Frances estaba de pie, mirando por la ventana trasera de la casa. Un pequeño muro estucado, coronado por una verja de hierro forjado bordeaba la piscina y el patio. La propiedad limitaba con una vasta extensión de desierto, la reserva india de Pina. A lo lejos, brillaba la montaña Camelback bajo el sol del mediodía. «Un día incongruentemente hermoso para destapar todos los secretos», pensó.
Annie, después de todo, había ido a Connecticut, visitado a Meghan y la había enviado allí. «¿Por qué razón iba a respetar los deseos de su padre? —se preguntó Frances furiosa—. ¿Qué lealtad le debía a él o me debe a mí?».
Los dos días y medio transcurridos desde que había dejado el mensaje en el contestador de Edwin habían supuesto una agonía de terror y esperanza. La llamada que acababa de recibir de Palomino no era la que esperaba; pero Meghan, al menos, podía decirle cuándo había visto a Annie y, quizá, dónde encontrarla.
El timbre resonó en toda la casa, suave, melodioso, y al mismo tiempo estremecedor. Frances se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta de entrada.
*****
Cuando Meghan se detuvo delante del número 1006 del camino de Doubletree Ranch, se encontró con una casa de paredes estucadas de color crema y techo de teja árabe, en los confines del desierto. Unos hibiscos de color rojo brillante y unos cactus enmarcaban la fachada de la vivienda, como complemento a la rígida belleza de la cordillera.
Mientras se dirigía a la puerta, pasó junto a la ventana y vislumbró a una mujer en el interior. No le vio la cara, pero se dio cuenta de que era alta y delgada y llevaba el cabello descuidadamente recogido en un moño. Parecía ir vestida con una especie de guardapolvo.
Meghan tocó el timbre y la puerta se abrió.
La mujer emitió un suspiro de susto y palideció.
—Dios mío —murmuró—. Sabía que te parecías a Annie, pero no tenía idea… —Se llevó la mano a la boca, apretándola contra los labios y haciendo un esfuerzo visible por silenciar el torrente de palabras.
«Es la madre de Annie y no sabe que está muerta». Meghan, horrorizada, pensó que ahora que ella estaba allí, sería aún peor para la mujer. «¿Cómo se habría sentido mamá si Annie se hubiera presentado en Connecticut para decirle que yo había muerto?».
—Entra, Meghan. —La mujer se apartó sin soltar el picaporte de la puerta, como si tuviera que sostenerse—. Soy Frances Grolier.
Meghan no sabía qué tipo de persona esperaba encontrar, pero no a esa mujer de rostro lavado, cabello entrecano, manos fuertes y rostro delgado surcado por las arrugas. Los ojos que vio la impresionaron y angustiaron.
—¿La dependienta de Palomino no la llamó Mrs. Collins? —preguntó Meghan.
—Los comerciantes de la zona me llaman Mrs. Collins.
Llevaba un anillo de bodas. Meghan lo señaló con la mirada.
—Sí —dijo Frances Grolier—, tu padre me lo dio para cubrir las apariencias.
Meghan recordó la manera convulsiva en que su madre había apretado el anillo que le había devuelto la médium. Apartó la mirada de Frances Grolier, sobrecogida por una abrumadora sensación de pérdida. Algunas imágenes de la habitación se filtraban a través del dolor del momento.
La casa se dividía en una sala y diferentes estudios que se extendían desde el frente hasta el fondo.
La parte de delante era la sala. Tenía un sofá frente a la chimenea y baldosas de terracota.
A ambos lados de la chimenea había dos sillones de cuero rojo oscuro que hacían juego con el sofá —Meghan se dio cuenta sobresaltada de que eran réplicas exactas de los que había en el estudio de su padre— y unas estanterías de libros junto a los sillones. «Papá seguramente quería sentirse en casa dondequiera que estuviera», pensó Meg con amargura.
Las fotografías enmarcadas expuestas en la repisa de la chimenea atraían su mirada como un imán. Fotos familiares de su padre con esa mujer y una niña que podría ser su hermana, y que era —o mejor dicho, había sido— su hermanastra.
Una imagen llamó especialmente su atención: una escena de Navidad. Su padre con una niña de cinco o seis años sobre las rodillas, rodeados de regalos. Detrás, una joven Frances Grolier arrodillada, rodeándole el cuello con los brazos. Todos llevaban pijama y batas. Una familia feliz.
«¿Era una foto de alguna de las Navidades que yo me pasaba rezando para que sucediera un milagro y papá de repente apareciera por la puerta?», se preguntó.
Un dolor terrible la invadía. Se volvió y vio contra la pared de enfrente un busto sobre un pedestal. Se acercó arrastrando unos pies que parecían demasiado pesados para moverse.
Un extraño talento había moldeado esa imagen de bronce de su padre. El amor y la comprensión habían captado el toque de melancolía que ocultaba el brillo de los ojos, la boca sensible, los dedos largos y expresivos cruzados debajo de la barbilla, la elegante cabeza con el mechón que siempre caía sobre la frente.
Vio grietas en el cuello y la frente diestramente reparadas.
—¿Meghan?
Se volvió, temerosa de lo que tenía que decirle a esa mujer.
Frances Grolier cruzó la habitación y se acercó a ella.
—Estoy preparada para lo que puedas sentir hacia mí; pero, por favor… —su tono era de ruego—, necesito noticias de Annie. ¿Sabes dónde está? ¿Sabes algo de tu padre? ¿Se ha puesto en contacto contigo?
*****
Mac, tal como le había prometido a Meghan, llamó sin éxito a Stephanie Petrovic a las nueve de la mañana. Siguió llamando a intervalos de una hora sin obtener respuesta.
A las doce y cuarto llamó a Charles Potters, el abogado de Helene Petrovic. Cuando Potters se puso al teléfono, le explicó quién era y la razón de su llamada. El abogado respondió que él también estaba preocupado.
—Llamé anoche a Stephanie —explicó Potters—. Me di cuenta de que Miss Collins estaba preocupada por su ausencia. Ahora voy a pasar por la casa. Tengo una llave.
Le prometió volver a llamarlo.
Una hora y media más tarde, Potters, con una voz trémula de indignación, le explicó a Mac lo de la nota de Stephanie.
—¡Es una ladrona! —exclamó—. ¡Se ha llevado todo lo que podía cargar! Los objetos de plata. Algunas maravillosas porcelanas de Dresde. Prácticamente todo el guardarropa de Helene. Las joyas. Piezas aseguradas por más de cincuenta mil dólares. He dado aviso a la policía. Es un caso de robo corriente.
—¿Ha dicho que se ha marchado con el padre de la criatura? —Preguntó Mac—. Por lo que me contó Meghan, me resulta muy difícil de creer. Meghan tenía la sensación de que a Stephanie le asustaba la sola idea de buscarlo para que se hiciera cargo de la criatura.
—Es posible que fuera una farsa —respondió Potters—. Stephanie Petrovic es una joven fría y calculadora. Le aseguro que lo que más sentía de la muerte de su tía era que no hubiese cambiado el testamento, como Stephanie decía que tenía pensado hacer.
—Mr. Potters, ¿cree usted que Helene Petrovic pensaba hacer un nuevo testamento?
—No hay manera de saberlo. Lo único que sé es que unas semanas antes de su muerte Helene puso la casa en venta y convirtió sus valores en bonos al portador. Por suerte no estaban en la caja fuerte.
Mac colgó el teléfono y se apoyó contra el respaldo de la silla.
«¿Durante cuánto tiempo un aficionado —por muy talentoso que fuera— puede engañar a expertos del campo de la endocrinología reproductiva y la fecundación in vitro?», caviló. No obstante, Helene Petrovic lo había hecho durante años. «Yo no habría podido —pensó Mac—, a pesar de toda mi formación médica».
Según Meghan, mientras Helene Petrovic trabajaba en el Centro de Reproducción Asistida Dowling, pasaba mucho tiempo en el laboratorio. Quizá también se veía con un médico del Valley Memorial, el hospital al que estaba asociado el centro.
Mac se decidió. Se tomaría libre el día siguiente. Era mejor ocuparse en persona de algunas cosas. Iría al Valley Memorial de Trenton y vería al director. Necesitaba obtener cierta información.
Mac conocía al doctor Manning y le caía bien, pero le había impresionado y preocupado que no avisara inmediatamente a los Anderson del posible problema con el embrión. Indudablemente quería encubrirlo.
Se preguntaba si existía la posibilidad de que la abrupta decisión de Helene Petrovic de dejar la clínica, cambiar el testamento, vender su casa y trasladarse a Francia no respondería a razones más siniestras que el miedo a un error de laboratorio. Especialmente, razonó, teniendo en cuenta que todavía podía demostrarse que el niño de los Anderson, aunque no fuera el gemelo que esperaban, era su hijo biológico.
Mac quería saber si el doctor Manning había estado relacionado con el Valley Memorial en algún período de los años en que Helene Petrovic había trabajado en el centro asociado.
Manning no sería el primer hombre que echaba por la borda su vida profesional por una mujer, ni el último. Técnicamente, la clínica había contratado a Helene Petrovic a través de Collins y Carter. Sin embargo, hasta el día anterior, Manning no había admitido haber hablado con Edwin Collins un día antes de su desaparición. ¿Habían discutido por el asunto del título falso? ¿O Helene había recibido ayuda de alguien del equipo técnico de la Manning? La clínica sólo tenía diez años de antigüedad. En sus informes anuales saldrían las listas de los jefes médicos. Mac le pediría a su secretaria que le hiciera copias de esos nombres.
Sacó un bloc de notas y con cuidada caligrafía —sobre la que bromeaban sus colegas por lo atípica para un médico—, escribió:
Nada tenía sentido; pero Mac estaba convencido de una cosa: todo lo sucedido tenía de alguna manera una conexión lógica. «Como los genes —pensó—. En el momento en que uno comprende su estructura todo se pone en su sitio».
Dejó a un lado el bloc. Tenía que trabajar si quería tomarse el día siguiente libre para ir al Centro Dowling. Eran las cuatro, lo que significaba que en Arizona eran las dos. Se preguntó qué tal estaría Meghan, qué pasaría ese día, seguramente muy difícil para ella.
Meg miró fijamente a Frances Grolier.
—¿A qué se refiere con que si tengo noticias de mi padre?
—Meghan, la última vez que él estuvo aquí, me di cuenta de que se sentía atrapado. Estaba asustado, deprimido. Me dijo que ojalá pudiera desaparecer. Meghan, dime, por favor, ¿has visto a Annie?
Hacía pocas horas, Meg había recordado la advertencia de su padre sobre algunos acontecimientos muy dolorosos. Sintió una enorme compasión al ver el espanto en los ojos de la madre de Annie.
Frances se apretó los brazos.
—Meghan, ¿está enferma Annie?
Meghan era incapaz de hablar. Respondió al atisbo de esperanza de la frenética pregunta meneando ligeramente la cabeza.
—¿Está… muerta?
—Lo siento mucho.
—No, no es posible. —Los ojos de Frances Grolier buscaban suplicantes la cara de Meghan—. Cuando abrí la puerta…, aunque sabía que eras tú…, durante una fracción de segundo pensé que eras Annie. Sabía que os parecíais mucho. Ed me mostró fotos. —Se le doblaron las rodillas.
Meghan la cogió de los brazos y la ayudó a sentarse en el sofá.
—¿Quiere que llame a alguien, a alguien que le gustaría que estuviera ahora con usted?
—Nadie —murmuró Frances—. Nadie. —La palidez se convirtió en un gris enfermizo y se quedó mirando fijamente la chimenea, como si de pronto hubiera olvidado la presencia de Meghan.
Meghan observó impotente cómo se dilataban las pupilas de Frances y se quedaba en blanco. «Está en estado de conmoción», pensó.
—¿Qué le sucedió a mi hija? —preguntó Frances con una voz desprovista de toda emoción.
—La apuñalaron. Yo estaba de casualidad en urgencias cuando la trajeron.
—¿Quién…?
Frances no terminó la pregunta.
—Es posible que la hayan atracado —dijo Meghan en voz baja—. No tenía ninguna identificación, salvo un papel con mi nombre y número de teléfono.
—¿Un papel de la hostería Drumdoe?
—Sí.
—¿Dónde está mi hija ahora?
—En… el edificio de medicina forense de Manhattan.
—¿En el depósito?
—Sí.
—¿Cómo me has encontrado, Meghan?
—Por el mensaje que dejó la otra noche: que llamaran a Artículos de Piel Palomino.
Una sonrisa fantasmagórica tensó los labios de Frances Grolier.
—Dejé ese mensaje esperando que tu padre, el padre de Annie, lo oyera. Tú siempre fuiste su favorita, sabes. Tenía tanto miedo de que tu madre y tú os enterarais de que existíamos nosotras. Tanto miedo…
Meghan vio que la ira y el dolor reemplazaban a la conmoción.
—Lo siento —fue lo único que se le ocurrió decir.
Desde su sitio se veía la foto de Navidad. «Lo siento por todas nosotras», pensó.
—Meghan, tengo que hablar contigo, pero ahora no. Necesito estar sola. ¿Dónde te hospedas?
—Voy a ver si encuentro habitación en el hotel Safari.
—Te llamaré más tarde. Vete, por favor.
Mientras cerraba la puerta, escuchó unos sollozos continuos, profundos y regulares que rompían el corazón.
Condujo hasta el hotel rogando que no estuviera lleno y que nadie la viera y la confundiera con Annie. Se registró rápidamente y al cabo de diez minutos cerraba la puerta de la habitación y se hundía en la cama. Sus emociones eran una mezcla de lástima terrible, dolor compartido y miedo aterrador.
Frances Grolier creía posible que su amante, Edwin Collins, estuviera vivo.