Catherine Collins accionó el botón con un dedo y lo soltó cuando la cama del hospital, tras incorporarse sin ruido, quedó ligeramente reclinada. Desde que habían retirado la bandeja del almuerzo, una hora antes, intentaba en vano dormir. Estaba enfadada consigo misma por su deseo de evadirse mediante el sueño. «Ha llegado el momento de enfrentarse con la vida, muchacha», se dijo con severidad.
Ojalá tuviera la calculadora y los libros de contabilidad de la hostería. Tenía que calcular cuánto tiempo podía aguantar antes de verse obligada a vender Drumdoe. «La hipoteca —pensó—, ¡la maldita hipoteca! Papá jamás hubiera invertido tanto dinero en el lugar». Hazlo sin dinero y haz dinero, había sido su lema de novato. ¿Cuántas veces lo había oído?
Pero una vez que tuvo la hostería y la casa, se convirtió en el marido y el padre más generoso. Siempre y cuando una no tuviera deseos ridículamente extravagantes, por supuesto.
«Fui ridícula al darle tanta libertad a ese decorador —pensó Catherine—. Pero ya ha pasado mucha agua bajo el puente».
La analogía le dio escalofríos. Le hizo recordar las horribles fotos de coches destrozados que sacaban de debajo del puente Tappan Zee. Meghan y ella las habían estudiado con lupa, temerosas de encontrar lo que esperaban: algún fragmento de un Cadillac azul oscuro.
Catherine apartó las mantas, se levantó de la cama y se puso la bata. Cruzó la habitación hasta el diminuto cuarto de baño, se mojó la cara y se miró al espejo con una mueca. «Ponte un poco de pintura de guerra, cariño», se dijo.
Diez minutos después volvía a estar en la cama y se sentía un poco mejor. Se había cepillado el cabello rubio y corto; el colorete en las mejillas y el carmín de los labios ocultaban la demacrada palidez que había visto en el espejo; una bata azul de seda la hacía más presentable ante las posibles visitas. Sabía que Meghan pasaría la tarde en Nueva York, pero siempre existía la posibilidad de que la visitara alguien más.
Y así fue. Phillip Carter llamó a la puerta entreabierta.
—Catherine, ¿se puede?
—Adelante.
Se inclinó y la besó en la mejilla.
—Tienes mucho mejor aspecto.
—Me siento mucho mejor. En realidad estoy tratando de irme de aquí, pero quieren que me quede unos días más.
—Buena idea. —Acercó una silla a la cama y se sentó.
Edwin era un hombre impresionantemente guapo. Lo había conocido 31 años antes tras un partido de fútbol americano de Harvard contra Yale. Ella había quedado con uno de los jugadores de Yale y había visto a Edwin en la pista de baile: cabello negro, ojos azules, alto y delgado.
Edwin la sacó a bailar. Al día siguiente, estaba en la puerta de la finca con una docena de rosas en la mano. «Catherine, te estoy cortejando», le había anunciado.
Ahora Catherine trataba de contener unas lágrimas repentinas.
—¿Catherine? —Phillip le cogía la mano.
—Estoy bien —dijo ella retirando la mano.
—No creo que vayas a sentirte así de bien dentro de unos minutos. Ojalá hubiera hablado con Meghan antes de venir.
—Ha tenido que ir a la ciudad. ¿Qué pasa, Phillip?
—Catherine, quizá hayas leído algo sobre la mujer que mataron en New Milford.
—Esa doctora. Sí. Qué espanto.
—Quizá sabrás entonces que no era médico, que su título era falso y que nuestra empresa fue la que le buscó el trabajo en la Clínica Manning.
Catherine se sobresaltó.
—¿Qué?
Una enfermera entró en la habitación.
—Mrs. Collins, en el vestíbulo hay dos detectives de la policía de New Milford que tienen que hablar con usted. Ahora viene el médico. Quiere estar presente, pero me ha dicho que le dijera que estarán aquí dentro de unos minutos.
Catherine esperó a oír los pasos que se alejaban por el pasillo para preguntar a Phillip:
—Phillip, ¿sabes por qué está aquí la policía?
—Sí. Estuvieron en la oficina hace una hora.
—¿Para qué? Olvídate del médico, no pienso desmayarme otra vez. Por favor, debo saber qué pasa.
—Catherine, la mujer asesinada anoche en New Milford era cliente de Ed. Él tenía que saber por fuerza que su título era falso. —Phillip se volvió para evitar ver el dolor que sabía estaba infligiendo—. Ya sabes que la policía piensa que Ed no se ahogó en el accidente del puente. Una vecina que vive enfrente del apartamento de Helene Petrovic dijo que un hombre alto con un coche oscuro la visitaba regularmente a últimas horas de la noche. —Se detuvo, su expresión se ensombreció—. Lo vio allí hace dos semanas. Catherine, la otra noche, cuando Meg llamó a la ambulancia, también vino un coche patrulla. Cuando recuperaste el conocimiento, le dijiste al policía que habías recibido una llamada de tu marido.
Catherine trató de tragar pero no pudo. Tenía la boca y los labios resecos. Se le ocurrió la incongruente idea que ésa debía de ser la sensación de estar realmente sedienta.
—No estaba en mis cabales. Quería decir que Meg había recibido la llamada de alguien que decía que era su padre.
Llamaron a la puerta.
—Catherine, siento muchísimo todo esto —dijo el médico mientras entraba—. El ayudante del fiscal insiste en que los investigadores de un asesinato le hagan algunas preguntas. Y yo, si tengo que ser honesto, no he podido decirles que no se encuentra usted en condiciones de recibirlos.
—Estoy en condiciones de recibirlos —dijo Catherine en voz baja y añadió mirando a Phillip—: ¿Te quedas?
—Claro. —Se puso de pie mientras los investigadores entraban con una enfermera.
En principio, Catherine se sorprendió de que uno de los dos fuera una mujer, una joven de la edad de Meghan. El otro era un hombre de cerca de cuarenta años. Fue él quien habló en primer lugar, disculpándose por la intromisión y prometiendo que la entretendrían sólo unos minutos.
—La investigadora especial Arlene Weiss —presentó a su compañera—, y yo soy Bob Marron. —Fue directo al grano—. Mrs. Collins, ¿la trajeron aquí en estado de conmoción porque su hija recibió una llamada de madrugada de alguien que afirmaba ser su marido?
—No era mi marido. Reconocería su voz en cualquier parte y bajo cualquier circunstancia.
—Mrs. Collins, lamento preguntarle esto, ¿pero todavía piensa que su esposo murió el pasado enero?
—Estoy convencida de que está muerto —dijo firmemente.
—Unas preciosas rosas para usted, Mrs. Collins —gorjeó una voz mientras la puerta se abría completamente.
Era una de las voluntarias que vestían chaqueta rosa y colaboraban repartiendo flores por las habitaciones, llevando el carrito de libros y ayudando a comer a los pacientes de edad.
—Ahora no —dijo bruscamente el médico de Catherine.
—No, está bien. Póngalas en la mesilla. —Catherine se dio cuenta de que agradecía la interrupción. Necesitaba un instante para recomponerse. Tratando de ganar tiempo, estiró la mano para coger la tarjeta que la voluntaria sacaba del lazo.
Le echó una mirada, y se quedó rígida y con los ojos abiertos por el espanto. Como todos la miraban, levantó la tarjeta con mano temblorosa, esforzándose por no perder la compostura.
—No sabía que los muertos pudieran mandar flores —murmuró, y leyó en voz alta—: «Querida mía: Ten confianza en mí. Te prometo que todo saldrá bien». —Catherine se mordió el labio—. Está firmada por: «Tu querido esposo, Edwin».