Catherine fue a la hostería el miércoles por la mañana y trabajó en la oficina hasta las once y media. Había veinte reservas para el almuerzo. Incluso contando las personas que acudían sin reserva, sabía que Tony se arreglaría perfectamente bien en la cocina. Ella se iría a casa y seguiría trabajando con los archivos de Edwin.
Cuando pasó por la recepción, echó un vistazo al bar. Había unas diez personas sentadas a la barra, algunas con el menú en las manos. No estaba mal para un día de semana. Sin duda el negocio estaba remontando. Especialmente la hora de la cena estaba casi al mismo nivel que antes de la recesión.
Pero eso no significaba que pudiera continuar con la hostería.
Subió al coche y pensó que era absurdo no caminar siquiera la distancia que había entre la hostería y la casa. «Siempre tengo prisa pero, desgraciadamente, quizá no dure mucho».
Las joyas que había empeñado el lunes no le habían reportado lo que esperaba. Un joyero le había ofrecido quedarse con todo en depósito para tasarlo, pero advirtiéndole que el mercado estaba muy mal.
—Son unas piezas estupendas —le había dicho—, y sin duda el mercado se recuperará. A no ser que necesite el dinero inmediatamente, le sugiero que no las venda.
No las había vendido. Las había empeñado en Préstamos Provident, y al menos tenía dinero para pagar los impuestos trimestrales de la hostería. Pero al cabo de tres meses volverían a vencer. Sobre su escritorio había un mensaje comercial de un agente de la propiedad inmobiliaria realmente agresivo: «¿Está interesada en vender la hostería? Quizá tengamos un comprador».
«Una venta apresurada es lo que quieren los buitres —se dijo mientras seguía el camino hasta la salida— y quizá no me quede más remedio que aceptarlo». Se detuvo un momento y se volvió para mirar la hostería. Su padre la había decorado como una casa solariega de piedra de Drumdoe, una casa que de niño le parecía tan majestuosa que sólo la nobleza se atrevería a poner un pie en ella.
«Me mandaban a llevar recados a aquella casa —le había contado a Catherine— y yo espiaba desde la cocina para verla. Un día, la familia había salido y la cocinera tuvo lástima de mí. “¿Te gustaría ver el resto?”, me preguntó cogiéndome de la mano. Catherine, aquella buena mujer me enseñó toda la casa. Y mira, ahora tenemos una igual».
Se le hizo un nudo en la garganta mientras observaba la graciosa mansión de estilo georgiano. Siempre le parecía que su padre seguía merodeando por el lugar, un fantasma benevolente que se pavoneaba por ahí, y que aún descansaba delante del fuego del salón.
Si la vendo, se me aparecerá de veras, pensó mientras apretaba el acelerador.
*****
Cuando abrió la puerta, el teléfono estaba sonando. Se apresuró para contestar. Era Meghan.
—Mamá, tengo que darme prisa. Llaman a embarcar. Esta mañana he vuelto a ver a la madre de Annie. Ella y su abogado tomarán esta noche un avión a Nueva York para identificar el cuerpo. Ya te contaré cuando llegue a casa, a eso de las diez.
—Aquí estaré. ¡Ah!, Meg, lo siento, pero ayer me olvidé de decirte que tu jefe, Tom Weicker, me pidió que lo llamaras.
—No te preocupes, de todas formas era muy tarde para encontrarlo en la oficina. ¿Por qué no lo llamas y le dices que lo llamaré mañana? Estoy segura de que no ha llamado para ofrecerme trabajo. Tengo que irme. Un beso.
«Es tan importante ese trabajo para ella —se riñó Catherine—, ¿cómo pude olvidarme de decirle que la había llamado Tom Weicker?». Hojeó la libreta para buscar el número del Canal 3.
«Es curioso que él no me haya dejado su número directo», pensó mientras esperaba que la telefonista la pusiera con la secretaria de Weicker. Pero enseguida se le ocurrió que naturalmente Meghan lo tendría.
—Un momento, enseguida la atenderá, Mrs. Collins», le dijo la secretaria en cuanto ella le dio su nombre.
Catherine había conocido a Weicker un año antes, el día que Meghan le había mostrado los estudios. Le había caído bien, aunque, como había comentado después, «no quisiera tener que enfrentarme con él si metiera la pata».
—¿Cómo está usted, Mrs. Collins? ¿Y qué tal Meghan? —dijo al atenderla.
—Muy bien, gracias. —Le explicó para qué lo llamaba.
—Yo no hablé ayer con usted —dijo.
«¡Dios mío! —Pensó Catherine—. ¿Me estaré volviendo loca como todos los demás?».
—Mr. Weicker, alguien llamó y dio su nombre. ¿Autorizó usted a alguien a llamar?
—No. ¿Qué le dijo concretamente esa persona?
Catherine tenía las manos húmedas.
—Quería saber dónde estaba Meghan y cuándo volvería a casa. —Sin soltar el auricular se hundió en una silla—. Mr. Weicker, la otra noche, alguien estuvo filmando a Meghan desde el fondo de nuestro jardín.
—¿Lo sabe la policía?
—Sí.
—Entonces, infórmeles también de esta llamada. Y por favor, si recibe otra, manténgame informado. Dígale a Meg que la echamos de menos.
Lo decía en serio. Catherine lo sabía, parecía auténticamente preocupado. También se dio cuenta de que Meghan le habría dado a Weicker la exclusiva de lo que había averiguado en Scottsdale sobre la chica muerta que se parecía a ella.
«No hay manera de ocultarse de los medios de comunicación», pensó. Meg le había dicho que Frances Grolier iría al día siguiente a Nueva York a reclamar el cuerpo de su hija.
—¿Mrs. Collins, está usted bien?
Catherine se decidió.
—Sí, y hay algo que debería usted saber antes que nadie: Meg fue ayer a Scottsdale, Arizona, porque…
Le contó lo que sabía, y luego respondió a sus preguntas. La última era la más difícil.
—Mrs. Collins, debo preguntarle algo como periodista. ¿Qué siente con respecto a su marido?
—No sé lo que siento —contestó—. Estoy muy, muy apenada por Frances Grolier. Su hija ha muerto. Mi hija está viva y estará conmigo esta noche.
Cuando consiguió colgar por fin, se dirigió al comedor y se sentó a la mesa donde estaban las carpetas, desparramadas tal como las había dejado. Se frotó las sienes con las yemas de los dedos. Le había empezado a doler la cabeza; un dolor difuso y constante.
Sonó suavemente el timbre de la puerta. Dios mío, que no sea la gente de la fiscalía ni los periodistas, rogó mientras se levantaba con cansancio.
Por la ventana de la sala vio a un hombre alto de pie delante del porche. ¿Quién era? Vislumbró rápidamente su cara. Se apresuró a abrir sorprendida.
—¿Qué tal, Mrs. Collins? —saludó Victor Orsini—. Siento no haber llamado, pero estaba cerca y pensé que podía arriesgarme y pasar directamente. Creo que hay unos papeles míos en las carpetas de Edwin. ¿Le importaría que los busque?
Meghan cogió el vuelo 292 de la América West, que salía de Fénix a la una y veinticinco y llegaba a Nueva York a las ocho y cinco. Estaba contenta de que le hubieran dado el asiento de la ventanilla. El del medio estaba vacío, pero el del pasillo lo ocupaba una mujer de mediana edad que parecía muy habladora.
Para evitarla, reclinó el asiento y cerró los ojos. Por su mente pasaron todos los detalles del encuentro con Frances Grolier. Mientras recordaba, sus emociones parecían a bordo de la montaña rusa, iban de un extremo a otro.
Ira contra su padre. Ira contra Frances Grolier.
Celos de la existencia de otra hija a la que su padre también había querido.
Curiosidad sobre Annie, una cronista de viajes, inteligente sin duda. «Era mi hermanastra, se parecía a mí —pensó Meghan—. Todavía respiraba cuando la metieron en la ambulancia. Yo estaba con ella cuando murió, y ni siquiera sabía que existía».
Lástima por todos: por Frances Grolier y Annie, por su madre y ella. «Y por papá —pensó—. Quizá algún día lo vea como lo ve Frances. Un chiquillo herido, incapaz de sentirse seguro a menos que tuviera un lugar al que acudir, un lugar donde lo esperaran».
Sin embargo, su padre sabía que tenía dos hogares en los que lo querían, pensó. ¿Necesitaba ambos para compensar los dos lugares de su infancia en los que no lo esperaban ni querían?
En el avión dio comienzo el servicio de bar. Meghan pidió una copa de vino tinto y la bebió lentamente, satisfecha de sentir la tibieza que se filtraba por su cuerpo. Miró a un lado. Por suerte, la mujer del pasillo estaba absorta en un libro.
Sirvieron el almuerzo. Meghan no tenía hambre, pero comió la ensalada, el rollito y se tomó el café. Su cabeza empezaba a despejarse. Cogió el bloc de su bolso y con el segundo café empezó a tomar notas.
Aquel trozo de papel con su nombre y teléfono había motivado la confrontación de Annie con Frances, sus exigencias de saber la verdad. «Frances dijo que Annie me llamó y colgó al oír mi nombre. Si me hubiera dicho algo —pensó—, a lo mejor no habría ido a Nueva York y estaría viva».
Era obvio que Kyle la había visto pasar en coche por Newtown. ¿La había visto alguien más?
«Me pregunto si Frances le dijo dónde trabajaba papá», aventuró Meghan apuntando tal suposición.
El doctor Manning. Según Frances, el día anterior a su desaparición su padre se había alterado mucho después de hablar con él. Según los periódicos, el doctor Manning dijo que la conversación fue amistosa. ¿Por qué se alteró tanto su padre?
Victor Orsini. ¿Sería él la clave de todo esto? Frances dijo que su padre estaba horrorizado por algo que había sabido de él.
Orsini. Meghan subrayó el nombre tres veces. Había empezado a trabajar más o menos en la época en que recomendaron a Helene Petrovic a la Clínica Manning. ¿Había alguna relación?
La última anotación de Meghan eran tres palabras: «¿Está vivo papá?».
El avión aterrizó a las ocho en punto, puntual. En el momento en que Meghan se desabrochaba el cinturón de seguridad, la mujer del pasillo cerró el libro y se volvió hacia ella.
—Me acabo de dar cuenta —dijo alegremente—. Soy agente de viajes y comprendo que cuando alguien no quiere hablar, no hay que molestarlo. Pero sabía que la conocía de algo. El año pasado estuve en San Francisco en una reunión de agentes de viajes. ¿No es usted Annie Collins, la cronista de viajes?
*****
Bernie estaba en el bar cuando Catherine miró hacia allí antes de marcharse. Vio su imagen en el espejo, pero evitó su mirada y cogió el menú inmediatamente.
No quería que ella se fijara en él. No era buena idea que la gente le prestara especial atención. Podían hacer preguntas. Esa breve mirada le indicó que la madre de Meghan era una mujer lista. No era muy fácil engañarla.
¿Dónde estaba Meghan? Bernie pidió otra cerveza y después se preguntó si el camarero no lo miraba de esa manera en que miran los polis cuando detienen a alguien y le preguntan qué hacía.
Lo único que uno tenía que hacer era decir: «Nada, estaba dando una vuelta», y entonces empezaban con esas preguntas: «¿Por qué? ¿Conoce a alguien por aquí? ¿Viene a menudo?».
Eran ese tipo de preguntas que no quería que la gente de ese lugar empezara siquiera a hacerse.
El asunto consistía en que los demás se acostumbraran a verlo. Cuando uno se acostumbra a ver a alguien asiduamente, en realidad no lo ve. Había hablado sobre ello con el psiquiatra de la cárcel.
Algo en su interior le decía que era peligroso volver al bosquecillo detrás de la casa de Meghan. Seguramente, por la forma en que había gritado ese niño, habrían llamado a la policía. Quizá vigilaran el lugar.
Pero si ya no podía encontrarse con Meghan en el trabajo porque estaba de permiso en el Canal 3, y tampoco podía acercarse a su casa, ¿cómo iba a hacer para verla?
Mientras se bebía despacio la segunda cerveza, se le ocurrió la respuesta, tan fácil, tan sencilla.
Eso no era sólo un restaurante, sino una hostería. La gente se hospedaba en ella. Fuera había un cartel que indicaba que había habitaciones libres. Las ventanas del lado sur daban directamente a la casa de Meghan. Si alquilaba una habitación, podía entrar y salir y nadie pensaría nada. Lo normal era que su coche estuviera allí toda la noche. Podía decir que su madre estaba a punto de salir del hospital y necesitaba un lugar tranquilo donde descansar sin tener que cocinar.
—¿Son caras las habitaciones? —Preguntó al camarero—. Necesito un lugar para que mi madre se recupere. No está enferma, pero está bastante débil y no debe fatigarse.
—Las habitaciones son preciosas —respondió Joe—. Las renovaron todas hace sólo dos años. Ahora no son caras porque estamos fuera de temporada. Dentro de tres semanas, cerca del día de Acción de gracias, empieza la temporada de esquí. Después vuelven a bajar hasta abril o mayo.
—A mi madre le gustaría una con mucho sol.
—La mitad de las habitaciones están vacías. Hable con Virginia Murphy, es la ayudante de Mrs. Collins y se ocupa de todo.
La habitación que Bernie escogió era perfecta. Se hallaba ubicada en el lado sur de la hostería, directamente frente a la casa de los Collins. Incluso con todos los aparatos electrónicos que había comprado últimamente, todavía le quedaba bastante crédito en la tarjeta. Podía quedarse una buena temporada.
Mrs. Murphy aceptó la tarjeta con una sonrisa amable.
—¿A qué hora llegará su madre, Mr. Heffernan?
—Tardará unos días en llegar —explicó Bernie—. Yo dispondré de la habitación hasta que ella salga del hospital. Es agotador ir y volver todos los días de Long Island.
—Es verdad, y el tráfico es terrible. ¿Tiene equipaje?
—Lo traeré más tarde.
Bernie se fue a casa. Después de la cena, le dijo a su madre que su jefe quería que llevara el coche de un cliente a Chicago.
—Estaré fuera tres o cuatro días, mamá. Es un coche nuevo, muy caro, y no quieren que vaya deprisa. Después volveré en autobús.
—¿Cuánto te pagan?
Bernie se inventó una cifra cualquiera.
—Doscientos dólares por día, mamá.
La madre resopló.
—Pensar en cómo tenía que trabajar yo para mantenerte y que no me pagaban casi nada me enferma; y a ti te dan doscientos dólares al día por llevar un coche elegante.
—Quieren que salga esta noche.
Bernie fue a su habitación y metió algo de ropa en una maleta negra de nailon que su madre había comprado de segunda mano hacía unos años. No tenía tan mala pinta. Su madre la había limpiado.
Se aseguró de llevar suficientes cintas de vídeo, los teleobjetivos y el teléfono portátil.
Se despidió de su madre pero no la besó. Nunca se besaban. Su madre no creía en los besos. Se quedó en la puerta como siempre mientras él hacia marcha atrás.
Sus últimas palabras fueron:
—No te metas en líos, Bernard.
*****
Meghan llegó a casa poco después de las diez y media. Su madre había puesto queso, galletas y uvas en la mesilla y vino helado en una jarra.
—Pensé que necesitarías algo de comer.
Meghan subió su maleta y se puso un pijama, una bata y unas zapatillas. Se lavó la cara, se cepilló el cabello y se lo recogió con una banda elástica.
—Ahora me siento mejor —dijo al volver a la sala—. ¿No te importa que esta noche no hablemos de lo sucedido? Lo esencial ya lo sabes. Papá y la madre de Annie tuvieron una relación durante veintisiete años. La última vez que ella lo vio fue cuando él venía hacia aquí y no llegó nunca. Frances Grolier y su abogado cogen el avión en Fénix esta noche a las once y veinticinco. Llegarán a Nueva York aproximadamente a las seis de la mañana.
—¿Por qué no esperó hasta mañana? ¿Por qué quería viajar toda la noche?
—Supongo que quería llegar a Nueva York y marcharse lo antes posible. Le advertí que la policía seguramente iba a querer interrogarla y que habría una gran cobertura periodística.
—Meghan, espero haber hecho bien. —Catherine dudó—. Le conté a Tom Weicker lo de tu viaje a Scottsdale. La PCD informó de lo de Annie en las noticias de las seis y estoy segura de que van a repetirlo en las de las once. Creo que han sido lo más amables contigo y conmigo que han podido, pero no es una historia muy agradable. Debo añadir que desconecté el timbre del teléfono y puse el contestador. Han venido hasta la puerta un par de periodistas, pero como vi la camioneta fuera, no abrí. También aparecieron por la hostería, pero Virginia les dijo que no estaba en la ciudad.
—Me parece bien que le hayas dado la noticia a Tom —dijo Meg—. Me gusta trabajar para él. Quiero que tenga la exclusiva. —Sonrió a su madre—. Eres valiente.
—Más nos vale. ¡Ah!, otra cosa, no fue él quien llamó ayer. Quienquiera que haya sido trataba de averiguar dónde estabas. Llamé a la policía. Van a vigilar la casa y controlar el bosque regularmente. —Catherine se derrumbó—. Meg, temo por ti.
«¿Quién demonios sabría que podía usar el nombre de Tom Weicker?», pensó Meghan.
—Mamá, no sé qué está pasando. Pero por el momento no podemos hacer más, ¿no?
—Es verdad.
—Así que lo mejor es que veamos el noticiario. Es la hora.
*****
«Una cosa es ser valiente —pensó Meg—, y otra saber que varios cientos de miles de personas están viendo una noticia que hace añicos tu vida privada».
Vio cómo Joel Edison, el presentador del noticiario de las once de la PCD, abría el programa con tono serio. «Como informábamos en exclusiva en el noticiario de las seis, Edwin Collins, desaparecido desde el 28 de enero y sospechoso del caso de asesinato de la Clínica Manning, es el padre de la joven víctima apuñalada en el centro de Manhattan hace doce días. Mr. Collins…
»También padre de Meghan Collins, de este servicio informativo… en búsqueda y captura… tenía dos familias… conocido en Arizona como marido de la famosa escultora Frances Grolier…».
—Obviamente están investigando por su cuenta —dijo Catherine—. Yo no les dije todo eso.
Por fin llegaron los anuncios.
Meg apagó la televisión con el mando y la pantalla se quedó a oscuras.
—Una de las cosas que me dijo la madre de Annie es que la última vez que vio a papá en Arizona estaba horrorizado porque se había enterado de algo que había hecho Victor Orsini.
—¡Victor Orsini!
La sorpresa en el tono de su madre sobresaltó a Meghan.
—Sí. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo con él?
—Ha estado hoy aquí. Me dijo que tenía que revisar las carpetas de Edwin porque había unos papeles que necesitaba.
—¿Se llevó algo? ¿Lo dejaste solo?
—No. Quizá sólo un minuto. Estuvo alrededor de una hora. Cuando se marchó parecía decepcionado. Me preguntó si estaba segura de que ésas eran todas las carpetas que habíamos traído. Meg, me pidió que no le dijera a Phillip que había venido. Se lo prometí, pero no sabía qué pensar.
—Lo que yo pienso es que hay algo en esas carpetas que no quiere que encontremos. —Meg se puso de pie—. Lo mejor es que nos vayamos a dormir. Estoy segura de que mañana volverán los periodistas, pero tú y yo pasaremos el día revisando esos archivos. —Se detuvo y añadió—: Ojalá supiéramos lo que buscamos.
*****
Bernie estaba en la ventana de su habitación en la hostería cuando Meghan llegó a casa. Tenía la cámara con el teleobjetivo listo y empezó a rodar en cuando ella encendió la luz de su habitación. Suspiró de placer cuando ella se quitó la chaqueta y empezó a desabrocharse la blusa.
Meghan se acercó a la ventana y cerró un poco las persianas, pero no del todo, de modo que Bernie podía vislumbrarla mientras se movía de un lado a otro, desvistiéndose. Esperó con impaciencia después de que ella bajara la escalera, pero no veía en qué parte de la casa estaba.
Lo que sí veía, en cambio, le hizo pensar lo listo que había sido. Un coche patrulla pasaba junto a la casa de los Collins más o menos cada veinte minutos. Además vio haces de linternas en el bosque. Habían avisado a la policía. Lo estaban buscando.
¿Qué pensarían si supieran que él estaba ahí delante mirándolos, riéndose de ellos? Pero debía tener cuidado. Buscaba la ocasión de estar con Meghan, pero ahora se daba cuenta de que no podía rondar su casa. Tenía que esperar hasta que saliera sola en coche. Cuando la viera ir al garaje, lo único que debía hacer era bajar deprisa, coger su coche y estar listo para seguirla en cuanto ella pasara por la hostería.
Necesitaba estar a solas con ella, hablar con ella como si fuera un amigo de verdad. Quería ver cómo se curvaban sus labios al sonreír, cómo movía su cuerpo, igual que cuando se había quitado la chaqueta y desabrochado la blusa.
Meghan comprendería que él jamás le haría daño, que sólo quería ser su amigo.
Aquella noche Bernie no durmió mucho. Era demasiado interesante ver cómo iban y venían los polis.
Iban y venían.
Iban y venían.