Justo antes de las cinco, Victor Orsini recibió la llamada que temía. Larry Downes, presidente de Downes y Rosen, lo llamó para decirle que era mucho mejor que no dejara Collins y Carter.
—¿Durante cuánto tiempo, Larry? —preguntó Victor en voz baja.
—No lo sé —respondió Downes evasivamente—. Todo este lío con la Petrovic con el tiempo se olvidará, pero si vienes aquí ahora tendrás una acogida bastante negativa. Y si resulta que esa Petrovic mezcló algún embrión en la clínica, tendréis que pagar una fortuna, y tú lo sabes. Vosotros la colocasteis allí, y os harán responsables.
—Yo acababa de entrar cuando enviaron la solicitud de Helene Petrovic a la Clínica Manning —protestó Victor—. Larry, este invierno pasado no has cumplido conmigo.
—Lo siento, Victor, pero el hecho es que tú empezaste a trabajar seis meses antes de que Helene Petrovic entrara en la Manning. Lo que significa que estabas allí cuando se investigó su título. Collins y Carter es una empresa pequeña. ¿Quién va a creer que no supieras lo que estaba pasando?
Orsini tragó saliva. Al hablar con los periodistas les había dicho que nunca había oído nada de Helene Petrovic, que cuando le dieron el visto bueno en la Manning, él acababa de empezar a trabajar. Los informadores no se habían dado cuenta de que obviamente estaba en la oficina cuando se gestionó su solicitud.
Probó con un nuevo argumento:
—Larry, durante este año he ayudado mucho a tu gente.
—¿De veras, Victor?
—Pudiste colocar a tus candidatos en tres de nuestros mejores clientes.
—A lo mejor nuestros candidatos eran los mejores.
—¿Quién te dijo que esas empresas tenían puestos vacantes?
—Lo siento, Victor.
Orsini miró el auricular mientras se cortaba la comunicación. «No nos llames. Te llamaremos nosotros», pensó. Sabía que ahora probablemente ya no le darían el trabajo en Downes y Rosen.
Milly asomó la cabeza en el despacho.
—Me voy. Qué día tan espantoso, Mr. Orsini. Con todos esos periodistas y esas llamadas. —Le brillaban los ojos de excitación.
Victor se la imaginó durante la cena repitiendo con deleite cada detalle del día.
—¿Ya ha vuelto Mr. Carter? —preguntó él.
—No. Ha llamado diciendo que se quedaría en el hospital con Mrs. Collins y se iría directamente a su casa. Me parece que siente cierta debilidad por ella.
Orsini no contestó.
—Bueno, buenas noches, Mr. Orsini.
—Buenas noches, Milly.
*****
Mientras su madre se vestía, Meghan se deslizó al estudio de su padre y sacó las cartas y el recorte del cajón del escritorio. Lo escondió en su maletín y rogó para que su madre no se percatara de las muescas que había producido la lima cuando forzó la cerradura. Con el tiempo tendría que hablarle de las cartas y el recorte, pero todavía no. Quizá después del viaje a Filadelfia tuviera algún tipo de explicación.
Subió al lavabo, se lavó la cara y las manos y se retocó el maquillaje. Decidió llamar a Mac después de un momento de duda. Él le había dicho que la llamaría, y Meghan no quería que pensara que algo iba mal. Bueno, peor de lo que iba, se corrigió.
—¡Meg! —respondió Kyle. Era el Kyle que ella conocía, feliz de oír su voz.
—Hola, compañero, ¿qué tal?
—Fantástico. Pero hoy pasó algo terrible.
—¿Qué?
—Casi matan a Jake. Le tiré una pelota. Está aprendiendo cada vez mejor a ir a buscarla, pero se la tiré muy lejos y salió a la calle y un coche casi lo atropella. Tendrías que haber visto cómo frenó el tío. Una frenada impresionante, hasta patinó el coche.
—Me alegra que Jake esté bien. La próxima vez tírale la pelota en el jardín de atrás. Ahí tienes más espacio.
—Eso es lo que dice papá. Aquí está, tirando del teléfono: Meg, hasta luego.
Se puso Mac.
—Meg, no se lo estaba quitando, estaba a su lado. Hola. Veo que ya te lo han contado todo. ¿Qué tal van las cosas?
Le dijo que su madre estaba en casa.
—Mañana me voy a Filadelfia por el reportaje que estoy preparando.
—¿Vas a pasar también por la dirección de Chestnut Hill?
—Sí. Mi madre no sabe nada de las cartas.
—Y no voy a ser yo el que se lo diga. ¿Cuándo vuelves?
—No creo que antes de las ocho. Son casi cuatro horas de viaje.
—Meg —titubeó la voz de Mac—, sé que no quieres que interfiera, pero ojalá me dejaras ayudar. A veces siento que me evitas.
—No seas tonto. Siempre hemos sido buenos amigos.
—Ya no estoy tan seguro. Quizá se me escapa algo. ¿Qué pasa?
«Lo que pasa —pensó Meghan—, es que no puedo olvidar la carta que te escribí hace nueve años, suplicándote que no te casaras con Ginger, que sólo te produciría humillación. Lo que pasa es que nunca fui para ti nada más que tu pequeña compañera y al fin conseguí alejarme de ti. No puedo arriesgarme a sufrir otra vez el dolor de vivir internamente una nueva separación».
—No pasa nada, Mac —dijo alegremente—. Todavía eres mi amigo, pero ya no puedo seguir hablando sobre mis lecciones de piano. Las abandoné hace años.
Aquella noche, cuando fue a abrir la cama del dormitorio de su madre, movió el interruptor del teléfono para que no sonara. Si había más llamadas nocturnas, sólo las oiría ella.