Cuando Meghan llegó a las oficinas de Selección de Ejecutivos Collins y Carter a las dos de la tarde del sábado, se encontró con tres hombres trabajando con calculadoras en la mesa larga sobre la que habitualmente había revistas y plantas. No le hizo falta que Phillip le confirmara que eran auditores. Él le hizo una seña y se dirigieron a la oficina privada de su padre.
Meghan había pasado la noche en vela, su mente era un tumulto de preguntas, dudas y negaciones. Phillip cerró la puerta y le indicó una de las dos sillas delante del escritorio. Él se sentó en la otra. Fue un detalle de su parte. A ella le habría dolido verlo tras el escritorio de su padre.
Sabía que él sería honesto con ella cuando le preguntó:
—Phillip, ¿crees que existe la remota posibilidad de que mi padre esté vivo y haya decidido desaparecer? —La prolongada pausa antes de hablar fue respuesta suficiente—. Es lo que tú crees, ¿verdad? —lo pinchó.
—Meg, he vivido lo suficiente para saber que cualquier cosa es posible. Para serte franco, los investigadores del Servicio de Autopistas y del seguro rondaban a menudo por aquí haciendo preguntas bastante raras y directas. Un par de veces me habría gustado echarlos a patadas. También yo, como todos los demás, esperaba que se encontrara el coche o alguna parte del coche de Ed. Es posible que las aguas lo arrastraran o que esté en el lecho del río, pero la verdad es que no ayuda mucho que no se haya encontrado nada. Para responder a tu pregunta, diría que sí, que es posible. Y que no, que no puedo creer que tu padre haya sido capaz de semejante ardid.
Era lo que ella esperaba oír, pero no facilitaba las cosas. Meghan, de pequeña, había tratado una vez de sacar una rebanada de pan de la tostadora con un tenedor. En ese momento sentía en el cuerpo el mismo dolor intenso que le había producido la descarga eléctrica.
—No, y tampoco ayuda que papá sacara tanto efectivo de sus pólizas pocas semanas antes de la desaparición.
—No, la verdad es que no. Quiero que sepas que estoy haciendo una auditoría por el bien de tu madre. Cuando esto se sepa, y créeme que se sabrá, quiero tener un certificado que deje claro que nuestros libros están perfectamente en orden. Como sabes, estas cosas desatan rumores.
Meghan bajó la vista. Llevaba pantalón y chaqueta tejana. De repente se acordó de que la mujer muerta del Hospital Roosevelt llevaba la misma ropa. Apartó el pensamiento de su mente.
—¿Era jugador mi padre? Quizá eso explicaría la necesidad de un préstamo.
Carter sacudió la cabeza.
—No, tu padre no jugaba, y créeme que he conocido a muchos jugadores. —Hizo una mueca—. Meg, ojalá encontrara una respuesta, pero no se me ocurre ninguna. Nada en los negocios de Ed ni en su vida personal sugiere que quisiera desaparecer. Pero por otro lado la falta de pruebas físicas del accidente resulta forzosamente sospechosa, por lo menos para los demás.
Meghan miró el escritorio, el sillón giratorio del otro lado. Se imaginó a su padre sentado allí, apoyado contra el respaldo, parpadeando, con las palmas unidas y los dedos hacia arriba, en una posición que su madre llamaba «la pose de Ed de mártir y santo».
Se vio a sí misma de niña, entrando a la carrera en el despacho de su padre. Él siempre tenía alguna golosina: una chocolatina, caramelos, garrapiñadas. Su madre intentaba no darle ese tipo de dulces. «Ed —solía protestar—, no le des esa porquería. Le destrozará los dientes».
«Dulces para la más dulce, Catherine».
La niña de sus ojos. Siempre. Era un padre divertido. Su madre era quien la obligaba a estudiar piano y hacerse la cama, la que había protestado cuando ella dejó el bufete de abogados. «Por Dios, Meg —le había suplicado—, date un poco más que seis meses; no tires por la borda tu educación».
Papá la había entendido. «Déjala tranquila, cariño. Meg sabe lo que hace», había dicho con firmeza.
Una vez, de pequeña, le había preguntado a su padre por qué viajaba tanto.
«¡Ay, Meg! —suspiró él—. Ojalá no tuviera que hacerlo. A lo mejor nací para trovador errante».
Como viajaba tanto, cuando volvía a casa siempre trataba de compensar su ausencia. Solía proponer que en lugar de ir a comer a la posada, él improvisaría una cena para ellos dos en casa. «Meghan Anne —le decía—, esta noche eres mi chica».
«Este despacho tiene su aura», pensó Meg. El hermoso escritorio de madera de cerezo que había encontrado en los almacenes del Ejército de Salvación y que él mismo había lijado y restaurado. La mesa de atrás, con fotos de ella y de su madre. Las cabezas de león que hacían de topes de los libros encuadernados en cuero.
Durante nueve meses, Meg lo había dado por muerto y lo había llorado. Se preguntaba si en este momento no lo estaba llorando aún más. Si los aseguradores tenían razón, su padre se había convertido en un desconocido. Meghan miró a Phillip Carter a los ojos.
—Se equivocan —dijo en voz alta—; mi padre está muerto. Creo que acabarán por encontrar algún resto del coche. —Miró a su alrededor—. Pero para ser justa contigo, no tenemos derecho a bloquear esta oficina. Volveré la semana que viene a llevarme sus efectos personales.
—Nosotros nos ocuparemos, Meg.
—No, por favor. Prefiero ordenar sus cosas aquí. Mamá ya está bastante mal como para tener encima que ver cómo lo hago en casa.
—Tienes razón —asintió Phillip Carter—. Yo también estoy preocupado por Catherine.
—Por eso no me atreví a decirle lo que sucedió la otra noche. Meg advirtió una honda preocupación en el rostro de Carter mientras le contaba lo de la mujer apuñalada que se parecía a ella y lo del fax que había recibido aquella madrugada.
—Qué extraño, Meg —dijo él—. Espero que tu jefe obtenga más detalles de la policía. No vamos a permitir que te suceda nada.
*****
Cuando Victor Orsini hizo girar su llave en la puerta de las oficinas de Collins y Carter, se sorprendió al ver que estaba abierta. Los sábados por la tarde por lo general tenía el despacho para él solo. Acababa de regresar de una serie de reuniones en Colorado y quería revisar la correspondencia y los mensajes.
Tenía el aspecto de un hombre que vivía al aire libre: treinta y un años, un bronceado permanente, brazos y hombros musculosos, y un cuerpo delgado y disciplinado. El cabello negro azabache y los rasgos fuertes indicaban su origen italiano, mientras que el azul intenso de sus ojos se remontaba a una abuela inglesa.
Hacía casi siete años que Orsini trabajaba para Collins y Carter. No había planeado quedarse tanto tiempo; en realidad siempre había pensado utilizar ese trabajo como trampolín hacia una empresa más grande.
Cuando abrió completamente la puerta y vio a los auditores, levantó las cejas. El jefe del equipo, con un tono deliberadamente impersonal, le dijo que Phillip Carter y Meghan Collins estaban en el despacho privado de Edwin Collins. Luego, con ciertas vacilaciones, puso a Victor al corriente de la teoría de la compañía de seguros sobre la desaparición premeditada de Collins.
—Eso es absurdo —comentó mientras cruzaba a zancadas la recepción y llamaba a la puerta.
Le abrió Carter.
—Hola, Victor, me alegro de verte. No te esperábamos.
Meghan se volvió para saludarlo. Orsini se dio cuenta de que estaba conteniendo el llanto. Trató de pensar en algo tranquilizador para decir, pero no se le ocurrió nada. Los investigadores lo habían interrogado sobre la llamada que Ed Collins le había hecho justo antes del accidente. «Sí —les había respondido—, Edwin dijo que estaba entrando en el puente. Sí, estoy seguro de que no dijo que estaba saliendo. ¿Cree que no oigo bien? Sí, quería verme a la mañana siguiente. No tenía nada de extraño. Ed llamaba mucho desde el teléfono del coche».
Victor de pronto se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que a alguien le resultara sospechoso que el único testimonio que situaba aquella noche a Ed Collins en la rampa de acceso al puente Tappan Zee fuera el suyo. No le resultó difícil ver la preocupación en el rostro de Meghan cuando le estrechó la mano que ella le tendía.