El miércoles por la mañana, en cuanto Kyle subió al autobús escolar, Mac se dirigió al Valley Memorial Hospital de Trenton, Nueva Jersey.
La noche anterior, durante la cena, en el momento en que Kyle se había alejado de la mesa durante un momento, Catherine aprovechó para hablar con Mac y Phillip sobre la llamada telefónica de Meghan.
—No sé mucho, salvo que esa mujer ha tenido una relación con Edwin durante mucho tiempo y que cree que está vivo. La chica muerta que se parecía a Meghan era su hija.
—Parece que te lo has tomado muy bien —había comentado Phillip—. ¿O es que todavía no lo has asumido?
—Ya no sé lo que siento. Estoy preocupada por Meg. Tú sabes lo que ella sentía por su padre. Jamás he escuchado un tono tan dolido como el suyo cuando me llamó.
En aquel momento regresó Kyle y cambiaron de tema.
Mac, mientras se dirigía al sur por la carretera 684, trató de apartar sus pensamientos de Meghan. Ella que quería muchísimo a su padre; era la auténtica niña de sus ojos. Sabía que estos últimos meses, desde la supuesta muerte de Edwin, habían sido un infierno para ella. Cuántas veces él había deseado que Meghan le hablara sobre el tema, que no se lo guardara todo en su interior. Quizá debió insistir para vencer sus reservas. Cuánto tiempo había desperdiciado alimentando su orgullo herido por el abandono de Ginger.
«Al final empezamos a ser un poco honestos —se dijo—. Todo el mundo sabía que cometías un error enamorándote de Ginger. Cuando anunciaste el enlace, la reacción fue evidente. Meghan, al menos, tuvo el valor de decírtelo directamente, y sólo tenía diecinueve años». En su carta le había escrito que lo amaba y que lo menos que esperaba de él era que se diera cuenta de que ella era la mujer de su vida. «Espérame, Mac», terminaba la carta.
Hacía mucho que no pensaba en aquella carta. Pero últimamente se daba cuenta de que la recordaba a menudo.
Era inevitable que, en cuanto se reclamara el cuerpo de Annie, se hiciera pública la doble vida de Edwin Collins. Quizá Catherine decidiera no seguir viviendo en el mismo lugar donde todo el mundo conocía a Ed, y deseara empezar una nueva vida en alguna otra parte. Era posible, especialmente si perdía la hostería. Lo que significaría que Meghan también se marcharía. La idea le heló la sangre.
«No puedes cambiar el pasado —pensó Mac—, pero puedes hacer algo por el futuro. Descubrir si Edwin Collins está vivo o si no lo está; averiguar qué le pasó sería una manera de que Meg y Catherine se quitaran de encima el dolor y las dudas. Descubrir que Helene Petrovic tenía una aventura amorosa cuando era secretaria del Centro Dowling de Trenton puede ser el primer paso para resolver su asesinato».
A Mac habitualmente le gustaba conducir. Representaba una buena ocasión para pensar. Ese día, sin embargo, sus pensamientos estaban en desorden, llenos de ideas sin resolver. El viaje por Westchester, hacia el puente Tappan Zee, parecía más largo de lo normal. «El puente… donde todo comenzó hace casi diez meses», pensó.
Desde allí, quedaba otra hora y media más de viaje. Mac llegó al Valley Memorial Hospital a las diez y media y preguntó por el director.
—Llamé ayer y me dijeron que hoy me recibiría.
*****
Frederick Schuller era un hombre macizo, de unos cuarenta y cinco años, cuya sonrisa cálida contradecía un semblante pensativo.
—He oído hablar de usted, doctor MacIntyre. Por lo que sé, su trabajo en terapia genética humana es muy interesante.
—Lo es —coincidió Mac—. Estamos en los umbrales de encontrar un modo de prevenir muchas malformaciones espantosas. Lo más duro del trabajo es tener la paciencia de experimentar y equivocarnos, sobre todo con tanta gente que espera soluciones.
—Es verdad. Yo no tengo ese tipo de paciencia, por eso jamás habría sido un buen investigador. Pero, considerando que se ha tomado un día libre para venir hasta aquí, debe de tener una buena razón. Mi secretaria me dijo que era urgente.
Mac asintió. Le parecía bien ir directamente al grano.
—Estoy aquí por el escándalo de la Clínica Manning.
Schuller frunció el ceño.
—Es algo terrible. No terminó de creer que una mujer que trabajaba en nuestro Centro Dowling de secretaria fuera capaz de pasar por embrióloga. Alguien hizo la vista gorda.
—O alguien preparó muy bien a una estudiante muy capaz, aunque, obviamente, no la preparó bastante. Empiezan a encontrar muchos errores de laboratorio, y hablamos de problemas graves, como posibles fallos en la etiquetación de tubos de ensayo con embriones congelados y hasta la destrucción deliberada de algunos de ellos.
—Si hay algún campo que necesita una legislación nacional, el de la reproducción asistida es el primero de la lista. El potencial de errores es enorme. Si se fecunda un óvulo con el semen equivocado, y el embrión se implanta con éxito, nacerá un niño con una estructura genética diferente en un cincuenta por ciento de lo que los padres tenían derecho a esperar. Hasta es posible que la criatura tenga problemas genéticos hereditarios que no se puedan prever. Es… —Se detuvo bruscamente—. Lo siento, sé que estoy predicando al converso. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Meghan Collins es la hija de Edwin Collins, el hombre acusado de recomendar a Helene Petrovic a la Clínica Manning con un título falso. Meg es periodista del Canal 3 de la PCD de Nueva York. La semana pasada habló con la directora del Centro Dowling sobre Helene Petrovic. Al parecer, algunas compañeras de trabajo de Petrovic pensaban que tenía relaciones con un médico de este hospital, pero nadie sabe quién es. Estoy tratando de ayudar a Meg a encontrarlo.
—¿Helene Petrovic no se marchó del Dowling hace más de seis años?
—Hace casi siete.
—¿Se da cuenta de la cantidad de médicos que trabajan aquí, doctor?
—Sí, lo sé —dijo Mac—. Y también sé que tienen médicos de consulta que no forman parte del equipo pero que pasan por aquí con regularidad. Es como buscar una aguja en un pajar pero, a estas alturas y teniendo en cuenta que los investigadores están convencidos de que Edwin Collins es el asesino de Helene Petrovic, se imaginará lo desesperada que está su hija por averiguar si había alguien que tuviera alguna razón para matarla.
—Sí, me imagino. —Schuller empezó a tomar notas en un bloc—. ¿Tiene usted idea de cuánto tiempo Petrovic podría haberse visto con el médico?
—Por lo que sé, durante un año o dos antes de trasladarse a Connecticut. Pero es sólo una suposición.
—Es algo. Veremos los archivos de los tres años que trabajó en el Dowling. ¿Cree que ese médico pudo haberla ayudado a prepararse para que pasara por embrióloga experta?
—Es otra suposición.
—De acuerdo. Haré que preparen una lista. Incluiremos también a las personas que trabajan en el campo de la investigación fetal y en los laboratorios de ADN. No todos los técnicos son médicos, pero son expertos en la materia. —Se puso de pie—. ¿Qué piensa hacer con la lista? Le adelanto que será larga.
—Meg va a indagar en la vida privada de Helene Petrovic. Va a reunir nombres de los amigos de Petrovic y conocidos de la Asociación Rumana y compararemos ambas listas.
Mac se metió la mano en el bolsillo.
—Aquí tiene una copia de la lista del equipo médico de la Clínica Manning durante el período en que trabajó Helene Petrovic. Me gustaría dejársela para que comparara estos nombres con los que tiene usted en el ordenador. —Mac se levantó para marcharse—. Es una búsqueda enorme, pero apreciamos su colaboración.
—Es posible que tarde algunos días, pero le prepararé la información que me pide —dijo Schuller—. ¿Se la envío a usted?
—No, directamente a Meghan. Le dejaré la dirección y el número de teléfono.
Schuller lo acompañó a la puerta del despacho. Mac bajó al vestíbulo en ascensor. Mientras avanzaba por el corredor, pasó junto a un niño de la edad de Kyle en silla de ruedas. Parálisis cerebral, pensó Mac. Una de esas enfermedades que estaban empezando a tratar mediante terapia genética.
—Hola, ¿eres doctor? —preguntó el niño con una gran sonrisa.
—Sí, pero de los que no tratan pacientes.
—¡Ah!, los que me gustan a mí.
—¡Bobby! —protestó la madre.
—Tengo un hijo de tu edad, seguro que os llevarías muy bien —dijo Mac acariciándole la cabeza.
El reloj que había sobre el mostrador de recepción indicaba las once y cuarto. Mac decidió que si compraba un bocadillo y una Coca-Cola en la cafetería del hospital, podía regresar directamente y comer en el coche. De ese modo llegaría al laboratorio como mucho a las dos y trabajaría por la tarde.
Uno piensa algo así cuando pasa junto a un niño en silla de ruedas; si su trabajo consiste en revelar los secretos del tratamiento genético, no quiere perder más tiempo del necesario.
*****
Bernie, el día anterior, había hecho unos doscientos pavos con el coche. Ése fue el único consuelo que tuvo al despertarse el miércoles por la mañana. Se había ido a la cama a medianoche y dormido de un tirón porque estaba muy cansado. Ahora se sentía bien. Hoy sería un día mejor; quizá hasta vería a Meg.
Su madre, desgraciadamente, estaba de pésimo humor.
—Bernard, me he pasado casi toda la noche despierta con un dolor de cabeza terrible. No he parado de estornudar. Quiero que arregles esos escalones y fijes la barandilla, así podré bajar otra vez al sótano. Estoy segura de que no lo tienes limpio. Creo que el polvo sube de allí.
—Mamá, yo no sirvo para arreglar esas cosas. La escalera entera está mal. Ya hay otro escalón flojo. No querrás hacerte daño, ¿verdad?
—No puedo permitirme el lujo de hacerme daño. ¿Quién se va a ocupar de limpiar? ¿Y de cocinar? ¿Y de que no te metas en problemas?
—Te necesito, mamá.
—La gente tiene que comer por la mañana. Siempre te preparo un buen desayuno.
—Lo sé, mamá.
Ese día el cereal consistía en avena tibia que le recordaba a la comida de la cárcel. A pesar de todo, se comió hasta la última cucharada obedientemente y se terminó el zumo de manzana.
Sintió que se relajaba mientras daba marcha atrás por el sendero y se despedía de su madre con la mano. Estaba satisfecho de haberle mentido diciéndole que había otro escalón flojo. Una noche, hacía diez años, ella le había dicho que bajaría al día siguiente para ver si tenía limpio el sótano.
Bernie sabía que no podía permitir que sucediera. Acababa de comprar su primer sintonizador de llamadas policiales. Su madre se habría dado cuenta de que era algo caro. Ella pensaba que en el sótano sólo tenía una vieja televisión y que la veía después de que ella se acostaba, para no molestarla.
Su madre jamás le abría el sobre con el extracto de la tarjeta de crédito. Decía que tenía que aprender a cuidarse solo. Tampoco abría el de la factura de teléfono, porque «yo nunca llamo a nadie». No tenía idea de lo mucho que Bernie gastaba en aparatos.
Aquella noche, cuando oyó los ronquidos de su madre y supo que estaba profundamente dormida, aflojó los peldaños superiores. Ella se cayó y se dio un buen golpe en la cadera. Él había tenido que servirle de pies y manos durante meses, pero había valido la pena. ¿Volvió al sótano mamá? Después de aquello, no.
Bernie decidió de mala gana trabajar por lo menos durante la mañana. La madre de Meghan le había dicho que volvería hoy. Eso podía significar que lo haría a cualquier hora. No podía volver a llamar y decir que era Tom Weicker. Quizá Meghan ya había llamado a la redacción y se había enterado de que Tom no la había llamado. No era un buen día para conseguir pasajeros. Se quedó cerca de la terminal de llegadas junto con los otros taxis piratas y los conductores de esas elegantes limusinas que sostenían carteles con los nombres de las personas a las que esperaban.
Se acercaba a los pasajeros que bajaban por la escalera mecánica y les decía con una sonrisa indeleble:
—Coche limpio, más barato que un taxi, excelente conductor.
El problema era que las autoridades habían colocado un montón de carteles advirtiendo a los viajeros que no se arriesgaran a subir a vehículos sin licencia de la Comisión de Taxis y Limusinas. Mucha gente que estaba a punto de decir que sí, cambiaba repentinamente de idea.
Una mujer dejó que le llevara las maletas hasta el bordillo y le dijo que lo esperaba mientras él iba a buscar el coche. Bernie trató de llevarse el equipaje consigo, pero ella gritó que lo dejara allí inmediatamente.
La gente se volvió a mirarlo.
«¡Ya verías si estuvieras sola!». Estaba montando un número para crearle problemas y él simplemente pretendía ser amable. Pero claro, no quería llamar la atención, así que le dijo:
—Por supuesto, señora, enseguida estoy aquí con el coche.
Cuando volvió al cabo de cinco minutos, la mujer se había marchado.
Eso bastó para sacarlo de quicio. Hoy no pensaba llevar a ningún cabrón. Haciendo caso omiso de una pareja que le preguntó el precio a Manhattan, arrancó, tomó por el Paseo Central, pagó el peaje en el Puente de Triborough, y se decidió por la salida del Bronx, la que llevaba a Nueva Inglaterra.
Al mediodía estaba tomando una hamburguesa y una cerveza en el bar de la hostería Drumdoe, donde Joe, el camarero, lo recibió como a un viejo cliente.