El lunes había sido un mal día para Bernie. Se levantó al amanecer, se instaló en el crujiente sillón de plástico del sótano y empezó a ver una y otra vez el vídeo de Meghan que había filmado desde su escondite en el bosque. Lo había querido ver la noche anterior, nada más llegar, pero su madre lo había obligado a acompañarla.
—Paso mucho tiempo sola, Bernard —se había quejado—. Los fines de semana tú nunca salías. ¿Tienes una chica?
—No, mamá, claro que no.
—Ya sabes en cuántos problemas te has metido por culpa de las chicas.
—No era culpa mía, mamá.
—No digo que fuera culpa tuya. Digo que esas chicas son como veneno para ti. Mantente alejado de ellas.
—Sí, mamá.
Cuando su madre empezaba con aquello, lo mejor que Bernie podía hacer era escucharla. Todavía le tenía miedo. Todavía temblaba al recordar los momentos en que, de niño, ella aparecía de repente con el cinturón en la mano:
—Te he visto observar a esa guarra en la televisión, Bernard. Te adivino los sucios pensamientos que tienes.
Su madre nunca entendería que lo que sentía por Meghan era puro y hermoso. Lo único que quería era estar cerca de ella, mirarla, ver cómo le sonreía. Como anoche. Si él hubiera golpeado a la ventana y ella lo hubiera reconocido, no se habría asustado. Le habría abierto la puerta y dicho: «Bernie, ¿qué haces aquí?». A lo mejor lo habría invitado a una taza de té.
Bernie se inclinó hacia adelante. Llegaba otra vez la mejor parte, cuando Meghan parecía muy concentrada en lo que hacía, sentada en la cabecera de la mesa del comedor con todos esos papeles delante. Con el zoom, se las había arreglado para coger un primer plano de su cara. Había algo en la forma en que se humedecía el labio que le daba escalofríos. Llevaba el cuello de la blusa abierto. No sabía muy bien si veía el latido de su pulso o se lo imaginaba.
—¡Bernard! ¡Bernard!
Su madre estaba en lo alto de la escalera, llamándolo. ¿Hacía cuánto que lo llamaba?
—Sí, mamá, ya voy.
—Más no podías tardar —le soltó cuando él entró en la cocina—. Llegarás tarde al trabajo. ¿Qué estabas haciendo?
—Ordenando un poco. Tú quieres que lo tenga todo limpio.
Quince minutos después estaba en el coche. Llegó hasta la esquina sin saber adónde ir. Sabía que debía tratar de conseguir algún viaje en el aeropuerto. Con todos los aparatos que estaba comprando, necesitaba dinero. Tuvo que obligarse a girar el volante en dirección al aeropuerto de La Guardia.
Se pasó el día yendo y viniendo del aeropuerto. Todo anduvo bien hasta el final de la tarde, en que un tío empezó a quejarse del tráfico.
—Venga, métete en el carril de la izquierda, ¿no ves que éste está colapsado?
Bernie había empezado de nuevo a pensar en Meghan; se preguntaba si no sería arriesgado pasar delante de su casa de noche.
Al cabo de un minuto el pasajero le soltó:
—Mira, sabía que no tenía que coger un taxi. ¿Dónde aprendiste a conducir? Dios mío, ¿no sabes esquivar el tráfico?
Bernie estaba en la última salida del paseo Grand Central, antes de llegar al puente Triborough. Giró bruscamente hacia una calle a la derecha, paralela al paseo, y se detuvo junto al bordillo.
—¿Qué demonios haces? —preguntó el pasajero.
La enorme maleta del hombre estaba sobre el asiento delantero, al lado de Bernie, que se inclinó sobre ella, abrió la puerta y la tiró fuera.
—¡Piérdete! —le gritó—. ¡Coge otro taxi!
La expresión del pasajero reflejó inmediatamente pánico.
—De acuerdo, tranquilo. Lamento haberte enfadado.
Salió del coche y levantó la maleta en el momento en que Bernie pisaba el acelerador. Cortó camino por calles laterales. Lo mejor era irse a casa, si no, volvería y le aplastaría esa bocaza.
Empezó a respirar hondo. Era lo que le había dicho el psiquiatra de la cárcel que hiciera cuando sentía que empezaba a enloquecer. «Tiene que controlar esa ira, Bernie —le había advertido— si no quiere pasar el resto de su vida aquí».
Bernie sabía que no podía volver a la cárcel. Haría cualquier cosa para evitarlo.
*****
El martes, el despertador de Meghan sonó a las cuatro de la mañana. Tenía un billete reservado en la América West Flight, en el vuelo que salía a las siete y veinticinco del aeropuerto Kennedy, No le costó levantarse. Había dormido inquieta. Se duchó con el agua lo más caliente que pudo, satisfecha al sentir que se le aflojaban algunos músculos del cuello.
Mientras se ponía la ropa interior y los calcetines, escuchó el informe meteorológico por la radio. En Nueva York la temperatura estaba por debajo de cero; en Arizona, por supuesto, era otra historia. En esa época del año hacía fresco por las noches y, por lo que sabía, bastante calor durante el día.
Una ligera chaqueta de color tostado de lana y unos pantalones con una blusa estampada parecían lo mejor. Encima llevaría la gabardina sin el forro de abrigo. Guardó deprisa las pocas cosas que necesitaba para pasar una noche fuera.
El olor a café la saludó al bajar la escalera. Su madre estaba en la cocina.
—No debías haberte levantado —protestó Meg.
—Estaba despierta. —Catherine Collins jugueteaba con el cinturón del albornoz—. No me ofrecí a acompañarte, Meg, pero ahora tengo ciertos presentimientos. Quizá no debería dejarte ir sola. Pero si hay otra esposa de Edwin Collins en Scottsdale, no sabría qué decirle. ¿Ignoraba como yo lo que sucedía? ¿O vivía una mentira a conciencia?
—Espero tener algunas respuestas esta noche —dijo Meg—, y estoy convencida de que es mejor que lo haga sola. —Bebió unos sorbos de zumo de pomelo y un trago de café—. Tengo que irme. El viaje al aeropuerto Kennedy es largo y no quiero pillar la hora de tráfico.
La madre la acompañó a la puerta. Meg la abrazó durante un instante.
—Llegaré a Fénix a las once, hora local. Te llamaré esta tarde.
Mientras se dirigía al coche, sintió la mirada de su madre.
*****
El vuelo fue tranquilo. Estaba sentada junto a la ventanilla y durante un buen rato miró el mullido colchón de nubes blancas que se extendía debajo. Recordó su quinto cumpleaños, cuando sus padres la llevaron a Disney World. Fue su primer viaje en avión. Ella se sentó junto a la ventanilla, su padre al lado y su madre al otro lado del pasillo.
Durante muchos años, su padre había bromeado sobre la pregunta que ella había hecho aquel día. «Papi, si salimos del avión, ¿podemos caminar por las nubes?».
Él le había respondido que lamentaba tener que decirle que las nubes no la sostendrían. «Pero yo siempre te sostendré, Meggie Anne», le había prometido.
Y lo hizo. Pensó en ese día espantoso en que había tropezado justo antes de la meta de una carrera y le había costado el campeonato al equipo de atletismo de su escuela. Su padre la estaba esperando cuando ella se escurrió del gimnasio para no oír las palabras de consuelo de sus compañeras ni ver la decepción de sus caras.
Él le había brindado comprensión, no compasión. «Hay algunos acontecimientos de la vida —le había dicho— que hacen sufrir cuando los recordamos, por muy viejos que seamos. Me temo que acabas de encontrarte con uno».
Una oleada de ternura se apoderó de ella, pero desapareció mientras recordaba las veces que su padre afirmaba que unos negocios urgentes le impedían estar con la familia. Incluso en celebraciones como el día de acción de gracias o Navidad. ¿Las pasaba en Scottsdale con su otra familia? En las fiestas siempre había mucho trabajo en la hostería. Cuando él no estaba en casa, ella y su madre cenaban allí con amigos, pero ésta no paraba de levantarse y sentarse saludando a los comensales y controlando la cocina.
Recordó también las clases de danza jazz a los catorce años. Cuando su padre volvía de algún viaje, ella le mostraba los pasos que había aprendido.
«Meggie —suspiraba su padre—, el jazz es una buena música, bonita para bailar, pero el vals es la danza de los ángeles». Le había enseñado a bailar el vals vienés.
Se sintió aliviada cuando el piloto anunció que había comenzado el descenso sobre el Aeropuerto Internacional Sky Harbor, donde la temperatura ambiente era de veintiún grados.
Meghan recogió sus cosas del compartimiento de equipaje de mano y esperó intranquila a que se abrieran las puertas del avión. Quería empezar el día lo antes posible.
El alquiler de coches estaba en la terminal Barry Goldwater. Meghan se detuvo para mirar la dirección de Artículos de Piel Palomino y mientras firmaba el contrato preguntó a la empleada dónde quedaba.
—Está en el barrio de Bogotá de Scottsdale —le dijo ésta—. Es una zona preciosa para hacer compras, pensará que está en un pueblo medieval.
La mujer le marcó el camino en el mapa.
—Tardará unos veinticinco minutos —dijo.
Meghan, mientras conducía, estaba absorta en la belleza de las montañas distantes y en el intenso azul del cielo sin nubes. Una vez que hubo salido de la zona comercial, el paisaje empezó a poblarse de palmeras, naranjos y cactus.
Pasó junto al hotel Safari, una construcción que imitaba a las de adobe, que con sus brillantes oleandros y sus altas palmeras parecía tranquilo y acogedor. Ése era el lugar en que Cyrus Graham había encontrado a su hermanastro, su padre, hacía casi once años.
La tienda Artículos de Piel Palomino estaba unos dos kilómetros más abajo, en la carretera de Scottsdale. Los edificios parecían torres de castillos con muros almenados. Las calles empedradas contribuían a dar un efecto de viejo mundo. Las tiendas de ropa que bordeaban las calles eran pequeñas y todas parecían muy caras. Meghan giró a la izquierda, hacia el aparcamiento, en cuanto pasó delante de Artículos de Piel Palomino y salió del coche. Le sorprendió advertir que le temblaban las rodillas.
Al entrar en la tienda, la recibió el penetrante olor a cuero auténtico. Bolsas de todos los tamaños, desde pequeños bolsos de mujer hasta maletas de viaje que se alineaban con buen gusto en las estanterías. Un estuche exhibía monederos, llaveros y joyas. Las maletas y los maletines estaban expuestos unos escalones más abajo, en un área más grande que llegaba hasta el fondo del local.
Sólo había una persona en la tienda, una joven con unos rasgos indígenas impresionantes y una espesa cabellera oscura que le caía sobre la espalda. Levantó la vista detrás de la caja registradora y sonrió.
—¿Puedo ayudarla? —Por el tono de voz y los gestos, aparentemente no la reconocía.
Meghan pensó deprisa.
—Espero que sí. Estoy en la ciudad por pocas horas y me gustaría visitar a unos parientes. No tengo su dirección y no figuran en la guía de teléfonos. Sé que son clientes de esta casa y pensé que quizá me podían dar la dirección o el teléfono.
La empleada dudó.
—Soy nueva. ¿Por qué no vuelve dentro de una hora cuando esté la dueña?
—Por favor —dijo Meghan—, tengo muy poco tiempo.
—¿Cómo se llama el cliente? Voy a ver si tiene cuenta.
—E. R. Collins.
—¡Ah!, usted debe de ser la que llamó ayer.
—Así es.
—Yo estaba aquí. Mrs. Stoges, la dueña, después de hablar con usted me dijo lo de la muerte de Mr. Collins. ¿Era pariente suyo?
A Meghan se le secó la boca.
—Sí. Por eso estoy ansiosa por visitar a la familia.
La dependienta encendió el ordenador.
—Aquí está la dirección y el teléfono, pero me temo que tendré que llamar a Mrs. Collins para pedirle permiso antes de dárselos.
Lo único que podía hacer era asentir. Meghan observó a la chica mientras apretaba rápidamente los botones del teléfono.
Al cabo de un momento oyó que la joven decía:
—¿Mrs. Collins? La llamo de Artículos de Piel Palomino. Aquí hay una señora que quiere visitarla, una pariente suya. ¿Le parece bien que le dé su dirección?
La chica escuchó y miró a Meghan.
—Me pide su nombre.
—Meghan. Meghan Collins.
La empleada lo repitió, escuchó, se despidió y colgó. Sonrió a Meg.
—Mrs. Collins dice que la espera. Vive sólo a diez minutos de aquí.