Stephanie Petrovic pasó una noche inquieta, hasta que al final se durmió profundamente. Cuando despertó eran las diez y media del domingo; abrió los ojos, se desperezó y sonrió. Al fin las cosas empezaban a resolverse.
Le habían advertido que no pronunciara su nombre, que olvidara haberlo conocido, pero eso había sido antes del asesinato de Helene y de que tuviera ocasión de cambiar el testamento.
Él había sido muy amable con ella por teléfono. Le prometió ocuparse de ella y encontrar gente que adoptara al niño y le pagara cien mil dólares.
—¿Tanto? —preguntó ella encantada.
Él la tranquilizó y le dijo que no habría problemas.
También le conseguiría el permiso de residencia.
—Será falso, pero nadie se dará cuenta —le había dicho—. Sin embargo, te sugiero que te mudes a un lugar donde nadie te conozca, no quisiera que te reconocieran. Hasta en una ciudad tan grande como Nueva York la gente se encuentra por casualidad, y en tu caso podrían hacerte preguntas. Lo mejor es California.
Stephanie sabía que le encantaría California. A lo mejor encontraba trabajo en algún balneario, pensó. Con cien mil dólares podría hacer el curso que necesitaba. O quizá encontrara trabajo directamente. Ella era como Helene. La cosmetología le surgía naturalmente. Era un trabajo que le encantaba.
Él le iba a mandar un coche que pasaría a recogerla esa tarde a las siete.
—No quiero que los vecinos te vean salir —le había dicho.
Stephanie quería disfrutar un rato en la cama, pero tenía hambre. «Sólo diez días más, hasta que nazca el niño, y entonces me pondré a dieta», se prometió.
Se duchó, se puso la ropa de embarazada que ya no aguantaba más y empezó a preparar el equipaje. Helene tenía maletas caras en el armario. ¿Por qué no voy a llevármelas? ¿Quién se las merece más que yo?
Tenía poca ropa, por el embarazo, pero una vez que volviera a su peso normal podría ponerse la ropa de Helene. Las prendas de su tía eran clásicas, pero todas caras y de buen gusto. Stephanie revisó todos los armarios y estantes, descartando sólo lo que de verdad no le gustaba.
También había una pequeña caja fuerte en el suelo del armario. Stephanie sabía la combinación, de modo que la abrió. No había muchas joyas, pero las que había eran piezas buenas que guardó en el neceser.
Era una lástima que no pudiera llevarse los muebles. Pero, por otra parte, sabía por las fotos que había visto que en California no estaban de moda los muebles tapizados antiguos ni las maderas oscuras como la caoba.
Recorrió la casa y eligió algunas porcelanas de Dresde para llevarse. Luego recordó la mesa con la plata. El baúl grande era demasiado pesado, así que guardó la plata en bolsas de plástico que ató con bandas elásticas para que no hicieran ruido en la maleta.
El abogado Potters llamó a las cinco para ver cómo estaba.
—¿Quieres cenar con mi esposa y conmigo, Stephanie?
—Muchas gracias —respondió ella—, pero una mujer de la Asociación Rumana va a pasar por aquí.
—Me parece bien. No queríamos que estuvieras sola. Recuerda, llámame si necesitas algo.
—Es usted muy amable, Mr. Potters.
—Ojalá pudiera hacer algo más por ti. Pero desgraciadamente, en lo que atañe al testamento, tengo las manos atadas.
«No me hace falta tu ayuda», pensó Stephanie al colgar el teléfono. Había llegado el momento de escribir la carta. Hizo tres borradores antes de darse por satisfecha. Sabía que su ortografía no era buena y tuvo que buscar algunas palabras en el diccionario, pero al final parecía correcta. Era una carta para Mr. Potters.
«Estimado Mr. Potters:
»Me alegra decirle que Jan, el padre de mi hijo, ha venido a verme. Vamos a casarnos y él cuidará de nosotros. Debe volver al trabajo inmediatamente, así que me voy con él. Ahora trabaja en Dallas.
»Quiero mucho a Jan y sé que usted se alegrará por mí.
»Gracias.
STEPHANIE PETROVIC».
El coche pasó a recogerla puntualmente a las siete. El conductor llevó su equipaje. Stephanie dejó la carta y la llave sobre la mesa del comedor. Apagó las luces, cerró la puerta al salir y se apresuró por el sendero de baldosas en la oscuridad hasta el vehículo que la esperaba.
*****
El lunes por la mañana, Meghan llamó a Stephanie Petrovic. No contestó nadie. Se instaló junto a la mesa del comedor para seguir revisando las carpetas de trabajo de su padre.
Inmediatamente descubrió algo. Encontró una factura del hotel Four Seasons de Beverly Hills en el que había estado alojado del 23 al 28 de enero, fecha en que había tomado el avión a Newark y desaparecido. No había ningún extra a partir del segundo día. «Incluso aunque hubiera comido fuera —pensó Meghan—, la gente pide el desayuno, hace alguna llamada telefónica o abre el minibar de la habitación, algo».
Por otro lado, si su padre se había alojado en el ala especial, era muy probable que se hubiera acercado al bufet gratuito para servirse un zumo, un café y un bollo. No solía comer mucho en el desayuno.
Los primeros dos días, sin embargo, había algunos extras en la cuenta: lavandería, una botella de vino, una cena ligera, llamadas telefónicas. Tomó nota de los tres días en que no había gastos extras.
«Puede ser una pista», pensó.
Al mediodía, volvió a llamar a Stephanie y nadie contestó. A las dos empezó a preocuparse y llamó al abogado Charles Potters, quien la tranquilizó diciéndole que Stephanie estaba bien, que él había hablado con ella la noche anterior y ésta le había dicho que una persona de la Asociación Rumana pasaría a verla.
—Me alegra saberlo —dijo Meghan—, porque está muy asustada.
—Sí, es verdad —coincidió Potters—. Hay algo que nadie sabe, pero cuando alguien deja todos sus bienes a alguna organización benéfica o centro médico como la Clínica Manning, si hay algún pariente cercano necesitado e inclinado a cuestionar el testamento, la institución discretamente ofrece un trato. Sin embargo, después de que Stephanie apareciera en televisión acusando a la clínica del asesinato de su tía, cualquier tipo de trato estaba fuera de discusión. Hubiera parecido que compraban su silencio.
—Comprendo —dijo Meghan—. Voy a seguir llamándola, pero si la ve, ¿puede decirle que me llame? Sigo pensando que alguien debería tratar de buscar al hombre que la dejó embarazada. Si da al niño en adopción, quizá algún día se arrepienta.
La madre de Meghan había ido a la hostería para organizar el desayuno y el almuerzo, y regresó a la casa en el momento en que su hija terminaba de hablar con Potters.
—Déjame ayudarte —dijo sentándose a su lado, en la mesa del comedor.
—En realidad puedes seguir tú —dijo Meghan—, tengo que ir a mi apartamento a buscar ropa y recoger el correo. Es 1 de noviembre y ya habrán llegado todas las facturas.
La noche anterior, cuando su madre volvió de la hostería, Meghan le había contado lo del hombre con la cámara que había asustado a Kyle. «Le pedí a un compañero de la televisión que averiguara algo; todavía no me ha contestado, pero estoy segura de que debe de ser uno de esos programas baratos para el que están preparando un reportaje sobre nosotras, papá y los Anderson —le había dicho—. Enviar a alguien a que espíe es la forma en que trabajan». No había permitido que Mac llamara a la policía.
Le mostró a su madre lo que estaba haciendo con las carpetas.
—Mamá, busco las facturas de los hoteles que no tengan gastos extras durante dos o tres días seguidos. Me gustaría ver si eso sólo sucedía cuando papá estaba en California. —No le dijo que Los Ángeles estaba a media hora de avión de Scottsdale.
—En cuanto a Artículos de Piel Palomino —dijo Catherine—, no sé por qué, pero el nombre me ha estado dando vueltas en la cabeza. Me suena, como si lo hubiera oído hace tiempo, hace mucho tiempo.
Meghan todavía no había decidido si pasaría por la PCD camino del apartamento. Llevaba un par de pantalones cómodos y su jersey favorito. «No pasa nada», pensó. Era una de las facetas que siempre le había gustado de su trabajo, la informalidad de la redacción.
Se cepilló deprisa el cabello y se dio cuenta de que lo tenía demasiado largo. Le gustaban las melenas cortas, y ahora le llegaba a los hombros, como a la chica muerta. Con manos repentinamente heladas, se lo estiró atrás y se lo recogió en un moño.
En el momento en que se iba, su madre le dijo:
—Meg, ¿por qué no sales a cenar con algunos amigos? Te hará bien desconectarte un poco de todo esto.
—No estoy de humor para cenas sociales —respondió—, pero te llamaré y te lo diré. ¿Estarás en la hostería?
—Sí.
—Por la noche, cuando vuelvas, asegúrate de cerrar las cortinas. —Levantó la mano con la palma hacia fuera y los dedos separados—. Como diría Kyle: choca esos cinco.
La madre levantó su mano y tocó la de su hija.
—Aquí están.
Se miraron durante un buen rato, y Catherine dijo de golpe:
—Conduce con cuidado.
Era el consejo habitual desde que Meghan había sacado el carnet de conducir, a los dieciséis años.
Y ella siempre le respondía en el mismo tono jocoso.
—Creo que iré todo el camino detrás de un camión de remolque —le dijo.
Deseó haberse mordido la lengua. El accidente del puente Tappan Zee había sido causado por un camión cisterna que seguía de cerca a un camión de remolque.
Sabía que su madre pensaba lo mismo cuando le dijo:
—Dios mío, Meg, es como andar por un campo minado, ¿no? Hasta las bromas que siempre nos hacemos parecen envenenadas y retorcidas. ¿Acabará alguna vez todo esto?
*****
Ese mismo lunes por la mañana volvieron a interrogar al doctor George Manning en la oficina del fiscal John Dwyer. Las preguntas eran cada vez más incisivas, con un toque sarcástico. Los dos investigadores estaban sentados en silencio, mientras el jefe se ocupaba del interrogatorio.
—Doctor, ¿puede explicamos por qué no nos dijo inmediatamente que Helene Petrovic temía haber confundido los embriones de los Anderson? —preguntó Dwyer.
—Porque ella no estaba segura.
Los hombros de George Manning aparecían hundidos. El color de la tez, habitualmente rosáceo, era ceniciento. Hasta su admirable cabellera plateada parecía desteñida, de un blanco grisáceo. Desde que había nacido el hijo de los Anderson se le notaba la edad.
—Doctor Manning, ha dicho usted en reiteradas ocasiones que la financiación y la dirección de la clínica de reproducción asistida ha sido el gran logro de su vida. ¿Sabía usted que Helene Petrovic planeaba dejar un patrimonio considerable a la investigación en su clínica?
—Habíamos hablado de ello. Verá usted, el nivel de éxitos en nuestro campo todavía no se acerca a lo que nos gustaría. La fecundación in vitro es muy cara, una mujer debe pagar entre diez y veinte mil dólares. Si no logra quedarse embarazada, hay que repetir todo el proceso. Si bien hay algunas clínicas que afirman un índice de éxitos de uno entre cinco, el número real es de uno entre diez.
—¿Doctor, le interesa a usted mucho que mejore el índice de embarazos exitosos en su clínica?
—Sí, naturalmente.
—¿No fue un duro golpe para usted que el lunes pasado Helene Petrovic no sólo dejara el trabajo sino que además admitiera que tal vez había cometido un error grave?
—Fue terrible.
—Sin embargo, y a pesar de su asesinato, usted ocultó las razones que ella le había dado para dejar el trabajo. —Dwyer se inclinó sobre el escritorio—. ¿Qué más le dijo Mrs. Petrovic en esa reunión del lunes pasado, doctor?
Manning se cogió las manos.
—Dijo que planeaba vender su casa de Lawrenceville y trasladarse, a Francia quizá.
—¿Y qué pensó usted de ese plan?
—Estaba impresionado —murmuró—. Estaba seguro de que huía.
—¿Huía de qué, doctor?
George Manning sabía que se había acabado. No podía seguir protegiendo a la clínica.
—Tuve la sensación de que tenía miedo de que si el niño de los Anderson no era el gemelo de Jonathan, se abriera una investigación que revelara muchos otros errores de laboratorio.
—¿También pensó que Helene Petrovic cambiaría el testamento?
—Me dijo que lo sentía, pero que debía hacerlo. Pensaba dejar de trabajar durante una larga temporada y que ahora tenía una familia de la que ocuparse.
John Dwyer escuchó la respuesta que esperaba.
—Doctor Manning, ¿cuándo habló por última vez con Edwin Collins?
—Me llamó el día anterior a su desaparición. —A George Manning no le gustó lo que veía en los ojos de Dwyer—. Era la primera vez que hablábamos desde que habíamos contratado a Helene Petrovic —añadió, apartando la mirada, incapaz de enfrentarse a la incredulidad y desconfianza que leía en el semblante del ayudante de la fiscalía.