El doctor Williams, de 65 años, responsable del Centro Franklin de Reproducción Asistida que estaba ubicado en la vieja zona restaurada de Filadelfia, era un hombre que tenía un ligero parecido con el tío favorito de cualquier persona: espesa cabellera entrecana y un rostro amable que tranquilizaría hasta a los pacientes más nerviosos. Muy alto, con un ligero encorvamiento que sugería que tenía el hábito de inclinarse para escuchar.
Meghan lo había llamado después de la reunión con Tom Weicker, y él había aceptado sin problemas una entrevista. En ese momento estaba sentada delante de su escritorio, en un alegre despacho con las paredes cubiertas de fotografías de bebés y niños pequeños.
—¿Estos niños han nacido por fecundación in vitro? —preguntó Meghan.
—Por reproducción asistida —corrigió Williams—, no todos han sido fecundados in vitro.
—Comprendo, o por lo menos creo que comprendo: in vitro significa que se extraen los óvulos de los ovarios y se fecundan con semen en el laboratorio.
—Exactamente. ¿Sabe que a la mujer se le administran drogas que hacen que los ovarios liberen cierta cantidad de óvulos al mismo tiempo?
—Sí, lo sé.
—También utilizamos otros procedimientos, diferentes variaciones de la fecundación in vitro. Le proporcionaré material explicativo al respecto. Básicamente consisten en un montón de términos técnicos que se reducen a ayudar a que una mujer lleve a término el embarazo que tanto desea.
—¿Le parece bien que filmemos las entrevistas, que rodemos algunas escenas del centro y hablemos con algunos pacientes?
—Sí; francamente, estamos orgullosos de nuestro funcionamiento y una publicidad favorable siempre es bienvenida. Sin embargo, le impongo una condición: me pondré en contacto con algunos pacientes y les preguntaré si están dispuestos a hablar con usted. No quiero que usted se ponga en contacto directamente con ellos. Algunas personas prefieren que la familia no sepa que han empleado métodos de reproducción asistida.
—¿Por qué ponen objeciones? Yo hubiera dicho que el solo hecho de tener un hijo los hace sentirse felices.
—Lo son. Pero, por ejemplo, la suegra de una mujer que quedó embarazada por reproducción asistida dijo abiertamente que, dado el bajo nivel de esperma de su hijo, dudaba de que la criatura fuera hijo de su hijo. Se hicieron pruebas de ADN a la madre, al padre y al niño que demostraron que la criatura era hijo biológico de ambos.
—Algunas personas utilizan embriones donados.
—Sí, aquellos que no pueden concebir los suyos. En realidad es una forma de adopción.
—Sí, supongo que sí. Doctor, me hago cargo de que estoy metiéndole prisas, pero ¿puedo volver esta tarde con un operador de cámara? Una mujer de Connecticut va a dar a luz muy pronto un gemelo del hijo de tres años que alumbró mediante fecundación in vitro. Vamos a hacer una serie de reportajes sobre la evolución de los niños.
La expresión de Williams cambió.
—A veces me pregunto si no vamos demasiado lejos. Los aspectos psicológicos de dos gemelos que nacen en diferentes momentos me preocupan mucho. De vez en cuando, al dividirse un embrión en dos y conservar uno de ellos por congelación, optamos por llamarlo clon, no gemelo. Pero respondiendo a su pregunta, mi respuesta es sí, esta tarde estaré a su disposición.
—Le estoy muy agradecida. Filmaremos algunas escenas del exterior y del área de recepción. Empezaremos con los comienzos del Centro Franklin. Según tengo entendido, hace unos seis años.
—El pasado septiembre cumplimos seis años.
—Luego le haré algunas preguntas sobre la fecundación in vitro y la conservación en frío, como en el caso del clon de Mrs. Anderson. —Meghan se puso de pie—. Tengo que hacer algunos preparativos. ¿Le parece bien a las cuatro?
—Perfecto.
Meghan dudó. Temía preguntarle al doctor Williams por Helene Petrovic antes de establecer cierto contacto con él; pero ya no podía esperar más.
—Doctor Williams, no sé si los periódicos de aquí han publicado la noticia, pero han encontrado asesinada a Helene Petrovic, una mujer que trabajaba en la Clínica Manning de la que se descubrió que su título era falso. Usted la conocía y trabajó con ella, ¿verdad?
—Sí —dijo Henry Williams asintiendo—. Yo era el ayudante del doctor Manning y estaba al tanto de todo lo que pasaba en aquella clínica y conocía por tanto a todos los que allí trabajaban. Helene Petrovic me engañó, pero se ocupaba del laboratorio como debe hacerse. Es terrible que haya falsificado su título, pero sin duda parecía saber lo que hacía.
Meghan decidió arriesgarse a que ese hombre afable comprendiera por qué estaba haciendo preguntas indagatorias.
—Doctor, se ha acusado a la empresa de mi padre, y a mi padre en particular, de haber dado el visto bueno a las mentiras de Helene Petrovic. Perdóneme, pero debo averiguar algo más sobre ella. La recepcionista de la Clínica Manning lo vio cenando con Helene Petrovic. ¿La conocía usted bien?
Henry Williams parecía divertido.
—¿Se refiere a Marge Walters? ¿Le dijo también que era habitual que como cortesía sacara a cenar a todos los médicos nuevos de la Manning? Una especie de bienvenida informal…
—No, no me lo dijo. ¿Conocía a Helene Petrovic antes de que entrara en la clínica?
—No.
—¿Tuvo algún contacto con ella desde que usted se fue de allí?
—No, ninguno.
Sonó el intercomunicador. Williams levantó el teléfono y escuchó.
—Espere un minuto, por favor —dijo, y se volvió a Meghan.
Ésta captó el mensaje.
—Doctor, no quiero robarle más tiempo. Muchas gracias. —Cogió su bolso y salió.
Cuando se cerró la puerta, el doctor Henry Williams volvió a coger el teléfono.
—Ahora páseme la llamada, por favor. —Murmuró un saludo, escuchó y dijo nervioso—: Sí, claro, estoy solo. Acaba de irse. Volverá con un cámara a las cuatro. No me digas que tenga cuidado. ¿Piensas que soy tonto?
Colgó el teléfono; de pronto se sentía infinitamente cansado. Al cabo de un instante volvió a descolgarlo y marcó un número.
—¿Está todo bajo control por ahí? —preguntó.
*****
Sus antepasados escoceses lo llamaban clarividencia. Un don que reaparecía en las mujeres de diferentes generaciones del clan Campbell. Esta vez, la dotada era Fiona Campbell Black. Una médium a la que los departamentos de policía de todo el país llamaban para que les ayudara a resolver crímenes, y las familias para encontrar a sus seres queridos desaparecidos. Fiona trataba su extraordinario don con profundo respeto.
Casada desde veinte años atrás, vivía en Litchfield, Connecticut, un encantador y antiguo pueblo fundado a principios del siglo XVII.
El jueves al mediodía, Andrew Black, un abogado con bufete en la ciudad, fue a casa a almorzar. La encontró sentada en el comedor con el periódico abierto ante ella, una expresión reflexiva en la mirada, la cabeza inclinada como si esperara escuchar una voz o un sonido que no quería perderse.
Andrew Black sabía lo que significaba. Se quitó el abrigo, lo tiró sobre la silla y dijo:
—Voy a preparar algo de comer.
Diez minutos más tarde, cuando volvió con unos bocadillos y una tetera, Fiona arqueó las cejas.
—Me ha pasado al ver esto —dijo levantando el periódico local con la foto de Edwin Collins en la primera página—. Buscan a este hombre para interrogarlo por el asesinato de Helene Petrovic.
—Lo he leído —dijo Black mientras servía el té.
—Andrew, no quiero meterme en esto, pero creo que debería hacer algo. Tengo un mensaje sobre él.
—¿Un mensaje claro?
—No, no muy claro. Tengo que tocar algo que le pertenezca. ¿Debo llamar a la policía de New Milford o directamente a la familia?
—Creo que es mejor acudir a la policía.
—Sí, creo que sí. —Fiona pasó lentamente los dedos sobre la granulada reproducción del rostro de Edwin Collins—. Tanto mal —murmuró—, está rodeado de tanto mal y tanta muerte.