Catherine Collins siempre daba la sensación de que acabara de pasarse una mano por el cabello; una mata rizada de pelo corto, teñido de rubio ceniza, que realzaba la belleza vivaz de una cara en forma de corazón. De vez en cuando le recordaba a Meghan que había tenido suerte de heredar la mandíbula resuelta de su padre. De otro modo, a sus 53 años, parecería una muñequita vieja, impresión que acentuaba además su diminuto tamaño. Con poco más de un metro cincuenta de estatura, se refería a sí misma como la «enana de la casa».
El abuelo de Meghan, Patrick Kelly, había llegado a Estados Unidos, procedente de Irlanda, a los diecinueve años «con un saco al hombro y una muda de ropa interior bajo el brazo», como se suele decir. Después de trabajar de lavaplatos en un hotel de la Quinta Avenida durante el día, y por la noche con el personal de limpieza de una funeraria, había llegado a la conclusión de que la gente podía prescindir de muchas cosas, pero que nadie podía renunciar a comer ni a morirse. Puesto que era una persona alegre y prefería ver a los demás comer que yacer en un ataúd cubierto de claveles, Patrick Kelly decidió poner toda su energía en el negocio de la hostelería.
Veinticinco años después, construyó la hostería de sus sueños en Newtown (Connecticut) y le puso el nombre de Drumdoe en honor a su pueblo natal. Tenía diez habitaciones de huéspedes y un buen restaurante que atraía clientes de ochenta kilómetros a la redonda. Pat completó su sueño con la restauración de un cortijo contiguo a la propiedad como vivienda de la familia. Después se casó, tuvo a Catherine y dirigió la hostería hasta su muerte, a los ochenta y ocho años.
Su hija y su nieta prácticamente se criaron en la hostería. Catherine se ocupaba ahora del negocio con la misma dedicación sobresaliente que su padre le había inculcado, y el trabajo la había ayudado a salir adelante tras la muerte de su marido.
Sin embargo, durante los nueve meses que habían transcurrido desde la tragedia del puente, le había resultado imposible dejar de creer que algún día se abriría la puerta y Ed exclamaría alegremente: «¿Dónde están mis chicas?». A veces, todavía se sorprendía esperando el sonido de la voz de su marido.
Y ahora, para colmo de desgracias, tenía problemas económicos urgentes. Dos años atrás, Catherine había cerrado la hostería durante seis meses y la había hipotecado para renovarla y redecorarla completamente.
Había elegido el peor momento posible. La reapertura coincidió con la recesión general de la economía. Con los ingresos actuales no podía afrontar el pago de la hipoteca y estaban pendientes los impuestos trimestrales. En su cuenta personal sólo quedaban unos miles de dólares.
Después del accidente, durante semanas, Catherine se había armado de valor para recibir la llamada en que le informaran que habían encontrado el cuerpo de su marido en el río, pero ahora rezaba para que llegara de una vez esa llamada y terminara la incertidumbre.
Tenía la sensación de que algo estaba profundamente inconcluso. A menudo pensaba que la gente que hacía caso omiso de los ritos fúnebres no comprendía que eran necesarios para el espíritu. Deseaba poder ir a visitar la tumba de Ed. Pat, su padre, solía hablar de «los entierros decentes y cristianos». Ella y Meg se reían y cada vez que Pat veía el nombre de algún viejo amigo en las necrológicas, alguna de las dos comentaba en broma: «¡Vaya, espero que haya tenido un entierro decente y cristiano!».
Nunca más volvieron a burlarse del comentario.
*****
El viernes por la tarde, Catherine estaba en la casa arreglándose para ir a la hostería antes de la cena. El hecho de que fuera viernes significaba que pronto llegaría Meg a pasar el fin de semana.
Los del seguro debían llegar de un momento a otro. «Si por lo menos me dieran una suma parcial hasta que los buzos del Servicio de Autopistas encuentren algún resto del coche —pensó Catherine mientras se ponía un broche en la solapa de la chaqueta a cuadros—. Necesito el dinero. Sólo están tratando de ahorrarse la indemnización doble, pero estoy dispuesta a renunciar a ella hasta que encuentren la prueba de la que tanto hablan».
Pero cuando llegaron los dos ejecutivos de traje oscuro no era precisamente para formalizar el pago.
—Mrs. Collins —dijo el mayor—, espero que comprenda nuestra postura. Lo sentimos muchísimo y comprendemos lo difícil de su situación. El problema es que no podemos autorizar el pago de las pólizas de su marido sin un certificado de defunción, y no van a extenderlo.
Catherine lo miró fijamente.
—¿Se refiere a que no van a extenderlo hasta que tengan pruebas fehacientes de su muerte? Pero ¿y si las aguas arrastraron el cuerpo río abajo hasta el Atlántico?
Los dos hombres parecían incómodos. Esta vez respondió el más joven.
—Mrs. Collins, el Servicio de Autopistas de Nueva York, propietario y explotador del puente Tappan Zee, ha llevado a cabo una investigación exhaustiva para recuperar a las víctimas y los restos del accidente. Aunque las explosiones hayan destrozado los vehículos, hay que tener en cuenta que las partes pesadas, como la caja de velocidades y el motor, no se desintegran. Además de un camión con remolque y un camión cisterna, cayeron al no seis coches, o siete si incluimos el de su marido. Se han encontrado partes de todos los otros vehículos, así como el resto de los cuerpos. En el lecho del río, en el lugar del accidente, no hay ni una rueda, ni una puerta, ni un trozo de motor de Cadillac.
—Está diciendo que… —Catherine no conseguía formar las palabras.
—Estamos diciendo que, en el informe exhaustivo que las autoridades del Servicio de Autopistas están a punto de expedir, se afirma categóricamente que es imposible que Edwin Collins haya perecido aquella noche en el accidente del puente. Los expertos piensan que, aunque haya estado en el puente, no fue una de las víctimas. Creemos que consiguió salir ileso del accidente y aprovechó lo propicio de la situación para desaparecer tal como había planeado. Suponemos que pensó que usted y su hija quedarían cubiertas gracias al seguro, y decidió empezar una nueva vida que ya había planeado.