Donald Anderson se había tomado dos semanas libres en el trabajo para ayudar con el recién nacido. Ni él ni Dina querían que nadie los ayudara.
—Tú descansa —le dijo a su mujer—. Jonathan y yo nos ocupamos de todo.
El doctor había firmado el alta la noche anterior y había estado completamente de acuerdo en que lo mejor era evitar a los periodistas, si podían. «Le apuesto a que los fotógrafos estarán en el vestíbulo entre las nueve y las once», había previsto. Era la hora en que generalmente les daban el alta a las nuevas madres.
El teléfono no había parado de sonar durante toda la semana solicitando entrevistas. Don controlaba las llamadas con el contestador automático y no devolvió ninguna de ellas. El jueves lo llamó su abogado. Había pruebas irrefutables de fraude en la Clínica Manning. Les avisó que ellos también podían presentar una demanda.
—No, definitivamente no —dijo Anderson—. Puede decírselo a cualquiera que lo llame.
Dina estaba recostada en el sofá leyéndole a Jonathan. Los cuentos del Pájaro Grande eran sus favoritos.
—¿Por qué no desconectamos el teléfono? —Sugirió mirando a su marido—. Ya es bastante terrible que ni siquiera haya mirado a Nicky durante sus primeras horas de vida, para que encima, cuando crezca, se entere de que demandamos a alguien porque no era él el bebé que esperábamos.
Le habían puesto Nicholas por el abuelo de Dina, el que su madre juraba que se parecía al niño. Oyeron que el niño se movía en el moisés, luego un sollozo suave y al final un llanto potente cuando terminó de despertarse.
—Ha oído que hablábamos de él —dijo Jonathan.
—Quizá, cariñito —coincidió Dina mientras besaba la dorada y sedosa cabellera de Jonathan.
—Vuelve a tener hambre —anunció Don. Se inclinó, cogió el bulto que se retorcía y se lo pasó a Dina.
—¿Estás segura de que no es mi gemelo? —preguntó Jonathan.
—Sí, estoy segura —dijo Dina—, pero es tu hermano y es igual de maravilloso.
Acomodó al niño en su pecho.
—Tienes la misma piel olivácea que yo —dijo mientras le acariciaba la mejilla para empezar a darle de mamar—. Mi pequeño paisano. —Sonrió a su marido—. ¿Sabes una cosa, Don? Es bastante justo que uno de nuestros niños se parezca a mí.
*****
El madrugón de Meghan el viernes significaba que estaría en la rectoría de la iglesia de Saint Dominic, en las afueras de Trenton, a las diez y media.
La noche anterior, inmediatamente después de la cena, había llamado al joven pastor para fijar una cita.
La rectoría era una casa estrecha de dos pisos, típicamente victoriana, rodeada de una galería y unos adornos cursis. La sala de estar era austera pero cómoda, con unas sillas pesadas y retapizadas, una mesa de lectura de madera labrada, lámparas de pie antiguas y una alfombra persa desteñida. La chimenea brillaba con las llamas de unos troncos que ardían sobre un lecho de brasas y que disipaban la frialdad de la minúscula estancia.
El padre Radzin le abrió la puerta, la acompañó hasta la sala y se disculpó porque estaba hablando por teléfono antes de desaparecer escaleras arriba. Meghan, mientras esperaba, pensó que éste era el tipo de habitación donde las personas angustiadas podían desahogarse sin miedo a condenas ni reproches.
No sabía muy bien qué iba a preguntarle al sacerdote. Era incapaz de deducir, a partir del breve elogio que había oído en la misa, si el padre conocía a Helene Petrovic y si ésta le caía bien.
Oyó pasos en la escalera y el sacerdote, al entrar en la habitación, volvió a disculparse por haberla hecho esperar. Se sentó en una silla delante de ella y le preguntó:
—¿En qué puedo ayudarla, Meghan?
No le dijo «qué desea», sino «en qué puedo ayudarla». Una diferencia sutil, sorprendentemente consoladora.
—Tengo que averiguar quién era en realidad Helene Petrovic. ¿Está usted enterado de la situación en la Clínica Manning?
—Sí, desde luego. He seguido las noticias. En el periódico de esta mañana también he visto una foto suya y de la pobre chica a la que apuñalaron. El parecido es notable.
—No he visto el periódico, pero sé a qué se refiere. En realidad, así empezó todo. —Meghan se echó adelante, entrelazando los dedos y apretando las palmas—. El ayudante de la fiscalía que investiga el asesinato de Helene Petrovic cree que mi padre es el responsable de que la Clínica Manning la contratara y también de su muerte. Yo no lo creo. Hay muchas cosas que no tienen sentido. ¿Para qué iba a querer que la clínica contratara a alguien que no estaba cualificado para el trabajo? Y además, ¿qué podía ganar con la presencia de Helene en el laboratorio?
—Siempre hay una razón, Meghan, y a veces más de una, para todas las acciones de los seres humanos.
—Eso es exactamente lo que quiero decir. No encuentro ni una, y no hablemos de varias. ¿Para qué iba mi padre a recomendar a Helene si sabía que era un fraude? Sé que era muy responsable en su trabajo. Estaba orgulloso de encontrar a la gente apropiada para sus clientes. A menudo hablábamos de ello.
»Colocar a una persona sin la formación adecuada en un cargo médico de responsabilidad es un hecho censurable. Cuanto más investigan en el laboratorio, más errores encuentran. No comprendo por qué mi padre iba a querer causar tanto daño deliberadamente. ¿Y qué pasa con Helene? ¿No tenía ningún cargo de conciencia? ¿No le importaba dañar o destruir los embriones por su torpeza, descuido o ignorancia? Algunos de esos embriones iban a ser implantados con la esperanza de que nacieran.
—Implantar y nacer —repitió el padre Radzin—. Es una cuestión ética interesante. Helene no era una feligresa habitual pero, cuando venía, asistía a la última misa del domingo y se quedaba a tomar café. Yo tenía la sensación de que había algo en su mente de lo que no se animaba a hablar. Pero debo decirle que, si tuviera que aplicar adjetivos, los últimos que se me ocurrirían con respecto a ella serían «torpe, descuidada e ignorante».
—¿Qué me puede decir de sus amigos? ¿Tenía alguna relación íntima?
—Que yo sepa, no. Esta semana se han puesto en contacto conmigo algunos de sus conocidos, y me han comentado lo poco que en realidad sabían de Helene.
—Me temo que le ha ocurrido algo a su sobrina Stephanie. ¿Ha visto usted alguna vez al padre de la criatura?
—No, y por lo que sé, nadie lo conoce.
—¿Qué piensa de Stephanie?
—No tiene nada que ver con Helene. Claro que también es muy joven y lleva menos de un año en el país. Ahora que está sola, es posible que haya reaparecido el padre del niño y ella haya decidido probar suerte con él.
El padre Radzin arrugó la frente. «Mac también hace lo mismo», pensó Meghan. Parecía tener cerca de cuarenta años, un poco mayor que Mac. ¿Por qué los comparaba? Porque ambos tenían algo muy saludable y bondadoso, decidió.
Meghan se puso de pie.
—Padre Radzin, ya le he robado mucho tiempo.
—Quédese un rato más, Meghan. Siéntese, por favor. Ha planteado una pregunta sobre las motivaciones de su padre para recomendar a Helene a la clínica. Si no puede encontrar información sobre Helene, le aconsejo que continúe investigando hasta que dé con la causa de la participación de su padre en la situación. ¿Cree usted que tenía una relación sentimental con ella?
—Lo dudo mucho. —Meghan se encogió de hombros—. Al parecer, ya tenía bastantes problemas para repartir su tiempo entre mi madre y la madre de Annie.
—¿Dinero?
—Tampoco tiene sentido. La Clínica Manning pagó lo habitual por la contratación de Helene Petrovic y el doctor Williams. Mis estudios de derecho y mis conocimientos de la naturaleza humana me han enseñado que la mayoría de los delitos se cometen por dinero o por amor. Pero aquí no consigo que encajen. —Se puso de pie otra vez—. Ahora debo irme de verdad. Tengo una cita con el abogado de Helene en la casa de Lawrenceville.
*****
Cuando llegó allí. Charles Potters estaba esperándola. Apenas lo había conocido en la misa por Helene. Ahora que tenía la oportunidad de estudiarlo mejor, se dio cuenta de que parecía el típico abogado de familia de las viejas películas.
El traje azul oscuro que llevaba era ultraconservador, la camisa de un blanco inmaculado, la corbata estrecha de un azul apagado, la piel rosácea, el cabello, gris y escaso, repeinado. Unas gafas sin montura aumentaban unos ojos castaños sorprendentemente vivos.
Por muchas cosas que Stephanie se hubiera llevado, la primera impresión al entrar en la casa era la misma. Estaba exactamente igual que como Meghan la había visto hacía menos de una semana. «Poder de concentración; concéntrate», pensó. Se dio cuenta entonces de que faltaban las hermosas porcelanas de Dresde que había admirado.
—Su amigo el doctor MacIntyre me convenció de no denunciar inmediatamente lo que había robado Stephanie, Miss Collins, pero me temo que no puedo seguir esperando. Como albacea soy responsable de todos los bienes de Helene.
—Lo comprendo. Simplemente desearía hacer algo para encontrarla y convencerla de que los devuelva. Si se dicta una orden de búsqueda contra ella, podrían deportarla.
»Mr. Potters —continuó—, mi preocupación va mucho más allá de las cosas que se llevó Stephanie. ¿Tiene la nota que ha dejado?
—Sí, aquí está.
Meghan la leyó.
—¿Ha visto a Jan alguna vez?
—No.
—¿Qué pensaba Helene del embarazo de su sobrina?
—Helene era una mujer bondadosa, reservada pero bondadosa. Los únicos comentarios que me hizo sobre el embarazo fueron bastante compasivos.
—¿Hace cuánto tiempo que se ocupa usted de sus asuntos?
—Unos tres años.
—¿Creía usted que era médico?
—No tenía razones para dudarlo.
—¿No considera que acumuló una fortuna considerable? Como embrióloga tenía un buen sueldo, es cierto, pero sin duda era imposible que ganara tanto dinero como secretaria de un centro médico en los tres años anteriores.
—Tengo entendido que había sido cosmetóloga. La cosmética puede ser muy lucrativa, y Helene era una inversora muy sagaz. No tengo mucho tiempo, Miss Collins. Creo que me dijo que quería echar un vistazo a la casa conmigo. Quiero asegurarme de que esté bien cerrada antes de irme.
—Sí, quiero verla.
Meghan subió la escalera con él. Ahí tampoco había nada que pareciera desordenado. Era evidente que Stephanie había preparado el equipaje con tiempo.
El cuarto principal era lujoso. Helene Petrovic no se había privado de bienes materiales. Los tapices, la colcha y los cortinajes a juego parecían muy caros.
Había ventanales que daban a una salida. Una de las paredes estaba cubierta de fotos de niños.
—Son duplicados de las que hay en la Clínica Manning —dijo ella.
—Helene me las mostró —comentó Potters—. Estaba muy orgullosa de los nacimientos logrados en la clínica.
Meg estudió las fotos.
—Vi a algunos de estos niños en la fiesta hace menos de dos semanas. —Señaló a Jonathan—. Éste es el hijo de los Anderson, de los que tanto se ha hablado. Es el caso que dio origen a la investigación oficial en el laboratorio de la Manning. —Se calló mientras estudiaba una fotografía que estaba en el rincón superior. Había un niño y una niña con el mismo jersey, abrazados. ¿Qué tenían que le llamaba la atención?
—Miss Collins, ahora tengo que cerrar.
Había cierta irritación en la voz del abogado. No podía seguir demorándolo. Meg estudió a fondo la foto de los niños con los jerséis iguales para grabarla en su memoria.
*****
La madre de Bernie no se sentía bien. Era su alergia. No había dejado de estornudar y le picaban los ojos. También le parecía que en la casa había corriente. Se preguntó si Bernard se había olvidado de cerrar las ventanas de abajo.
Sabía que no debía haberle permitido ir en coche a Chicago aunque le pagaran doscientos dólares al día. A veces, cuando estaba demasiado tiempo fuera y solo, se volvía muy fantasioso. Empezaba a soñar y a desear cosas que lo metían en líos.
Entonces le daban esos ataques. En esos momentos, ella tenía que estar cerca porque podía controlar un ataque en cuanto lo veía venir. Ella lo mantenía a raya. Todo estaba limpio y ordenado, lo alimentaba bien, lo hacía ir al trabajo y después, por la noche, quedarse a ver la televisión.
Hacía tiempo que se portaba bien, pero últimamente estaba un poco raro.
Lo normal era que llamara por teléfono. ¿Por qué no lo hacía? Ojalá que ese viaje a Chicago no fuera para seguir a alguna chica y tratar de tocarla. No quería hacerles daño, pero muchas veces se ponía nervioso si la chica gritaba. Y a un par de ellas las había golpeado de verdad.
Decían que, si volvía a pasar, lo encerrarían y no dejarían que volviera a casa. Bernie también lo sabía.
*****
«La única cosa que ha quedado clara en todas estas horas, es el número de veces que mi marido me engañó», reflexionó Catherine mientras apartaba las carpetas a última hora de la tarde del viernes. No tenía ganas de seguir revisándolas. ¿De qué le servía ahora enterarse de todo eso? «Me hace tanto daño», pensó.
Se puso de pie. Era una tarde tormentosa de noviembre. Al cabo de tres semanas llegaría el día de Acción de gracias. Era una época de mucho ajetreo en la hostería.
Virginia había telefoneado. La inmobiliaria se estaba poniendo muy insistente. ¿Estaba en venta la hostería? Hablaban en serio, le informó. Hasta habían mencionado el precio con el que empezarían a negociar. Si Drumdoe no estaba disponible, tenían otro lugar en mente. A lo mejor era verdad.
Catherine se preguntó durante cuánto tiempo podían aguantar Meghan y ella en esa situación.
Meg. ¿Se encerraría en sí misma por la traición de su padre como había hecho cuando Mac se había casado con Ginger? Catherine nunca había dicho que sabía lo destrozada que estaba Meg por lo de Mac. Edwin era siempre la persona a la que su hija recurría para buscar consuelo. Era natural. La niña de sus ojos. Era cosa de familia. «Yo también era la niña de los ojos de mi padre», pensó Catherine.
Se daba cuenta de la manera en que Mac miraba a Meg últimamente. Ojalá no fuera demasiado tarde. Edwin nunca había perdonado a su madre por haberlo rechazado. Meg, con respecto a Mac, había construido un muro alrededor de sí misma. Y por muy maravillosa que fuera con Kyle, a su manera, había decidido no ver lo esperanzado que él siempre se acercaba a ella.
Catherine divisó una figura en el bosque. Se puso tensa y después se relajó. Era un policía. Al menos estaban vigilando el lugar.
Oyó el ruido de una llave en la cerradura.
Respiró agradecida. Su hija —que hacía que todo fuera más soportable— estaba a salvo.
Aunque fuera por un momento, podía dejar de preocuparse por las fotos publicadas por los periódicos, una junto a otra: la foto oficial de Meghan del Canal 3 y la que Annie usaba como encabezamiento de sus crónicas de viajes.
Virginia, ante la insistencia de Catherine, le había mandado todos los periódicos que enviaban a la hostería, incluyendo los sensacionalistas. El Daily News, además de las fotos, había publicado una fotocopia del fax que había recibido Meghan la noche del asesinato de Annie.
El titular del artículo decía:
«¿MURIÓ LA HERMANA EQUIVOCADA?».
—Hola, mamá. Ya estoy en casa.
Catherine, para tranquilizarse, echó otro vistazo al policía del bosque y se volvió para saludar a su hija.
*****
Virginia Murphy era semioficialmente la segunda al mando de la hostería Drumdoe. Técnicamente, era responsable del restaurante y las reservas pero, de hecho, era los ojos y los oídos de Catherine cuando ésta no estaba o estaba ocupada en la cocina. Diez años menor que Catherine, quince centímetros más alta, generosamente rellena, era una buena amiga y una empleada leal.
Conocedora de la situación financiera de la hostería, Virginia trabajaba afanosamente para reducir gastos sin que se notara. Deseaba de todo corazón que Catherine pudiera conservar el lugar. Sabía que cuando toda esa terrible publicidad se aquietara, las mejores probabilidades de Catherine para continuar con su vida estaban ahí.
La mortificaba haber ayudado y persuadido a Catherine cuando aquella extravagante diseñadora de interiores había llegado con sus muestrarios terriblemente caros y sus catálogos de baldosas y sanitarios. ¡Y eso después de otras reformas más necesarias!
El lugar había quedado precioso, admitió Virginia; sin duda necesitaba un lavado de cara. Pero la ironía era haber pasado por todos esos inconvenientes y gastos de reformas y decoración para que alguien viniera y comprara la hostería a precio de saldo.
Lo último que Virginia quería era causar más preocupaciones a Catherine, pero ahora empezaba a inquietarse por el huésped de la habitación 3A. Se había quedado en la cama desde su llegada porque, según decía, estaba agotado de ir y volver de Long Island a New Haven, donde su madre estaba en el hospital.
No era problema subirle una bandeja a la habitación. Podían hacerlo. El problema era que quizá estuviera enfermo de verdad. Que le sucediera algo durante su estancia era lo único que faltaba.
«Todavía no voy a molestar a Catherine —pensó Virginia—. Esperaré un día más. Si mañana por la noche sigue en cama, yo misma voy a ir a hablar con él. Le diré que tiene que verlo un médico».
*****
Frederick Schuller, del Valley Memorial Hospital de Trenton, llamó a Mac a última hora de la tarde del viernes.
—He enviado la lista del personal médico a Miss Collins por correo urgente. Tendrá mucho trabajo a menos que sepa qué nombre está buscando.
—Se lo agradezco mucho; lo han hecho muy rápido —dijo Mac sinceramente.
—Ojalá les sea útil. Hay algo que quizá le interese. Estuve mirando la lista de la Clínica Manning y vi el nombre del doctor Henry Williams. Lo conozco. Ahora es director del Centro Franklin de Filadelfia.
—Sí, lo sé —dijo Mac.
—Puede que no sea importante. Williams no ha sido nunca miembro de nuestro equipo, pero recuerdo que su esposa estuvo en la unidad de enfermos crónicos durante los dos o tres años que Helene Petrovic trabajó en el Dowling. De vez en cuando me lo encontraba por aquí.
—¿Cree que existe la posibilidad de que él sea el médico con el que a Petrovic se hubiera estado viendo cuando trabajaba en el Dowling? —aventuró Mac rápidamente.
Schuller vaciló y dijo:
—Esto raya en el mero cotilleo, pero he hecho algunas preguntas en la unidad de enfermos crónicos. La supervisora de enfermeras hace veinte años que trabaja allí y se acuerda muy bien del doctor Williams y su esposa.
Mac esperó. «Ojalá sea éste el eslabón que buscamos», rogó.
Evidentemente, Frederick Schuller era reacio a continuar.
—Mrs. Williams tenía un tumor cerebral —dijo tras otra breve pausa—. Había nacido y se había criado en Rumania. A medida que su estado empeoraba, perdió la capacidad de comunicarse en inglés. El doctor Williams hablaba sólo unas pocas palabras de rumano, así que una amiga iba habitualmente a la habitación de Mrs. Williams para traducir.
—¿Se trataba de Helene Petrovic? —preguntó Mac.
—La enfermera no sabe su nombre, pero me la describió. Era una mujer de cabello oscuro, ojos castaños, de poco más de cuarenta años, bastante atractiva. Como puede ver, no es muy convincente —añadió Schuller.
«No, no lo es», coincidió Mac. Trató de parecer tranquilo mientras daba las gracias a Frederick Schuller pero, en cuanto colgó, rezó una silenciosa oración de gratitud.
¡Era el primer resquicio! Meg le había dicho que el doctor Williams había negado conocer a Petrovic antes de que entrara a trabajar en la Clínica Manning. Quizá Williams era el especialista que la había preparado para que pasara por embrióloga.