Mac, como llamaban al doctor Jeremy MacIntyre, vivía con su hijo Kyle de siete años tras la casa de la familia Collins. En su época de estudiante en Yale solía trabajar durante el verano en la hostería Drumdoe. Durante esas temporadas estivales, le tomó gran cariño a la región y decidió que algún día viviría allí.
Mac, convertido ya en un muchacho, había observado que era uno más del montón, el tipo de hombre en el que las chicas ni se fijaban. Altura media, peso normal, aspecto corriente. Era una descripción bastante acertada, aunque en realidad Mac no se hacía justicia. Las mujeres, cuando lo miraban bien, descubrían cierto desafío en la expresión burlona de sus ojos castaños, un encanto infantil en el cabello rubio oscuro que parecía siempre despeinado por el viento, una agradable firmeza en la autoridad con que las llevaba por la pista de baile, o las cogía del codo en una noche helada.
Mac sabía desde siempre que algún día sería médico. Cuando empezó la carrera en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York, pensaba que el futuro de la medicina estaba en la genética. Ahora, a los 36 años, trabajaba en LifeCode, una laboratorio de investigación genética de Westport, a unos quince minutos al sur de Newtown.
Era el tipo de trabajo que deseaba, y encajaba con su vida de padre divorciado a cargo de su hijo. Mac se había casado a los veintisiete años. El matrimonio duró un año y medio y tuvieron a Kyle. Un día, Mac volvió del laboratorio y se encontró a una niñera y una nota que decía: «Mac, esto no es para mí. Soy una mala esposa y una mala madre. Los dos sabemos que es imposible que funcione. Tengo que intentar labrarme un futuro. Cuida bien a Kyle. Adiós. Ginger».
Desde entonces, a Ginger le iba bastante bien. Cantaba en cabarets de Las Vegas y en cruceros. Había grabado algunos discos, y el último había ascendido a la lista de éxitos. Enviaba regalos caros a Kyle por Navidad y para su cumpleaños. Los regalos eran indefectiblemente demasiado sofisticados, o demasiado infantiles. Desde que se había marchado, siete años atrás, había visto al niño tan sólo tres veces.
A pesar de que Mac había vivido la separación casi como un alivio, todavía albergaba cierta amargura residual por el abandono de Ginger. En cierta forma, el divorcio nunca había entrado en sus planes de futuro, y todavía lo hacía sentir incómodo. Sabía que a su hijo le faltaba una madre, así que se esmeraba especialmente en ser un buen padre, un padre cuidadoso, y se sentía orgulloso de serlo.
Los viernes por la noche, Mac y Kyle solían ir a cenar a la hostería Drumdoe. Tomaban el menú especial de los viernes, en el pequeño comedor informal, que incluía pizzas individuales, pescado y patatas fritas.
Catherine siempre estaba en el restaurante a la hora de la cena. Meg, al hacerse mayor, también había sido una presencia constante. Cuando ella tenía diez años y Mac era un pinche de diecinueve, una vez le había dicho con nostalgia que comer en casa era muy divertido. «Papá y yo, cuando está en casa, a veces lo hacemos».
Desde la desaparición de su padre, Meg pasaba casi todos los fines de semana en su casa, y cenaba en la posada con su madre. Pero aquel viernes no había rastros de ninguna de las dos.
Mac reconoció que se sentía desilusionado, pero Kyle, que siempre esperaba ansiosamente ver a Meg, no le dio importancia a la ausencia.
—Así que no está. Perfecto.
«Perfecto» era la nueva palabra para todo uso de Kyle. La usaba cuando se sentía entusiasmado, disgustado o indiferente. Esa noche, Mac no sabía muy bien qué emoción le dominaba. «Pero venga —se dijo a sí mismo—, deja tranquilo al chico. Si hay algo que le molesta, ya saldrá, y seguro que no tiene nada que ver con Meghan».
Kyle terminó la pizza en silencio. Estaba molesto con Meghan. Ella siempre se comportaba como si estuviera muy interesada en todo lo que él hacía, pero el miércoles por la tarde, cuando él estaba en el exterior de la casa y acababa de enseñarle a Jake, su perro, a levantarse en dos patas para pedir, y ella había pasado en coche junto a él, lo había ignorado. Iba muy despacio y Kyle gritó para que se detuviera. Él sabía que lo había visto porque lo había mirado directamente. Pero cuando le gritó, ella aceleró y se alejó sin tomarse ni un minuto para ver la pirueta de Jake. Perfecto.
No pensaba contárselo a papá, porque él le explicaría que Meghan estaba preocupada porque Mr. Collins hacía mucho que no volvía a casa, que seguramente era uno de los que se había caído al río en coche desde el puente. Le diría que a veces, cuando alguien estaba pensando en otra cosa, podía pasar junto a la gente sin verla. Pero Meg, había visto a Kyle el miércoles y ni se había molestado en saludarlo con la mano.
«Perfecto —pensó—. Perfecto».