El viernes, a primera hora de la mañana, Bernie volvió a ver la cinta que había rodado en la Clínica Manning. Se dio cuenta de que no sostenía la cámara con bastante firmeza; la imagen se movía. La próxima vez tendría más cuidado.
—¡Bernard! —lo llamó su madre desde arriba de la escalera.
—Ahora voy, mamá —dijo apagando el equipo de mala gana.
—Se te enfría el desayuno.
Su madre llevaba la bata de franela. La había lavado tantas veces que el cuello, las mangas y la parte de atrás eran casi transparentes. Él le había dicho que la llevaba demasiado y ella le había respondido que era una persona limpia, que en su casa se podía comer en el suelo.
Esa mañana mamá estaba de mal humor.
—Me he pasado toda la noche estornudando —le dijo mientras servía los copos de avena calientes—. Creo que he respirado polvo que venía del sótano. ¿Friegas el suelo ahí abajo?
—Sí, mamá, lo friego.
—Me gustaría que arreglaras esa escalera y así podré bajar y verlo yo misma.
Bernie sabía que su madre jamás se atrevería a bajar con la escalera tal como estaba. Uno de los peldaños estaba roto y la barandilla floja.
—Mamá, esa escalera es peligrosa. Recuerda lo que te pasó en la cadera… y ahora con la artritis tienes las rodillas muy mal.
—No pienso arriesgarme a bajar otra vez —soltó bruscamente—. Pero cuida de que esté fregado. Y además, no sé por qué pasas tanto tiempo ahí abajo.
—Sí, tienes razón, mamá. Es que no necesito dormir mucho, y si tengo la televisión encendida en la sala, te despertaría.
La madre no sabía nada de los aparatos, ni lo sabría jamás.
—Anoche no dormí mucho. Las alergias me volvieron loca.
—Lo siento, mamá. —Bernie se terminó la avena tibia—. Me voy, que llego tarde. —Y cogió la chaqueta.
Ella lo siguió a la puerta. Mientras él bajaba por el sendero le gritó:
—Me alegra que por una vez tengas el coche limpio.
*****
Tras la llamada de Bob Marron, Meghan se duchó deprisa, se vistió y bajó a la cocina. Su madre ya estaba allí preparando el desayuno.
Catherine intentó saludar con un alegre «buenos días» que se le congeló en los labios cuando vio la cara de Meg.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Oí el teléfono desde la ducha.
Meg le cogió las manos.
—Mamá, mírame. Voy a ser completamente sincera contigo. Durante meses creí que papá había muerto en el accidente del puente. Con todo lo que pasó la semana pasada, tuve que obligarme a pensar como abogada y periodista. Estudiar todas las posibilidades y sopesar cada una cuidadosamente. Me obligué a preguntarme si no estaría vivo y en apuros. Pero sé…, estoy segura…, de que lo que ha pasado durante estos últimos días es algo que papá jamás nos hubiera hecho. Aquella llamada, las flores… y ahora… —Se calló.
—¿Y ahora qué, Meg?
—Han encontrado el coche de papá en la ciudad, mal aparcado delante de mi casa de Nueva York.
—¡Dios santo! —La cara de Catherine palideció.
—Mamá, alguien lo puso allí. No sé por qué, pero hay una razón detrás de todo esto. El ayudante del fiscal quiere vernos. Él y los investigadores van a tratar de convencernos de que papá está vivo. Ellos no lo conocen, nosotras sí. Por muy terrible que hubiera sido su vida, no nos habría mandado las flores ni dejado el coche en un lugar en el que lo iban a encontrar. Hubiera sabido lo mal que nos sentiríamos. Después de esta reunión, cogeremos las armas y lo defenderemos.
A ninguna de las dos le importaba la comida. Se llevaron las tazas de café al coche. Mientras Meghan daba marcha atrás para sacarlo del garaje, dijo tratando de sonar práctica:
—Puede que esté prohibido conducir con una sola mano, pero el café nos hará bien.
—Sí, porque las dos estamos heladas por dentro y por fuera. Mira, Meg, la primera capa de nieve en el jardín. Va a ser un largo invierno. A mí siempre me ha gustado, pero tu padre lo odiaba. Era una de las razones por la que no le importaba viajar tanto. En Arizona hace calor todo el año, ¿no?
Al pasar ante la hostería Drumdoe, Meghan dijo:
—Mamá, mira hacia ahí. Cuando volvamos, voy a dejarte en la hostería. Tú vas a trabajar y yo voy a empezar a buscar explicaciones. Prométeme que no dirás nada de lo que Cyrus Graham me dijo ayer. Recuerda que él sólo dio por sentado que la mujer y la chica que estaban con papá hace diez años éramos tú y yo. Papá las presentó por su nombre: Frances y Annie. Pero hasta que no podamos hacer algunas comprobaciones por nuestra cuenta, no le demos al fiscal más razones para destruir la reputación de papá.
*****
Acompañaron a Meghan y Catherine inmediatamente al despacho de John Dwyer. Él las esperaba con Bob Marron y Arlene Weiss. Meghan se sentó junto a su madre, con una mano cubriendo protectoramente las de ésta.
Enseguida se hizo evidente lo que se proponían. Los tres, el fiscal y los dos investigadores, estaban convencidos de que Edwin Collins estaba vivo y a punto de ponerse en contacto con su mujer e hija.
—La llamada telefónica, las flores y ahora el coche —señaló Dwyer—. Mrs. Collins, ¿sabía usted que su marido tenía permiso de armas?
—Sí, lo tramitó hace unos diez años.
—¿Dónde guardaba la pistola?
—Bajo llave en su oficina o en casa.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—No lo recuerdo; hace años que no la veo.
—¿Por qué pregunta por la pistola de mi padre? —Interrumpió Meghan—. ¿La han encontrado en el coche?
—Así es —dijo Dwyer en voz baja.
—No me parece extraño —añadió Catherine rápidamente—; la quería para el coche. Hace diez años había tenido una experiencia terrible en un semáforo de Bridgeport.
Dwyer se volvió hacia Meghan.
—Ayer estuvo usted todo el día en Filadelfia. Es posible que su padre esté al tanto de sus movimientos y supiera que no iba a estar en Connecticut. Quizá pensó que la encontraría en su apartamento. Lo que quiero pedirles encarecidamente es que, si Mr. Collins se pone en contacto con alguna de las dos, le insistan en que venga aquí y hable con nosotros. A largo plazo será lo mejor para él.
—Mi marido no se pondrá en contacto con nosotras —dijo Catherine con firmeza—. Mr. Dwyer, ¿no es cierto que algunas personas salieron de sus vehículos la noche del accidente del puente?
—Sí, creo que sí.
—¿No hubo una mujer que salió despedida de su coche por el impacto de uno de los vehículos, y a duras penas consiguió salvarse de caer del puente?
—Sí.
—Entonces considere lo siguiente: mi marido pudo haber salido del coche y perecer en el accidente, y alguien llevarse el coche.
Meghan vio una mezcla de exasperación y lástima en la cara del ayudante de la fiscalía.
Catherine Collins también la vio y se puso de pie.
—¿Cuánto tiempo suele tardar Mrs. Black en llegar a alguna conclusión sobre una persona desaparecida? —preguntó.
Dwyer intercambió una mirada con los investigadores.
—Ya la tiene —dijo de mala gana—. Cree que su marido está muerto desde hace tiempo, en el agua.
Catherine cerró los ojos y se inclinó. Meghan, involuntariamente, le cogió los brazos, temiendo que se desmayara.
Le temblaba todo el cuerpo, pero cuando abrió los ojos, dijo con firmeza:
—Jamás hubiera pensado que un mensaje semejante me consolaría, pero estando aquí y escuchándolo a usted, me consuela.
*****
El consenso de los medios de comunicación sobre la emotiva entrevista de Stephanie Petrovic fue catalogarla de heredera en potencia frustrada. La acusación de un posible complot de la Clínica Manning para matar a su tía se desechó por frívola. La clínica era propiedad de un grupo privado de inversores y estaba dirigida por el doctor Manning, cuyos antecedentes eran impecables. Este último seguía sin querer conceder entrevistas a la prensa, pero estaba claro que el legado de Helene Petrovic a la investigación embriológica de la clínica no lo beneficiaba personalmente. Tras el estallido de Stephanie, un miembro del equipo directivo de la clínica se la había llevado a su despacho, pero no se hicieron declaraciones sobre la conversación.
El abogado de Helene, Charles Potters, se quedó pasmado cuando se enteró del episodio. El viernes por la mañana, antes de la misa, pasó por la casa y expresó su opinión con rabia mal contenida.
—Sean cuales sean sus antecedentes, tu tía estaba totalmente entregada a su trabajo en la clínica. Le habría horrorizado que hicieras una escena semejante. —Al ver el dolor en los ojos de la joven se calmó—. Comprendo que todo esto ha sido muy duro para ti —añadió—. Después de la misa podrás descansar. Pensaba que algunas amigas de Helene de Saint Dominic iban a quedarse contigo.
—Les dije que se marcharan —explicó Stephanie—. Apenas las conozco y estoy mejor sola.
Cuando se marchó el abogado, Stephanie puso algunos cojines en el sofá y se tumbó. La gravidez le impedía encontrar una posición cómoda. Ahora la espalda le dolía todo el tiempo. Se sentía tan sola… Pero no quería a esas viejas a su alrededor, mirándola, hablando de ella.
Estaba agradecida de que Helene hubiera dejado instrucciones específicas sobre su muerte: no quería velatorio, y había que enviar su cuerpo a Rumania para que lo enterraran en la tumba de su marido.
Se adormeció y la despertó el teléfono. «Y ahora, ¿quién será?», se preguntó cansada. Era una agradable voz de mujer.
—¿Miss Petrovic?
—Sí.
—Soy Meghan Collins, del Canal 3 de la PCD. Ayer yo no estaba en la Clínica Manning, pero escuché sus declaraciones en el noticiario de las once.
—No quiero hablar de ello. El abogado de mi tía está muy enfadado.
—Me gustaría que habláramos. A lo mejor puedo ayudarla.
—¿Cómo va a ayudarme? ¿Quién puede ayudarme?
—Hay ciertas maneras. La llamo desde el teléfono de mi coche. Voy camino de la misa. Me gustaría invitarla a almorzar después.
«Parece tan amable —pensó Stephanie—, y necesito una amiga».
—No quiero volver a salir por televisión.
—No le pido que salga por televisión, le pido que hable conmigo.
Stephanie dudó. «Una vez acabada la misa no quiero quedarme con Mr. Potters ni con las viejas de la Asociación Rumana. No hacen más que cotillear sobre mí».
—De acuerdo —respondió.
*****
Meghan dejó a su madre en la hostería, y se dirigió a Trenton a toda prisa.
En el camino hizo una segunda llamada al despacho de Tom Weicker para decirle que habían encontrado el coche de su padre.
—¿Sabe alguien más que lo han encontrado? —pregunto enseguida.
—Todavía no. Están tratando de mantenerlo en secreto, pero los dos sabemos que no durará mucho. —Trataba de sonar natural—. Al menos el Canal 3 puede tener la exclusiva.
—Meg, se está convirtiendo en toda una noticia.
—Ya lo sé.
—Tendremos que ocuparnos de ella inmediatamente.
—Por eso te la estoy dando.
—Lo siento, Meg.
—No te preocupes. Seguro que habrá una respuesta lógica a todo esto.
—¿Cuándo tendrá el niño Mrs. Anderson?
—La ingresan el lunes en el hospital. Está de acuerdo en que pase por su casa el domingo por la tarde para filmar cómo se preparan ella y Jonathan para el nacimiento del niño. Tiene fotos de Jonathan recién nacido que podemos utilizar. Cuando nazca la criatura podremos comparar las fotos de los dos.
—Sigue en ello, por lo menos de momento.
—Gracias, Tom —dijo ella—, y gracias por el apoyo.
*****
Phillip Carter se pasó casi toda la tarde del viernes en un interrogatorio sobre Edwin Collins, respondiendo cada vez con menos paciencia las preguntas cada vez más directas.
—No, jamás hemos tenido ningún problema de antecedentes falsos, nuestra reputación siempre ha sido impecable.
Arlene Weiss le preguntó por el coche.
—Mr. Carter, cuando encontramos el coche en Nueva York, el cuentakilómetros indicaba 43.200. Según el libro de servicio de la empresa, se había utilizado el pasado octubre, hace poco más de un año, y consta un kilometraje de 33.600. ¿Cuántos kilómetros mensuales, como término medio, hacía Mr. Collins?
—Diría que dependía enteramente del programa de trabajo. Los coches son de la empresa y los cambiamos cada tres años. Las reparaciones corren por nuestra cuenta. Yo soy muy meticuloso. Edwin era un poco más descuidado.
—Digámoslo de otro modo —dijo Bob Marron—. Mr. Collins desapareció en enero. Entre octubre del año pasado y enero de éste, ¿es posible que hubiera hecho 9600 kilómetros con el coche?
—No lo sé. Le puedo dar su programa de trabajo de esos meses y tratar de calcular por los gastos de viaje cuántos kilómetros hizo.
—Tenemos que calcular cuánto se ha utilizado el coche desde enero —dijo Marron—. También nos gustaría ver la factura de teléfono de enero.
—Supongo que quieren ver a qué hora llamó a Victor Orsini desde el coche. La compañía de seguros ya lo ha mirado. La llamada fue hecha menos de un minuto antes del accidente del puente Tappan Zee.
Preguntaron también sobre el estado financiero de la empresa Collins y Carter.
—Nuestros libros están en orden. Se ha llevado a cabo una minuciosa auditoría. Durante los últimos años, como muchas otras empresas, hemos sentido los efectos de la recesión. Las compañías con las que trabajamos están despidiendo personal, no contratando. Sin embargo, no me explico la razón por la que Edwin Collins tuvo que pedir un préstamo de varios miles de dólares sobre su seguro de vida.
—¿Su empresa ha recibido una comisión de la Clínica Manning por el contrato de Helene Petrovic?
—Naturalmente.
—¿Cobró Collins la comisión?
—Según los auditores, no.
—¿Nadie puso en duda el nombre de Helene Petrovic cuando se pagaron los seis mil dólares?
—La copia del informe de la Clínica Manning que consta en nuestros archivos ha sido falsificada. Dice: «Segundo pago por el contrato hecho efectivo por el Dr. Henry Williams». No hubo un segundo pago.
—¿Entonces está claro que Collins no colocó a Petrovic para estafar seis mil dólares a la empresa?
—Yo diría que es obvio.
Cuando por fin se marcharon, Phillip Carter trató inútilmente de concentrarse en su trabajo. Oyó que sonaba el teléfono en la oficina de afuera y Jackie lo llamó por el intercomunicador. Un periodista de un periódico sensacionalista estaba al teléfono. Phillip rechazó la llamada bruscamente y se dio cuenta de que todas las llamadas del día procedían de los medios de comunicación. Ni un solo cliente había llamado a Collins y Carter.