La oficina de Selección de Ejecutivos Collins y Carter estaba situada en Danbury (Connecticut). Edwin Collins había fundado la empresa a los veintiocho años, después de trabajar cinco años para la compañía Fortune 500 de Nueva York. Por entonces ya se había dado cuenta de que trabajar en una corporación no era para él.
Tras su boda con Catherine Kelly, había trasladado la oficina a Danbury. Querían vivir en Connecticut y el emplazamiento de la empresa no era muy importante, puesto que él pasaba la mayor parte del tiempo visitando clientes por todo el país.
Unos doce años antes de su desaparición, había ofrecido una participación a Phillip Carter en el negocio.
Carter, un graduado de Wharton, con el atractivo añadido de una licenciatura en derecho, había sido cliente de Edwin, quien le había conseguido varios puestos de trabajo. El último, antes de que unieran sus fuerzas, en una firma multinacional de Maryland.
Cuando Collins estaba en Maryland visitando a su cliente, almorzaba o iba a tomar una copa con Carter. A lo largo de los años habían desarrollado una amistad profesional. A principios de los ochenta, tras un divorcio difícil, Phillip Carter dejó por fin su empleo en Maryland y se asoció con Collins.
En muchos aspectos eran opuestos. Collins era alto, guapo al estilo clásico, impecable en el vestir, ingenioso pero callado; mientras que Carter era presuntuoso, espontáneo, con unos rasgos atractivamente irregulares y una buena mata de cabello entrecano. Llevaba ropa bastante cara, pero que nunca terminaba de combinar. En general iba con el nudo de la corbata flojo. Era un hombre por excelencia, cuyas historias mientras se tomaba una copa provocaban carcajadas; un hombre que, además, siempre tenía un ojo puesto en las mujeres.
La sociedad había funcionado. Durante mucho tiempo, Phillip Carter vivió en Manhattan y, cuando no estaba viajando por cuenta de la compañía, se trasladaba a diario a Danbury. Su nombre aparecía a menudo en las columnas de sociedad de los periódicos de Nueva York por haber asistido a cenas y galas benéficas en compañía de diversas mujeres. Con el tiempo se compró una casa pequeña en Brookfield, a unos diez minutos de la oficina, y cada vez pasaba más tiempo en ella.
Ahora, a los 53 años, Phillip Carter era una figura familiar en la zona de Danbury.
Por lo general se quedaba en el despacho hasta tarde, cuando todos ya habían terminado la jornada, puesto que tenían muchos clientes y candidatos en el Medio Oeste y en la Costa Oeste y, a causa de la diferencia horaria, las últimas horas de la tarde eran un buen momento para ponerse en contacto con ellos. Desde la noche en que tuvo lugar la tragedia del puente, Phillip raramente se marchaba de la oficina antes de las ocho.
Cuando Meghan llamó aquella noche a las ocho y cinco. Carter se estaba poniendo el abrigo.
—Temía que llegáramos a esto —dijo cuando ella le explicó la visita de los de la compañía de seguros—. ¿Puedes venir mañana al mediodía?
Después de colgar el teléfono, se quedó un buen rato sentado a su escritorio. Luego lo descolgó otra vez y llamó al contable.
—Me parece que deberíamos hacer una auditoría de los libros ahora mismo —le dijo en voz baja.