De algún modo, Meghan logró aceptar la oferta de Weicker serenamente. Entre el personal circulaba la broma de que si uno se mostraba demasiado sorprendido ante una promoción, Tom Weicker se preguntaría si había hecho una buena elección. Quería gente ambiciosa y con empuje, que pensara que merecían cualquier reconocimiento que se les otorgara.
Meghan le mostró el fax que había recibido tratando de parecer indiferente. Tom levantó las cejas mientras lo leía.
—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Qué error? ¿Quién es Annie?
—No lo sé. Tom, anoche estaba en el Hospital Roosevelt cuando llevaron a la mujer apuñalada. ¿Ya la han identificado?
—Todavía no. ¿Qué pasa con ella?
—Pensé que a lo mejor sabías algo —dijo Meghan vacilante—. Se parece a mí.
—¿Se parece a ti?
—Podría ser mi doble.
Tom frunció los ojos.
—¿Tratas de decirme que este fax está relacionado con la muerte de esa mujer?
—Quizá sea sólo una coincidencia, pero pensé que por lo menos debía enseñártelo.
—Me alegro de que lo hayas hecho. Déjamelo. Voy a averiguar quién está a cargo de la investigación del caso y se lo mostraré.
Meghan se sintió muy aliviada cuando se enfrentó a su trabajo en la mesa de noticias.
*****
Fue un día relativamente insulso: una conferencia de prensa en la oficina del alcalde en la que nombró a su candidato para jefe de policía, un incendio sospechoso que había destruido un edificio desvencijado en Washington Heights. A última hora de la tarde, Meghan habló con la oficina del forense. La Oficina de Personas Desaparecidas había hecho un retrato de la joven junto con su descripción física. Las huellas dactilares iban camino de Washington para que fueran cotejadas en los archivos del gobierno y de la policía. Había muerto de una única puñalada profunda en el pecho, que provocó una hemorragia interna lenta pero letal. Algunos años antes, se había roto ambos brazos y piernas. El cuerpo, si nadie lo reclamaba en los siguientes treinta días, sería enterrado en una fosa común, en una tumba numerada. Otra «persona sin identificar».
A las seis de aquella tarde, Meghan se disponía a marcharse de la oficina. Como había hecho desde la desaparición de su padre, iba a pasar el fin de semana en Connecticut, con su madre. El domingo por la tarde le habían encomendado cubrir una noticia en la Clínica Manning, un centro de fecundación asistida situado a cuarenta y cinco minutos de su casa de Newtown. Se iba a celebrar la reunión anual de niños en la clínica por fecundación in vitro.
El redactor jefe la detuvo ya en el ascensor.
—Steve llevará la cámara el domingo en la Clínica Manning. Le dije que os encontraría directamente allí a las tres.
—De acuerdo.
Entre semana, Meghan solía utilizar el coche de la empresa, pero esa mañana había ido a trabajar con el suyo. El ascensor se detuvo en el garaje. Le sonrió a Bernie cuando éste, nada más verla, trotó para ir a buscarle el coche a la plaza de aparcamiento del nivel inferior. Le llevó el Mustang blanco y mantuvo abierta la puerta mientras ella subía.
—¿Alguna noticia de su padre? —preguntó, solícito.
—No, pero le agradezco el interés.
Se inclinó, acercando su rostro al de Meghan.
—Mi madre y yo rezamos por ustedes.
«¡Qué hombre tan amable!», pensó Meghan mientras subía por la rampa hacia la salida.