El coche patrulla entró en el sendero de la desvencijada casa de Jackson Heights y descendieron dos policías. La chillona sirena de una ambulancia resonaba por encima del chirrido de un tren que frenaba en la estación elevada a menos de una manzana.
Los policías corrieron a la puerta trasera, la forzaron y bajaron la escalera del sótano. Un escalón suelto cedió bajo el peso del novato, que consiguió no caerse cogiéndose a la barandilla. El sargento tropezó con el mocho al pie de la escalera.
—No me extraña que se haya hecho daño —murmuró—. Este lugar es una ratonera.
Unos gemidos débiles los guiaron hasta el estudio de Bernie. Los policías encontraron a una mujer mayor tendida en el suelo con el teléfono al lado. Estaba junto a una mesa inestable, con un tablero de acero esmaltado sobre el que había una pila de guías telefónicas. Un viejo sillón de plástico estaba directamente frente al televisor de cuarenta pulgadas. Una radio de onda corta, un sintonizador de llamadas policiales, una máquina de escribir y un fax llenaban la superficie de un viejo tocador.
El policía joven se arrodilló junto a la mujer herida.
—Soy el agente de policía David Guzmán, Mrs. Heffernan —dijo en tono amable—. Ahora traen una camilla para llevarla al hospital.
La madre de Bernie intentó hablar.
—Mi hijo no quiere hacerle daño a nadie. —Apenas podía pronunciar las palabras. Cerró los ojos, incapaz de continuar.
—¡Dave, mira esto!
La guía de teléfonos de Queens estaba abierta. En esas páginas había nueve o diez nombres subrayados. El sargento los señaló.
—¿No te suenan? Durante las últimas semanas todas estas personas denunciaron llamadas amenazadoras.
Oyeron al equipo de urgencias. Guzmán corrió al pie de la escalera.
—Bajad con cuidado si no queréis romperos la crisma —les avisó.
En menos de cinco minutos, colocaron a la madre de Bernie en la camilla y la llevaron a la ambulancia.
Los agentes de policía se quedaron.
—Tenemos bastantes motivos como para echar un vistazo —comentó el sargento. Cogió los papeles que había junto al fax y empezó a hojearlos.
Guzmán abrió los cajones sin manija de la mesa y vio un bonito monedero.
—Mira, parece que Bernie de paso robaba un poco —dijo.
Mientras Guzmán miraba la foto de Annie Collins en su carnet de conducir, el sargento encontró el original de un fax. Lo leyó en voz alta.
—«Error. Annie fue un error».
Guzmán cogió el teléfono del suelo.
—Sargento —dijo—. Creo que será mejor que avisemos al jefe de que hemos encontrado a un asesino.
*****
A Bernie le resultaba difícil mantenerse a distancia del coche de Meghan para evitar que lo viera. De lejos, vio que empezaba a seguir a un coche oscuro. Súbitamente perdió a los dos vehículos antes del cruce, en el momento en que desaparecieron. Sabía que tenían que haber girado en alguna parte, así que dio marcha atrás. El camino de tierra del bosque parecía el único posible. Entró en él cuidadosamente.
En aquel momento se acercó a un claro. El coche blanco de Meghan y el vehículo oscuro traqueteaban por el sinuoso camino. Bernie esperó hasta que pasaran el claro y se internaran en el bosque y cruzó el claro.
El segundo bosque no era tan denso como el primero. Bernie, cada vez que el estrecho sendero salía abruptamente a campo abierto, tenía que pisar el freno para que no lo vieran. Ahora el camino llevaba directamente a una casa y un granero distantes. Los coches enfilaron hacia allí.
Bernie cogió la cámara. Con el teleobjetivo podría seguirlos hasta que giraran por detrás del granero.
Se sentó tranquilamente pensando qué hacer. Cerca de la casa había un grupo de árboles de hoja perenne. A lo mejor podía esconder el Chevrolet allí. Tenía que intentarlo.
*****
Eran más de las cuatro y unas nubes densas oscurecían el sol que empezaba a ponerse. Meg seguía a Phillip por el camino sinuoso y desigual. Salieron del bosque, cruzaron unos campos y volvieron a internarse en otro bosque. El camino se hizo más recto. A lo lejos vio una granja y un granero.
«¿Papá está en este lugar abandonado?», se preguntó. Rogó que cuando lo viera cara a cara, encontrara las palabras adecuadas.
«Te quiero, papi», quería gritar la niña que había en ella.
«Papá, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué, papá?», quería gritar la adulta herida.
«Papá, te he echado de menos. ¿Cómo puedo ayudarte?». ¿Era ésa la mejor manera de empezar?
Siguió al coche de Phillip alrededor de la casa en ruinas. Él aparcó, salió del vehículo, se acercó y abrió la puerta del coche de Meghan.
Meg levantó la mirada.
—¿Dónde está papá? —preguntó. Se humedeció los labios que estaban resecos.
—Está cerca. —Los ojos de Phillip se encontraron con los suyos.
Lo que le llamó la atención fue la manera abrupta de responder. «Está tan nervioso como yo», pensó Meghan mientras salía del coche.