El lunes por la mañana, Victor Orsini se trasladó al despacho de Edwin Collins. El día anterior, el servicio de limpieza había limpiado las paredes, las ventanas y la alfombra. Ahora la habitación era de una pulcritud antiséptica. Orsini ni siquiera pensaba redecorarla, especialmente tal como iban las cosas.
Sabía que Meghan y su madre se habían llevado las cosas del despacho de Collins el sábado. Supuso que habían oído el mensaje del contestador y también se habían llevado la cinta. No lograba imaginar lo que habrían pensado.
Esperaba que no se molestaran en llevarse los archivos comerciales de Collins, pero también se los habían llevado. ¿Por sentimentalismo? Lo dudaba. Meghan era lista, estaba buscando algo. ¿Lo mismo que él estaba tan ansioso de encontrar? ¿Estaría entre esos papeles? ¿Lo encontraría?
Orsini hizo una pausa en el arreglo de sus libros. Tenía el periódico desplegado sobre el escritorio, el escritorio de Edwin Collins que pronto trasladarían a la hostería Drumdoe. En primera plana se informaba sobre el escándalo de la Clínica Manning: los peritos médicos oficiales habían inspeccionado el lunes el laboratorio y circulaban rumores por todas partes de que era posible que Helene Petrovic hubiera cometido muchos errores graves. Habían encontrado probetas vacías mezcladas con las que contenían embriones congelados, lo que indicaba que la falta de conocimientos médicos de Helene Petrovic podía haber dado como resultado la incorrecta etiquetación, o incluso la destrucción, de algunos embriones.
Una fuente que se negó a identificarse señaló que los pacientes que pagaban considerables sumas para el mantenimiento de sus embriones, como mínimo, estaban siendo estafados. En el peor de los casos, las mujeres que no podían volver a producir óvulos para una posible fecundación, habían perdido su última oportunidad de ser madres biológicas.
Junto al artículo había una reproducción de la carta que Edwin Collins había remitido al doctor George Manning, recomendando especialmente a la «doctora» Petrovic.
La carta estaba fechada el 21 de marzo de hacía casi siete años, y tenía sello de entrada del 22 de marzo.
Orsini frunció el ceño y oyó en su mente la voz enfadada y acusadora de Collins que lo llamaba desde el teléfono del coche aquella última noche. Se quedó mirando la firma de Edwin en la carta de recomendación. Se le cubrió la frente de sudor. En algún lugar de ese despacho, o en las carpetas que Meghan Collins se había llevado a casa, se ocultaba la prueba incriminadora que echaría abajo su castillo de naipes, pensó. ¿Pero la encontraría alguien?
*****
A las cuatro, Bernie todavía no conseguía calmar la rabia que le había producido el despectivo pasajero. El lunes por la noche, en cuanto su madre se fue a la cama, se había precipitado al sótano para ver los vídeos de Meghan. Las cintas de los noticiarios tenían su voz, pero la que él había rodado desde el bosque detrás de su casa era su favorita. Volver a estar cerca de ella lo ponía violentamente inquieto.
Pasó las cintas durante toda la noche y no se fue a dormir hasta que los primeros rayos de luz se filtraron por la grieta del cartón que había colocado sobre la estrecha ventana del sótano. Su madre se daría cuenta, por la cama, de que no había dormido.
Se acostó completamente vestido y se tapó justo a tiempo. El crujido del somier del cuarto contigo le indicó que su madre se estaba despertando. Pocos minutos después se abrió la puerta de su habitación. Bernie sabía que su madre lo miraba y no abrió los ojos. Aún faltaban quince minutos para la hora de despertarse.
Cuando cerró la puerta, se acurrucó en la cama para planificar el día.
Meghan tenía que estar en Connecticut. ¿Pero dónde? ¿En su casa? ¿En la hostería? A lo mejor estaba echándole una mano a su madre en el restaurante. Y el apartamento de Nueva York, ¿qué? Quizá estaba allí.
A las siete se levantó, se quitó el jersey y la camisa, se puso la chaqueta del pijama, por si su madre lo veía, y fue al cuarto de baño. Se lavó la cara, las manos y los dientes, se afeitó y se peinó. Sonrió a su imagen en el espejo del botiquín. Siempre le habían dicho que tenía una sonrisa agradable. Qué lástima que el espejo se estuviera descascarillando y le devolviera una imagen distorsionada, como la de las ferias. Ahora no parecía amable ni simpático.
Luego, como su madre le había enseñado, cogió el bote de polvo limpiador, sacudió una buena cantidad sobre el lavabo, lo frotó vigorosamente con un estropajo, lo aclaró y secó con una bayeta que su madre siempre dejaba plegada al lado de la bañera.
De vuelta en su cuarto, se hizo la cama, dobló el pijama, se puso una camisa limpia y llevó la sucia a la canasta.
Ese día su madre le había puesto salvado en su tazón de cereales.
—Pareces cansado, Bernard —le dijo bruscamente—. ¿Duermes lo suficiente?
—Sí, mamá.
—¿A qué hora te fuiste a dormir?
—Creo que a eso de las once.
—Me levanté a las once y media para ir al lavabo y no estabas en la cama.
—A lo mejor era un poco más tarde, mamá.
—Me pareció oír tu voz. ¿Hablabas con alguien?
—No, mamá. ¿Con quién iba a hablar?
—Me pareció oír la voz de una mujer.
—Mamá, era la televisión. —Tragó el cereal y el té—. Tengo que ir temprano al trabajo.
Ella lo observó desde la puerta.
—Vuelve a la hora de cenar. No quiero estar trajinando en la cocina toda la noche.
Quiso decirle que tenía que hacer horas extras, pero no se atrevió. Quizá la llamaría más tarde.
Tres manzanas más allá se detuvo en un teléfono público. Hacía frío, pero el temblor que sentía mientras marcaba el número del apartamento de Nueva York de Meghan tenía más que ver con el placer anticipado que con el frío. El teléfono sonó cuatro veces. Cuando el contestador automático se puso en marcha, Bernie colgó.
Llamó entonces a la casa de Connecticut. Atendió una mujer. Seguramente era la madre de Meghan. Fingió una voz más grave y habló deprisa. Quería imitar a Tom Weicker.
—Buen día, Mrs. Collins. ¿Está Meghan?
—¿Quién habla?
—Tom Weicker de la PCD.
—Ah, Mr. Weicker, qué lástima que Meg no pueda atenderlo, pero está fuera de la ciudad.
Bernie frunció el ceño. Quería saber dónde estaba.
—¿Dónde puedo encontrarla?
—Me temo que hoy será imposible. Pero me llamará esta tarde. ¿Quiere que le diga que lo llame?
Bernie pensó deprisa. Sería muy extraño decir que no, pero quería saber cuándo iba a volver.
—Sí, dígale que me llame. ¿Estará en casa esta tarde?
—Si no vuelve esta noche, estará aquí mañana.
—Gracias.
Bernie colgó enfadado de no poder dar con Meghan, pero satisfecho de haberse ahorrado un viaje en vano a Connecticut. Volvió al coche y enfiló hacia el aeropuerto Kennedy. Tenía que conseguir unos viajes, pero era mejor que no le dijeran cómo conducir.
*****
Esta vez, los investigadores especiales que se ocupaban de la muerte de Helene Petrovic no fueron a ver a Phillip Carter, sino que el martes por la mañana lo llamaron para preguntarle si le iba bien pasar por la oficina del fiscal del juzgado de Danbury, para una conversación informal.
—¿Cuándo quieren que pase? —preguntó Carter.
—Lo antes posible —contestó la investigadora Arlene Weiss.
Phillip echó un vistazo a su agenda. No había nada que no pudiera cambiar.
—Puedo pasar sobre la una —sugirió.
—De acuerdo.
Después de colgar, trató de concentrarse en el correo de la mañana. Había referencias de algunos candidatos que pensaban ofrecer a dos de sus clientes más importantes. Al menos, hasta entonces, esos clientes no los habían dejado.
¿Conseguiría Selección de Ejecutivos Collins y Carter capear el temporal? Eso esperaba. Lo que debía hacer en el futuro inmediato era cambiar el nombre de la empresa: Phillip Carter Asociados.
En la habitación contigua oyó los ruidos de la mudanza de Orsini al despacho de Ed Collins. «No te instales demasiado», pensó. Era muy pronto para deshacerse de Orsini. Por ahora lo necesitaba, pero Phillip ya tenía algunos sustitutos en la cabeza.
Se preguntó si la policía habría vuelto a interrogar a Catherine y Meghan y decidió llamarlas.
—Soy yo —dijo alegremente en cuanto Catherine atendió—; llamo para ver qué tal estás.
—Muy amable de tu parte, Phillip —respondió ella con voz alicaída.
—¿Pasa algo malo, Catherine? ¿Te ha molestado la policía?
—No, no, para nada. Estoy revisando las carpetas de Edwin, las copias de sus cuentas de gastos, ese tipo de cosas. ¿Sabes lo que Meg ha descubierto? —No esperaba una respuesta—. Hay veces que en la cuenta de los hoteles, aunque Edwin hubiera estado alojado durante cuatro o cinco días, no hay ningún gasto extra a partir del primero o segundo día. Ni siquiera una copa o una botella de vino al final de la jornada. ¿Tú lo habías notado?
—No, yo no revisaba las cuentas de Edwin.
—Todos los comprobantes son de los últimos siete años. ¿Hay alguna razón para ello?
—Sí, es el tiempo que hay que guardarlos para una posible auditoría. Aunque si Hacienda sospechara de fraude, investigaría mucho más.
—Lo que veo es que esas facturas sin extras aparecen cada vez que Edwin estaba en California. Iba muy a menudo a California.
—Era su zona, él se dedicaba a California. Teníamos muchos clientes allí. En los últimos años, por cierto, cambió.
—¿Nunca te preguntaste por sus frecuentes viajes a California?
—Edwin era el socio mayoritario, Catherine. Siempre íbamos a donde pensábamos que había posibilidades de hacer negocio.
—Lo siento, Phillip, no era mi intención decir que tendrías que haberte dado cuenta de algo que yo, como esposa, no fui capaz de ver durante treinta años.
—¿Otra mujer?
—Posiblemente.
—¡Qué momento tan desagradable para ti! —Dijo Phillip con vehemencia—. ¿Qué tal está Meghan? ¿Está contigo?
—Meg está bien. Hoy que está fuera acaba de llamarla su jefe.
—¿Tienes algún compromiso para cenar?
—Lo siento, pero he quedado con Mac y Kyle en la hostería. —Catherine dudó—. ¿Quieres venir?
—No, creo que no, gracias. ¿Qué te parece mañana por la noche?
—Depende de la hora que vuelva Meg. ¿Te llamo?
—De acuerdo. Cuídate y recuerda, si necesitas algo…
*****
Dos horas más tarde, interrogaban a Phillip Carter en la oficina del ayudante de la fiscalía John Dwyer. Estaban presentes los investigadores Bob Marron y Arlene Weiss, pero Dwyer hacía las preguntas. Algunas eran las mismas que Catherine acababa de plantear.
—¿Tenía usted idea de que su socio quizá llevara una doble vida?
—No.
—¿Y ahora qué piensa?
—¿Con esa chica que se parece a Meghan en el depósito de Nueva York? ¿Después de que Meghan pidiera una prueba de ADN? Claro que pienso que sí.
—En base a los viajes de Edwin Collins, ¿puede usted deducir dónde cree que tuviera una amante?
—No, no puedo.
El ayudante de la fiscalía parecía exasperado.
—Mr. Carter, tengo la sensación de que todas las personas cercanas a Edwin Collins tratan de protegerlo de una manera u otra. Le diré algo: creemos que está vivo. Si tenía otra relación, especialmente una relación fija, es muy posible que ahora esté con ella. ¿No se le ocurre, aunque sea intuitivamente, dónde puede ser?
—Sencillamente no lo sé —repitió Phillip.
—De acuerdo, Mr. Carter —dijo Dwyer bruscamente—. ¿Nos dará permiso para revisar todos los documentos de Collins y Carter si lo consideramos necesario, o nos hará falta una orden judicial?
—¡Ojalá fueran capaces de revisar toda nuestra documentación! —Espetó Phillip—. Haga todo lo que crea conveniente para acabar de una vez con todo este espantoso asunto y deje que la gente decente pueda seguir su vida en paz.
Phillip Carter, mientras regresaba a su oficina, se dio cuenta de que no quería pasar una noche solitaria. Volvió a llamar a Catherine desde el coche.
—Catherine, he cambiado de idea. Si Mac, Kyle y tú me aguantáis, me gustaría mucho cenar con vosotros.
*****
A las tres, Meghan llamó a casa desde la habitación del hotel. En Connecticut eran las cinco y quería hablar con su madre antes de la hora de la cena en la hostería.
Fue una conversación dolorosa. Incapaz de encontrar palabras para amortiguar el impacto, le contó la abrumadora conversación con Frances Grolier.
—Fue espantoso —concluyó—. Naturalmente está destrozada. Annie era su única hija.
—¿Qué edad tenía Annie? —preguntó su madre con voz queda.
—No sé. Creo que era un poco menor que yo.
—Comprendo. Lo que significa que estuvieron juntos durante años.
—Sí, así es —asintió Meghan pensando en las fotos que acababa de ver—. Mamá, hay otra cosa: Frances cree que papá está vivo.
—¡Es imposible que piense que está vivo!
—Pero lo piensa. Es lo único que sé. Me quedaré en el hotel hasta que me llame. Me dijo que quería hablar conmigo.
—¿Qué más quiere decirte, Meg?
—Todavía no sabe mucho acerca de la muerte de Annie. —Meghan se dio cuenta de que estaba demasiado agotada emocionalmente para seguir hablando—. Mamá, tengo que colgar. Si encuentras el momento para contárselo a Mac sin que lo escuche Kyle, hazlo.
Meghan estaba sentada en el borde la cama. Cuando se despidió de su madre, se reclinó sobre la almohada y cerró los ojos.
La despertó el teléfono. Se incorporó, consciente de que la habitación estaba a oscuras y helada. La esfera iluminada del reloj señalaba las ocho y cinco. Se inclinó y atendió el teléfono.
—Diga. —Su propia voz le sonó ronca y cansada.
—Meghan, soy Frances Grolier. ¿Puedes venir a verme mañana por la mañana lo más temprano posible?
—Sí. —Le pareció insultante preguntarle, en su situación, cómo estaba—. ¿Le parece bien a las nueve?
—Sí, y gracias.
*****
Aunque el dolor estaba profundamente grabado en su cara. Frances Grolier parecía calmada cuando abrió la puerta a Meghan a la mañana siguiente.
—He preparado café —dijo.
Se sentaron en el sofá, con las tazas en la mano, rígidas la una frente a la otra.
Frances no malgastó palabras.
—Dime cómo murió Annie —pidió—. Cuéntamelo todo. Necesito saberlo.
—Yo estaba cubriendo una noticia en el Hospital Roosevelt Saint Luke, de Nueva York… —empezó.
Como en la conversación con su madre, no intentó ser suave. Le habló también del fax que había recibido: «Error. Annie fue un error».
Frances se inclinó hacia adelante; en sus ojos se reflejaba la ira.
—¿Qué crees que significa?
—No lo sé. —Continuó sin omitir nada, empezando por la nota encontrada en el bolsillo de Annie, siguiendo por el título falso de Helene Petrovic y terminando con la orden de búsqueda y captura contra su padre—. Encontraron su coche. No sé si sabe que mi padre tenía permiso de armas. Su pistola estaba en el coche y es el arma con la que asesinaron a Helene Petrovic. No puedo creer que haya sido capaz de matar a nadie.
—Yo tampoco.
—Anoche me dijo que pensaba que quizá estuviera vivo.
—Creo que es posible —dijo Frances Grolier—. Meghan, espero que a partir de hoy, tú y yo no volvamos a vemos. Sería demasiado difícil para mí, y, supongo, también para ti. Pero os debo una explicación a tu madre y a ti.
»Conocí a tu padre hace veintisiete años en Artículos de Piel Palomino. Estaba comprando un bolso para tu madre y no terminaba de decidirse entre dos. Me pidió que lo ayudara a elegir y me invitó a almorzar. Así empezó.
—En aquella época, hacía sólo tres años que estaba casado —dijo Meghan en voz baja—. Sé que mi padre y mi madre eran felices. No comprendo el motivo de una relación con usted. —Se dio cuenta de que su tono era acusador e inmisericorde, pero no podía evitarlo.
—Yo sabía que estaba casado —continuó Frances—. Me enseñó tu foto y la de tu madre. Aparentemente, Edwin lo tenía todo: encanto, belleza, talento, inteligencia. Pero por dentro era, o es, un hombre desesperadamente inseguro. Meghan, trata de comprender y perdonarlo. De alguna forma tu padre seguía siendo el chiquillo herido que temía volver a ser abandonado. Necesitaba saber que tenía algún otro sitio al que acudir, un sitio en el que alguien lo acogiera.
Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Era una relación que nos iba bien a los dos. Yo estaba enamorada de él pero no quería la responsabilidad de casarme. Lo único que quería era ser libre para poder convertirme en una buena escultora. Para mí la relación funcionaba así como era: abierta y sin exigencias.
—¿Una hija no es una exigencia, una responsabilidad? —preguntó Meghan.
—Annie no era parte del plan. Compramos este lugar cuando estaba embarazada y dijimos a la gente que estábamos casados. A partir de entonces tu padre empezó a sentirse desesperadamente dividido, siempre tratando de ser un buen padre para las dos y siempre sintiendo que estaba fracasando con ambas.
—¿No le preocupaba que lo descubrieran, que alguien se encontrara con él aquí, como su hermanastro? —preguntó Meghan.
—Estaba muerto de miedo. A medida que Annie se hacía mayor, cada vez preguntaba más sobre su trabajo. Ya no se tragaba la historia de que tenía un trabajo muy secreto para el gobierno. Empezaba a convertirse en una periodista de viajes bastante conocida y tú salías por televisión. Cuando Edwin tuvo ese terrible dolor en el pecho el pasado noviembre, no quiso ingresar en el hospital en observación. Quería volver a Connecticut. «Si muero —me dijo—, dile a Annie que estaba de viaje en alguna especie de misión especial para el gobierno». Cuando volvió, me dio un bono al portador por doscientos mil dólares.
«El préstamo contra la póliza del seguro», pensó Meghan.
—Me dijo que si le sucedía algo, tu madre y tú estaríais cubiertas, pero yo no.
Meghan no contradijo a Frances Grolier. Sabía que no se le había ocurrido pensar en que, al no haber hallado el cuerpo, no se había expedido el certificado de defunción. Y sabía también que su madre preferiría perderlo todo antes que aceptar el dinero que su padre le había dado a esa mujer.
—¿Cuándo vio a mi padre por última vez? —preguntó.
—Se marchó de aquí el 27 de enero. Iba a San Diego a ver a Annie y el 28 por la mañana tomaría el avión de regreso.
—¿Por qué cree que todavía está vivo?
Meghan tenía que preguntárselo antes de marcharse. Más que otra cosa, quería alejarse de esa mujer por la que, se daba cuenta, sentía una lástima profunda al mismo tiempo que un gran resentimiento.
—Porque cuando se marchó estaba terriblemente alterado. Se había enterado de algo muy grave sobre su ayudante.
—¿Victor Orsini?
—Sí, ése es su nombre.
—¿De qué?
—No sé, pero hacía algunos años que los negocios no le iban muy bien. Después leyó en el periódico local que el doctor George Manning cumplía setenta años y que su hija, que vive a unos cincuenta kilómetros de aquí, daba una fiesta. El artículo citaba una declaración de Manning que decía que pensaba trabajar un año más y después retirarse. Tu padre me dijo que la Clínica Manning era clienta suya y llamó al doctor. Quería conseguir el encargo de empezar la búsqueda de su sustituto. La conversación lo alteró profundamente.
—¿Por qué? —preguntó Meghan ansiosa—. ¿Por qué?
—No lo sé.
—Trate de recordarlo, por favor, es muy importante.
Frances Grolier meneó la cabeza.
—Lo último que dijo Edwin al marcharse fue: «Empieza a ser demasiado para mí…». Todos los periódicos del día siguiente traían la noticia del accidente del puente. Yo creí que había muerto y dije a la gente del lugar que se había matado en un accidente de avioneta en el extranjero. A Annie no le convenció la explicación.
»Cuando Edwin visitó a Annie en su apartamento ese último día, le dio dinero para que se comprara ropa. Seis billetes de cien dólares. Obviamente no se dio cuenta de que se le cayó del chaleco el papel de la hostería Drumdoe con tu nombre y teléfono. Ella lo encontró y se lo guardó. —Los labios de Frances Grolier temblaban; se le quebró la voz al continuar—: Hace dos semanas, Annie vino a hacer lo que yo llamaría una confrontación. Había llamado al número y tú habías contestado diciendo «Meghan Collins» y ella colgó. Quería ver el certificado de defunción de su padre. Me llamó mentirosa y exigió que le dijera dónde estaba él. Finalmente le conté la verdad y le rogué que no fuera a veros, ni a tu madre ni a ti. Tiró el busto que yo había hecho de Ed y se marchó súbitamente. No la he vuelto a ver.
Frances Grolier se puso de pie. Apoyó una mano sobre la repisa de la chimenea e inclinó la frente.
—Anoche hablé con mi abogado. Me va a acompañar mañana a Nueva York a identificar el cuerpo de Annie y a hacer los arreglos necesarios para trasladarlo aquí. Lamento la vergüenza que todo esto os causará a tu madre y a ti.
Meghan tenía que hacer una sola pregunta más.
—¿Para qué dejó ese mensaje en el contestador de mi padre?
—Porque pensé que si estaba vivo, y si la línea seguía conectada, a lo mejor controlaría las llamadas por costumbre. Era la forma que tenía de ponerme en contacto con él en caso de urgencia. Edwin llamaba todas las mañanas al contestador con el mando a distancia. —Se volvió de nuevo hacia Meghan—. Nadie puede decir que Edwin Collins es capaz de matar a alguien, porque no lo es. —Se detuvo—. Pero es capaz de empezar una nueva vida que no incluya ni a tu madre ni a ti. Ni a Annie ni a mí.
Frances Grolier se volvió nuevamente. No quedaba nada que decir. Meghan miró por última vez el busto de su padre y se marchó, cerrando suavemente la puerta a sus espaldas.