Eran las nueve y media cuando Meghan llegó a casa el jueves por la noche, y se sintió aliviada al ver que Mac estaba esperándola con su madre. Al notar la mirada interrogadora de éste, ella le hizo un gesto afirmativo. Fue un detalle que no se le escapó a su madre.
—Meg, ¿qué pasa?
Meg advirtió el penetrante aroma a sopa de cebolla.
—¿Queda algo? —preguntó agitando la mano en dirección a la cocina.
—¿No has cenado nada? Mac, sírvele una copa de vino blanco mientras le preparo algo.
—Sólo quiero sopa, mamá.
Cuando Catherine salió, Mac se acercó a ella.
—¿Tienes malas noticias? —preguntó en voz muy baja.
Meghan se volvió porque no quería que él viese las lágrimas de cansancio que amenazaban con derramarse.
—Bastante malas.
—Meg, si quieres hablar a solas con tu madre, me voy. Pensaba que a tu madre le hacía falta compañía y Mrs. Dileo aceptó quedarse con Kyle.
—Es un detalle de tu parte, pero no tenías que haber dejado a Kyle. Siempre espera ansioso tu llegada. No hay que desilusionar a los niños pequeños. No lo abandones nunca.
Meghan se dio cuenta de que balbuceaba. Las manos de Mac le cogieron la cara y la volvieron hacia él.
—Meggie, ¿qué pasa?
Meg se apretó la boca con los nudillos. No debía desmoronarse.
—Es sólo…
No podía seguir. Sintió los brazos de Mac que la rodeaban. ¡Ay Dios!, dejarse ir, que él la sostuviera. La carta. Nueve años atrás, Mac la había ido a ver con la carta que ella le había escrito, la carta en la que le rogaba que no se casara con Ginger…
«Creo que prefieres que no guarde esta carta —le había dicho. Aquel día también la había abrazado—. Meg, algún día te enamorarás. Lo que sientes por mí es otra cosa. A todo el mundo le pasa lo mismo cuando se casa su mejor amigo. Es el miedo a que todo sea diferente. Y entre nosotros no tiene por qué ser así. Siempre seremos compañeros».
El recuerdo era tan hiriente como un chorro de agua fría. Meg se enderezó y dio un paso atrás.
—Estoy bien. Sólo estoy cansada y tengo hambre. —Oyó los pasos de su madre y esperó hasta que entrara en la habitación—. Mamá, tengo algunas noticias bastante desagradables.
—Creo que es mejor que os deje hablar a solas —dijo Mac.
Catherine lo detuvo.
—Mac, eres de la familia. Quiero que te quedes.
Se sentaron a la mesa de la cocina. A Meghan le pareció sentir la presencia de su padre. Él era el que solía preparar las cenas de última hora, cuando había habido mucha gente en el restaurante y su madre había estado demasiado ocupada para comer. Era un mimo perfecto que imitaba los amaneramientos de un maître con una clienta caprichosa: «¿Esta mesa no es de su gusto? ¿El banquete? Por supuesto. ¿Una corriente? Pero si no hay ninguna ventana abierta; la hostería está cerrada a cal y canto. Quizá sea el aire que circula por sus oídos, señora».
Meghan, mientras tomaba un trago de vino y sin tocar la sopa humeante y apetitosa hasta contarles lo del encuentro en Chestnut Hill, habló sobre su padre. Primero explicó deliberadamente su infancia, la teoría de Cyrus Graham de que Edwin le había vuelto la espalda a su madre porque no podía soportar la posibilidad de que volviera a abandonarlo.
Meghan observó la cara de su madre y descubrió la reacción que esperaba: lástima por el chiquillo no querido, por el hombre que no podía arriesgarse a que lo hirieran por tercera vez.
Pero también era necesario hablar con su madre del encuentro de Cyrus Graham y Edwin Collins en Scottsdale.
—¿Presentó a otra mujer como su esposa? —No había inflexión en el tono de voz de su madre.
—Mamá, no lo sé. Graham sabía que papá estaba casado y tenía una hija. Papá le dijo a Graham algo así como: «Frances y Annie, os presento a Cyrus Graham». ¿Tenía papá algún otro pariente que tú conocieras? ¿Es posible que tengamos primos en Arizona?
—Por el amor de Dios, Meg, si ni sabía que tu abuela estaba viva todos estos años, ¿cómo voy a saber si hay primos? —Catherine Collins se mordió el labio—. Lo siento. —Su expresión cambió—. Has dicho que el hermanastro de tu padre pensó que eras Annie. ¿Tanto te pareces a ella?
—Sí. —Meg le dirigió a Mac una mirada implorante.
Él comprendió lo que ella le pedía.
—Meg —dijo—, creo que es absurdo que le ocultemos a tu madre por qué fuimos ayer a Nueva York.
—Sí, es absurdo. Mamá, hay algo más que debes saber… —Miró a su madre con entereza mientras le contaba lo que ansiaba ocultarle.
Cuando terminó, su madre se quedó con la mirada fija, como si tratara de comprender lo que acababa de oír. Al final, con una voz firme y monocorde, preguntó:
—¿Apuñalaron a una chica que se parecía a ti? ¿Llevaba un papel con el membrete de la hostería Drumdoe con tu nombre y número de teléfono escrito de puño y letra por papá? ¿Al cabo de unas horas recibiste un fax que decía «Error. Annie fue un error»?
La mirada de Catherine se tornó débil y asustada.
—¿Has ido a hacerte las pruebas de ADN porque piensas que quizá eres pariente de esa chica?
—He ido porque estoy buscando respuestas.
—Me alegra haber visto esta noche a Fiona Black —soltó Catherine—. Meg, supongo que no lo aprobarás, pero Bob Marron de la policía de New Milford llamó esta tarde…
Meg escuchó a su madre contar la visita de Fiona Black. «Es extraño —reflexionó—, pero no más extraño que todo lo que ha sucedido durante estos últimos meses».
A las diez y media, Mac se puso de pie para marcharse.
—Si pudiera daros un consejo, os diría que os fuerais a dormir —dijo.
*****
Mrs. Dileo, la asistenta de Mac, estaba viendo la televisión cuando él llegó.
—Kyle estaba muy decepcionado por tener que irse a dormir antes de que usted llegara —dijo—. Bueno, me voy.
Mac esperó hasta que el coche arrancara, apagó las luces del exterior y cerró la puerta con llave. Entró a ver a Kyle. Su hijo estaba acurrucado en posición fetal con la almohada arrebujada debajo de la cabeza.
Mac lo arropó, se agachó y lo besó en la coronilla. Kyle parecía contento, un niño bastante normal; pero ahora Mac se preguntaba si no ignoraba alguna señal que su hijo emitía. La mayoría de los niños de siete años crecían con su madre. Mac no sabía muy bien si la abrumadora ternura que surgía en aquel momento de su interior era por su hijo o por el chiquillo que había sido Edwin Collins hacía cincuenta años en Filadelfia. O por Catherine y Meghan, que sin duda eran víctimas de la desgraciada infancia de su marido y padre respectivamente.
*****
Meghan y Catherine vieron la apasionada entrevista a Stephanie Petrovic en el noticiario de las once. Meg escuchó la voz del periodista que explicaba que Stephanie Petrovic vivía con su tía en la casa de Nueva Jersey. «El cuerpo será trasladado a Rumania; la misa en su memoria se celebrará al mediodía en la Iglesia Ortodoxa de Saint Dominic de Trenton», concluyó.
—Voy a ir a esa misa —dijo Meghan a su madre—. Quiero hablar con la chica.
*****
El viernes a las ocho de la mañana, Bob Marron recibió una llamada en su casa. Habían multado a un coche mal aparcado, un Cadillac azul oscuro, en Battery Park City, Manhattan, en la puerta del apartamento de Meghan Collins. El coche estaba a nombre de Edwin Collins y aparentemente era el vehículo que conducía la noche de su desaparición.
Mientras marcaba el número del ayudante de la fiscalía John Dwyer, le dijo a su mujer:
—Creo que esta vez la médium se ha equivocado.
Quince minutos más tarde. Marron le comunicaba a Meghan el descubrimiento del coche de su padre. Le pidió que fuera con su madre a la oficina de John Dwyer. Quería verlas a las dos lo antes posible.