—Kyle, ¿no tienes que empezar a hacer los deberes? —sugirió suavemente Mrs. Mane Dileo, la asistenta de sesenta años.
Kyle estaba viendo el vídeo que había grabado de la entrevista de Meghan en el Centro Franklin.
—Enseguida, Mrs. Dileo —dijo levantando la mirada—, de veras.
—Ya sabes lo que piensa tu padre sobre ver demasiado la televisión.
—Esto es un vídeo educativo. Es diferente.
Marie sacudió la cabeza.
—Tienes respuestas para todo. —Lo estudió con cariño. Kyle era un niño precioso, listo, divertido, un chiquillo encantador.
La parte en que aparecía Meghan estaba terminando y Kyle apagó el aparato.
—Meg es una periodista muy buena, ¿no?
—Sí.
Kyle, seguido de Jake, entró en la cocina detrás de Marie. Ésta se dio cuenta de que le pasaba algo.
—¿No has vuelto un poco temprano de casa de Danny?
—Hummm. —Hizo girar el bol de frutas.
—No hagas eso. Lo vas a descascarillar. ¿Qué ha pasado en casa de Danny?
—Su madre se ha enfadado un poco con nosotros.
—¿Ah, sí? —Marie levantó la vista del trozo de carne que estaba preparando—. Seguramente ha sido por algo.
—En su casa pusieron una nueva rampa para la ropa sucia. Y pensamos que podíamos probarla.
—Kyle, vosotros dos no cabéis en una rampa para ropa sucia.
—Nosotros no, pero Penny sí.
—¡Pusisteis a Penny en la rampa!
—Fue idea de Danny. Él la metió arriba y yo la esperé abajo; además pusimos una colcha y almohadas por si se me escapaba, pero no se me escapó ni una vez. Penny no quería parar, pero la madre de Danny se enfadó de veras. Nos dijo que no podíamos jugar juntos durante toda la semana.
—Kyle, si yo estuviera en tu lugar, haría los deberes antes de que llegara tu padre. Si no los haces, no va a estar muy contento que digamos.
—Ya lo sé.
Con un profundo suspiro, Kyle fue a buscar la cartera y dejó caer los libros sobre la mesa de la cocina. Jake se tumbó a sus pies.
«Ese escritorio que le regalaron para su cumpleaños fue un derroche», pensó Marie. Estaba a punto de poner la mesa. Bueno, podía esperar. Eran sólo las cinco y diez. La rutina consistía en que preparaba la cena y, cuando Mac llegaba a eso de las seis, ella se marchaba. A Mac no le gustaba cenar nada más llegar a casa, así que él mismo servía la comida después de que Marie se iba. Sonó el teléfono y Kyle dio un salto.
—Contesto yo. —Respondió, escuchó y luego dijo—: Es para usted, Mrs. Dileo.
Era su marido que le avisaba que habían trasladado a su padre del geriátrico al hospital.
—¿Pasa algo? —preguntó Kyle cuando ella colgó.
—Sí, mi padre. Hace tiempo que está enfermo. Es muy viejo. Tengo que ir al hospital. Te llevaré a casa de Danny y dejaré una nota para tu padre.
—No, a casa de Danny no —dijo Kyle asustado—. Su madre no quiere. Déjeme en casa de Meg. Voy a llamarla. —Apretó el botón automático. El número de Meg estaba debajo del de la policía y los bomberos. Al cabo de un instante anunció rebosante de alegría—: ¡Dice que puedo ir ahora mismo!
Mrs. Dileo garabateó una nota para Mac.
—Llévate los deberes, Kyle.
—De acuerdo. —Corrió a la sala y cogió la cinta de vídeo del reportaje de Meg.
—A lo mejor quiere verla conmigo.
*****
Había una energía en Meghan que Catherine no comprendía. En las dos horas desde que había regresado de Trenton, había revisado las carpetas de Edwin, extraído algunos papeles y hecho varias llamadas desde el estudio. Luego escribió febrilmente, sentada al escritorio de Edwin. Le recordaba a cuando estaba en la universidad. Los fines de semana que volvía a casa, se pasaba casi todo el tiempo en el escritorio, preocupada con el estudio de sus casos.
A las cinco, Catherine se asomó.
—Pensaba hacer pollo con setas para cenar. ¿Qué te parece?
—Me parece bien. Siéntate un minuto, mamá.
Catherine eligió la pequeña butaca junto al escritorio. Sus ojos recorrieron el sillón de Edwin y el sofá de cuero rojizo. Meg le había dicho que en Arizona había un duplicado idéntico. Lo que una vez había sido un entrañable recuerdo de su marido, ahora era una burla.
Meg puso los codos sobre el escritorio, entrecruzó las manos y apoyó la barbilla sobre ellas.
—Esta mañana he tenido una conversación agradable con el padre Radzin. Es el sacerdote que ofició la misa por Helene Petrovic. Le dije que no encontraba razón para que papá recomendara a Helene Petrovic a la Clínica Manning. Me dijo que siempre había razones para las acciones de las personas y que, si no las encontraba, quizá debía reexaminar todo el conjunto.
—¿Qué quieres decir?
—Mamá, lo que quiero decir es que de repente nos han sucedido varias cosas traumáticas. Vi el cuerpo de Annie cuando la llevaron al hospital. Nos enteramos de que era más que probable que papá no hubiera muerto en el accidente del puente, y entonces empezamos a sospechar que era posible que tuviera una doble vida. Inmediatamente, acusaron a papá de avalar el título falso de Helene Petrovic y ahora de su asesinato. —Meg se inclinó hacia adelante—. Mamá, si no hubiera sido por la impresión que nos causó la noticia de la doble vida de papá y por la muerte de Helene Petrovic, cuando el seguro se negó a pagar habríamos examinado mucho más detenidamente la razón por la que pensábamos que papá estaba en el puente cuando ocurrió el accidente. Piensa en ello.
—¿Qué quieres decir? —Catherine estaba desconcertada—. Victor Orsini estaba hablando con papá en el momento en que entraba en la rampa. Alguien vio que su coche se caía del puente.
—Ese testigo evidentemente se equivocaba. Y sólo tenemos la palabra de Victor Orsini de que papá lo llamó desde allí. Supón, simplemente supón, que papá ya hubiera cruzado el puente cuando llamó a Victor. Es posible que hubiera visto el accidente desde el otro lado. Frances Grolier recordó que papá estaba muy enfadado por algo que había hecho Victor, y que cuando llamó al doctor Manning desde Scottsdale parecía realmente alterado. Aquella noche yo estaba en Nueva York y tú estabas fuera. A lo mejor papá le dijo a Victor que quería verlo inmediatamente y no a la mañana siguiente, como dijo éste. Puede que papá fuera un hombre inseguro en su vida personal, pero no creo que tuviera dudas profesionales.
—¿Estás diciendo que Victor es un mentiroso? —Catherine parecía pasmada.
—Sería una mentira segura, ¿no? La hora de la llamada desde el coche era correcta y podían verificarla. Mamá, Victor trabajaba en la oficina desde hacía más o menos un mes cuando recomendaron a Helene Petrovic a la Manning. A lo mejor la mandó él. Trabajaba directamente a las órdenes de papá.
—A Phillip nunca le ha caído bien —murmuró Catherine—. Pero, Meg, no hay manera de demostrarlo. Y volvemos a la misma cuestión: ¿para qué? Si papá no tenía ninguna razón para recomendar a Petrovic a la clínica, ¿qué razón podía tener Victor? ¿Qué iba a ganar con ello?
—Todavía no lo sé. ¿Pero no ves que mientras la policía piense que papá está vivo no van a investigar ninguna otra solución alternativa al crimen de Helene Petrovic?
Sonó el teléfono.
—Te apuesto diez a uno a que te llama Phillip —dijo Meg mientras atendía.
Era Kyle.
—Tenemos compañía para cenar —le anunció a Catherine al colgar—. Espero que nos alcance el pollo con setas.
—¿Mac y Kyle?
—Sí.
—Bien. —Catherine se puso de pie—. Meg, ojalá pudiera ser tan entusiasta como tú con todas esas posibilidades. Tienes una teoría que es un buen argumento de defensa de tu padre. Pero quizá sea sólo eso.
Meg levantó una hoja de papel.
—Ésta es la factura de enero del teléfono del coche de papá. Mira lo que costó esa última llamada. Habló con Victor durante ocho minutos. No se tarda ocho minutos en fijar una reunión, ¿no?
—Meg, la firma de papá está en la carta de recomendación a la Clínica Manning. Ha sido comprobada por expertos.
*****
Después de la cena, Mac le sugirió a Kyle que ayudara a Catherine a quitar la mesa. Cuando se quedó a solas con Meg en la sala, le habló de la conexión del doctor Williams con el Centro Dowling y posiblemente con Helene.
—¡El doctor Williams! —Meghan lo miró fijamente—. Mac, negó categóricamente conocer a Helene Petrovic antes de la Clínica Manning. La recepcionista de la Manning los vio cenar juntos. Cuando le pregunté por ello, me dijo que siempre llevaba a los médicos nuevos a cenar, como gesto de hospitalidad.
—Meg, creo que estamos en la pista de algo, pero todavía no sabemos si era Helene Petrovic la que acompañaba a Williams cuando éste visitaba a su esposa —le advirtió Mac.
—Mac, cuadra perfectamente. Es probable que Williams y Petrovic estuvieran liados. Sabemos que ella estaba muy interesada en el trabajo del laboratorio. Él era la persona perfecta para ayudar a falsificar el currículum y orientarla cuando entró en la Clínica Manning.
—Pero Williams se fue de la Manning seis meses después de que Petrovic empezara a trabajar allí. ¿Por qué iba a irse si estaba liado con ella?
—La casa de Helene está en Nueva Jersey, no muy lejos de Filadelfia. Su sobrina me dijo que los sábados y los domingos a veces salía durante horas. Quizá estuvieran juntos.
—¿Dónde encaja en todo esto la carta de recomendación de tu padre? Él recomendó a Williams a la Manning, ¿pero para qué iba a ayudar a Helene Petrovic a encontrar trabajo allí?
—Tengo una teoría sobre ese asunto que tiene que ver con Victor Orsini. Todo empieza a encajar.
Meghan le sonrió. Era lo más cercano a una sonrisa auténtica que veía en sus labios en mucho tiempo.
Estaban de pie delante de la chimenea. Mac la abrazó. Meghan se puso tensa inmediatamente e intentó librarse de sus brazos, pero él no la dejó y la obligó a mirarlo.
—Hablemos claramente, Meghan —le dijo—. Hace nueve años tenías razón. Ojalá me hubiera dado cuenta entonces. —Se detuvo—. Tú eres la única para mí. Ahora lo sé, y tú también. No puedo seguir perdiendo el tiempo.
La besó apasionadamente, la soltó y dio un paso atrás.
—No dejaré que me sigas apartando de ti. Una vez que tu vida se tranquilice un poco, tendremos una larga conversación sobre nosotros.
Kyle insistió en pasar la cinta de la entrevista de Meg.
—Dura sólo tres minutos, papá. Quiero mostrarle a Meghan cómo sé grabar programas con el vídeo.
—Creo que estás escabulléndote —le dijo Mac—. A propósito, la madre de Danny me encontró en casa cuando estaba leyendo la nota de Mrs. Dileo. Estás castigado. Enséñale el vídeo a Meghan, pero olvídate de la televisión durante una semana.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Meghan al oído cuando Kyle se sentó a su lado.
—Ahora te lo cuento. Mira, ahí sales tú.
Pasaron el vídeo.
—Lo has hecho muy bien —le aseguró Meghan.
*****
Aquella noche, Meghan estuvo tumbada en la cama un buen rato sin poder dormir. Su mente era un torbellino que repasaba todos los nuevos acontecimientos: la relación del doctor Williams con Helene Petrovic, sus sospechas sobre Victor Orsini. Mac. «He dicho a la policía que si dejaban de centrarse en papá, iban a encontrar la solución», pensó. ¿Pero Mac? Ahora no quería permitirse pensar en él.
A pesar de todo, había algo más; se daba cuenta, había algo que se le escapaba, algo terriblemente importante. ¿Qué era? Tenía que ver con la cinta de vídeo del reportaje en el Centro Franklin. «Voy a pedirle a Kyle que me la traiga mañana —decidió—. Tengo que verla otra vez».
*****
El viernes fue un día largo para Bernie. Había dormido hasta las siete y media, muy tarde para él. Lo primero que pensó fue que Meghan se le había escapado, que se había marchado muy temprano. Los postigos de su cuarto estaban abiertos y la cama hecha.
Sabía que debía llamar a su madre. Le había dicho que la llamara, pero Bernie tenía miedo. Si llegaba a pensar que no estaba en Chicago, se enfadaría y lo haría volver a casa.
Se pasó todo el día junto a la ventana, vigilando la casa de Meghan, esperando que volviera. Estiró el teléfono todo lo que el cable permitía para no perder de vista la casa mientras llamaba para pedir el desayuno y el almuerzo.
Dejó la puerta sin llave, para poder saltar a la cama y decir «adelante» cuando llamara el camarero. La sola idea de volver a perder a Meghan mientras el camarero trajinaba con la bandeja lo sacaba de quicio.
Cuando la chica de la limpieza trató de abrir la puerta con la llave maestra, la cadena se lo impidió. Bernie sabía que ella no podía verlo.
—¿Puedo cambiar las toallas? —preguntó.
Pensó que al menos debía dejar que las cambiara. No quería despertar sospechas.
Sin embargo, cuando la mujer entró, Bernie notó que lo miraba de una manera extraña, de esa manera que mira la gente cuando lo está clasificando a uno. Se esforzó por sonreír y por sonar sincero cuando le dio las gracias.
El Mustang blanco de Meghan entró en el camino de la casa a última hora de la tarde. Bernie apretó la nariz contra el vidrio, ansioso por ver cómo caminaba por el sendero de la casa. El solo hecho de verla lo alegró.
Aproximadamente a las cinco y media vio llegar al niño a casa de Meghan. Si no fuera por ese chiquillo, él podría estar escondido en el bosque, más cerca de Meg. Vigilarla y estar con ella siempre que quisiera; pero por culpa de ese niño estúpido no podía. Lo odiaba.
Ni se le ocurrió pedir la cena. No tenía hambre. A las diez y media por fin terminó su espera. Meghan apagó la luz de su cuarto y se desvistió.
¡Era tan hermosa!
*****
El viernes a las cuatro de la tarde, Phillip le preguntó a Jackie dónde estaba Victor Orsini.
—Tenía una cita fuera, Mr. Carter. Dijo que volvería sobre las cuatro y media.
Jackie estaba de pie en la oficina de Phillip Carter tratando de decidir qué hacer. Cuando Mr. Carter se enfadaba, a ella le daba un poco de miedo. Mr. Collins nunca se enfadaba.
Pero ahora el jefe era él, y anoche su marido Bob le había dicho que era su deber contarle que Victor Orsini revisaba todos los archivos durante la noche.
—Pero a lo mejor es el señor Carter quien lo hace —había replicado ella.
—Si es él, va a apreciar tu preocupación. No olvides que si hay algún problema entre ellos, el que se va a ir es Orsini, no Carter.
Bob tenía razón.
—Mr. Carter —dijo Jackie decidida—, puede que no sea problema mío, pero estoy casi segura de que Mr. Orsini viene por las noches a revisar los archivos.
Phillip Carter se quedó en silencio durante un minuto. Luego su rostro se tensó y dijo:
—Gracias, Jackie. Cuando venga Orsini dígale que quiero verlo.
«No quisiera estar en la piel de Mr. Orsini», pensó ella.
Veinte minutos más tarde, ella y Millie abandonaron sus buenas intenciones de no escuchar a través de la puerta cerrada de la oficina de Phillip Carter y oyeron cómo la voz de este último se elevaba contra Victor Orsini.
—Hace tiempo que sospecho que trabajas a escondidas para Downes y Rosen —le espetó—. Nuestra empresa atraviesa por serios problemas y estás preparándote el terreno con ellos. Pero parece que te has olvidado de que tienes un contrato que prohíbe específicamente negociar con nuestros clientes. Estás despedido. No te molestes en llevarte tus cosas, seguramente ya te has llevado todos tus archivos. Nos ocuparemos de mandarte tus efectos personales.
—Así que era eso lo que estaba haciendo —murmuró Jackie—. ¡Qué barbaridad!
Ninguna de las dos levantó la mirada cuando Victor Orsini pasó junto a sus escritorios.
Si hubieran mirado, habrían visto que tenía la cara pálida de rabia.
*****
El sábado por la mañana, Catherine fue a la hostería a la hora del desayuno. Revisó el correo, se ocupó de las llamadas telefónicas y tuvo una larga conversación con Virginia. Decidió no quedarse para el almuerzo y regresó a casa a las once. Se encontró con que Meghan se había llevado las carpetas al estudio de su padre y las estaba revisando una por una.
—Hay tanto lío en el comedor que no puedo concentrarme —explicó Meg—. Victor buscaba algo importante, y los árboles no nos dejan ver el bosque.
Catherine observó a su hija. Meg llevaba una camisa lisa de seda y pantalones. El cabello castaño, cepillado hacia atrás, casi le llegaba a los hombros. «Eso es —pensó Catherine—. Tiene el cabello un poco más largo». La imagen de Annie Collins publicada por los periódicos del día anterior le vino a la mente.
—Meg, lo he pensado detenidamente. Voy a aceptar esa oferta por la hostería.
—¿Vas a qué?
—Virginia está de acuerdo. Los gastos son demasiado altos. No quiero que termine en una subasta.
—Mamá, papá fundó Collins y Carter; hasta en las actuales circunstancias habrá alguna manera de que saques algo de dinero de allí.
—Meg, si tuviéramos el certificado de defunción, cobraríamos el seguro de socio mayoritario de la empresa; pero con todas esas demandas pendientes, dentro de poco no quedará nada.
—¿Qué dice Phillip? A propósito, últimamente ha venido mucho, más que durante todos los años que trabajó con papá.
—Trata de ser amable y agradezco el detalle.
—¿No es algo más que amabilidad?
—Espero que no. Sería un error. Tengo mucho que hacer antes de pensar en otro. —Bajó la voz y añadió—: Pero tú no.
—¿A qué te refieres?
—Kyle no es un gran pinche de cocina. Os estuvo espiando y me informó con gran satisfacción de que Mac te estaba besando.
—A mí no me interesa…
—Calla, Meg —ordenó Catherine. Dio la vuelta al escritorio, abrió el cajón inferior, sacó media docena de cartas y las tiró sobre el escritorio—. No seas como tu padre, un tullido emocional porque no pudo perdonar el rechazo.
—¡Tenía toda la razón del mundo en no perdonar a su madre!
—De niño, sí. De adulto, con una familia que lo amaba profundamente, no. Si hubiera ido a Filadelfia a hacer las paces con ella, a lo mejor no habría necesitado Scottsdale.
Meg arqueó las cejas.
—Sabes jugar fuerte, ¿eh?
—No lo dudes. Meg, quieres a Mac. Siempre lo has querido. Kyle te necesita. Ahora, por el amor de Dios, haz las cosas como debes y deja de tener miedo de que Mac sea lo suficientemente imbécil para desear a Ginger, si es que ella reaparece en su vida.
—Papá siempre te llamaba «ratoncita forzuda». —Meg sintió que las lágrimas le quemaban en los ojos.
—Sí, así es. Cuando vuelva a la hostería voy a llamar a la inmobiliaria. Pero te prometo una cosa: voy a subir el precio hasta que pidan clemencia.
*****
A la una y media, antes de volver a la hostería, Catherine asomó la cabeza en el estudio.
—Meg, ¿recuerdas que te dije que Artículos de Piel Palomino me sonaba? Creo que la madre de Annie dejó el mismo mensaje para papá en el teléfono de casa. Me parece que fue hace siete años, a mediados de marzo. Lo recuerdo con precisión porque estaba furiosa porque Edwin se había olvidado de tu fiesta de cumpleaños, cuando cumpliste veintiuno. Al final, apareció en casa con una bolsa de piel para ti y le dije que tenía ganas de golpearle la cabeza con el bolso.
*****
El sábado, la madre de Bernie no podía dejar de estornudar. La sinusitis empezaba a producirle dolor y tenía la garganta irritada. Debía hacer algo.
Bernard tenía todo el sótano lleno de polvo; lo sabía. Sin duda tenía que ser eso. Y ahora se estaba desparramando por toda la casa.
Cada minuto que pasaba estaba más enfadada y nerviosa. Al final, a las dos, no podía aguantar más. Tenía que bajar y limpiar.
Primero tiró la escoba, la pala y el mocho al sótano. Luego puso trapos y detergente en una bolsa de plástico y la tiró por las escaleras. Aterrizó sobre el mocho.
Por último se puso un delantal. Comprobó la barandilla. No estaba tan floja, la aguantaría. Bajaría despacio, escalón por escalón, y los probaría antes de apoyar todo su peso. Todavía no se explicaba cómo se había caído de esa manera hacía diez años: tan sólo había puesto un pie en la escalera y al cabo de un minuto estaba en la ambulancia.
Bajó peldaño tras peldaño con infinito cuidado. «Bueno, lo logré», pensó al llegar abajo; pero metió la punta del zapato en la bolsa de los trapos y cayó pesadamente a un lado, sintiendo cómo se le doblaba el tobillo izquierdo.
El ruido del tobillo que se rompía retumbó en el sótano húmedo.