El miércoles por la tarde, los investigadores de Connecticut se desplazaron a Lawrenceville, Nueva Jersey, para interrogar a Stephanie Petrovic sobre su tía asesinada.
Tratando de ignorar la inquieta agitación de su vientre, Stephanie cruzó las manos para evitar que le temblaran. Se había criado en Rumania, bajo el régimen de Ceausescu, y la habían educado para temer a la policía. Aunque los dos hombres que estaban sentados en el salón de su tía parecían amables y no llevaban uniforme, sabía que no debía confiar en ellos. La gente que confiaba en la policía a menudo terminaba en la cárcel, o peor.
El abogado de su tía. Charles Potters, también presente, era un hombre que le recordaba a un funcionario del pueblo donde había nacido. El también parecía amable, pero ella sentía que la suya era una amabilidad de tipo impersonal. Hacía su trabajo, y ya le había informado que éste consistía en cumplir los términos del testamento de Helene, que dejaba todos sus bienes a la Clínica Manning.
—Tenía intenciones de cambiarlo —le había dicho Stephanie—. Quería ocuparse de mí, ayudarme mientras estudiaba cosmetología, comprarme un apartamento. Me prometió que me dejaría dinero. Me dijo que yo era para ella como una hija.
—Comprendo, pero como no cambió el testamento, lo único que puedo decirle es que hasta que se venda esta casa puede vivir aquí. Como albacea, puedo arreglar contratarla como ama de llaves hasta que se venda. Después, me temo que legalmente tendrá que arreglarse por su cuenta.
¡Por su cuenta! Stephanie sabía que a menos que consiguiera un trabajo y el permiso de residencia no había manera de quedarse en el país.
Uno de los policías le preguntó si su tía tenía algún amigo íntimo.
—No, en realidad no —respondió—. A veces, por la noche, íbamos a alguna fiesta de rumanos. A veces ella también iba a algún concierto. A menudo, los sábados o domingos salía durante tres o cuatro horas. Nunca me dijo adónde iba. —Stephanie no conocía ningún hombre en la vida de su tía. Volvió a decir lo mucho que la había sorprendido su abrupta decisión de dejar el trabajo—. Tenía pensado dejarlo cuando vendiera la casa. Quería trasladarse a Francia por un tiempo. —Se dio cuenta de que se trababa con las palabras en inglés. Estaba muy asustada.
—El doctor Manning nos dijo que no sabía que ella planeara dejar la clínica —dijo en rumano un investigador llamado Hugo.
Stephanie lo miró con gratitud y cambió de inmediato a su lengua materna.
—Me dijo que el doctor Manning se enfadaría mucho y temía darle la noticia.
—¿Tenía en mente algún otro trabajo? Eso habría significado una nueva comprobación de su título.
—Dijo que quería tomarse un tiempo para descansar.
Hugo se volvió al abogado.
—¿Cuál era la situación financiera de Helene Petrovic?
—Puedo asegurarle que bastante buena —respondió Charles Potters—, o mejor dicho, que Mrs. Petrovic era muy prudente y realizó buenas inversiones. Esta casa estaba pagada y tenía ochocientos mil dólares en acciones, bonos y efectivo.
«Tanto dinero —pensó Stephanie—, y ahora yo no tendré ni un céntimo». Se pasó la mano por la frente. Le dolía la espalda. Tenía los pies hinchados. Estaba muy cansada. Mr. Potters la estaba ayudando a organizar el funeral. Se celebraría el viernes en St. Dominic.
Stephanie miró a su alrededor. Esa habitación era tan bonita, con los muebles tapizados de brocado azul, mesas lustrosas, lámparas con flecos y alfombras azul celeste. Le habría gustado conservarla tal cual. Helene le había prometido darle algunas cosas para el apartamento de Nueva York. ¿Qué haría ahora? ¿Qué le preguntaba el policía?
—¿Para cuándo esperas el bebé, Stephanie?
Mientras contestaba le caían las lágrimas.
—Dentro de dos semanas. —Y exclamó—: El padre me dijo que era problema mío y se fue a California. No quiso ayudarme. No sé dónde encontrarlo. No sé qué hacer.