Catherine Collins desayunó temprano con Meghan, antes de que ésta fuera a ver a los investigadores del juzgado de Danbury y luego a Filadelfia. Se llevó una segunda taza de café al piso superior y encendió la televisión del dormitorio. En el noticiario local escuchó que su marido ya no constaba en el listado oficial como «desaparecido, presumiblemente muerto», sino como «buscado para ser interrogado sobre la muerte de Helene Petrovic».
Cuando Meghan llamó para decirle que había terminado con los investigadores y se iba a Filadelfia, Catherine le preguntó:
—Meg, ¿qué te han preguntado?
—Lo mismo que a ti. Ya sabes, están convencidos de que papá está vivo. Hasta ahora lo consideran culpable de fraude y asesinato, y Dios sabe con qué otra cosa más saldrán. Eres tú la que ayer me advirtió que las cosas, antes de mejorar, empeorarían. Sin duda tenías razón.
Algo en la voz de Meg le produjo escalofríos.
—Meg, me estás ocultando algo.
—Mamá, tengo que irme. Hablaremos esta noche, te lo prometo.
—No quiero que me ocultes nada.
—Te juro por Dios que no te ocultaré nada.
El doctor le había dicho a Catherine que se quedara en casa y descansara por lo menos durante unos días. «El descanso es lo que me dará un auténtico ataque al corazón de pura preocupación», pensó mientras se vestía. Se iba a la hostería.
Había faltado sólo unos días, pero se notaba la diferencia. Virginia era eficiente, pero se le escapaban los pequeños detalles. Las flores de la recepción estaban marchitas.
—¿Cuándo han llegado? —preguntó.
—Esta mañana.
—Llama a la floristería y diles que las cambien. —Las rosas que había recibido en el hospital eran increíblemente frescas, recordó.
Las mesas del comedor ya estaban puestas para el almuerzo. Caminó de una a otra, examinándolas, seguida de un ayudante de camarero.
—Aquí faltan servilletas y también en la mesa de la ventana. Allí falta un cuchillo, el salero está sucio.
—Sí, señora.
Entró en la cocina. El viejo chef se había jubilado en julio tras veinte años de servicio. El sustituto, Clive d’Arcette, se había presentado con unas referencias impresionantes, a pesar de sus 26 años de edad. Ahora, al cabo de unos meses, Catherine había llegado a la conclusión de que era un buen ayudante, pero todavía no podía hacer el trabajo solo.
En el momento en que entró en la cocina, el chef estaba preparando el almuerzo. Catherine frunció el ceño al ver las salpicaduras de grasa sobre los fogones, obviamente manchas de la cena de la noche anterior. No se había vaciado el cubo de la basura. Probó la salsa holandesa.
—¿Por qué está tan salada? —preguntó.
—Yo no lo llamaría salada, Mrs. Collins —dijo D’Arcette con un tono no muy amable.
—Yo sí, y creo que lo mismo haría cualquiera que la pidiera.
—Mrs. Collins, me ha contratado como chef. A menos que sea el chef y prepare la comida a mi manera, no pienso continuar.
—Me lo ha puesto muy fácil —dijo Catherine—. Está despedido.
Se estaba poniendo el delantal en el momento en que entró Virginia Murphy.
—¿Catherine, adónde va Clive? Ha pasado a mi lado como un huracán.
—Espero que de vuelta a la escuela de cocina.
—Se supone que debes descansar.
Catherine se volvió hacia ella.
—Virginia, mientras pueda mantener este lugar, mi salvación va a ser estar en esta cocina. ¿Qué especialidades sugirió Escoffier para hoy?
Sirvieron 43 almuerzos, además de bocadillos en el bar. Tuvieron mucha clientela. Cuando el trabajo empezó a disminuir, Catherine pudo ir al comedor. Con su delantal blanco fue de mesa en mesa, deteniéndose un momento en cada una. Veía miradas de curiosidad detrás de las amables sonrisas de saludo.
«Con todo lo que han oído, no los culpo por sentir curiosidad —pensó—; yo también la tendría. Pero éstos son mis amigos. Ésta es mi hostería y se descubra lo que se descubra, Meg y yo tenemos un sitio en este pueblo».
Catherine se pasó la tarde en la oficina revisando los libros. «Si en el banco me permiten refinanciar y empeño o vendo mis joyas, puedo seguir por lo menos durante seis meses. Entonces ya sabremos algo del seguro». Cerró los ojos. Ojalá no hubiera sido tan tonta de poner la casa a nombre de ella y Edwin tras la muerte de Pat…
«¿Por qué lo hice? —se preguntó—. Ya sé. No quería que Edwin sintiera que vivía en mi casa». Incluso cuando Pat vivía, Edwin siempre había insistido en pagar los servicios y reparaciones. «Me gusta sentir que éste es mi sitio», decía. ¡Ay, Edwin! ¿Cómo se llamaba a sí mismo? Ah, sí, «un trovador errante». Ella siempre lo había tomado a broma. ¿Era una broma en realidad? Ahora no estaba tan segura.
Trató de recordar los versos de la vieja canción de Gilbert y Sullivan que le cantaba. Sólo se acordaba del primero y de otro. El primero decía: «Yo, un trovador errante, de jirones y parches». Y el otro: «Y entono mi sutil canción a tus caprichos cambiantes».
Melancólicas palabras, si uno las analizaba. ¿Por qué Edwin sentía que se referían a él?
Catherine volvió a las cuentas con decisión. En el momento en que cerraba el último libro sonó el teléfono. Era Bob Marron, uno de los investigadores que había ido a verla al hospital.
—Mrs. Collins, como no estaba en su casa me he tomado la libertad de llamarla a la hostería. Ha surgido algo. Pensamos que debíamos comunicárselo, aunque no necesariamente tiene usted que actuar en consecuencia.
—No sé de qué me está hablando —dijo Catherine directamente.
Escuchó mientras Marron le explicaba que Fiona Black, una médium que había trabajado en casos de personas desaparecidas, los había llamado.
—Dice que está recibiendo vibraciones muy fuertes de su marido y que le gustaría tocar algo de él —concluyó Marron.
—¿Está tratando de mandarme a una bruja?
—Comprendo lo que siente. ¿Pero recuerda al niño Talmadge que desapareció hace tres años?
—Sí.
—Fue Mrs. Black la que dijo que centráramos la búsqueda en la zona en construcción cerca del Ayuntamiento. Salvó la vida del niño.
—Comprendo. —Catherine se humedeció los labios con la lengua. «Cualquier cosa es mejor que no saber nada», se dijo. Asió el teléfono con fuerza—. ¿Qué es lo que desea Mrs. Black de Edwin? ¿Ropa? ¿Un anillo?
—Está aquí a mi lado. Le gustaría pasar por su casa y, si es posible, elegir alguna cosa. La llevaré dentro de media hora.
Catherine se preguntó si tenía que esperar a Meg antes de conocer a esa mujer, pero se oyó a sí misma decir:
—Dentro de media hora está bien. Ahora mismo voy para casa.
*****
Meghan se quedó rígida en el vestíbulo ante ese amable hombre que obviamente creía conocerla. Aunque tenía los labios casi paralizados, logró decir:
—No me llamo Annie. Soy Meghan, Meghan Collins.
Graham la miró de cerca.
—Eres la hija de Edwin, ¿verdad?
—Sí.
—Pasa, por favor. —La cogió del brazo y la guió hasta el estudio, a la derecha del vestíbulo—. Paso casi todo el tiempo aquí —le dijo mientras le ofrecía asiento en un sofá y él se sentaba en un sillón negro de orejas—. Desde que murió mi esposa, esta casa me parece espantosamente grande.
Meghan se dio cuenta de que Graham había advertido su aturdimiento y su sorpresa y trataba de calmarla. Pero ella estaba en un estado que no le permitía formular sus preguntas diplomáticamente. Abrió el bolso y extrajo el sobre con el recorte de la noticia necrológica.
—¿Envió usted esto a mi padre? —preguntó.
—Sí, así es. No me contestó, pero tampoco esperaba que lo hiciera. Lo sentí mucho cuando me enteré del accidente del pasado enero.
—¿Cómo conoció a mi padre?
—Lo siento —se disculpó—, pero no me he presentado. Soy Cyrus Graham, el hermanastro de tu padre.
¡El hermanastro! «Ni siquiera conocía la existencia de este hombre», pensó Meghan.
—Me acaba de llamar Annie —dijo—. ¿Por qué?
Le respondió con una pregunta.
—¿Tienes una hermana, Meghan?
—No.
—¿Y no recuerdas haberme conocido con tu padre y tu madre en Arizona hace unos diez años?
—Jamás he estado allí.
—Entonces estoy totalmente confundido —dijo Graham.
—¿Cuándo y en qué lugar de Arizona cree que nos conocimos? —preguntó Meghan apremiante.
—Veamos… en abril, hace casi once años. En Scottsdale. Mi mujer había pasado una semana en el balneario de Elizabeth Arden, y yo iba a ir a recogerla a la mañana siguiente. La noche anterior me alojé en el hotel Safari de Scottsdale. Salía del comedor en el momento en que vi a Edwin sentado con una mujer de unos cuarenta años y una chica que se parecía mucho a ti. —Graham la miró—. En realidad, las dos os parecéis mucho a la madre de Edwin.
—A mi abuela.
—Sí. —Ahora parecía preocupado—. Meghan, me temo que todo esto te resulte muy perturbador.
—Es muy importante para mí averiguar todo lo que pueda sobre las personas que estaban con mi padre aquella noche.
—De acuerdo. Comprenderás que fue un encuentro breve, pero como hacía años que no veía a Edwin me causó una profunda impresión.
—¿Cuánto hacía que no lo veía?
—Desde el curso preparatorio de la universidad. Pero aunque habían pasado treinta años, lo reconocí inmediatamente. Me acerqué a la mesa y me recibió muy fríamente. Me presentó a su mujer y a su hija como un amigo de la infancia de Filadelfia. Yo me hice cargo, y me retiré enseguida. Sabía por Aurelia que vivía con su familia en Connecticut y supuse que estaban de vacaciones en Arizona.
—¿Le presentó a la mujer como su esposa?
—Creo que sí. No estoy muy seguro. Creo que dijo algo como «Frances y Annie, él es Cyrus Graham».
—¿Está seguro de que la chica se llamaba Annie?
—Sí, absolutamente; y la mujer. Frances.
—¿Qué edad tenía Annie por entonces?
—Diría que unos dieciséis.
Meghan calculó que ahora tendría unos veintiséis. Sintió escalofríos. «Y está en el depósito en mi lugar».
Notó que Graham la estudiaba.
—¿Qué tal si tomamos un té? —ofreció—. ¿Has comido?
—No se moleste, por favor.
—Me gustaría que comieras conmigo. Le diré a Jessie que prepare algo para los dos.
Cuando el hombre salió de la habitación, Meghan juntó las manos sobre las rodillas. Sentía las piernas flojas y temblorosas, como si no pudieran sostenerla. «Annie», pensó. Y recordó claramente una conversación con su padre sobre ese nombre:
—¿Por qué me pusiste Meghan Anne?
—Meghan y Annie son mis dos hombres favoritos, por eso.
«Al final conseguiste usar tus dos nombres favoritos, papá», pensó Meghan con amargura.
Cuando Cyrus Graham regresó seguido de la criada con una bandeja, Meghan aceptó una taza de té y un sándwich.
—No se imagina lo impresionada que estoy —dijo Meghan, satisfecha por lo menos de parecer tranquila—. Ahora hábleme de él. Mi padre se ha convertido de repente en un perfecto desconocido.
No era una historia bonita. Richard Collins, su abuelo, se había casado con Aurelia Crowley porque la había dejado embarazada a los diecisiete años.
—Pensaba que era su deber —dijo Graham—. Era mucho mayor que ella y se divorció casi inmediatamente, pero los mantuvo a los dos, a ella y al niño, con razonable generosidad. Un año más tarde, cuando yo tenía catorce, Richard se casó con mi madre, que era viuda. Ésta era la casa de la familia Graham. Richard Collins vino a vivir aquí y fue un buen matrimonio. El y mi madre eran personas bastante rígidas, amargadas. Como dice el refrán: «Dios los cría y ellos se juntan».
—¿Y mi padre se crió con su propia madre?
—Hasta los tres años. En aquel momento, Aurelia se enamoró locamente de un hombre de California que no quería la molestia de un niño. Una mañana se presentó aquí y dejó a Edwin con sus maletas y juguetes. Mi madre se puso furiosa, y Richard aún más. El pequeño Edwin estaba destrozado; adoraba a su madre.
—¿Lo dejó con una familia que no lo quería? —preguntó Meghan incrédula.
—Sí. Mi madre y Richard se hicieron cargo de él por obligación, pero contra sus deseos. Me temo que era un chiquillo difícil. Recuerdo que se pasaba los días con la nariz contra la ventana; estaba seguro de que su madre volvería.
—¿Y volvió?
—Sí, al cabo de un año. El gran amor no funcionó y volvió a buscar a Edwin. Él estaba contentísimo, y mis padres también.
—¿Y qué pasó?
—Cuando tenía ocho años, Aurelia conoció a otro y la historia volvió a repetirse.
—¡Dios mío!
—Esa vez, Edwin era realmente imposible. Aparentemente, pensaba que si se portaba muy mal lo mandarían otra vez con su madre. Una mañana, por ejemplo, puso rosas del jardín en el depósito de gasolina del coche nuevo de mi madre.
—¿Y lo mandaron a casa?
—Aurelia se había marchado de Filadelfia, así que lo metieron interno en una escuela y en verano lo mandaron a un campamento. Yo por entonces estaba en la universidad, en la facultad de derecho, y lo veía de vez en cuando. Una vez fui a visitarlo a la escuela y me sorprendió ver que era muy querido entre sus compañeros. Ya contaba a los demás que su madre había muerto.
—¿Volvió a verla?
—Aurelia regresó a Filadelfia cuando él tenía dieciséis años. Esa vez se quedó. Había madurado y empezó a trabajar en un bufete de abogados. Sé que intentó ver a Edwin, pero era demasiado tarde. Él no quiso saber nada de ella. La herida era muy profunda. A lo largo de los años, de vez en cuando se ponía en contacto conmigo para preguntarme si sabía algo de Edwin. Un amigo me había mandado un recorte de prensa con el anuncio de su boda con tu madre. Le di a Aurelia el nombre y la dirección de su empresa y el recorte. Según me dijo, le escribía todos los años para su cumpleaños y Navidad, pero él nunca le contestó. En una de nuestras conversaciones le conté el encuentro en Scottsdale. Quizá no debía haber enviado a tu padre la noticia necrológica.
—Fue un buen padre y un maravilloso marido —dijo Meghan. Trataba de contener las lágrimas que sentía brotar de sus ojos—. Viajaba mucho por cuestiones de trabajo. No puedo creer que tuviera otra vida, otra mujer a la que llamaba esposa, quizá otra hija a la que también quería. Pero empiezo a pensar que debe de ser verdad. ¿De qué otro modo se puede explicar la existencia de Frances y Annie? ¿Quién puede esperar que mi madre y yo perdonemos un engaño semejante?
Era una pregunta que se hacía a sí misma, no a Cyrus Graham, no obstante él la respondió:
—Meghan, vuélvete —dijo señalando la hilera de ventanas que había tras el sofá—. En aquella ventana del medio, un chiquillo esperaba todas las tardes la llegada de su madre. Ese tipo de abandono daña el alma y la mente.