Cuando Meghan llegó a casa, se encontró a su madre sentada a oscuras en la sala con los brazos cruzados sobre el regazo.
—Mamá, ¿estás bien? —Preguntó con ansiedad—. Son casi las siete y media. ¿No vas al restaurante?
Encendió la luz y vio la cara de Catherine enrojecida, húmeda por las lágrimas. Meg se arrodilló delante de su madre y le cogió las manos.
—Dios mío, lo han encontrado, ¿verdad? ¿Es eso?
—No, Meggie, no es eso.
Catherine Collins, vacilante, le contó la visita de los del seguro.
«Papá, imposible —pensó Meghan—. Imposible, jamás le habría hecho algo así a mamá. A mamá no. Debe de ser un error».
—Es la cosa más absurda que he oído en mi vida —dijo con firmeza.
—Eso fue lo que les dije a ellos. Pero Meg, ¿para qué pidió Edwin tanto dinero a crédito del seguro? Es algo que me obsesiona. Y si lo invirtió, tampoco sé dónde. Sin un certificado de defunción, estoy atada de pies y manos. No puedo hacer frente a los gastos. Phillip me ha estado enviando el sueldo de papá de la compañía, pero no es justo. Sé que soy ahorradora por naturaleza, pero no lo fui mucho cuando renové la hostería. En realidad se me fue la mano. Quizá ahora tenga que venderla.
La hostería. Era viernes por la noche. Su madre debía estar allí, en su elemento, recibiendo a los clientes, vigilando a los camareros y a los ayudantes, las mesas, probando los platos en la cocina. Controlando y comprobando cada detalle automáticamente.
—Papá no te ha hecho algo así —dijo Meg categóricamente—. Lo sé.
Catherine Collins rompió en sollozos ásperos y secos.
—Quizá utilizó el accidente del puente como una oportunidad para huir de mí. Pero ¿por qué, Meg? Lo quería tanto.
Meghan abrazó a su madre.
—Escucha —le dijo con firmeza—, tenías razón en lo primero que dijiste: papá nunca te hubiera hecho algo así, y de una manera u otra vamos a demostrarlo.