El domingo por la mañana, Catherine Collins fue a misa de diez en Saint Paul, pero le resultó difícil concentrarse en el sermón. La habían bautizado en esa iglesia, se había casado en ella, ahí estaban enterrados sus padres. Era un lugar en el que siempre había hallado consuelo. Hasta aquel momento había rezado para que encontraran el cuerpo de Edwin, para tener resignación por su pérdida, para tener la fortaleza de continuar sin él.
¿Qué le pedía ahora a Dios? Sólo que cuidara a Meg. Echó una mirada a su hija, sentada inmóvil a su lado, aparentemente atenta a la homilía, aunque Catherine sospechaba que sus pensamientos también estaban muy lejos.
Un fragmento de Dies Irae[2] le vino de pronto a la memoria. «Día de cólera y día de duelo. He aquí el mundo en cenizas ardientes».
«Estoy enfadada y dolida, mi mundo está en cenizas», pensó Catherine. Parpadeó para contener unas súbitas lágrimas y sintió la mano de Meg cerrarse sobre las suyas.
Al salir de la iglesia, se detuvieron a tomar un café con pastas en la granja del pueblo, que tenía una docena de mesas al fondo del local.
—¿Estás mejor? —preguntó Meghan.
—Sí —dijo Catherine bruscamente—. Estas pastas pringosas siempre me ayudan. Voy contigo al despacho de papá.
—Pensé que habíamos acordado que lo haría yo. Por eso hemos traído los dos coches.
—Para ti no es más fácil que para mí. Si vamos juntas lo haremos más rápido, y algunas cosas son pesadas de llevar.
La voz de su madre tenía el tono decidido que Meghan sabía que ponía punto final a toda discusión.
*****
El coche de Meghan estaba lleno de cajas de embalaje. Ella y su madre las arrastraron hasta el edificio. Al abrir la puerta de las oficinas de Collins y Carter, se sorprendieron al encontrar la calefacción y las luces encendidas.
—Te apuesto lo que quieras a que Phillip ha venido temprano para preparar el lugar —comentó Catherine. Miró la recepción a su alrededor—. Es curioso lo poco que he venido por aquí. Tu padre viajaba tanto, e incluso cuando no estaba de viaje siempre tenía citas de trabajo. Y claro, yo siempre estaba muy atada a la hostería.
—Probablemente yo venía más que tú —dijo Meghan—. Pasaba después de la escuela y a veces me llevaba en coche a casa. Abrió la puerta del despacho de su padre.
—Está tal como lo dejó —comentó a su madre—. Phillip se ha portado increíblemente bien al dejarlo tanto tiempo así. Sé que a Victor le hacía falta.
Durante un rato estudiaron el lugar: el escritorio, la mesa larga con las fotos, las estanterías de la misma madera de cerezo que el escritorio. El efecto era ordenado y de muy buen gusto.
—Edwin compró y restauró el escritorio —dijo Catherine—. Estoy segura de que a Phillip no le importará que nos lo llevemos.
—No, seguro que no.
Empezaron a recoger los retratos y a guardarlos en una caja. Meghan sabía que cuanto más rápido el despacho adquiriera un aspecto impersonal, más fácil sería.
—Mamá, por qué no te ocupas tú de los libros y yo del escritorio y el archivo —sugirió Meg.
No vio el parpadeo del contestador automático, situado en una mesilla junto al sillón, hasta sentarse al escritorio.
—Mira.
Su madre se acercó al escritorio.
—¿Alguien sigue dejando mensajes en el contestador de papá? —preguntó incrédula mientras se agachaba para ver el número de llamadas que había—. Hay una sola. Escuchémosla.
Oyeron perplejas el mensaje y la voz informatizada de la máquina que decía: «Domingo, treinta y uno de octubre, cero horas, nueve minutos. Fin del último mensaje».
—¡Es de hace apenas unas horas! —Exclamó Catherine—. ¿Quién deja un mensaje comercial a media noche? ¿Y cuándo encargó papá un maletín?
—Quizá sea un error —dijo Meghan—. La persona que llamó no dejó nombre ni número.
—¿La mayoría de los vendedores no dejarían un número de teléfono si quisieran confirmar un pedido, especialmente si fue hecho hace varios meses? Meg, este mensaje no tiene sentido. Y la mujer a mí no me parece una empleada de oficina.
Meg sacó la cinta del contestador y se la guardó en el bolso.
—No tiene sentido —coincidió—. Estamos perdiendo el tiempo tratando de descubrirlo. Sigamos guardando las cosas. La escucharemos de nuevo en casa.
Revisó rápidamente los cajones del escritorio y encontró los útiles de siempre: blocs de notas, clips, plumas, rotuladores. Recordó que, cuando su padre estudiaba el currículum de algún candidato, subrayaba los aspectos más favorables en amarillo, y los menos favorables en rosa. Meghan guardó deprisa el contenido de los cajones en las cajas.
A continuación se ocupó del archivo. La primera carpeta contenía las copias de los informes de gastos de su padre. Al parecer, el contable se quedaba con los originales y le devolvía una fotocopia con el sello de «pagado» en el encabezamiento.
—Voy a llevarme estas carpetas a casa —dijo—. Son copias; la empresa tiene los originales.
—¿Para qué las queremos?
—Puede que haya alguna referencia a Artículos de Piel Palomino.
Estaban terminando de llenar la última caja cuando oyeron abrirse la puerta de entrada.
—Soy yo —dijo Phillip.
Llevaba una camisa con el cuello abierto, jersey sin mangas, chaqueta de pana y pantalones.
—Espero que no hiciera frío cuando habéis llegado —dijo—. He pasado esta mañana un momento. Durante el fin de semana, sin calefacción, este lugar está helado.
Echó un vistazo a las cajas.
—Sabía que necesitaríais que os echara una mano. Catherine, haz el favor de dejar esa caja de libros.
—Papá la llamaba ratoncillo forzudo —dijo Meg—. Eres muy amable, Phillip.
Carter vio la tapa de una carpeta de gastos que sobresalía de una de las cajas.
—¿Estáis seguras de que queréis todo esto? Es puro papeleo, Meg, y ya lo hemos revisado cuando buscábamos alguna póliza de seguros en la caja fuerte.
—Nos lo llevaremos. Tú de cualquier manera también tendrías que quitártelo de encima —dijo Meg—. Phillip, el contestador estaba parpadeando cuando llegamos. —Sacó la cinta, la puso en la máquina y la hizo funcionar. Vio el asombro en su rostro—. Es evidente que tú tampoco comprendes el mensaje.
—No, para nada.
Por suerte habían traído los dos coches. Cuando terminaron de guardar la última caja, ambos maleteros y asientos traseros estaban llenos.
Rechazaron el ofrecimiento de Phillip de seguirlas y ayudarlas a descargar.
—Le pediré a los chicos de la hostería que lo hagan —dijo Catherine.
Mientras Meghan conducía hacia la casa, decidió que cada hora que no estuviera siguiendo las huellas de Helene Petrovic, la dedicaría a revisar cada línea de los informes de su padre.
Si había alguien más en la vida de su padre, pensó, y si aquella mujer del depósito era la Annie que Cyrus Graham había conocido hacía diez años, era posible que existiera algún eslabón en los archivos de su padre que le permitiera llegar a ellas.
El instinto le decía que Artículos de Piel Palomino podía ser ese eslabón.
*****
Se veía en los ojos de Kyle que la ronda de Halloween había sido fantástica. El domingo por la tarde desparramó su colección de golosinas variadas, galletas y caramelos en el suelo, mientras Mac preparaba la cena.
—No te comas esa porquería ahora —le advirtió su padre.
—Ya lo sé. Es la segunda vez que me lo dices.
—Entonces a lo mejor se te mete en la cabeza. —Mac vigiló las hamburguesas en la plancha.
—¿Por qué siempre que estamos en casa los domingos comemos hamburguesas? —Preguntó Kyle—. Son mejores las de McDonald’s.
—Muchas gracias. —Mac las puso sobre unos panecillos tostados—. Comemos hamburguesas los domingos porque las hago mejor que nadie. Salimos a cenar fuera los viernes, los sábados que estamos en casa preparo pasta, y el resto de la semana Mrs. Dileo hace cosas muy buenas. Ahora, si quieres volver a ponerte el disfraz para asustar a Meghan, come.
Kyle dio un par de mordiscos a la hamburguesa.
—Papá, ¿te cae bien Meg?
—Sí, mucho. ¿Por qué?
—Ojalá viniera aquí más a menudo. Es divertida.
«A mí también me gustaría —pensó Mac—, pero no parece que vaya a suceder». La noche anterior, cuando él se había ofrecido a ayudarla con las cosas del despacho de su padre, ella lo había cortado antes de que Mac terminara de decírselo.
Se podía poner un letrero que dijera: «Mantente lejos. No te acerques demasiado. Sólo somos amigos».
Sin duda ya no era la chica de diecinueve años que estaba loca por él y que le había escrito aquella carta diciéndole que lo amaba y rogándole que no se casara con Ginger.
Ojalá se la mandara ahora. Ojalá ella volviera a sentir lo mismo. Sin duda se arrepentía de no haberle hecho caso con respecto a Ginger.
En aquel momento miró a su hijo. «No, no me arrepiento —pensó—. No habría tenido a este hijo».
—Papá, ¿qué te pasa? —Preguntó Kyle—. Pareces preocupado.
—Eso es exactamente lo que dijiste de Meg cuando la viste por televisión.
—Bueno, parecía preocupada, y tú también.
—Estoy preocupado porque quizá tenga que aprender a cocinar otras cosas. Termina y ponte el disfraz.
*****
Salieron de la casa a las siete y media. Kyle consideró que ya estaba bastante oscuro para los fantasmas.
—Apuesto a que hay fantasmas de verdad —dijo—. En Halloween los muertos salen de las tumbas y se pasean por ahí.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Danny.
—Dile a Danny que eso es un cuento que todo el mundo repite en Halloween.
Dieron la vuelta a la esquina y llegaron al jardín de los Collins.
—Espera aquí cerca del seto, papá, en un lugar donde Meghan no pueda verte. Yo iré por detrás, daré un golpe en la ventana y gemiré. ¿De acuerdo?
—De acuerdo; pero no la asustes mucho.
Kyle corrió al jardín trasero de los Collins, balanceando su linterna en forma de calavera. Las persianas del comedor estaban abiertas y desde fuera se veía a Meghan sentada a la mesa con un fajo de papeles delante. Se le ocurrió una buena idea. Iría hasta la entrada del bosquecillo y desde allí correría hasta la casa gritando «¡huuu, huuu!», después daría un golpe en la ventana. Eso seguro que asustaría a Meg.
Se metió entre dos árboles, estiró los brazos y empezó a agitarlos. Al extender el brazo derecho, palpó un cuerpo, un cuerpo blando, y después una oreja. Oyó una respiración. Volvió la cabeza y vio el reflejo de la luz sobre la lente de una cámara. Una mano lo cogió del cuello. Kyle se soltó de un tirón y comenzó a gritar. Recibió un violento empujón y se cayó. Soltó la linterna y empezó a arañar la tierra hasta que su mano topó con algo. Sin parar de gritar, se puso de pie y corrió hacia la casa.
«Eso es un grito de verdad», pensó Mac al oír el primer grito de Kyle. Como continuaba gritando echó a correr hacia el bosquecillo. Algo le sucedía. Mac cruzó el jardín a toda velocidad hasta el fondo.
Meg oyó el grito desde el comedor y se precipitó hacia la puerta trasera. La abrió de golpe y cogió a Kyle que entraba a trompicones y caía en sus brazos llorando aterrorizado.
Así los encontró Mac, abrazados, mientras Meg lo mecía y no paraba de repetir:
—Kyle, ya ha pasado, ya ha pasado.
El niño tardó un rato antes de poder contar lo ocurrido.
—Kyle, son todos esos cuentos de muertos que se pasean lo que te hace ver cosas —dijo Mac—. Ahí fuera no hay nadie.
Kyle, un poco más tranquilo mientras se tomaba el chocolate caliente que Meg le había preparado, repetía obstinado:
—Había un hombre y tenía una cámara. Lo sé. Me caí porque me empujó, pero cogí algo. Después, cuando vi a Meg, lo solté. Vamos a ver qué es, papá.
—Voy a buscar una linterna —dijo Mac.
Mac salió y empezó a barrer el jardín de un lado a otro con el haz de luz. No tuvo que andar mucho. A pocos metros de la galería trasera encontró una caja de plástico gris, de las que se usan para guardar cintas de vídeo.
La recogió y se dirigió al bosquecillo alumbrándose con la linterna. Sabía que era inútil. Ningún intruso se quedaría a esperar que lo descubrieran. La tierra estaba demasiado dura para que hubiera huellas, pero encontró la linterna de Kyle directamente frente a las ventanas del comedor. Desde donde estaba veía perfectamente a Kyle y a Meghan.
Alguien con una cámara la había estado vigilando, filmándola quizá. ¿Para qué?
Mac pensó en la chica muerta del depósito y volvió deprisa a la casa.
*****
«¡Chiquillo estúpido!», pensó Bernie mientras corría por el bosque hasta el coche. Lo había dejado en un extremo del aparcamiento, no demasiado alejado de los otros. Había unos cuarenta coches dispersos, de modo que su Chevrolet no llamaba especialmente la atención. Metió deprisa la cámara en el maletero y cruzó el pueblo rápidamente en dirección a la carretera Siete. Tuvo cuidado de no superar el límite de velocidad en más de diez kilómetros; pero sabía que ir muy despacio también podía despertar las sospechas de la poli.
¿Lo había visto bien el chico? Creía que no. Estaba oscuro y el niño asustado. Unos segundos más y se hubiera alejado un poco, y el chico no lo habría visto.
Bernie estaba furioso. Había disfrutado tanto viendo a Meghan a través de la cámara… Se la veía perfectamente. Seguro que tendría unas cintas de vídeo fantásticas.
Por otro lado, jamás había visto a nadie tan asustado como ese chico. El solo hecho de pensar en ello lo hacía estremecer y sentir vivo, lleno de energía. Qué poder tan enorme: ser capaz de registrar las expresiones, los movimientos y pequeños gestos secretos de alguien, como cuando Meghan se ponía el cabello detrás de la oreja mientras leía. Y asustar a alguien hasta el punto de que gritara y corriera como acababa de hacer el niño.
Espiar a Meghan, sus manos, su cabello…