El doctor George Manning se marchó de la clínica a las cinco de la tarde del viernes. Tres nuevas pacientes habían cancelado su visita, y las únicas llamadas habían sido de una docena de progenitores alarmados para pedir análisis de ADN que confirmaran que sus hijos eran biológicamente suyos. El doctor sabía que un solo caso de error causaría la alarma de todas las mujeres que habían dado a luz mediante el tratamiento de la clínica. Tenía buenas y suficientes razones para temer los próximos días.
Condujo con cansancio los doce kilómetros hasta su casa de South Kent. «¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza tan grande!», pensó. Diez años de trabajo duro y una reputación a nivel nacional echados a perder de la noche a la mañana. Hacía menos de una semana que había celebrado la reunión anual y esperaba el retiro. El día en que había cumplido setenta años, el pasado enero, había anunciado que se quedaría en su puesto durante un año más.
El recuerdo más irritante era que Edwin Collins lo había llamado después de enterarse de la fiesta de cumpleaños y su proyectada jubilación para preguntarle si Collins y Carter podían servir una vez más a la Clínica Manning.
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El viernes por la noche, cuando Dina Anderson acostó a su hijo de tres años, lo abrazó con fuerza.
—Jonathan —le dijo—, creo que tu hermanito gemelo no esperará hasta el lunes para nacer.
—¿Qué tal va eso, cariño? —le preguntó su marido cuando ella bajó.
—Ahora son cada cinco minutos.
—Será mejor llamar al doctor.
—Tanto Jonathan como yo queríamos que nos filmaran preparando la habitación para Ryan. —Se encogió de dolor—. Mejor llama a mi madre para que venga, y al doctor para decirle que vamos camino del hospital.
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Media hora después, examinaban a Dina Anderson en el Centro Médico Danbury.
—¿Me creerá si le digo que han parado las contracciones? —preguntó cansada.
—Se quedará aquí de todas formas —dijo el tocólogo—. Si durante la noche no pasa nada, le pondremos un gota a gota para inducir el parto por la mañana. Donald, es mejor que se vaya a casa.
Dina atrajo la cara de su marido para besarlo.
—No te preocupes, papi. ¡Ah…!, llama a Meghan Collins y dile que Ryan estará aquí probablemente mañana. Quiere filmarlo en cuanto lo lleven al cuarto de los niños. Trae también las fotos de Jonathan recién nacido. Va a mostrarlas junto con el bebé para que se vea que son exactamente iguales. Y avisa al doctor Manning. Fue muy amable. Me ha llamado hoy para preguntarme qué tal estaba.
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A la mañana siguiente, Meghan y Steve, el cámara, estaban en el vestíbulo del hospital esperando noticias del nacimiento de Ryan. Donald Anderson les había dado las fotos de Jonathan. Cuando el recién nacido estuviera en el cuarto de los niños, les permitirían filmarlo. La madre de Dina llevaría a Jonathan al hospital y podrían hacer unas breves tomas de toda la familia.
Meghan, con su ojo periodístico, observaba la actividad del vestíbulo. Una enfermera llevaba en una silla de ruedas a una joven madre, con una criatura en brazos. El esposo las seguía forcejeando con las maletas y los ramos de flores. De uno de los ramos colgaba un globo rosa que decía: «Es una niña».
Una pareja con aspecto de agotamiento salió del ascensor con una niña de unos cuatro años con un yeso en el brazo y un vendaje en la cabeza. Una madre ansiosa cruzó el vestíbulo y entró por la puerta de admisiones.
Al ver a esas familias, Meghan se acordó de Kyle. ¿Qué tipo de madre abandonaría a un bebé de seis meses?
El cámara estaba examinando las fotos de Jonathan.
—Tomaré al recién nacido por el mismo ángulo —dijo—. Es extraño saber de antemano cómo va a ser exactamente el niño.
—Mira —dijo Meghan—. Aquel que entra es el doctor Manning. Me pregunto si habrá venido por los Anderson.
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Arriba, en la sala de partos, un llanto agudo dibujó sonrisas en la cara de los médicos, las enfermeras y los Anderson. Dina, pálida y exhausta, levantó la vista para mirar a su marido y vio la conmoción en su rostro.
—¿Está bien el niño? —gritó—. Quiero verlo.
—Está bien, Dina —dijo el doctor levantando un berreante recién nacido con una mata brillante de cabello pelirrojo.
—¡Éste no es el gemelo de Jonathan! —Gritó Dina—. ¿De quién es este niño que he dado a luz?