fuerte resfriado y una enorme fatiga. La mano de Henry apretó el teléfono.
—Buen trabajo, Marvin. Gracias.
—Señor, me temo que hay algo más. Según consta en el historial, la señora West es cazadora y al parecer sabe mucho de armas. También hablé con el director del Wren College, donde tuvo el último trabajo de profesora. Por lo que recordaba, la señora West fue obligada a dimitir. Me dijo que tenía síntomas de profundos trastornos pero que se había negado a recibir ningún tipo de tratamiento.
Henry acabó la conversación con su ayudante y una oleada de ansiedad le recorrió el cuerpo. Sunday iba a ver a Lillian West y no estaba al tanto de ninguno de los antecedentes que Marvin acababa de descubrir. Sin darse cuenta, alertaría a la señora West del hecho de que contemplaban la posibilidad de que otra persona hubiera asesinado a Arabella Young. Era imposible saber cómo reaccionaría. A Henry jamás le habían temblado las manos en una cumbre de jefes de Estado, pero ahora apenas podía pulsar los botones del teléfono para marcar el número del coche de Sunday.
Atendió el agente Art Dowling.
—Estamos en la casa del secretario Shipman, señor. La señora Britland está dentro.
—Vaya a buscarla y dígale que quiero hablar con ella urgentemente.
—Muy bien, señor.
Pasaron unos minutos antes de que el agente Dowling volviera al teléfono.
—Señor, creo que hay problemas. Hemos llamado al timbre sin parar, pero nadie responde.
*****
Sunday y Tommy estaban sentados uno junto a otro en el sofá de piel de la biblioteca mirando el cañón de un revólver. Delante tenían a Lillian West, sentada erguida con el arma en la mano. No parecía inmutarse por los insistentes timbrazos de la puerta de entrada.
—La guardia del palacio, sin duda —dijo sarcásticamente.
Está loca, pensó Sunday mientras miraba los ojos furiosos de la mujer. Loca y desesperada.
Sabe que si nos mata no tiene nada que perder, y está lo suficientemente chiflada para hacerlo.
Sunday pensó en los agentes del servicio secreto que esperaban fuera. Ese día la acompañaban Art Dowling y Clint Carr. ¿Qué harían al ver que nadie abría? Seguramente forzarán la puerta, y cuando lo hagan nos disparará, pensó con creciente alarma. Estoy segura.
—Lo tienes todo —masculló Lillian West, enfadada, con la vista clavada en su prisionera—. Eres guapa, joven, tienes un trabajo importante y estás casada con un hombre rico y atractivo. Pues bien, espero que hayas disfrutado el tiempo que has estado con él.
—Sí, he disfrutado —dijo Sunday con tranquilidad—. Es un hombre y un marido maravilloso, y quiero pasar más tiempo con él.
—Lo siento pero no será posible, y es culpa tuya. Todo esto no habría sido necesario si no hubieras metido las narices. ¿Qué te importaba que él… —los ojos de Lillian West atravesaron a Tommy— fuera a la cárcel? No es digno de tus molestias. No es buena persona. Me engañó. Me mintió. Prometió llevarme a Florida. Iba a casarse conmigo. —Hizo otra pausa, esta vez para volverse completamente hacia el ex secretario de Estado—. Claro, no era tan rico como los demás, pero tenía bastante para ir tirando. He estudiado todos sus papeles y lo sé. —Sonrió—. Además, es más agradable que los otros. Eso era lo que más me gustaba. Habríamos sido muy felices.
—Lillian, yo no le mentí —dijo Tommy en voz baja—. Si piensa en todo lo que le dije, estará de acuerdo. Yo también creo que es usted una persona agradable y que necesita ayuda. Me ocuparé de que la tenga. Le prometo que tanto Sunday como yo haremos todo lo que podamos.
—¿Qué? ¿Conseguirme otro trabajo de criada? —Espetó Lillian—. Limpiar, cocinar, hacer la compra. ¡No, gracias! He pasado mucho tiempo enseñando toda esa pesadez a chicas tontas porque pensaba que alguien al fin me valoraría y se ocuparía de mí. Todos, incluso después de cuidarlos, siguieron tratándome fatal. —Dirigió la mirada a Tommy—. Pensaba que tú ibas a ser diferente, pero no, eres como los demás.
Mientras hablaban, el timbre había dejado de sonar. Sunday sabía que los hombres del servicio secreto estarían buscando la manera de entrar y tenía la certeza de que lo conseguirían. En aquel momento se quedó helada. Recordó que cuando Lillian la había hecho pasar, había vuelto a conectar la alarma. «Así no se mete ninguno de esos periodistas», le había dicho.
Si Art o Clint intentan abrir una ventana, empezaría a sonar la alarma, pensó Sunday, y, en ese momento, más vale que Tommy y yo nos despidamos. Sintió que Tommy le rozaba la mano. Está pensando lo mismo. ¡Dios mío! ¿Qué podemos hacer? Muchas veces había oído la expresión «toparse cara a cara con la muerte», pero sólo en ese momento comprendió qué significaba. ¡Henry, por favor, no dejes que esta mujer nos quite la vida!
La mano de Tommy se había cerrado sobre la suya y le apretaba el índice con insistencia sobre el dorso. Trataba de enviarle una señal. ¿Pero qué? ¿Qué quería que hiciera?
*****
Henry se quedó en la línea, ansioso de que no se cortara la comunicación con el agente que estaba fuera de la casa de Tommy Shipman. Dowling iba con un teléfono móvil y continuó hablando con el ex presidente mientras rodeaba con precaución la casa.
—Señor, las persianas están cerradas prácticamente en todas las habitaciones. Nos hemos puesto en contacto con la policía local y llegarán de un momento a otro. Clint está subiéndose a un árbol detrás de la casa que tiene ramas que llegan casi hasta unas ventanas. Quizá podamos entrar por allí sin que lo noten. El problema es que no sabemos en qué parte de la casa están.
¡Dios mío!, pensó Henry. Tardaremos al menos una hora en tener el material especial para detectar movimiento dentro de la casa. Me temo que no podemos perder tanto tiempo. ¡Sunday! ¡Por favor, que no le pase nada! Quería salir a empujar el avión para que fuera más rápido. Quería ordenar que saliera el ejército. Quería estar allí ahora. ¡Ahora mismo! Sacudió la cabeza. Nunca se había sentido tan impotente. En aquel momento oyó una palabrota furiosa de Dowling.
—¿Qué pasa, Art? —gritó—. ¿Qué pasa?
—Señor, las persianas de la habitación de la derecha de la planta baja acaban de abrirse, y he oído disparos.
—Esa estúpida me dio la oportunidad perfecta —decía Lillian West—. Sabía que se me acababa el tiempo, que no podría matarte lentamente como yo quería. Pero fue perfecto, de veras. Así no sólo te castigaba a ti sino también a esa mujer espantosa.
—¿Entonces usted mató a Arabella? —exclamó Tommy.
—Por supuesto —repuso ella con impaciencia—. Además, fue muy fácil. Aquella noche no me fui. La acompañé hasta aquí, te desperté, me despedí, cerré la puerta y me oculté en el armario. Lo oí todo. Y sabía que la pistola estaba allí, lista para usar. Cuando subiste la escalera a trompicones, sabía que tardarías unos segundos en perder la conciencia. —Sonrió con malicia—. Mis pastillas para dormir son más efectivas que las que usabas tú, ¿no es cierto? Tienen unos ingredientes especiales. —Volvió a sonreír—. Y algunos virus muy interesantes. ¿Por qué crees que tu resfriado ha mejorado tanto desde esa noche? Porque no me has dejado entrar para darte tus pastillas. De lo contrario, tu resfriado ya sería una neumonía.
—¿Estaba envenenando a Tommy? —exclamó Sunday.
Lillian West miró con indignación a la otra mujer.
—Lo estaba castigando —replicó con firmeza, y se volvió hacia Shipman—. Cuando llegaste a tu habitación, fui de nuevo a la biblioteca. Arabella estaba registrando los papeles de tu escritorio y se puso nerviosa al ver que la había descubierto. Me dijo que estaba buscando las llaves de tu coche, que no te sentías bien y le habías dicho que lo cogiera y se fuera a casa, que ella regresaría a la mañana siguiente. Después me preguntó por qué había vuelto. Le expliqué que había regresado porque te había prometido entregar tu vieja pistola en la comisaría pero había olvidado llevármela. La pobre idiota se quedó allí mirándome mientras la cogía y la cargaba. Sus últimas palabras fueron: ¿No es peligroso cargaría? Estoy segura de que el señor Shipman no le dijo que lo hiciera.
Lillian West se echó a reír con carcajadas agudas, un cacareo casi histérico. Se le saltaban las lágrimas y su cuerpo se sacudía, pero a pesar de todo no dejaba de apuntarlos.
Está preparando el terreno para matarnos, supuso Sunday, y por primera vez pensó que casi no tenían esperanzas de escapar. Tommy seguía apretando el dedo contra el dorso de su mano.
—¿No es peligroso cargarla? —Repetía West imitando las últimas palabras de Arabella—. ¡Estoy segura de que el señor Shipman no le dijo que lo hiciera! —añadió entre carcajadas chillonas.
Apoyó la mano con el arma sobre el brazo izquierdo para afinar la puntería, y dejó de reír.
—¿Y si abrimos las persianas? —Preguntó Shipman—. Al menos déjeme ver la luz del sol una vez más.
Lillian West tenía una sonrisa amarga.
—¿Para qué te molestas por algo así? Estás a punto de ver la luz eterna al final del túnel —le dijo.
¡Las persianas!, pensó de pronto Sunday. Era eso lo que Tommy trataba de indicarle. El día anterior, al bajar la persiana de la cocina, había mencionado que el aparato electrónico que cerraba las de la biblioteca funcionaba mal, que hacía un ruido espantoso, como si alguien disparara. Sunday miró alrededor. El dispositivo de las persianas estaba en el apoyabrazos del sofá. Tenía que cogerlo. Era la única esperanza que tenían.
Le apretó la mano a Tommy para indicarle que al fin había comprendido. Después, mientras una oración cruzaba por su mente, estiró la mano rápidamente y apretó el botón que abría las persianas.
El ruido, fuerte como un disparo, tal como se esperaba, hizo que Lillian West girara la cabeza. En ese instante, ambos se levantaron de un brinco del sofá. Tommy se arrojó sobre la mujer, pero fue Sunday la que le golpeó la mano hacia arriba precisamente en el momento en que apretaba el gatillo. En el forcejeo hubo varios disparos. Sunday sintió que algo le quemaba el brazo izquierdo, pero no se detuvo. Incapaz de arrancarle la pistola de la mano, se abalanzó sobre la mujer al tiempo que daba una patada contra la silla y la tumbaba con ellos tres encima. En aquel momento, el ruido de los cristales que se rompían señaló la esperada llegada de los hombres del servicio secreto.
*****
Al cabo de diez minutos, con un pañuelo que envolvía la herida superficial del brazo, Sunday hablaba por teléfono con un ex presidente de Estados Unidos completamente desquiciado.
—Estoy bien —dijo por enésima vez—. Estoy bien. Y Tommy también. A Lillian West se la llevan ahora mismo con una camisa de fuerza, así que deja de preocuparte. Está todo bajo control.
—Pero podría haberte matado —dijo Henry, y no por primera vez. No quería cortar la comunicación. No quería que su mujer dejara de hablar. Había estado tan cerca de… No soportaba pensar que había estado a punto de no volver a oír su voz.
—Pero no me han matado —repuso Sunday bruscamente—. Henry, los dos estamos bien. Definitivamente fue un crimen pasional. Sólo que tardamos un poco en averiguar la pasión de quién era la causa.