El sábado a última hora, en el Centro Médico Danbury, Dina Anderson, sedada, dormitaba en la cama mientras Jonathan dormía a su lado. El marido y la madre estaban sentados en silencio junto a ella. El doctor Neitzer, el tocólogo, se acercó a la puerta y llamó a Don.
—¿Alguna novedad? —preguntó éste al salir.
El doctor asintió.
—Buenas noticias, espero. Hemos hecho los análisis de sangre de su mujer, Jonathan, el bebé y usted. El niño podría ser hijo biológico de ustedes. Usted es A positivo y su mujer O negativo. El bebé es O positivo.
—Jonathan es A positivo.
—Es el otro grupo sanguíneo posible de un hijo de padres A positivo y O negativo.
—No sé qué pensar —dijo Don—. La madre de Dina jura que el niño se parece a su propio hermano cuando nació. Hay pelirrojos en esa rama de la familia.
—La prueba de ADN establecerá fehacientemente si el niño es o no hijo biológico de ustedes, pero tardará cuatro semanas como mínimo.
—¿Y mientras tanto qué hacemos? —preguntó Don enfadado—. ¿Encariñarnos con él y quizá descubrir que se lo tenemos que dar a otra persona de la Clínica Manning? ¿O lo dejamos abandonado en el cuarto de los niños hasta que sepamos si es o no nuestro hijo?
—No es bueno para ningún niño pasar las primeras semanas de su vida en el cuarto de los niños —respondió el doctor Neitzer—. Incluso nuestras criaturas más enfermas pasan el mayor tiempo posible con sus padres. Y el doctor Manning dice…
—No me interesa nada de lo que diga el doctor Manning —interrumpió Don—. Desde que el embrión se dividió hace cuatro años, no he hecho más que oír que el embrión del gemelo de Jonathan estaba en una probeta marcada especialmente.
—Don, ¿dónde estás? —llamó una voz débil.
Anderson y el doctor Neitzer volvieron a la habitación. Dina y Jonathan estaban despiertos.
—Jonathan quiere ver a su nuevo hermanito —dijo ella.
—Querida, no sé si…
La madre de Dina se puso de pie y miró esperanzada a su hija.
—Yo sí sé. Estoy de acuerdo con Jonathan. He llevado a esa criatura durante nueve meses. Los tres primeros tuve pérdidas y pánico de perderlo. La primera vez que sentí que se movía, lloré de alegría. Me encanta el café y no tomé ni un sorbo porque a ese niño no le gusta. Pateaba tan fuerte que apenas he dormido decentemente durante tres meses. No sé si soy o no la madre biológica, pero por Dios, ese niño es mío y lo quiero.
—Querida, el doctor Neitzer dice que los análisis de sangre demuestran que podría ser hijo nuestro.
—Me alegro. Ahora, por favor, ¿alguien puede traerme a la criatura?
*****
A las dos y media, el doctor Manning, acompañado por su abogado y un empleado del hospital, entró en el auditorio del centro médico.
El empleado hizo un anuncio claro:
—El doctor Manning leerá una declaración y no responderá preguntas. Después les solicito que abandonen el lugar Los Anderson no harán ninguna declaración y no permitirán que se saquen fotografías.
El cabello plateado del doctor Manning estaba despeinado. Su rostro amable estaba tenso mientras se ponía las gafas y empezaba a leer con voz ronca:
—No puedo menos que disculparme por la angustia que atraviesa la familia Anderson. Creo firmemente que Mrs. Anderson hoy ha dado a luz a su hijo biológico. Tenía dos embriones criopreservados en el laboratorio de nuestra clínica. Uno era el gemelo de su hijo Jonathan, y el otro un hermano.
»El lunes pasado, Helene Petrovic admitió ante mí que había sufrido un accidente en el laboratorio cuando estaba manipulando los recipientes que contenían los dos embriones. Resbaló y se cayó. Se golpeó la mano y volcó una de las probetas antes de que los embriones fueran transferidos a los tubos de ensayo. Pensó que la probeta intacta era la que contenía al gemelo y colocó el embrión en el tubo marcado. El otro embrión se perdió.
El doctor Manning se quitó las gafas y levantó la vista.
—Si Helene Petrovic decía la verdad, y no tengo razones para dudarlo, repito que Dina Anderson ha dado a luz a su hijo biológico. Se oyó un bombardeo de preguntas.
—¿Por qué Helene Petrovic no se lo dijo a usted en aquel momento?
—¿Por qué no avisó a los Anderson inmediatamente?
—¿Cuántos errores más cree que ha cometido Helene Petrovic?
El doctor Manning ignoró todas las preguntas y salió con paso vacilante del auditorio.
*****
Victor Orsini llamó a Phillip Carter después del noticiario del sábado al anochecer.
—Creo que lo mejor es que empieces a buscar abogados que puedan representar a la empresa.
Carter estaba a punto de salir a cenar.
—Tienes razón. Es un asunto demasiado grande para Leiber, pero él puede recomendarnos a alguien.
Leiber era el letrado habitual de la empresa.
—Phillip, si no tienes planes para esta noche, ¿qué te parece si vamos a cenar? Dicen que a la tristeza le agrada la compañía.
—Entonces tengo los planes apropiados: voy a cenar con Catherine y Meg Collins.
—Dales recuerdos de mi parte. Hasta el lunes.
Orsini colgó y se dirigió a la ventana. El lago Candlewood estaba tranquilo esa noche. Las luces de las casas que lo bordeaban eran más brillantes de lo habitual. «Cenas…», pensó Orsini. Estaba seguro de que su nombre saldría a relucir en todas las cenas. Los vecinos sabían que trabajaba para Collins y Carter.
La llamada a Phillip Carter le había proporcionado la información que buscaba: Carter tenía esa noche un compromiso. Victor podía ir a la oficina. Estaría completamente solo y pasaría un par de horas revisando los archivos personales de Edwin Collins. Había algo que había empezado a inquietarlo y era vital echar un vistazo final a esos archivos antes de que Meghan se los llevara.
*****
Meghan, Mac y Phillip se reunieron para cenar en la hostería Drumdoe a las siete y media. Catherine estaba en la cocina desde las cuatro.
—Tu madre tiene coraje —dijo Mac.
—No lo dudes —confirmó Meg—. ¿Has visto el noticiario de la tarde? Yo he visto el de la PCD y la noticia principal es una mezcla del incierto hijo de los Anderson, el asesinato de Helene Petrovic, mi parecido con la mujer del depósito y la orden de búsqueda y captura de mi padre. En todos los canales empiezan con eso.
—Lo sé —dijo Mac con suavidad.
Phillip levantó la mano con un gesto de impotencia.
—Meg, he hecho todo lo posible para ayudaros, a ti y a tu madre, todo lo posible para hallar una explicación que aclarara por qué Edwin mandó a Helene Petrovic a la Manning.
—Hay una explicación —dijo Meg—. Lo creo, y mi madre también. Eso es lo que le ha dado el valor de meterse en la cocina y ponerse un delantal.
—¿No estará planeando ocuparse sola de la cocina indefinidamente? —protestó Phillip.
—No. Tony, el chef que se jubiló el verano pasado, llamó hoy y se ofreció a volver a ayudar por un tiempo. Se lo agradecí muchísimo pero le dije que no viniera. Cuanto más ocupada esté mi madre, mejor. De todas formas él está ahora en la cocina. Dentro de un rato ella saldrá y cenará con nosotros.
Meghan sintió la mirada de Mac sobre ella y bajó la vista para evitar la compasión que veía. Sabía que esa noche en el restaurante todo el mundo las miraría para ver cómo sobrellevaban el asunto. Así que se había vestido de rojo a propósito: una falda hasta la rodilla, un jersey de cachemira de cuello alto y joyas de oro.
Se había maquillado cuidadosamente con colorete, carmín y sombra de ojos. «No quiero parecer una periodista en paro», decidió mientras se miraba al espejo antes de salir de casa.
Lo desconcertante era que estaba segura de que Mac veía debajo de la fachada. Se daría cuenta de que, aparte de todo lo demás, estaba terriblemente preocupada por el trabajo.
Mac pidió una botella de vino. Lo sirvió y levantó hacia ella su copa:
—Tengo un mensaje de Kyle. Cuando se enteró de que íbamos a cenar juntos, me dijo que te dijera que mañana por la noche vendrá a asustarte.
Meg sonrió.
—Claro, mañana es Halloween. ¿De qué se va a disfrazar?
—De algo muy original: de fantasma, de fantasma realmente aterrador, al menos eso dice. Mañana por la tarde voy a llevarlo con sus amigos a recorrer las casas, pero a ti quiere reservarte para la noche. Así que si mañana oyes que aporrean tu ventana al anochecer, prepárate.
—Estaré en casa. Mira, aquí está mamá.
Catherine mantuvo la sonrisa en los labios mientras cruzaba el comedor. A su paso la gente se levantaba apresuradamente para saludarla.
—Me alegra estar aquí —dijo al llegar a la mesa—. Es mucho mejor que quedarse sentada en casa pensando.
—Estás guapísima —dijo Phillip—. Pareces una estrella de cine.
La admiración que se reflejaba en sus ojos no se le escapó a Meghan. Le echó una mirada a Mac, que también lo había notado.
«Cuidado, Phillip. No atosigues a mamá», pensó.
Observó los anillos de su madre. Los diamantes y esmeraldas que brillaban bajo la pequeña lámpara de la mesa. Aquella tarde le había dicho que el lunes pensaba vender o empeñar las joyas. La semana siguiente vencía el pago de impuestos de la hostería, una suma importante. «Lo único que lamento de desprenderme de las joyas —le había dicho Catherine—, es que las quería para ti».
«A mí no me importa —pensaba Meg ahora—, pero…».
—¿Meg? ¿Ya sabes lo que vas a pedir?
—¡Ah…!, perdón —sonrió disculpándose al tiempo que bajaba la vista para mirar la carta.
—Prueba el filete Wellington —dijo Catherine—. Está excelente; y sé por qué lo digo: lo he hecho yo.
Durante la cena, Meg se sentía agradecida de que Mac y Phillip guiaran la conversación hacia temas seguros: desde la pavimentación de las carteleras locales hasta el campeonato de fútbol de Kyle.
Con el capuccino, Phillip le preguntó a Meghan qué planes tenía.
—Lamento lo del trabajo —añadió.
Meg se encogió de hombros.
—La verdad es que no me alegra, pero a lo mejor resulta una ventaja. Mira, no puedo dejar de pensar que, en realidad, nadie sabe nada de Helene Petrovic. Ella es la clave de todo esto. Y estoy decidida a destapar algo sobre ella que pueda darnos respuestas.
—Ojalá puedas —dijo Phillip—. Dios sabe cuánto me gustaría tener alguna respuesta.
—Otra cosa —añadió Meghan—, todavía no me he llevado las cosas del despacho de papá. ¿Te parece bien que vaya mañana?
—Ve cuando quieras, Meg. ¿Necesitas ayuda?
—No, no hay problema.
—Meg, llámame cuando termines —dijo Mac—. Iré a ayudarte a cargar las cosas en el coche.
—Mañana tienes que ir con Kyle y sus amigos —le recordó Meg—. Me las puedo arreglar sola. —Sonrió a los dos hombres—. Muchas gracias, muchachos, por estar esta noche con nosotras. Es bueno tener amigos en momentos como éste.
*****
En Scottsdale, Arizona, a las nueve de la noche del sábado. Frances Grolier suspiró mientras dejaba la gubia de mango de madera de peral. Tenía el encargo de hacer un bronce de un niño y una niña navajos, de cuarenta centímetros, como obsequio para el invitado de honor de una cena benéfica. La fecha de entrega se acercaba deprisa y Frances estaba totalmente insatisfecha con el modelo de arcilla en el que trabajaba.
No había logrado captar la expresión interrogante que había visto en los rostros sensibles de los niños. Las fotos que les había sacado sí la habían captado, pero sus manos eran sencillamente incapaces de reflejar su idea de lo que la escultura debía ser.
El problema era que no conseguía concentrarse en el trabajo.
Annie… No tenía noticias de ella desde hacía casi dos semanas. No había respondido ni uno solo de todos los mensajes que le había dejado en el contestador automático. Durante los últimos días había llamado a los amigos más cercanos de ella y ninguno la había visto.
«Puede estar en cualquier parte», pensó Frances. A lo mejor había aceptado un encargo para escribir un artículo de viaje sobre algún lugar remoto y perdido. Annie, como corresponsal independiente, iba de un lado a otro sin planes fijos.
«La eduqué para que fuera independiente —se dijo Frances—. La eduqué para que fuera libre, supiera correr riesgos e hiciera el tipo de vida que quisiera. ¿Lo hice para justificar mi propia vida?», se preguntó una vez más.
Era una pregunta que se había repetido reiteradamente durante los últimos días.
Esa noche era inútil intentar seguir trabajando. Frances se acercó a la chimenea y añadió unos troncos de la cesta. Había sido un día cálido y brillante, pero la noche en el desierto era terriblemente fría.
La casa estaba muy silenciosa. Jamás volvería a sentir los latidos anticipados de su corazón al saber que él llegaría pronto. Annie, de pequeña, solía preguntar por qué papá viajaba tanto.
—Tiene un trabajo muy importante para el gobierno —le respondía Frances.
Al crecer, se hizo más curiosa.
—¿En qué trabajas, papá?
—Soy una especie de vigilante, cariño.
—¿Estás en la CIA?
—Si lo estuviera, tampoco te lo diría.
—Sí que estás, ¿no?
—Annie, trabajo para el gobierno y me hacen viajar mucho.
Frances, al recordarlo, entró en la cocina, puso hielo en un vaso y se sirvió un whisky generoso. «No es la mejor manera de resolver los problemas», se dijo.
Dejó el vaso y entró en el cuarto de baño contiguo a su dormitorio. Se duchó y se restregó la arcilla seca que tenía en las grietas de las manos. Se puso un pijama gris de seda y una bata, volvió a coger el vaso y se sentó en el sofá, delante de la chimenea. Luego tomó el artículo de la Associated Press que había arrancado de la página diez del periódico de la mañana, un breve resumen del informe elaborado por las autoridades del Servicio de Autopistas del Estado de Nueva York sobre el accidente del puente Tappan Zee.
En un párrafo decía: «El número de víctimas fallecidas en el accidente ha quedado reducido de ocho a siete. Tras una búsqueda exhaustiva no se han hallado rastros ni del cuerpo ni del coche de Edwin R. Collins».
Una pregunta obsesionaba a Frances: ¿Es posible que Edwin esté vivo?
La mañana de su partida estaba tan preocupado por sus negocios.
Cada vez tenía más miedo de que se descubriera su doble vida y que las dos hijas lo despreciaran.
Durante los últimos tiempos había sentido dolores en el pecho que el diagnóstico médico atribuía a la ansiedad.
En diciembre le había dado un cheque al portador de doscientos mil dólares. «Por si me pasa algo», le había dicho. ¿Acaso, al decírselo, planeaba desaparecer de las dos vidas?
¿Y dónde estaba Annie? Frances agonizaba con presentimientos cada vez más fuertes.
Edwin tenía un contestador automático en su despacho privado. Durante muchos años, si Frances tenía que hablar con él, debía llamarlo allí entre las doce de la noche y las cinco de la mañana, hora de la Costa Este. Él siempre llamaba a eso de las seis con el mando a distancia para escuchar los mensajes y después los borraba.
Sin duda el número estaba desconectado. ¿Seguro?
En Arizona eran poco más de las diez; en la Costa Este, dos horas más.
Descolgó el teléfono y marcó. Tras dos llamadas, empezó el mensaje de Ed. «Ha llamado al 203-555-2867. Después de la señal deje un breve mensaje por favor».
Frances se sobresaltó tanto al oír la voz de Ed que casi olvidó para qué llamaba. «¿Significa que todavía está vivo? —se preguntó—. Y si lo está, ¿escuchará alguna vez los mensajes?».
No tenía nada que perder. Dejó rápidamente el mensaje convenido:
—Mr. Collins, llame por favor a Artículos de Piel Palomino. Si todavía sigue interesado en el maletín de piel, ya lo tenemos.
*****
Victor Orsini estaba aún en el despacho de Edwin Collins revisando los archivos cuando sonó el teléfono privado. Se sobresaltó. ¿Quién demonios llamaría a una oficina a esa hora?
El contestador automático se puso en marcha. Orsini, sentado en el sillón de Collins, escuchó la modulada voz que dejaba el mensaje.
Cuando terminó la llamada se quedó durante un buen rato mirando fijamente el contestador. Era imposible que ninguna tienda llamara por un maletín a esas horas, pensó. Tenía que ser una llamada en clave. Alguien esperaba que Ed Collins recibiera el mensaje. Era una nueva confirmación de que alguna persona misteriosa creía que estaba vivo en alguna parte.
Pocos minutos después, Victor se marchó. No había encontrado lo que buscaba.