Meghan decidió no ir a la redacción y a las cuatro llegó al edificio de su apartamento. El buzón estaba lleno. Sacó todos los sobres y folletos, y subió en el ascensor hasta el piso catorce.
Abrió inmediatamente las ventanas para ventilar el aire viciado por la calefacción, y se quedó de pie durante un momento mirando la Estatua de la Libertad. Ese día la dama parecía formidable y remota en medio de las sombras del sol del atardecer.
A menudo, cuando la miraba, pensaba en su abuelo, Pat Kelly, que había llegado al país en su adolescencia, sin nada, y trabajado duramente para hacerse una fortuna.
¿Qué pensaría su abuelo si supiera que su hija Catherine estaba a punto de perder todo aquello por lo que él había trabajado su vida entera, porque el marido la había engañado durante años?
Scottsdale, Arizona. Meg miró las aguas del puerto de Nueva York y comprendió qué era lo que le había estado dando vueltas en la cabeza. Arizona estaba en el sudoeste. Palomino sonaba a algo del sudoeste.
Se acercó al teléfono, llamó a la operadora y pidió el indicativo de Scottsdale, Arizona.
A continuación llamó a información de Arizona.
—¿Tiene algún número de Edwin Collins o de E. R. Collins? —preguntó cuando la atendieron.
No había ninguno.
—¿Y algún número de Artículos de Piel Palomino?
Hubo una pausa y la voz de la operadora dijo:
—Espere un momento por favor. Aquí lo tengo. Tome usted nota del número.