La impresión que Meghan sintió al ver otra vez a la mujer muerta que se parecía a ella había disminuido en el momento en que le extrajeron sangre del brazo.
No sabía qué reacción esperaba de Mac mientras éste miraba el cuerpo, pero lo único que detectó fue que tensaba los labios y el único comentario que hizo fue que el parecido era tan impresionante que pensaba que la prueba de ADN era absolutamente necesaria. El doctor Lyons era de la misma opinión.
Ni ella ni Mac habían almorzado. Se marcharon de la oficina de medicina forense en coches separados y se dirigieron a uno de los lugares favoritos de Meg, cerca de la calle 57. Se sentaron uno junto al otro en una banqueta del acogedor restaurante con un bocadillo de pollo y café. Meghan le contó a Mac lo del título falso de Helene Petrovic y la posible implicación de su padre.
Jimmy Neary se acercó a preguntar a Meghan por su madre. Cuando se enteró de que Catherine estaba en el hospital, llevó el teléfono portátil a la mesa para que Meghan pudiera llamarla.
Contestó Phillip.
—Hola, Phillip —dijo Meghan—. Quería saber qué tal estaba mamá. ¿Me la pasas, por favor?
—Meg, acaba de tener un susto bastante desagradable.
—¿Qué tipo de susto? —preguntó Meghan.
—Alguien le envió una docena de rosas. Cuando te lea la tarjeta lo comprenderás.
Mac estaba mirando los cuadros de la campiña irlandesa que había en el restaurante. En el momento en que Meghan suspiró, se volvió y observó cómo abría los ojos sobresaltada. Algo le sucedía a Catherine, pensó.
—Meg, ¿qué pasa? —Le cogió el teléfono de sus dedos temblorosos—. Sí…
—Mac, me alegro de que estés ahí.
Era la voz de Phillip Carter que incluso en aquel momento sonaba segura y controlada.
Mac apretó el hombro de Meghan mientras Phillip le explicaba brevemente lo sucedido durante la última hora.
—Me quedaré con Catherine un rato —concluyó—. Al principio estaba muy alterada, pero ahora está más tranquila. Dice que quiere hablar con Meg.
—Meg, tu madre quiere hablarte —dijo Mac sosteniendo el teléfono. No supo si Meghan lo había oído, pero ella cogió el teléfono. Se veía el esfuerzo que hacía para que su voz sonara serena.
—Mamá, ¿seguro que estás bien…? ¿Qué piensas? Yo también creo que es una especie de broma cruel. Tienes razón, papá jamás haría algo así… Ya sé… Ya sé lo duro que es… Vamos, claro que tienes la fortaleza para hacer frente a esto. Eres la hija del viejo Pat, ¿no?
»Dentro de una hora, tengo una cita en la televisión con Mr. Weicker. Después iré directamente al hospital… Yo también te quiero. Pásame a Phillip un minuto.
»Phillip, quédate con ella, por favor. No la dejes sola… Gracias.
Al colgar, exclamó:
—Es un milagro que mi madre no haya tenido un ataque al corazón con esos investigadores preguntando por papá y las flores que le mandaron. —Le tembló la boca y se mordió el labio.
«Ay, Meg», pensó Mac. Ansiaba abrazarla, sostenerla, besar el dolor que veía en sus ojos y labios. Pero en cambio trató de tranquilizarla acerca del miedo que la paralizaba.
—Catherine no va a tener un ataque al corazón —dijo con firmeza—. Por lo menos aparta esa preocupación de tu cabeza. Lo digo en serio, Meg. Ahora, si he comprendido bien lo que me dijo Phillip, ¿la policía está tratando de relacionar a tu padre con la muerte de esa mujer, Petrovic?
—Aparentemente. Insisten en el testimonio de la vecina que dijo que un hombre alto, con un coche oscuro último modelo, visitaba a Helene Petrovic regularmente. Papá era alto y tenía un coche oscuro.
—Como miles de hombres altos, Meg. Es ridículo.
—Lo sé. Mamá también lo sabe. Pero la policía cree categóricamente que papá no murió en el accidente del puente, lo que significa que probablemente esté vivo. Quieren saber por qué certificó el título falso de Petrovic. Le preguntaron a mamá si pensaba que él tenía algún tipo de relación personal con Helene Petrovic.
—¿Tú crees que está vivo, Meg?
—No, no lo creo. Pero si colocó a Helene Petrovic en ese puesto sabiendo que era un fraude, hay algo que no anda bien. A no ser que ella también lo hubiera engañado.
—Meg, conocí a tu padre desde mi época de estudiante. Si hay una cosa que puedo asegurarte es que es o fue un hombre muy bueno. Lo que has dicho a Catherine es absolutamente cierto. Tu padre jamás hubiera hecho esa llamada de madrugada ni hubiera mandado las flores. Son juegos de personas crueles.
—O dementes. —Meg se enderezó como si acabara de advertir el brazo de Mac sobre sus hombros. Mac lo retiró suavemente.
—Meg, las flores hay que pagarlas, en efectivo, con tarjeta de crédito o cheque. ¿Cómo las pagaron?
—Tengo entendido que los investigadores están en ello.
Jimmy Neary les ofreció un café irlandés.
Meghan sacudió la cabeza.
—Seguro que me iría bien, Jimmy, pero lo dejamos para la próxima. Tengo que ir a la oficina.
Mac iba a volver al trabajo. Antes de que subieran a sus respectivos coches, le puso las manos sobre los hombros.
—Meg, una cosa. Prométeme que me dejarás ayudarte.
—¡Ay, Mac! —suspiró ella—. Creo que ya tienes tu ración de problemas Collins por un rato. ¿Cuánto tiempo dijo el doctor Lyons que tardarían los resultados de la comparación de ADN?
—De cuatro a seis semanas —respondió Mac—. Te llamaré esta noche.
*****
Media hora más tarde, Meghan estaba sentada en el despacho de Tom Weicker.
—La entrevista de la recepcionista de la Clínica Manning fue estupenda —le dijo—. Somos los únicos que tenemos algo así. Pero en vista de la relación de tu padre con el asunto Petrovic no quiero que vuelvas por allí.
Era lo que Meghan esperaba oír. Lo miró a los ojos.
—El Centro Franklin de Filadelfia tiene una reputación excelente. Me gustaría utilizarlo para el reportaje en lugar de la Clínica Manning. —Esperó, temerosa de oír que también la apartaba de eso.
Pero se sintió aliviada al oír:
—Quiero el reportaje listo lo antes posible. Todo el mundo está enloquecido con lo de la fecundación in vitro por lo de Helene Petrovic. Imposible que haya un mejor momento. ¿Cuándo puedes ir a Filadelfia?
—Mañana.
Se sintió deshonesta por no decirle a Tom que el doctor Henry Williams que dirigía el Centro Franklin había trabajado con Helene Petrovic en la Manning. Pero, razonó, si tenía ocasión de hablar con Williams, lo haría como periodista de la PCD, no como la hija del hombre que había enviado el currículum falso de Petrovic y la brillante recomendación.
*****
Bernie condujo de Connecticut a Manhattan. Haber visto la casa de Meghan le trajo a la memoria el recuerdo de todas las otras veces en que había seguido a chicas a su casa y se había escondido en sus coches, en el garaje o en los arbustos que rodeaban la casa para poder verlas. Era como estar en otro mundo, un mundo en el que vivían sólo ellos dos, incluso aunque la chica no supiera que él estaba allí.
Sabía que tenía que estar cerca de Meghan, pero que debía tener cuidado. Newtown era una comunidad elegante y pequeña, y los polis de sitios así estaban siempre vigilando los coches de extraños que daban vueltas por el vecindario.
«Si llegas a atropellar a ese perro —pensó mientras cruzaba el Bronx hacia el puente de la avenida Willis—. El chico se habría puesto a gritar como loco y la gente habría salido a ver qué pasaba. Uno de ellos habría empezado a hacer preguntas sobre el tipo: ¿qué está haciendo este tío en un taxi pirata en una calle sin salida de este vecindario? Si alguien hubiera llamado a la poli, habrían comprobado mis antecedentes». Bernie sabía lo que eso significaba.
Podía hacer sólo una cosa. Cuando llegó a Manhattan, se dirigió a la tienda de saldos de la calle 47 donde había comprado la mayor parte de los aparatos. Hacía tiempo que le tenía echado el ojo a una cámara de vídeo. Se la compró junto con un sintonizador para coche de la radio de la policía.
Después fue a una papelería y compró hojas de color rosa. Ese año, los pases que la policía daba a la prensa eran rosas. Tenía uno en casa. Un periodista lo había tirado en el aparcamiento. Podía copiarlo con el ordenador y fabricar un pase que pareciera oficial. También se haría un permiso de aparcamiento de prensa para pegar en el parabrisas.
Había un montón de canales locales por cable a los que nadie prestaba atención. Diría que era uno de ellos. Sería Bernie Heffernan, periodista.
Como Meghan.
El único problema es que se le estaba acabando la paga de vacaciones y la indemnización demasiado rápido. Tenía que seguir ganando dinero. Por suerte se las arregló para conseguir un viaje al aeropuerto Kennedy y uno de vuelta a la ciudad antes de que llegara la hora de ir a casa.
*****
Durante la cena, su madre estornudó.
—¿Estás resfriada, mamá? —le preguntó solícito.
—Yo no me resfrío, tengo alergias —contestó ella bruscamente—. Creo que en esta casa hay polvo.
—Mamá, sabes que aquí no hay polvo. Eres una buena ama de casa.
—Bernard, ¿está limpio el sótano? Confío en ti. No me atrevo a bajar por esa escalera después de lo que me pasó.
—Mamá, está perfectamente limpio.
Vieron juntos las noticias de las seis y observaron a Meghan Collins entrevistar a la recepcionista de la Clínica Manning.
Bernie se inclinó hacia adelante, bebiéndose el perfil de Meghan mientras ella hacía preguntas. Le sudaban las manos y la frente.
En aquel momento, le quitaron de un tirón el mando a distancia. En cuanto se apagó el televisor, sintió una sonora bofetada sobre su rostro.
—Empiezas otra vez, Bernard —gritó su madre—. Estás vigilando a esa chica. Lo sé. ¡Lo sé! ¿No aprenderás nunca?
*****
Cuando Meghan llegó al hospital, se encontró a su madre completamente vestida.
—Virginia me ha traído algo de ropa. Tengo que salir de aquí —dijo Catherine Collins decidida—. No puedo quedarme tumbada en la cama pensando. Me desasosiega. Por lo menos en la hostería estoy ocupada.
—¿Qué ha dicho el doctor?
—Al principio se opuso, claro, pero ahora está de acuerdo, o por lo menos está dispuesto a firmar el alta, —su voz titubeó—. Meggie, no trates de convencerme. De verdad es mejor que me vaya a casa.
Meghan la abrazó con fuerza.
—¿Tienes todo preparado?
—Hasta el cepillo de dientes. Meg, una cosa más: los investigadores quieren hablar contigo. Cuando lleguemos a casa tienes que llamarlos y fijar una cita con ellos.
*****
Cuando Meghan abrió la puerta principal de la casa, el teléfono estaba sonando. Corrió para atenderlo. Era Dina Anderson.
—Meghan, si todavía está interesada en estar presente cuando nazca el bebé, empiece a prepararse. El doctor va a ingresarme en el Centro Médico Danbury el lunes por la mañana para inducir el parto.
—Allí estaré. ¿Le parece bien que vaya el domingo por la tarde con un operador para rodar algunas escenas de usted y Jonathan preparándose para el nacimiento del niño?
—Me parece bien.
Catherine Collins fue de habitación en habitación encendiendo las luces.
—Qué bien estar en casa —murmuró.
—¿Quieres acostarte?
—Es la última cosa en el mundo que quiero hacer. Voy a tomar un baño y vestirme como es debido. Después iremos a cenar a la hostería.
—¿Estás segura?
Meghan vio cómo la mandíbula de su madre subía y su boca adquiría un gesto resuelto.
—Totalmente. Las cosas van a empeorar bastante antes de que empiecen a mejorar. Ya verás cuando hables con esos detectives. Pero no quiero que nadie piense que nos estamos escondiendo.
—Me parece que las palabras exactas de Pat eran: «No dejes que los cabrones te cojan». Creo que es mejor que llame a esa gente de la oficina del fiscal.
*****
John Dwyer era el ayudante de la fiscalía, asignado por el tribunal de Danbury. Su jurisdicción incluía el pueblo de New Milford.
Dwyer, de cuarenta años, hacía quince que estaba en la fiscalía. Durante esos años había mandado a la cárcel a algunos honrados pilares de la sociedad, por delitos que iban desde asesinato a estafa. También había procesado a tres personas que habían fingido su muerte para cobrar el seguro.
La supuesta muerte de Edwin Collins en la tragedia del puente Tappan Zee había generado muchas muestras de condolencia en los medios locales. La familia era muy conocida en la zona, y la hostería Drumdoe era una institución.
El hecho de que casi con certeza el coche de Collins no se hubiera caído por el puente y la implicación de éste en la verificación del título falso de Helene Petrovic habían convertido un sorprendente asesinato suburbano en un escándalo de proporciones estatales. Dwyer sabía que el Departamento Estatal de Salud había enviado peritos médicos a la Clínica Manning para determinar el posible daño causado por Helene Petrovic en el laboratorio.
El miércoles a última hora de la tarde, Dwyer se reunió en su despacho con los detectives de la policía de New Milford, Arlene Weiss y Bob Marron. Habían pedido el expediente de Helene Petrovic al Departamento de Estado de Washington.
Weiss recapituló los detalles para sí.
—Helene Petrovic llegó a Estados Unidos hace veinte años, cuando tenía 27. Su avalista dirigía un salón de belleza en Broadway. En el formulario de solicitud de visado constan estudios secundarios y cursos en la escuela de cosmetología de Bucarest.
—¿Ninguna formación médica? —preguntó Dwyer.
—Que ella haya hecho constar, no —confirmó Weiss.
Bob Marron miró sus notas.
—Entró a trabajar en el salón de su amiga y estuvo allí durante once años. Durante los últimos dos; siguió cursos nocturnos de secretaria.
Dwyer asintió.
—Después le ofrecieron trabajo de secretaria en el Centro Dowling de Reproducción Asistida, en Trento, Nueva Jersey. Fue entonces cuando se compró la casa de Lawrenceville.
»Tres años después, Collins la colocó en la Clínica Manning como embrióloga.
—¿Qué pasa con Edwin Collins? ¿Se han estudiado sus antecedentes? —preguntó Dwyer.
—Sí. Graduado en empresariales en Harvard. Jamás estuvo metido en problemas. Socio mayoritario de la empresa. Sacó un permiso de armas hace unos diez años, después de que lo atracaran en la zona de prostitución de Bridgeport.
Sonó el intercomunicador.
—Miss Collins llama al señor Marron.
—¿Es la hija de Collins? —preguntó Dwyer.
—Sí.
—Dígale que venga mañana.
Marron cogió el teléfono y habló con Meghan. Miró al ayudante de la fiscalía.
—¿Mañana a las ocho está bien? Tiene que ir a Filadelfia por un asunto de trabajo y quiere pasar temprano.
Dwyer asintió.
Después que Marron confirmó la cita con Meghan y colgó, Dwyer se apoyó contra el respaldo de la silla giratoria.
—Veamos lo que tenemos. Edwin Collins desapareció y se presume su muerte. Pero ahora su mujer recibe flores de él, que según me dice han sido cargadas a su tarjeta de crédito.
—Se hizo el pedido a la floristería por teléfono. La tarjeta de crédito no se ha cancelado. Por otro lado, y hasta esta tarde, no se había utilizado desde enero —dijo Weiss.
—¿No se verificó después de su desaparición si había actividad en la cuenta?
—Hasta hace unos días se creía que Collins se había ahogado. No había motivos para dar aviso sobre las tarjetas.
Arlene Weiss revisaba sus notas.
—Quiero interrogar a Meghan Collins sobre algo que dijo su madre. Esa llamada que envió a Mrs. Collins al hospital, la que jura que no era de su marido…
—¿Qué pasa?
—Le pareció que la persona que llamaba decía a su hija algo así como: «Estoy en un apuro terrible». ¿Qué significa?
—Se lo preguntaremos a la hija cuando hablemos con ella mañana —dijo Dwyer—. Yo sé lo que pienso. ¿Edwin Collins consta todavía como «desaparecido, presumiblemente muerto»?
Marron y Weiss asintieron al mismo tiempo. Dwyer se puso de pie.
—Probablemente tengamos que modificarlo. Pienso lo siguiente: primero, hemos establecido la relación de Collins con Petrovic; segundo, casi seguro que no murió en el accidente del puente; tercero, retiró todos los valores en efectivo de sus pólizas de seguros pocas semanas antes de desaparecer; cuarto, no se han encontrado rastros de su coche, pero un hombre alto con un coche oscuro visitaba regularmente a Petrovic; quinto, la llamada telefónica, el uso de la tarjeta de crédito, las flores; para mí es suficiente. Extienda una orden de búsqueda y captura de Edwin Collins. Añada: «Se le busca para interrogarlo acerca del asesinato de Helene Petrovic».